ACTITUD HACIA LA VIDA
No pienses que es tarde
cuando el Sol Poniente
toca las cabezas de las moreras;
la puesta del Sol todavía puede iluminar
el cielo que enrojece.
LIU YUXSI – LIU YU HSI – 772-842 D.C.

Que el tiempo pasa, es algo experimentado por todos los seres humanos. Y también que el tiempo pasa de manera diferente para cada uno de nosotros. No sólo eso, sino que en ocasiones el tiempo se hace eterno; otras veces el tiempo vuela. En gran medida en función de nuestras vivencias. Pero, ¿ es el tiempo el que pasa o somos nosotros los que pasamos y en cada época de la vida tenemos una vivencia distinta de nuestro paso por el tiempo?

En la infancia vivimos un tiempo lento, el futuro es muy lejano y se hace esperar. En cambio en la vejez vivimos un tiempo y una vida que se está acabando, un futuro que se acorta y la muerte ya no es algo impersonal y lejano, incluso desconocido como en otras épocas de la vida, sino un hecho real e ineludible, para los otros y para uno mismo.

Quizá por eso en el presente de la vejez, más que en ningún otro momento de la vida, se unen pasado y futuro. Es mucho el recorrido que se ha hecho: toda una vida. Y, comparativamente, es poco el recorrido que queda por hacer.

Aunque de manera concreta nunca se sabe cuánto tiempo nos queda, a medida que nos hacemos mayores la vivencia de cuenta atrás se hace cada vez más presente y el pasado cobra una importancia decisiva en el presente y también para el futuro. «Desde la vejez se ve toda la vida humana«, dice el escritor mejicano Fernando Vallejo, en una entrevista sobre su última novela El don de la vida.

Actualmente, la vejez es considerada, desde un punto de vista evolutivo, una etapa más del ciclo vital, la última, que puede durar un tiempo cada vez más largo. En ese sentido se habla de cuarta edad para referirnos a la vejez tardía, es decir, aquella que va más allá de los ochenta años de vida. Y como cualquier otra etapa de la vida, también tiene su cometido. Envejecer no sólo es esperar a morir. La vida es una readaptación constante y, en el último tramo, la tarea vital que se nos impone es la de enfrentarnos a la propia muerte, a la vez que seguir viviendo.

Erik Erikson (1982), psicólogo y psicoanalista, es uno de los primeros autores que considera el desarrollo desde una perspectiva que incluye todo el ciclo vital humano. Entiende el desarrollo como una secuencia de etapas a lo largo de la vida, cada una de las cuales confronta a la persona con una crisis o dilema de carácter psicosocial. Si estas crisis se superan favorablemente, agregan cualidades que fortalecen nuestro yo y nos capacitan para afrontar nuevas crisis. Si por el contrario no podemos resolver adecuadamente cada una de estas crisis, el desarrollo personal y social se ve dificultado.

En la segunda mitad de la vida, Erikson sitúa la etapa que denomina generatividad versus estancamiento y en la vejez la de integridad versus desesperación.

La generatividad se relaciona con la capacidad de la persona de generar vida y con su compromiso no sólo de crear o procrear sino de cuidar y mantener la vida, de favorecer un crecimiento que vaya más allá de uno mismo, que de alguna manera nos sobreviva. Es, pues, la capacidad de constituirse no sólo en procreador o creador sino en orientador y guía, cada uno a su propio nivel, de la nueva generación o de los que están con nosotros, de participar en la creación de proyectos y obras que puedan sobrevivirnos y de contribuir a su desarrollo.

Cuando la generatividad no se logra, la persona puede caer en lo que Erikson llama estancamiento, que supone focalizarnos en nosotros mismos y que puede llevar a un empobrecimiento personal y social, e incluso a una regresión a etapas anteriores. Si las condiciones sociales favorecen esta regresión, la persona, aunque adulta, cada vez dependerá más y más de los otros, no podrá desarrollar y aprovechar su autonomía e iniciativas y, en casos extremos, puede acabar dependiendo totalmente de la sociedad, sin poder entregar nada a cambio.

La integridad, vinculada a la vejez, tiene que ver con la capacidad de evaluar la propia vida, lo que hemos hecho con ella, de considerar todo aquello que ha merecido la pena ser vivido, de haber obtenido provecho de vivir y haber podido hacer nuestra vida. También supone haber podido elaborar en lo fundamental las pérdidas y desilusiones que toda vida conlleva. Todo ello nos ayuda a aceptar la propia finitud y la muerte.

La persona que ha logrado superar positiva y creativamente los distintos avatares que se van presentando a lo largo de la vida, puede hacerse una idea más realista de su papel en el mundo, dar sentido a su vida, que incluye también el futuro y la propia muerte. Puede plantearse, incluso, lo que les puede ocurrir después de su muerte a sus seres queridos, o a todas aquellas obras o creaciones realizadas a lo largo de su vida.

Sólo las personas que han trascendido su propio ser mediante la procreación y cuidado de sus hijos y nietos cuando los hay; mediante el cuidado y la atención de otras personas o colectivos humanos, de la naturaleza, de sus aportaciones artísticas, científicas, laborales, relacionales, emocionales, etc., por pequeñas que sean, pueden alcanzar un estado de integridad del yo que les permite aceptar la propia vida como única e irrepetible y sentir el valor de la propia existencia y también de todo aquello que nos sobrevivirá a través de los otros.

Pero no hemos de olvidar que algunas de estas cualidades vinculadas a la generatividad, la integridad y la trascendencia, pueden verse muy comprometidas en la vejez, etapa de la vida especialmente difícil para la persona, ya que sus condiciones tanto a nivel físico como psicológico y social pueden llegar a ser muy adversas. La probabilidad de problemas de salud es muy alta y la persona de edad muy avanzada se enfrenta a continuas pérdidas: de facultades físicas y psicológicas, afectivas, de familiares y seres queridos, y en último término de su propia vida. No resulta fácil poder mantener el sentimiento de bienestar personal, de integridad, y pueden aparecer sentimientos de desesperación en el presente y ante el futuro, dominado entonces por el temor angustioso y angustiante ante la muerte, por el sentimiento de que lo que queda de vida es poco y que ya no será posible la elaboración de todo lo perdido, ni tampoco quedan fuerzas para un nuevo estilo de vida, ni nuevas formas de relación.

Cuando domina el sentimiento de pérdida, de que las redes extendidas a lo largo de toda la vida se han cerrado, dejando a la persona sin ningún horizonte vital generativo, puede sentirse intensamente que no hay futuro. Volviendo a la entrevista con el escritor Fernando Vallejo: «el problema de esa edad, de la vejez, es que ya no quieres hacer nada, porque es parte de la vejez que ya no le importe a uno nada. La verdadera vejez es la que dice: para qué cuento yo esto, para qué tengo que estar contando esto si ya me voy a morir, si no me interesa llegarle a nadie…”.

Por otra parte la visión de la vejez en la sociedad actual es fundamentalmente negativa. La vejez ya no se considera como expresión de experiencia, de sabiduría ante la vida, sino que se asocia a decadencia, a pérdida de capacidades e involución. Y se trata al anciano como alguien desposeído de todo su bagaje vital, de todo su saber, de todo aquello que se adquiere por el hecho de haber vivido toda una vida. Se desvaloriza la experiencia y se banaliza la vejez, ofreciendo modelos para envejecer, a mi entender, inadecuados, basados en un defensivo culto a la vida y la juventud infinita, que niegan en gran medida la compleja realidad de la vejez.

Quizá tiene que ver con esta visión el hecho de que la esperanza de vida es mucho mayor y de que vivimos en un mundo que tecnológicamente avanza muy deprisa, pero a un ritmo que el anciano no puede seguir, del que normalmente queda fuera, convirtiéndose en inexperto y sin poder compartir intereses con los más jóvenes. Otro factor que puede influir es que, en pocos años, se están produciendo cambios muy importantes en la constitución y la manera de vivir de las familias. Cada vez con más frecuencia se van perdiendo los lazos con la familia extensa. Y no sólo eso, sino que estamos pasando de la familia nuclear a la familia monoparental en muchos casos. Estas circunstancias hacen muy difícil poder mantener unas relaciones de mayor mutualidad y cuidado.

Si a todo esto añadimos el momento actual de crisis económica, con el recorte de ayudas sociales y de políticas más solidarias hacia los colectivos más vulnerables, nos encontramos con un panorama desalentador. Padres con jornadas laborales que les impiden el cuidado de sus hijos y que muchas veces tienen que recurrir a los abuelos para que se ocupen de la crianza de los nietos, aunque sus condiciones personales no sean, en muchas ocasiones, las mejores para ello. Aún así, querría subrayar que el vínculo y la relación afectiva estrecha con los nietos, que incluye cuidar de ellos en la medida de lo posible, es una de las fuentes de mayor satisfacción para los ancianos. Mantener las relaciones familiares y sociales es un apoyo fundamental en la vejez. Desgraciadamente, muchos ancianos viven solos, sin la atención y compañía que necesitarían y sin recursos para buscar alternativas.

Por todo lo dicho, podemos pensar que no hay una vivencia de futuro única en la vejez y que ésta tiene que ver directamente con la vida que hemos podido vivir, con las posibilidades de aceptar la propia vida como la única que hemos podido tener y que, a pesar de los cambios experimentados, existe una continuidad fundamental que se mantiene en la vejez. Esto consuela ante las pérdidas sufridas y ante las venideras. Cuando los sentimientos de frustración, de remordimiento ante los propios errores, de vacío, de falta de sentido de la propia vida son muy intensos, las pérdidas resultan insuperables, tanto las pasadas como las presentes y la persona puede sentirse sin ganas de seguir viviendo.

Los estilos relacionales que traducen la integridad yoica básica o bien una actitud básicamente desesperada, son variados. Pero podríamos hablar del prototipo de anciano sereno, colaborador en la medida de sus menguadas fuerzas, consciente de sus responsabilidades y limitaciones, que puede participar y disfrutar de los logros de las generaciones más jóvenes sin excesiva ambivalencia, y acercándose al final de su vida y a su propia muerte con aceptación. Opuesto sería el prototipo de anciano angustiado y angustiante, lleno de molestias e incomodidades insoportables, malhumorado y hostil ante sus limitaciones, que se aferra rígidamente al pasado con el sentimiento de que aquello era lo único bueno y, por lo tanto, no puede vincularse a lo nuevo a través de los otros, quedando sumido en la soledad, el aislamiento y la frustración.

La filosofía siempre se ha ocupado de los temas básicos para los humanos, como son la vida y la muerte. Norbert Bilbeny (2003), cita un pensamiento de Spinoza: “nada le preocupa menos a la persona sabia que su propia muerte”. Pero tiene que ser sabia. Es decir, poder haber aprendido de las distintas experiencias de la vida que nos acercan a la muerte, y también de la propia imaginación o de la de otros, a través de la poesía, la literatura, la música, el cine…

No es fácil alcanzar esta sabiduría, ni personal ni colectivamente, en una sociedad en la que la muerte es un tabú, algo de lo que no se puede hablar, a lo que cuesta acercarse emocionalmente.

Otro filósofo, Kierkegaard, nos da una visión que integra pasado y futuro, cuando dice que “la vida se comprende mirando hacia atrás, pero sólo se vive mirando hacia delante”. La vida es lo que se tiene por delante. Y para que haya vida, la persona ha de tener conciencia de albergar posibilidades, de que aún tenemos alguna posibilidad futura. Este es un sentimiento fundamentalmente interior, sobre todo en el momento final de la vida, en que la vida se agota. La experiencia es lo que queda, no lo que pasa. Y si hay algo que permanece en nuestro interior son las emociones, incluso aunque se pierda la memoria. Hace unos días una anciana de 90 años, aún activa en tareas de voluntariado, me decía que la vejez es “acumulación de juventud”. Creo que se refería a acumulación de vida, a la posibilidad de mantener una actitud vital.

La tarea de la vida es estar al cuidado de la vida, hasta el último minuto. La poca o mucha vida que tenemos por delante no depende de una cantidad, sino de una calidad, que tiene que ver con nuestro esfuerzo para apreciar en cada momento la vida que se tiene, lo que hasta el último momento podemos vivir, en relación a nosotros mismos y con los demás. Siempre se puede dar y recibir, sobre todo emocionalmente, en alguna medida, por insignificante que parezca.

“Efímera es la vida de los hombres, pero sus días son inmortales” (Píndaro).

Mercedes Olmo Andreu
Psicóloga Clínica. Psicoanalista SEP-IPA.
molmoa@telefonica.net

Referencias bibliográficas

Bilbeny, N. (2003). Ética para la vida. Razones y pasiones. Barcelona: Península.

Erikson, E.H. (1982/2ooo). The life cycle completed. Nueva York: Norton. (Ed. cast.: El ciclo vital completado. 2ª ed. Barcelona: Paidós).

Ordaz, P. (10-4-10). Entrevista. El libro de la semana. Babelia. El País.

Plabras clave: vejez, futuro, generatividad, integridad, muerte.

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