Partamos para abordar este tema del análisis de un concepto clave: el riesgo, articulándolo a nuestras decisiones profesionales. Tenemos así una perspectiva del tema que podría titularse: “la elección del profesional y el riesgo de decidir”.
Las dificultades que nos plantea la toma de decisiones y los riesgos que conlleva a veces toman la forma de una inhibición (decidimos tarde, “mareamos la perdiz”); otras, de un conflicto entre profesionales o servicios y siempre se plantean sobre un fondo de angustia ante el riesgo de esa decisión que nunca es fácil.
Propongo, pues, que sigamos a Freud y concedamos a estas dificultades el estatuto de un síntoma, algo que insiste en nuestro quehacer profesional y que supone una verdad cifrada –mensaje desconocido, velado– y una satisfacción sustitutiva, los dos rasgos que Freud atribuye al síntoma.
¿Qué velaría, pues, este síntoma que se presenta como un conflicto? Podemos ya anticiparlo: vela lo real que está en juego cuando se trata de la infancia en riesgo, la violencia familiar, la locura o las adicciones. Vela un goce que a veces aparece como exceso (abusos, maltratos, consumos) y otras como defecto (negligencia, abandono…). Enfrentar a ese real sabemos que no es fácil, porque lo real es siempre sin sentido, no obedece a una lógica ni a una razón comprensible y menos al sentido común. Y además es aquello que vuelve siempre al mismo lugar, que insiste en la repetición (generacional) como cronicidad.
Una madre que mata a sus hijos, un padre que los maltrata o abusa sexualmente, un joven que consume hasta perder la conciencia o un psicótico recluido en casa nos confronta a la ausencia de palabras para explicar esos actos. Ese hecho, además del horror que pueda despertar en cada uno, es ya motivo suficiente para querer arrojar algún velo y desplazar esa angustia a un conflicto inter-servicios o tratarla mediante una inhibición prolongada donde, como en el pasaje al acto, desparecemos de la escena. En algunos casos también cabe la hiperatención, el acting-out profesional en el que ponemos objetos a modo de muro defensivo (prestaciones sociales, medicación, recursos de ocio…) esperando que alguien produzca la interpretación que ponga fin a esa deriva. Un acting-out siempre espera una interpretación.
Hoy tenemos, además, un objeto “para-angustia” privilegiado como son los protocolos de evaluación y los circuitos de la red, algoritmos decisionales que monitorizan nuestra acción y los procesos de circulación y derivación de ese real.
Por supuesto que las familias afectadas, padres e hijos, no quedan indemnes de esa angustia y producen también sus respuestas diversas: culpa, negación, violencia, conductas de riesgo, errancias, consumos.
Mi hipótesis es que las dificultades que implica la toma de decisiones, en el ámbito profesional, no se reducen al registro imaginario de la tensión especular (diferencias personales, estatus, prestigio) ni tampoco a las reglas de juego simbólicas (competencias legales, marco institucional), si bien todas ellas tienen también su incidencia. La razón fundamental es la naturaleza misma del objeto de trabajo, el real que compartimos como profesionales de la salud, la educación o la atención social.
La doble vertiente del tema: por un lado su complejidad (no hay soluciones simples y universales) y por otro su impacto emocional (angustia) están en la base misma del riesgo de decidir.
El sentimiento de impotencia, más agudizado si parte de la omnipotencia del ideal (salud integral, educación universal, bienestar social) nos conduce a la expectativa de potencia del otro. Este trayecto solo augura una decepción por el desajuste de expectativas que implica, velado en el conflicto inexistente.
¿De qué hablamos pues cuando hablamos de riesgo?
Una mujer de 50 años, sin pareja y que vive con los padres, da a luz a una niña mediante fecundación in vitro, tras un aborto anterior voluntario de dos bebés. Manifiesta que en su situación de monomarentalidad no se veía capaz de criar a dos hijos al tiempo. Cuando las enfermeras le preguntan por el nombre elegido, ella responde “Nancy”, como la muñeca que le acompañó en su infancia. Las enfermeras, asustadas, tratan de disuadirla y finalmente ella elige el nombre que una de ellas llevaba en su uniforme: Ángela. Meses más tarde recibe a la trabajadora social en el domicilio por un asunto de los padres y ante la pregunta de la profesional, le responde que la niña se llama Ángela pero ella siempre le dice Nancy. La alarma se destapa de nuevo por el “riesgo” que puede haber para la niña al suponer que el nombre implica una objetalización del bebé, “como si fuera su muñequita”, ya que además “no es normal –se dice– que una mujer de 50 años críe sola a una hija”.
¿Normal o patológico? ¿Aceptable o indicador de riesgo? Este ejemplo nos muestra ya como la toma de decisiones implica, para nosotros, consensuar el límite entre lo que podríamos considerar como prácticas familiares de crianza diversas, propias de la época y de sus marcos socioculturales, así como de las particularidades de cada sujeto, y el riesgo efectivo de un exceso o defecto que ponga en peligro al niño o adolescente en su trayectoria vital.
Avancemos ya que no existe la solución a esta cuestión, entendida como una respuesta fija, universal y prét-à-porter. Salvo que partamos del supuesto de un hombre neuronal, un sujeto programado y programable, al que poder corregir sus errores sin tomar en cuenta sus elecciones, o sea, su subjetividad, no nos queda otra que organizar una conversación que nos permita ir consensuando una guía o pauta de acción conjunta. Eso sirve hoy ―en la época del Otro que no existe― para cualquier ámbito: salud, educación, convivencia. Si hay comités de ética para decidir lo que conviene y es aceptable en nuestra praxis es porque ya no hay ese Otro al que acudir en busca de La verdad. A esa conversación organizada ―por algunas leyes que luego comentaremos― nosotros le llamamos trabajo en red.
Antes de plantear entonces esas condiciones que permiten, entre otras cosas, tratar la angustia sin evitarla, propongo revisar de manera crítica el concepto de riesgo para tratar de entender la naturaleza misma de los discursos y de las prácticas organizadas en torno a la idea de riesgo, que constituyen un fenómeno relativamente reciente. La proliferación de diferentes usos, tanto a nivel profano como profesional, revela la existencia de significados que alcanzan a ser confusos y de considerable complejidad (Lupton, 1993).
¿Por qué ocurre esto? En cierta medida, ello se debe a que la idea de riesgo se ha convertido en un instrumento abierto a la construcción de múltiples significados sociales. De hecho vemos la transformación del concepto de riesgo en un instrumento extremadamente versátil para la gestión de lo social en general.
Habitualmente se considera que cuando el posible daño es provocado exteriormente, o sea, cuando se atribuye al medio ambiente, estamos hablando de peligro “objetivo”; pero si consideramos que el eventual daño es una consecuencia de una decisión, estamos hablando de riesgo. La progresiva institucionalización del riesgo bajo esta segunda forma es lo que lo convierte en una de las marcas de distinción de la modernidad. Si uno está en riesgo es porque ha tomado las decisiones incorrectas (obesidad, VIH, fracaso laboral o de pareja, cáncer de pulmón).
De esta forma, los discursos organizados en torno a la idea de riesgo pueden ser ampliamente utilizados para legitimar políticas o para desacreditarlas, para proteger a los individuos de las instituciones o para proteger a las instituciones de los agentes individuales. La moralización y la politización de los peligros en el contexto de la modernidad requieren un vocabulario uniforme que ya no puede ser el de la religión, el cual estaría basado en las ideas de pecado y de tabú. La responsabilización del individuo cumple un papel fundamental en los procesos de gestión de lo social, especialmente cuando éstos son organizados por el dispositivo del riesgo. Pero el riesgo no es una propiedad, sino que consiste en una atribución.
Los orígenes etimológicos de la palabra riesgo son oscuros, algunas versiones afirman que “riesgo” podría derivar del vocablo persa rosik, el cual significa destino, fardo. Su introducción en la Europa medieval suele asociarse a la cultura que, en el campo de los negocios, comenzaba a valorizar fuertemente al individuo que desafiaba el destino y alcanzaba el éxito en sus emprendimientos.
Sin embargo, ese sentido de juego de “correr peligro”, desafiar el destino, puede ser percibido, por otro lado, como los juicios de riesgo atribuidos a factores, comportamientos, modos de vida que, aún hoy, implican una especie de responsabilización individual, de culpabilidad por las eventuales pérdidas que ocasionan ciertos “desafíos al destino” (Lupton, 1993). Desde la perspectiva de la modernidad reflexiva, el individuo pasa a ser una obra de autoconstrucción que lleva a la práctica un particular “estilo de vida” seleccionado en un contexto de la pluralidad de opciones, ponderando consecuencias y riesgos de la propia acción (Giddens, 1995).
La reciente crisis del Ébola ha mostrado cómo culpabilizar a un sujeto, en este caso a la auxiliar de enfermería, y sirve para des-responsabilizar a un sistema y sus dirigentes negligentes. La culpa se opone a la responsabilidad y la oculta. Cada uno es responsable de sus actos y elecciones (debe responder), pero las cartas con las que uno empieza la partida de su vida no son infinitas, como tampoco lo es su margen de elección.
El contrapunto a esta tesis del “emprendedor” como causa sui lo ofrece el individualismo negativo mediante una lectura crítica de este proceso de liberación individual frente a la estructura. Castel (1984) propone otro concepto alternativo: la idea de vulnerabilidad social en la descripción de situaciones individuales y familiares concretas caracterizadas por la desprotección social. Siguiendo su intuición de los años ochenta, Castel habla de un “deslizamiento de la noción de peligrosidad hacia la de riesgo que se produjo a lo largo del siglo XX” (Castel, 2010)[1].
En los años 80 se añade también otra idea, la de “nuevos riesgos”, originada a partir de los desarrollos inesperados e indeseados de la ciencia y la tecnología. Cuando confiábamos ―antes de los 80― en la ciencia, el riesgo era menor, pero la crisis de credibilidad favorecida por el impacto negativo de la tecnificación aumenta la percepción de la vida como riesgo. Es un hecho que la tecnología nos facilita la vida, pero también nos hace más vulnerables ya que perdemos el locus control (viaje en avión, informatización de procesos, dependencia de redes tecnológicas…).
Muchos de los miedos actuales en relación al impacto de algunas tecnologías (móviles, alimentación, medio ambiente…) son formas de tratar ―a modo de fobia que focaliza el temor― la angustia social difusa debida a esta creciente tecnificación[2]. La crisis del Ébola, a la que nos referimos antes, muestra también la crisis de los protocolos, entendidos como soluciones universales casi “mágicas”.
Hoy ya es un lugar común hablar del riesgo como algo cotidiano, hasta el punto que un autor como Beck (1998) ha bautizado nuestra sociedad como la sociedad del riesgo[3]. Estos conceptos tienen el efecto de inmunizar la toma de decisiones contra fracasos. La ilusión es que se podría llegar a un riesgo cero con un buen protocolo/algoritmo decisional y que el riesgo sería siempre calculable.
Esta idea ha derivado en una prevención generalizada del riesgo que a veces implica más daño que los que queremos evitar (medicación preventiva: gripe A, proliferación de diagnósticos como el TDAH…[4]). La idea misma de trastorno por estrés post-traumático, aplicado a discreción a numerosos acontecimientos de nuestra vida (ruptura de pareja, catástrofe natural, terrorismo, abuso sexual, vuelta de vacaciones, mobbing laboral…) implica ya una generalización del trauma que nos hace vivir en una angustia permanente, una especie de desorden pre-traumático. Lo cual justifica esas medidas preventivas generalizadas que autorizan todo tipo de vigilancia. Un ejemplo extremo sería el carné de salud mental que los docentes franceses deben rellenar ya en la escuela infantil.
Conclusiones sobre el riesgo:
Podemos resumir algunas conclusiones sobre este concepto:
- El riesgo no es un atributo objetivo-natural, sino una valoración; responsabilidad, por lo tanto, de los profesionales.
- Nuestra propuesta para abordar la toma de decisiones en las prácticas de red implica aceptar que no existe el riesgo cero y que cualquier ilusión de programar lo imprevisible o eliminar la sorpresa que introduce la misma subjetividad nos conduce a un universo delirante, o en su versión más neurótica, a una burocracia mortificante (indicadores, protocolos, circuitos…)[5].
- Los llamados indicadores de riesgo y los protocolos de actuación son instrumentos válidos para nosotros y podemos servirnos de ellos a condición de no tomarlos como soluciones universales y totales. Los indicadores indican, pero no sustituyen el juicio ni, por lo tanto, el diagnóstico que debe calibrar los diferentes factores objetivos y subjetivos para apreciar el riesgo de un caso[6].
- Lo mismo ocurre con los circuitos de la red que definen, a veces de manera exhaustiva (algoritmos), el qué hacer. El problema es que si no añadimos a esa indicación el cómo hacerlo y el proceso de esa acción (p.e., coordinación de servicios de salud y de servicios sociales) el caso termina en la deriva de la derivación.
- Una pauta que nos puede servir frente a estas derivas preventivas es diferenciar entre alertar y señalar el peligro y provocar el pánico dramatizando una situación. Sabemos que un cierto miedo y, por lo tanto, una alerta es necesaria para anticipar un peligro. Pero si inducimos el pánico podemos fácilmente precipitar el acto y provocar, p.e. en nuestra práctica, una iatrogenia institucional (internamiento precipitado, medicación preventiva, expulsión escolar).
La construcción del caso como proceso de toma de decisiones
La construcción del caso (Ubieto, 2012) es otro tratamiento de la doble dificultad (complejidad y angustia) que implica el real en juego. Lo que nos ha enseñado nuestra experiencia de Interxarxes (2000-2013) es que eso exige promover una conversación de características diferentes a la común actual on-line[7].
Este proceso lo podríamos definir como: “organizar una conversación interdisciplinaria con el fin de orientarnos y sostenernos en nuestra tarea (casos, proyectos, institución)”.
Una definición minimalista pero que ya incluye todos los aspectos básicos:
- La organización como clave ante la espontaneidad y el voluntarismo.
- La inter-disciplinariedad como patrón de relación inter-profesional.
- La orientación como finalidad primordial del trabajo compartido.
- El sostenimiento como beneficio secundario de esta cooperación.
Este planteamiento no supone ninguna novedad, puesto que en la tradición de la medicina, la docencia y el trabajo social, el juicio, la opinión y decisión del profesional era un activo fundamental. Este estaba investido de autoridad, se le suponía un saber y la clave de su eficacia estaba en los vínculos que sostenía, a través de la palabra, con los pacientes, alumnos o familias que lo requerían.
Por eso, si tuviéramos que establecer los mínimos requerimientos para decir de una praxis que es un verdadero trabajo en red, tendríamos que encontrar en el modelo de conversación que mantienen los profesionales los siguientes rasgos:
- Cara a cara: la presencia del otro no es sustituible, si bien las TIC resultan muy útiles para intercambiar información (no para producir saber).
- Constante y regular: solo la continuidad da sentido a la actuación.
- Alrededor de un interrogante: el eje de la construcción del caso tiene que partir de aquello que no sabemos y causa nuestra conversación.
- Global y singular: nos hacemos una representación compartida de la situación (familia) sin olvidar la posición y singularidad de cada miembro.
- Poner por escrito el proceso y los acuerdos: escribir es ya ordenar los elementos, priorizar acciones y formalizar el compromiso colectivo.
A partir de la puesta en marcha de esta conversación estamos en condiciones de hablar de práctica colaborativa y dar forma a la construcción del caso en el seno del equipo. Esa construcción es una investigación-acción colectiva que puede tomar diferentes formas y que apunta a constituir un saber nuevo, que no otro diferente/diverso. Se trata en este proceso de autorizarnos y de hacerlo con el otro.
La decisión aquí forma parte de un proceso de elaboración colectiva, no es unilateral ni tampoco se trata de un pasaje al acto: reflexión compartida y co-responsabilidad. Por supuesto que esto no nos ahorra las dificultades que existen: gestión del tiempo, productivismo, traspaso de información, resistencias de los profesionales, etc. Pero nos permite tratarlas en el vínculo colaborativo[8].
Es una apuesta para tratar el real de otra manera que reduciéndolo al paradigma problema-solución, donde se plantea en términos de excelencia (omnipotencia) versus fracaso (impotencia) y donde el sujeto tiene como destino la clasificación y luego la segregación. Uno de los efectos de la crisis es precisamente la proliferación de etiquetas clasificatorias que velan ese real, como se ve bien en el reciente manual DSM-V, donde cada cual puede encontrar “su trastorno”[9].
También en el campo de la intervención social surge un nuevo lenguaje que, mediante los eufemismos, vela lo real en juego (precariedad, pobreza, abandono): pobres que recogen alimentos o chatarra son rebautizados como “sujetos con dinámica de recuperación de alimentos o materiales desechables”; familias desahuciadas son categorizadas como “familias con inestabilidad domiciliaria”.
La relación asistencial no es ajena a los paradigmas y modelos que nos sirven para entender la realidad, en este caso la subjetividad. Por ello esta pasión por elidirla mediante la clasificación está ya teniendo sus costes en términos de desconfianza mutua (boicot terapéutico), vulnerabilidad del profesional monitorizado, burocratización de su tarea y pérdida de la calidad del vínculo.
Del déficit a la invención
El paradigma de la construcción del caso parte de otro binario: síntoma e invención. Síntoma como aquello que da forma al malestar del sujeto y la familia, que implica una verdad cifrada, algo no dicho pero que opera por su opacidad; y al mismo tiempo una satisfacción –aunque objetivamente sea un malestar– en el mantenimiento de esa repetición (abusos, maltratos, negligencia, inhibición…). En todo síntoma encontramos satisfacciones sustitutivas que, por supuesto, no responden a la lógica del sentido común ni del bien propio. Conocemos la función, p.e., del chivo expiatorio en todo grupo familiar o del parasitismo en relación a los servicios.
Frente a ese síntoma encontramos la invención, las fórmulas más o menos logradas que cada sujeto o familia exploran para tratar su real propio. A veces se instalan en formulas de dependencia (consumo, provisión del otro) de difícil salida, pero también hallamos logros y recursos personales que pueden promover cambios y respuestas de afrontamiento de las dificultades.
En cualquier caso, la experiencia clínica muestra como siempre es el sujeto quien decide y elige, de acuerdo a su tempo subjetivo. Nosotros podemos, en tanto interlocutores privilegiados, orientar y acompañar esa decisión, nunca sustituirla.
Lo comprobamos en diversos proyectos orientados por la búsqueda de la invención —que no de la excelencia– como ideal de desconocimiento: Taller respuestas a las crisis[10], Proyecto A dojo[11], Grupos de soporte a mujeres que han sufrido violencia de género. En todos ellos se trata de revertir el proceso de déficit (como significación negativa) por el de invención (como rasgo singular que resalta lo valioso de cada uno). Estos proyectos se basan en la confianza en el otro más que en el saber experto.
Esta tarea, para que tenga continuidad, hay que complementarla con la coordinación y el liderazgo, como vectorización de los esfuerzos colectivos, y con el apoyo institucional que asegura el reconocimiento y la estabilidad del equipo de trabajo. Estos tres elementos –principios, método y soporte institucional– componen el plan que organiza la tarea y le da el marco institucional adecuado.
Para concluir, hoy ya tenemos normas legales que promueven este trabajo en red, pero habrá que velar para que, en su despliegue, este modelo asistencial posibilite la conversación interdisciplinaria y la haga duradera[12].
Si no avanzamos en esta dirección las alternativas parecen peores, ya que se reparten entre una tentación nostálgica de una práctica inefable donde cada uno decide solo, recreando su independencia, y la impotencia para sostener su praxis la reduce al ejercicio de un poder de amo solitario sin requisito alguno de demostración.
La otra fórmula es la de dejar la decisión en manos de una práctica cada vez más protocolizada, en el marco de una monitorización que, si bien nos alivia en un primer momento de la angustia de decidir y de pensar, la pesadilla acaba retornando bajo formas diversas: conflicto entre servicios, malestar personal, ineficacia y reacciones defensivas.
Referencias bibliográficas
Bauman, Z. (2008), Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus
miedos líquidos, Buenos Aires, Paidós.
Beck, U. (1998), La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Buenos Aires, Paidós.
Castel, R. (1984), La gestión de los riesgos, Barcelona, Anagrama.
Castel, R. (2010), El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo, Buenos Aires, FCE.
Giddens, A. (1995), Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea, Barcelona, Península.
Giddens, A. (1997), Consecuencias de la modernidad, Madrid, Alianza.
Luhmann, N. (2006), Sociología del riesgo, México, Universidad Iberoamericana.
Lupton, D. (1993), “Risk as moral danger. The social and politicalfunctions of riskdiscourse in publicHealth”, International Journal of HealthServices, vol. 23, núm. 3, pp. 425-435. http://baywood.metapress.com/app/home/contribution.asp?referrer=parent&backto=issue,2,15;journal,85,175;linkingpublicationresults,1:300313,1
Rosanvallon, P. (1995), La nueva cuestión social. Repensar el Estado providencia, Buenos Aires, Manantial.
Ubieto, J.R. (2012), La construcción del caso en el trabajo en red, Barcelona, UOC.
José Ramón Ubieto.
Psicólogo clínico y psicoanalista.
SSB Ajuntament de Barcelona.
[1] Hoy vemos como esa idea de infancia peligrosa se hace patente de diferentes formas: no hay cifras sobre violencia infantil (a diferencia de la violencia de género donde sí hay registros continuados) pero sí las hay de menores peligrosos.
[2] La década de los noventa ha sido por ello testigo de la elaboración sistemática de una sociología del riesgo como perspectiva de análisis de las sociedades contemporáneas de los países centrales, situadas en el marco del cambio civilizatorio de la modernidad reflexiva. Autores como Beck (1998), Giddens (1995) o Luhmann (2006) son claves en esta teorización.
[3] Vivir bajo tal tipo de circunstancia, “(…) significa vivir con una actitud de cálculo hacia nuestras posibilidades de acción, tanto favorables como desfavorables, con las que nos enfrentamos de continuo en nuestra existencia social contemporánea individual y colectivamente. Los nuevos parámetros del riesgo incluyen el surgimiento de la conciencia pública de los mismos, así como el reconocimiento de las limitaciones de los sistemas expertos para resolver la gestión de los riesgos, incluida la percepción del riesgo como riesgo. El cálculo de riesgo siempre supone un nivel de incertidumbre, al tiempo que refiere a eventos que pueden ocurrir en un futuro dadas determinadas circunstancias”.
[4] José R. Ubieto, TDAH. Hablar con el cuerpo, UOC, 2014.
[5] Un ejemplo reciente lo tenemos en la idea de que mediante la pasación de tests psicotécnicos a candidatos a la adopción/acogimiento podríamos prevenir posibles abusos sexuales. La realidad es que el riesgo que aquí se trata de evitar es el de la judicialización posterior por denuncias de las familias.
[6] Lo comprobamos en el día a día cuando vemos listados de indicadores que pueden aconsejar, por ellos mismos, una medida radical e inmediata (una retirada de un menor en riesgo) cuando al calibrarlo con la diacronía del caso (evolución) vemos que sería aconsejable darse un tiempo. Al revés también sucede.
[7] El Programa Interxarxes se lleva a cabo en el distrito de Horta-Guinardó, impulsado por el Ajuntament de Barcelona, la Diputació de Barcelona y la Generalitat de Catalunya, desde el año 2000: www.interxarxes.net
[8] Las modalidades concretas de la construcción del caso pueden ser diversas: espacios de análisis de casos, laboratorio interdisciplinar, taller, seminario, comisiones sociales en las escuelas, supervisión de equipo.
[9] Ya sea un “Trastorno cognitivo menor”, que incluye síntomas inespecíficos muy comunes en personas de más de 50 años; “Trastorno por atracones”, definido por darse un atracón semanal en un periodo de tres meses ―práctica no inhabitual en verano― y que pasaría a considerarse un trastorno mental o “Trastorno mixto de ansiedad-depresión”, con síntomas ampliamente distribuidos en la población general (inquietud, tristeza) para los que la medicación no supera en resultado al placebo.
[10] José Ramón Ubieto, “Hombres fuera de juego”, La Vanguardia, Tendencias, viernes 13 de diciembre de 2013, Consultado: http://joseramonubieto.blogspot.com.es/search?updated-max=2014-03-06T06:48:00-08:00&max-results=7&start=9&by-date=false
[11] José Ramón Ubieto, “Adolescentes: del déficit a la invención”, La Vanguardia, Tendencias, sábado 1 de marzo de 2014, http://joseramonubieto.blogspot.com.es/search?updated-max=2014-03-06T06:48:00-08:00&max-results=7&start=9&by-date=false
[12] La LDOIA (Ley de los derechos y las oportunidades a la infancia y la adolescencia de Cataluña), nuevo marco legal en el ámbito de la infancia, es un adelanto en este sentido, con el impulso que prevé a las Mesas territoriales de infancia.