Al inicio el futuro no existe. Sólo destellos de sensaciones del presente se encadenan entre sí. Es a partir de este entrelazado de sensaciones cuando se introduce la espera. Y la espera ya es futuro.

Ahora hay el hueco punzante del hambre; pasos que se acercan; aquel olor, aquel contacto y su voz… y por fin lo dulce dentro. Poco a poco, los pasos y el olor anuncian lo dulce: el anuncio es el futuro. Los adultos, que conectamos las secuencias de las experiencias, que usamos adverbios y tiempos verbales, diríamos: El niño llora, tiene hambre; la madre se da cuenta, se le acerca para darle el pecho. Lo toma, le habla y le dice que tenga paciencia, que ya va, que sólo es un momento. Se desabrocha la blusa y acerca el pezón a su boca. El niño lo agarra y empieza a mamar. Si el niño no ha coleccionado unas cuantas experiencias como ésta, no sentirá que los pasos y el olor anuncian lo dulce. Sólo serán sensaciones sueltas y sin sentido.

Así aprendemos que primero hay esto, luego lo otro.

Quizás se podría decir que cuantas más veces, con la tranquilidad de las rutinas, a los pasos y al olor sucede lo dulce; cuanto más la madre, con su voz y con su actitud, ayude al niño a no desesperarse, tanto más la espera será un lugar significativo. De acuerdo con Arieti, citado por Hartacollis (1974), la expectación precede a la anticipación, siendo ésta un primer paso desde un funcionamiento más bien fisiológico hacia una actividad propiamente psicológica, propia del ser humano. Para que se dé este paso, es necesaria la presencia contenedora de una persona que dé sentido a la espera del bebé.

Desde este tipo de experiencias, el niño va aprendiendo a salir de la eternidad del presente y entra en el tiempo. El tiempo todavía es un conjunto de sensaciones, ya que la memoria no es aún un almacén de vivencias evocables y concienciables. Se trata inicialmente de impresiones sensoriales que se evocan en contacto con otras sensaciones y que al niño se le hacen familiares. Lo que el niño espera depende de lo que ha vivido. La aprehensión del futuro está entonces vinculada a una cierta dosis de frustración, de interrupción entre el momento de la necesidad y el de la satisfacción, que es inevitable después del nacimiento. Pero también hace falta un almacén suficiente de buenas experiencias, repetidas en el tiempo y vividas en el marco de una relación de amor y contención; y la espera de la satisfacción no deberá ser más larga de lo que el bebé puede aguantar sin desesperarse (es decir, sin perder la espera).

Un niño que haya vivido experiencias de abandono y soledad siendo muy pequeño, que haya tenido que esperar los cuidados elementales más allá de la esperanza, probablemente, ya crecido, tendrá la sensación de que si no consigue lo que necesita ahora mismo, entonces es que no llegará nunca. La espera será eterna y generará desesperanza.

En los inicios del desarrollo humano, el futuro todavía es el futuro más inmediato, el después es casi un ahora.

Más adelante, una vez más serán los hábitos y las rutinas los que introducirán el hoy y el mañana: “¿Cuándo vamos donde los abuelos?” Mañana. “¿Mañana es cuando he dormido una vez? ¿Por la tarde es cuando hemos comido? ¿Cuántas veces tengo que dormir para que lleguen los Reyes?” No es fácil poner orden en el recuento del futuro. “¿Si mi cumple es el jueves, es mañana?”

Luego, para los niños el futuro es hacerse mayores. Al decir niños y mayores, nos parece evidente que sabemos a qué nos referimos, hoy día y aquí, en el primer mundo. Según Ariés (1960), en la sociedad medieval, el sentimiento de la infancia no existía, se pasaba directamente de los cuidados de la madre o la nodriza a la edad adulta. Los niños pequeños no contaban, porque podían morirse. Si sobrevivían, entre los cinco y siete años, ya eran adultos. Durante siglos, los niños de muchas familias, cuando se hacían mayores, hacia los siete años, eran enviados a servir en otras casas, y a finales del siglo XIX muchos se emplearon en las fábricas textiles a partir de los cinco años. No podemos olvidar que la situación de la infancia en muchos países del mundo contemporáneo es hoy también una situación de miseria y de trabajo. El futuro de la infancia, en estas condiciones, es simplemente sobrevivir y hacerse adulto, llegar vivo a mañana y tener algo de comer. Si la “cuestión del pan” no está “esclarecida y la de la paz” tampoco, no hay forma de ocuparse de “la cuestión cardinal de la primavera” (Maiakovski, 1930).

Cuando vemos a los niños jugar, a veces pensamos que juegan a representar el futuro, a ser mamás y papás, a trabajar… Pero me pregunto si, cuando los niños juegan a ser mayores, en realidad piensan en el futuro. Jugar a ser mayores me parece más bien una forma de expresar deseos y temores del presente. De hecho los niños cuando juegan a representar, hablan en el pasado: “Jugamos a que yo era el piloto y tú el pasajero.” “Jugamos a que había guerra.” “Jugamos a que yo tenía cuatro hijos.” Quizás con el uso del pretérito imperfecto establecen una situación de partida atemporal, referida a algo de su mundo interior. Entonces, con el avión, en la guerra, con los hijos, se dramatizan las fantasías presentes, actuales, del niño, es decir aquellas que representan un deseo más que una imagen del futuro. Aunque es cierto que en estos juegos los niños imitan a los adultos de su entorno, especialmente a los padres. Así, jugando a ser como ellos en cierta forma prefiguran cómo imaginan que serán de mayores, pero lo imaginan y lo desean ahora: Quiero ser como mamá, tener un bebé. Son los adultos quienes imponen un aplazamiento de este deseo, de acuerdo con las exigencias de la realidad: “Ahora no, cuando seas mayor.”

Una niña que se pone los zapatos de su madre está soñando con el futuro, pero al mismo tiempo está haciendo real y presente el ser ahora como su madre. Se juega con el futuro, pero los deseos y los sentimientos en juego son presentes, actuales. “El área del juego no es la realidad psíquica interna. Está fuera del individuo pero no es el mundo externo” (Winnicott, 1971). Este autor habla de un área transicional que no pertenece ni al niño ni a la madre, ni yo ni tú. Quizás podemos hablar, en el juego, no sólo de un espacio transicional, sino también de un tiempo transicional, que no es ayer ni mañana, aunque el ayer y el mañana estén presentes.

Cuando los niños hablan conscientemente del futuro, de cómo se ven a sí mismos en el futuro, proyectan sus deseos y sus fantasías del presente: “De mayor seré astronauta”; “de mayor tendré seis niños”; “de mayor seré maestra como la tía…”

Un niño me dijo, hace años, que de mayor quería ser jubilado. Le pregunté qué quería decir y me contestó que le gustaría tener mucho tiempo para pasear, hablar y jugar con sus amigos. Tenía seis años y empezaba a sentir que lo de estudiar e ir al colegio ¡iba en serio! Y representaba su deseo de no tener obligaciones ahora mismo, cuando sentía que le faltaba tiempo. ¿Qué hubiera dicho aquel niño hoy, en un momento en que se respira el problema de encontrar trabajo y la perspectiva de la jubilación se hace un lujo? ¿Se hubiera expresado de la misma forma? Quizás no, quizás se hubiera visto, ingenuamente, más bien como un parado. Pero el contenido de su fantasía sería el mismo. Esto me lleva a pensar en cómo inciden los cambios sociales en la representación del futuro. En qué medida se resienten los niños de las inseguridades de los padres, por ejemplo. Pero creo que siempre hay inseguridades en la vida de los adultos y no estoy segura de que la forma histórica que adquieren en las distintas épocas sea realmente relevante. Los niños de generaciones pasadas vivieron la guerra de cerca y la precariedad estaba presente, mucho más que ahora.

Sin embargo, me parece importante pensar en lo que los padres (de los niños de entonces y de los de ahora) esperan o esperaban del futuro. Hoy la idea de la inevitabilidad del progreso está en discusión; quizás la utopía de un mundo mejor está menos presente en el imaginario de los padres actuales. Aún así, sin embargo, parece que no podamos renunciar a la idea de un futuro de signo positivo, a que el futuro sea mejor que el pasado (Algini, 2005) y que hay que ser responsables de la construcción de ese futuro. En este sentido, puede cambiar la forma de los valores que los padres transmiten a los niños, pero el significado de implicarlos en el compromiso con un mundo mejor será parecido. Por ejemplo, los niños de hoy expresan auténtica preocupación por la preservación del planeta y del entorno.

Lo que creo que sí es relevante es el impacto de las nuevas tecnologías, que colapsan el espacio y el tiempo y quizás quitan terreno a la fantasía. Nada está realmente lejos si lo tengo en mi pantalla con un clic. Parece que se puedan tener también imágenes del futuro con un solo clic. Pero la cosa va más allá. Es la inmediatez que ofrecen las nuevas tecnologías lo que puede acabar matando al futuro: lo quiero ahora y puedo tenerlo. ¿Donde está la espera? Cambia mucho toda la perspectiva, y el sentimiento del tiempo y de los límites. Quizás por estos motivos los niños de hoy disfrutan menos con la lectura, por ejemplo, porque es un proceso más lento y más dilatado en el tiempo. Leer permite crear imágenes mentales, que ahora son substituidas por imágenes a todo color en la pantalla del ordenador o la consola. Éste es no obstante un tema complejo, más allá del alcance de estas líneas.

La conciencia del futuro tiene que ver con el problema de la muerte. Generalmente es a través de los abuelos que los niños entran en contacto con la muerte. Una vez un niño me preguntó: “¿Y qué pasa cuando estás muerto?… Hay gente que dice que no estás realmente muerto, que te vas a vivir a otro lugar… No me importaría morirme, si puedo encontrarme con mis padres y mis amigos…, pero cuando alguien está muerto no puede explicarnos cómo es, así que no lo podemos saber… No quiero que se mueran mis padres”. La abuela había muerto hacía poco y el niño estaba también preocupado por la tristeza de su padre. Al mismo tiempo se ponía en la piel de él y expresaba su miedo de quedarse solo. Aquí hay algo de futuro pero también algo de presente: la ansiedad delante de la posibilidad de separarse de los padres, el miedo a la soledad.

Otro niño, muy pequeño, había tenido una conversación quizás prematura con su abuelo. Éste le había comentado que era muy mayor y que un día se moriría. Empezar a representarse qué significaba morirse fue un proceso de meses y meses de preguntas seguidas por periodos de silencio, en el intento de metabolizar e integrar informaciones y sentimientos. “¿Mamá también será vieja? […] ¿Qué quiere decir dentro de mucho tiempo? […] ¿Y no se puede morir alguien, también por un accidente? ¡Entonces también un niño puede morirse!” Este niño le pedía a su madre que le asegurara que nunca se moriría, que los dos vivirían juntos para siempre. Se mezclaban la preocupación y los interrogantes sobre el futuro pero se expresaba, aquí también, el miedo a separarse y a crecer.

Y es que, junto con el empuje y el deseo de crecer, también hay miedos e inseguridades, que hacen deseable la fantasía de quedarse pequeño, cerca de los padres. El futuro, sea como sea que nos lo imaginemos, quiere decir cambios y cosas nuevas, excitantes y emocionantes, pero también inquietantes. Cada nueva adquisición se acompaña de una pérdida, una renuncia. Hacerse mayor quiere decir dejar de ser un bebé, dejar de ser un niño. Tanto en los padres como en los hijos esto despierta ambivalencia, deseo de ir hacia adelante pero también momentos de regresión en que se echa de menos la ilusión de fusión de la primera infancia. Es cuando el niño llega a la pubertad, cuando los cambios que preparan para el futuro se hacen tangibles en el propio cuerpo, que se hace inevitable mirar hacia adelante, hacia la vida que vendrá, que ya está llegando.

Elena Fieschi Viscardi es Psicoterapeuta, Psicoanalista SEP-IPA
Carrer Estoril 38, 1er-1ª 08032 Barcelona. Tel 933570505
efieschi@gmail.com

Palabras clave: espera, fantasía, juego, futuro.

Referencias bibliográficas

Algini, M.L. (2005). Rappresentarsi il futuro. Paura del Futuro. Quaderni di Psicoterapia Infantile, 50: 56-69.

Ariés, Ph. (1960). L’enfant et la vie familiale sous l’ancien régime. Paris: Plon.

Hartacollis,P. (1974). Origins of Time. A reconstruction of the Ontogenetic Development of the sense of Time based on Object-Relation Theory. Psychoanalytic Quarterly 43, 243-261

Maiakovski, V. (1930). Poemas 1917-1930. Madrid: Alberto Corazón.

Winnicott, D. (1971). Playing and Reality. London: Tavistock.

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