La definición que figura en el diccionario de futuro se refiere a “lo que ocurrirá”, “lo que aún no ha llegado”, es decir, al por-venir. La idea de futuro encierra, por tanto, lo desconocido. Sólo hay una cosa cierta que sucederá, la muerte. Desde las Coplas de Jorge Manrique hasta Arden las pérdidas de Antonio Gamoneda, pasando por el “vivo sin vivir en mí” de los místicos, sólo los poetas se han atrevido a acercarse al misterio del futuro y las inquietudes que despierta. Nosotros vamos a intentar hacerlo desde la psicología dinámica, partiendo de unos conceptos básicos.

Cuando las ansiedades frente al futuro se incrementan por alteraciones individuales o del entorno, se movilizan todo tipo de defensas: de carácter regresivo que conducen a cuadros claustrofóbicos; defensas omnipotentes con predominio narcisista; mecanismos depresivos o maníacos; hasta la idealización de la única realidad que se conoce, la muerte, con la reencarnación, el cielo, la hibernación, etc.

Si conjugamos pasado, presente y futuro, solamente aquellas personas que logren una madurez como expresión de salud mental (individuación, con la correspondiente elaboración de pérdidas; identidad, a través de introyecciones y empatía; y relaciones con los otros con resultados creativos), pueden considerar su pasado, tienen una información constante de su presente y una capacidad de sentir esperanza y tolerar temores ante el futuro.

La adolescencia es un periodo de tránsito entre una infancia que termina y una adultez que comienza, por lo tanto, la atención del individuo es natural que esté dirigida a los cambios, pérdidas y novedades. No me voy a detener en describir este momento del desarrollo, pero sí a destacar que el adolescente tiene que desprenderse de relaciones de verdadera dependencia de su etapa infantil para adquirir el concepto de ayuda, al tiempo que surgen –con todo el significado que tiene este verbo- cambios corporales, psicológicos, intelectuales y relacionales, a los que tiene que atender de una manera inmediata. Es una verdadera avalancha de demandas internas y externas, de las que en su mayoría carece de información y, por supuesto, de experiencia.

Esta situación le presiona a ordenar una serie de vivencias más o menos asentadas en su infancia, con elementos desconocidos que de forma urgente tiene que incorporar: sexualidad, morfología corporal, pensamiento abstracto, amistad, amor, ideas, opiniones, etc. Es una verdadera crisis de identidad y por tanto un periodo de provisionalidad: está separándose del pasado y atendiendo el presente con desconocimiento.

En este momento evolutivo destacaría el predominio de dos tendencias. Una regresiva que tiende a instalarse en el pasado, y que moviliza ansiedades de estancamiento (perder el tren) y de dependencia, cuya mayor defensa proyectiva conduciría a la claustrofobia (me agobian, me rayan). Otra de carácter progresivo, con ansiedades de incapacidad y vacío cuyas defensas conformarían rasgos agorafóbicos o, por el contrario, pasos al acto.

Se está viviendo intensamente el día a día. Sus expectativas no alcanzan más allá de conseguir logros inmediatos, de incorporarse a grupos de pares donde establecer vínculos afectivos y comparativos. Está sumergido en una atmósfera de incertidumbre que envuelve un cuerpo que ignora las formas que adquirirá, unos deseos afectivos y sexuales de los que carece de experiencia, y unos conocimientos y pensamientos que comienza a contrastar.

A través de logros, frustraciones, y primeras experiencias de sus capacidades y de su autonomía, va adquiriendo intimidad, compartiendo con los iguales sus avances y temores, e iniciando actividades y decisiones elegidas por él. ¿Todo esto presupone futuro? Si acaso un futuro a corto plazo. Yo diría que se trata de consolidar una nueva identidad, y, por tanto, lo que está en primer plano es la observación constante del aquí y el ahora, que podemos llamar presente.

El papel que juega el entorno en esta etapa del desarrollo es primordial. Muchos autores lo asemejan a la importancia que tiene la atención y la contención en la primera infancia.

Se entiende que las ansiedades antes descritas, motivadas por las nuevas propuestas progresivas, busquen respuestas adecuadas del exterior, donde poder adquirir las primeras experiencias de todo aquello que se estrena: el cuerpo, los conocimientos y las relaciones.

La repuesta del entorno, compuesto por el grupo familiar o tutelar, escuela y la sociedad más próxima, tiene una doble función fundamental: contener las ansiedades expresadas muchas veces en forma de proyecciones, y proponer actividades que el adolescente pueda acoger, junto con otros mecanismos, a través de la identificación introyectiva.

Las proyecciones e introyecciones se entiende que sean defensas que estén en primer plano en un momento de pulsiones y necesidades. De la dialéctica de estos mecanismos con el mundo circundante se consolida la empatía (amistad, solidaridad), el afecto (amor, respeto) y el aprendizaje (autoridad, creatividad), lo cual va conformando la nueva identidad. Esta identidad el adolescente la siente en el mundo relacional, incorporándose a un grupo, comprobando sus conocimientos o compartiendo una ideología, y en la vivencia individual, a través de la intimidad, la autoestima y la curiosidad.

Las ansiedades que este proceso despierta en el entorno, movilizan recursos encaminados a contener estas alternancias regresivas-progresivas que el adolescente transmite. Hablamos de límites, normas y leyes. Cuando las ansiedades se desbordan, bien por su intensidad, bien por la fragilidad o carencia de este entorno, los recursos pierden flexibilidad o son inadecuadamente concebidos y aplicados. El conflicto se expresará de distintas formas; la más frecuente es la escalada entre la trasgresión de las medidas de contención, por sentirlas limitadoras, y la respuesta que endurece dichas medidas, tomando forma de control o expulsión. La pregunta que la sociedad hace indirectamente al adolescente a través de programas de estudio o de ofertas de cualquier aprendizaje, casi siempre incluye un pensamiento de futuro. Va más allá del presente y propone una elección implícita o explícita: ciencias o letras, trabajo o estudio, técnica o plásticas. Esto se amplia también al deporte, a las aficiones y hasta al tiempo libre. Todo tiene que servir para el día de mañana: los amigos, los conocimientos, la salud. Son constantes las frases “un día no estaremos”, “hay que ganarse la vida”, “el día de mañana te arrepentirás”…, que nos llegan a la consulta como expresión de incomprensión: “me rayan”, “me echan”, “no se enteran de nada”, “paso de todos”…

En nuestra sociedad actual las relaciones entorno-adolescencia, siempre contempladas en el aquí y el ahora, pasan por un momento especialmente delicado motivado por una crisis socioeconómica de una gravedad profunda e inesperada, con repercusiones sobre todo en el campo laboral y relacional.

La inquietud y el desasosiego en que vive una gran parte de la sociedad conducen, desde el punto de vista psicosocial que es el que nos ocupa, a un clima depresivo en el presente, a un pesimismo sobre el futuro y, más profundamente, a una cierta culpabilidad que emana del pasado. Este clima, en núcleos próximos (familia, centros, escuela, etc.) disminuye su capacidad de tolerancia a la frustración y ensombrece las expectativas de futuro.

La irrupción de la pubertad con componentes infantiles aún por resolver, no permite al adolescente entender la situación por la que atraviesan sus mayores. No se puede poner en su lugar –empatía- porque carece de experiencia para realizar este difícil proceso. Es capaz, de una manera global, de entender la injusticia y solidarizarse con los débiles, pero sus necesidades, temores y dudas, siguen demandando ayuda y comprensión de una forma casi urgente.

Se da la paradoja de que con sus capacidades más adultas, puede comprender el sufrimiento de seres más lejanos, y comportarse exigente con los próximos, de los que todavía necesita atención y dedicación para sus aspectos más inmaduros. Si el ambiente es poco receptivo o intolerante con estos aspectos infantiles, puede adquirir expresiones expulsivas, la mayoría de las veces racionalizadas con argumentos que hacen mención al futuro: “El día de mañana”, “hay que ganarse la vida”, “qué harás cuando estés solo”…

En la asistencia psiquiátrica y psicológica vemos cada vez con más frecuencia, cuadros que obedecen a este conflicto adolescente-entorno, en el que estamos inmersos desde hace ya demasiado tiempo.

No se trata de la conocida problemática generacional, descrita desde los griegos hasta nuestros días con idénticas palabras, sino de un verdadero problema psicopatológico actual, donde predomina el fracaso de la contención, con las consecuentes actuaciones provocadoras que en algunos casos alcanzan la violencia, y la falta de respeto mutuo en el sentido más profundo del término. El adolescente pierde los límites de la relación, carece de posibilidades de conservar buenas identificaciones del pasado y busca desesperadamente objetos que contengan sus necesidades infantiles todavía presentes. Ante respuestas que le remiten al futuro, nos encontramos con cuadros regresivos en torno a la depresión, repliegues narcisistas con intolerancia a la necesidad, o conductas delictivas y violentas encaminadas a adquirir una identidad por la vía rápida (grupos racistas, bandas, etc.).

En el ámbito escolar igualmente encontramos conflictos que desbordan los recursos educativo-pedagógicos y que pueden movilizar mecanismos expulsivos, a veces racionalizados como programas de futuro. Ante la carencia de la figura contenedora de autoridad, el adolescente responde con conductas de desafío o absentistas, con un marcado componente regresivo, pero con una manifestación en la conducta de carácter desafiante. Es un absentismo que rebasa la fobia o la postura negativista para adquirir lo que en otro momento hemos señalado como insumisión escolar. La escuela ha dejado de interesarle para su presente y sólo le “raya y le agobia” con el futuro, percibiendo su asistencia a ésta como un sometimiento. Pienso que se ha hecho poca pedagogía sobre la “O” de obligatoriedad de la ESO, recayendo sobre el adolescente como una imposición y no explicando también la Obligación que la sociedad tiene de proporcionar una Educación Secundaria a toda la población, siguiendo el principio de igualdad de oportunidades.

El desbordamiento de las normas y límites crea un círculo vicioso. Cuando éstos tienden a ser más rígidos, el adolescente más los desafía, con la esperanza de que contengan su violencia. En este proceso, si los recursos de autoridad, pedagógicos, sociales y sanitarios fracasan, se recurre a la justicia. El conflicto se judicaliza.

Las denuncias al adolescente por parte de la familia, la escuela y los centros han aumentado de una forma alarmante, según las últimas estadísticas. Esta decisión ensombrece el presente del adolescente, que la mayoría de las veces vive la denuncia como injusta. Para el entorno más próximo es un recurso vivido como irreversible, porque las fantasías de expulsión han dejado de argumentarse en el futuro, para convertirse en una renuncia a la educación como función familiar, pedagógica y social, delegándola en la Justicia. Aparecen reproches y acusaciones cruzadas entre estos estamentos asistenciales de forma larvada, y al final se racionaliza la denuncia como un acto beneficioso para el menor.

La Justicia de Menores trata de atender este incremento de denuncias -que la mayoría de las veces provienen del conflicto en que está sumergida toda la sociedad- con medidas que van desde la mediación, con posibilidades de alcanzar una reparación del daño a la víctima reconociendo la culpa, y evitar así el proceso judicial, hasta tratamientos psicológico con los que, a pesar de ser indicados por el juez y en ciertos casos con un carácter de obligatoriedad, se están obteniendo buenos resultados: desculpabilizan a la familia y vuelven a poner al adolescente en su presente.

Las normas, prohibiciones y leyes que tratan de regular esta etapa del desarrollo se condensan en apenas cuatro o seis años de la vida del individuo. Todo está pensado para acompañar, ayudar y proteger este periodo. Se trata de organizar todas las áreas: educativa, sanitaria, tutelar y legislativa. Es decir, todo lo que es bueno o perjudicial para esta edad, que comprende desde los 12 años de la ESO hasta los 18 años en el que ya se le considera adulto.

En este espacio de tiempo la sociedad despliega una serie de medidas, no siempre coordinadas entre sí en intencionalidad, cuando no contradictorias. Por poner un ejemplo: existe un verdadero bombardeo de una parte de ésta que invita al consumo y a la imagen (discotecas, bebidas, moda, etc.) como expresión de identidad, y unas normas prohibitivas, a veces ridículas, de otra parte de la sociedad como en el caso de las discotecas, centradas en edades, permisos, dinero, etc.

Existe un verdadero doble mensaje: estímulo- prohibición, logro-dificultad, éxito-fracaso, que desordena o es discordante con las fantasías de regreso-progreso que en el presente vive el adolescente.

La verificación en la acción o la intimidad, como señalábamos antes, son actitudes y tendencias propias de esta etapa, que obedecen al desafío de ponerse a prueba o de demostrar la liberación a la dependencia de los mayores. Si los límites, absolutamente necesarios, se aplican de manera inadecuada, pueden convertir estas necesidades en verdaderas conductas violentas o clandestinas: drogas, hurtos, mentiras, etc. Por ejemplo, manifestaciones que apuntan un componente creativo como los graffiti, el rap, o de habilidad corporal como el skate o el hip hop, pueden acabar a causa de una mala comprensión o regulación, en expresiones agresivas o provocadoras.

Cuanto más deprimida, insegura o regresiva está la sociedad, más intolerante se vuelve con las demandas urgentes del adolescente y más le remite a aspectos preventivos y reflexiones de futuro, por el temor a la incapacidad de facilitárselo. La respuesta del menor ante este tipo de propuesta es fácil de observar: todo lo que implique preservar, prevenir, preocuparse o preparar, es decir, todo aquello que le proponga ocuparse de su futuro, le supone un esfuerzo que trata de evitar. Esto se puede observar desde los detalles más cotidianos hasta las funciones de mayor trascendencia. Inmerso en esta sociedad a la que actualmente se denomina de riesgo -continuación de la malograda sociedad del bienestar-, sus necesidades de acercarse a lo desconocido le llevan a arriesgarse en exceso en deportes, cuidados del cuerpo o consumismo, a veces con trágicas consecuencias debido a la precaria valoración de la realidad por inexperiencia, o a la falta de autocontrol (accidentes, adicciones, embarazos, delincuencia grave).

Las capacidades de rectificar del menor, y las ofertas por parte de la sociedad para realizarlas, deberían siempre acompañar a las medidas puramente preventivas y punitivas, necesarias, pero muchas veces insuficientes. Mi experiencia de venir colaborando durante años con los profesionales de mediación y reparación de Justicia de Menores y con el equipo de psiquiatras y terapeutas de atención al menor de Sant Pere Claver-Fundació Sanitària (Barcelona), me permiten confirmar los buenos resultados que se obtienen con estas intervenciones asistenciales, reflexivas y contenedoras.

En el momento que escribo estas reflexiones, octubre de 2010, leo en la prensa que ha disminuido de una manera notoria el número de abortos en la población adolescente. Aunque no lo pueden asegurar, suponen que obedece a la posibilidad de adquirir en las farmacias la píldora del “día después” sin necesidad de receta médica. Me atrevería a pensar si la dificultad del uso del preservativo (a pesar de todas las campañas publicitarias, información y facilidad de adquisición) no radica precisamente en el “pre”, mientras que la píldora es un recurso que aún está incluido en el presente. La promoción del uso del preservativo me parece totalmente imprescindible, pero quizá podría señalarse su eficacia como el método más seguro en la actualidad, sobre todo como preventivo de transmisión de enfermedades sexuales. Debería hacerse más hincapié en la comprensión de las molestias que incluyen su uso y no banalizar las tensiones emocionales que en estas edades supone el acto sexual. La iniciación en la sexualidad es un acto que en todas las civilizaciones y a lo largo de toda la historia ha ido acompañado de rituales de iniciación. Contiene tal contenido de expectativas de verificación, cambios y logros en el presente, que la posibilidad de que se tenga en cuenta el futuro (embarazo, enfermedades) esta negada o al menos desplazada a los demás: “a mi esto no me pasa”.

También en estos días los pediatras y endocrinólogos advierten que en nuestra población la pubertad está apareciendo alrededor de 2 años antes, es decir, entre los 9 y los 11. Otra noticia reciente informa que el 50% de los jóvenes entre los 18 y los 30 años siguen en el hogar de los padres, por falta de trabajo o de vivienda; lo cual conlleva una dificultad de experimentar la responsabilidad en muchos aspectos de la vida y la autonomía. De manera que desde los 9 a los 30 años existe una parte importante de población que inicia precozmente o prolonga fatalmente los límites de lo que hasta ahora considerábamos adolescencia. Estos cambios estructurales y ambientales nos obligan a los profesionales que atendemos esta población, a revisar constantemente nuestros conceptos teóricos y nuestras intervenciones, para no quedarnos peligrosamente obsoletos.

Una de las mayores resistencias que ofrecen los adolescentes al tratamiento psicoterápico se debe a la asimetría adulto-niño, sintiendo al terapeuta como un representante de su entorno y cómplice de llevarle a enfrentar el futuro. Cuando logras entender el conflicto centrado en las ansiedades de quedarse atrás al no poder llevar el ritmo de los iguales, localizas dónde está depositada esta vivencia (partes del cuerpo, limitaciones intelectuales o relacionales, etc.) y exploras las defensas con las que trata de evitar sentir estos temores, se hace posible focalizar el problema en el presente. Si después le comunicas tu impresión diagnóstica y le explicas cómo podrías ayudarle a enfrentar esos temores, buscando dentro de él otras posibilidades menos limitadoras, el paciente suele interesarse por tu ofrecimiento de ayuda.

Además de las dificultades de ser enfrentado con el futuro, existe la necesidad de huir de todo aquello que le recuerde dependencia, pues aún quedan en sus aspectos infantiles necesidades de estas características. Todo tratamiento, no solo psicológico sino también farmacológico, puede ser sentido como un peligro de enganche (comida de coco, toda la vida tomando pastillas…). A veces es conveniente explicar de un modo pedagógico la diferencia entre dependencia y ayuda, pues, paradójicamente, temen depender de ti o de la pastilla y no de las necesidades del porro o de los padres que ellos creen controlar. En la terapia de estos pacientes encontramos temores de dependencia (regresivos) y de llevarles al futuro (expulsivos), que nos advierten de unas actuaciones en el encuadre, por ejemplo, en forma de silencios, retrasos o de ausencias a la sesión, ante las cuales debemos estar atentos y manejar con flexibilidad. Igualmente la terminación del tratamiento vendrá indicada por el logro de poder permitirle vivir con sus recursos la adquisición de su nueva identidad, es decir, poder enfrentarse sin una ayuda directa a la elaboración de la crisis por la que toda persona tiene que pasar. Esta terminación, a veces, es incomprendida por un entorno que espera que el terapeuta solucione una conflictividad que es propia de esta etapa, sin aceptar que es necesario que el individuo la enfrente y experimente sus capacidades para resolverla.

Sin pretender adentrarme en los significados psicopatológicos que encierran las ideas de suicidio, que actualmente ocupan un lugar preocupante en la patología de la adolescencia, quisiera señalar que el relato que hace un adulto en la consulta después de un intento de quitarse la vida, casi siempre contiene una referencia al futuro: autorreproches, estorbo para los demás el día de mañana, fracaso y culpabilización persecutoria de sus proyectos más vitales. Por el contrario, el adolescente que intenta o tiene ideas de suicidio, las refiere a la incapacidad de poder mantenerse en el presente: pérdidas de amigos o pareja, fracaso de conservar un vínculo que le informaba de su identidad actual, causar desilusión o decepcionar a alguien que confiaba en él (familiar, amigo, profesor), y en quien había depositado su autoestima.

Volviendo al principio y para terminar estas reflexiones, pienso que si en la infancia se está consolidando lo que después formará parte del pasado y en la vejez, como decía un amigo de avanzada edad, “por fin estás en el futuro”, en la adolescencia se realiza el presente, elaborando mentalmente los cambios psicobiológicos y en dialéctica constante con el entorno, proceso que le lleva a adquirir su nueva identidad.

Y sólo desde esta construcción del presente, el individuo podrá contemplar e iniciar su futuro.

 

Dr. Luis Feduchi Benlliure
Psiquiatra, Psicoanalista. Colaborador y supervisor en varios Servicios de Atención al Adolescente.
Amigó 78, 5º C. 08021 Barcelona.

 

Palabras clave: adolescencia, ansiedades y defensas, por-venir.

 

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