El futuro proyecta su sombra hacia
delante
W. R. Bion
Si cada hombre es mortal, el Hombre no lo es, pues a través de
mil disfraces, repite gestos, acumula hechos, crea poemas y se
pregunta inútilmente por el río cuyas aguas lo han de liberar
definitivamente de su abrumadora carga de esa inmortalidad genérica
J.L. Borges
Trataremos en este trabajo de esbozar algunas ideas sobre el concepto y vivencia de futuro en la etapa media de la vida. Nos referiremos a la vivencia de futuro insertada en la noción de temporalidad psíquica y vinculada al tiempo biológico. Nos interesa destacar la trascendencia que para el ser humano tiene la recreación y proyección del futuro como proceso psíquico inherente a toda actividad de pensar y el arraigo que esta actividad psíquica tiene en la vivencia del pasado y la memoria, así como la importancia de todo ello en la sustentación de los sentimientos de confianza, esperanza, ilusión y en la creencia de que tenemos un futuro.
Asimismo nos ocuparemos de algunas formas de pensar, imaginar y proyectar el futuro en la sociedad actual en función de parámetros sociales y culturales. Finalmente, unos breves comentarios acerca de la necesidad de que los profesionales de la salud mental tengamos un mayor compromiso social en la construcción de un futuro más esperanzador y solidario.
Sobre temporalidad, memoria y futuro
Desde la perspectiva del tiempo físico y cronológico la idea de futuro nos indica lo que está por venir y aún no ha sucedido, pero si hablamos del tiempo vivencial, subjetivo o psíquico hemos de referirnos a cómo tiene lugar la noción de temporalidad en la mente humana. Esta realidad denota una acción siempre en proceso, una actividad mental cuyas ideas se proyectan en el tiempo y se sitúan en momentos posteriores al presente en que transcurre lo pensado. En este sentido es un futuro que tiene una realidad psíquica pero que puede suceder o no, es una vivencia en sentido de experimentar unos contenidos que pasan a la conciencia como un presente que permite enlazar con el pasado y hacer proyecciones en el futuro. Este proceso puede retenerse, recordarse y formar parte posteriormente de la memoria, constituyendo así el permanente, complicado y rico feed-back de los procesos de pensamiento.
El tiempo ha sido desde siempre una preocupación inherente al ser humano, podríamos decir una preocupación ontológica. Su concepción ha ido evolucionando desde la Grecia clásica (en que se inició la conceptualización de la idea del tiempo) hasta la actualidad. Desde la noción del tiempo vinculada a la naturaleza, medido por el paso de las estaciones, la siembra y recolección de las cosechas, las épocas de lluvia y sequía, las fases de la luna o las mareas, se han desarrollado históricamente distintos encuadres, sistemas y conceptos hasta las complejas construcciones teóricas de la física, la filosofía y las ciencias contemporáneas.
Arce (2004) afirma que el discurso temporal de la subjetividad es lo que permite al sujeto trascender y abrirse a nuevas posibilidades de realización futura y que el tiempo es el fundamento ontológico para la máxima realización del hombre. Estudia el papel primordial que desempeña el futuro para la configuración de la individualidad y su interdependencia con un pasado que siempre nos acompaña fielmente aunque sea deformado. Describe cómo por un lado la noción de temporalidad manifiesta las limitaciones que el tiempo impone y cómo por otro ofrece todas las posibilidades para la libertad personal. Y cita a Kant para decir que éste sostenía que “la noción misma de libertad está arraigada en el futuro”.
Para Zambrano (1972) el tiempo tiene una estructura compleja con distintas dimensiones. Cuando pasa lo hace transformándose en pasado, no desaparece, si fuera así no tendríamos historia. Por tanto “el tiempo es continuidad, herencia, consecuencia”.
El tiempo es el fundamento de la causalidad psíquica, el vínculo entre causa y consecuencia, entre causa y efecto. Cada experiencia lleva implícita un antes y un después de modo que la secuencia presente – pasado – futuro es interdependiente y crea el hilo conductor de nuestra subjetividad. La dialéctica entre lo adquirido (memoria, recuerdos) y el futuro, entre experiencia y expectativa constituye la noción de temporalidad. La memoria construye un pasado y anuncia un futuro desde un presente que se muestra siempre fugaz. “Rememorar no es más que una forma de creación producida por la intencionalidad desde el presente” (Pereira, 2004). Este autor comenta que en psicoanálisis se le ha prestado más atención al espacio que al tiempo, posiblemente debido a la influencia del punto de vista genético y a la concepción de la “intemporalidad del inconsciente”.
El futuro está permanentemente sustentado en el pasado y estas experiencias del pasado forman parte de nuestra identidad, configuran nuestra personalidad y determinan en cierto modo nuestra manera de sentir y proyectar el futuro. La idea de futuro nace con la representación mental anticipada de deseos, anhelos y proyectos; vivir el futuro es en cierto modo poder tener fantasías y representaciones, vivir la capacidad simbólica, mientras que vivir en el presente sería vivir en lo concreto, lo asimbólico o en la intemporalidad del inconsciente.
En La interpretación de los sueños Freud (1900) dice: “En la medida en que el sueño nos presenta un deseo como cumplido, nos traslada indudablemente al futuro; pero este futuro que al soñante le parece presente es creado a imagen y semejanza del pasado por el deseo indestructible”. Según Green (2000), de aquí parte la idea de la indestructibilidad del deseo que desafía las coacciones ejercidas por el tiempo y matiza el concepto de intemporalidad del inconsciente en sentido de que no solo implica al futuro como fin sino también al pasado como origen. Asimismo comenta que a causa de la preponderancia que se ha dado al aquí ahora en la práctica psicoanalítica se ha descuidado la noción de temporalidad y la dimensión temporal del proceso analítico.
En la sucesión de las experiencias también vamos haciendo una continua reelaboración o reconstrucción del pasado hacia el futuro, las distintas vivencias y recuerdos de la infancia van tomando nuevas significaciones après coup, la memoria reconstruye permanentemente ese pasado al que le vamos dando nuevos significados. En este sentido Rosemberg (2002) dice que “La esencia de la temporalidad es una sucesión de estados psíquicos pasados, presentes y futuros que al establecer relaciones causales entre ellos hacen al sujeto portador de una historicidad psíquica”.
Desde la perspectiva de la Neurociencia, Szpunar, Watson y McDermott (2007), han identificado por primera vez las regiones cerebrales involucradas en la visualización de los acontecimientos futuros en lo que llaman “viaje temporal mental” referido a la habilidad para imaginarse a uno mismo participando en acontecimientos futuros. Afirman que en estas situaciones se activan las mismas zonas cerebrales que cuando se evoca el pasado. En realidad es como si el cerebro imaginara el futuro recordando el pasado. El propio proceso de visionado de uno mismo en un evento específico futuro, parece que activa la misma red neuronal usada para los recuerdos autobiográficos. Estos autores afirman: “El contexto espacial y visual para nuestro imaginado futuro es frecuentemente un mosaico de nuestras experiencias pasadas”.
Vivencia de futuro y sociedad actual
La cultura a la que pertenecemos la componen el conjunto de creencias, ideologías, valores, producciones artísticas, costumbres, tipo de ocio, formas de vestir, etc. En las tres últimas décadas se han producido importantes y numerosos cambios culturales debido a factores sociales, económicos, educativos y políticos. Todo ello en el marco del desarrollo de las democracias avanzadas, el crecimiento económico, los desarrollos en la investigación científica y tecnológica, los progresos de la medicina, el menor peso de las religiones, el cambio en las redes sociales tradicionales y el final de algunas utopías colectivas entre otros.
Estos avances han propiciado importantes cambios biológicos, sociales y culturales: aumento de la esperanza de vida; instauración del estado del bienestar con acceso a la educación y sanidad públicas; cambios del modelo familiar con transición acelerada de la familia extensa a la nuclear, incremento de monoparentales, familias “reconstituidas”, etc. Y todo ello en un lapso corto de tiempo.
Según algunos sociólogos y antropólogos, son cambios fundamentales que se han impuesto, que se han adoptado, que en cierto modo funcionan como “implantes”, para los que no ha habido suficiente tiempo de asimilación y sobre los que no se ha podido hacer un adecuado aprendizaje individual y social.
También es una realidad la incidencia y la dependencia de economías especulativas, de consumo y crisis financieras. Algunos analistas afirman que en este momento no parece que gobiernen los gobiernos sino los mercados, las grandes corporaciones o los grupos económicos de presión. Esta “facilitación” al consumo exagerado ha traído como consecuencia un gran volumen de endeudamiento individual y social a largo plazo. Esto, lógicamente, puede tener una influencia de peso sobre las expectativas de futuro de la población.
Todo lo anterior podría explicar en parte que en la sociedad adulta se dé una sobrevaloración de “vivir el presente” expresado en diversas manifestaciones: desarrollo de una actividad exagerada en la que no hay tiempo, la necesidad de estar conectado de forma ininterrumpida a lo audiovisual (iPod, TV, redes sociales, juegos on line, etc.). El ocio vinculado a la idea de acción, los límites temporales noche/día diluidos, el uso imprescindible del móvil nos acostumbra a la realidad de que el otro está presente, accesible en todo momento y que igualmente podemos estar disponibles.
Estos funcionamientos manifiestan una cierta atemporalidad que de algún modo anula las conexiones con pasado y futuro, la línea de continuidad necesaria entre los tres tiempos resulta interrumpida o fragmentada. Asimismo, esperas, ausencias y demoras quedan anuladas en ese vivir en presente como equivalente de vivir intensamente y estas conductas sustentadas en el deseo de satisfacer el principio del placer en una cultura de gratificaciones inmediatas. Este fenómeno que antes era más atribuible a los jóvenes parece haber impregnado una parte de la sociedad adulta.
Sabemos que el universo de las sensaciones está vinculado a lo intemporal, que en el deseo de satisfacciones inmediatas va implícito la ausencia de tiempo, sería la atemporalidad de los deseos inconscientes siempre dispuestos a reaparecer (López-Peñalver, 2002). En cambio, aceptar la demora en la satisfacción implica acceder a la vivencia de tiempo y aceptar la temporalidad. Las dificultades respecto a la distancia y separación del otro están también ligadas al conocimiento del paso del tiempo (espacio/tiempo) y en la fantasía de tensión de la necesidad y la gratificación inmediata no existe el tiempo (Liberman, 1955).
Ahumada (1999) en su trabajo sobre la crisis de la cultura y el psicoanálisis dice que “actualmente hay una evitación de los duelos tempranos y un déficit identificatorio, traducido en la ubicuidad de las adolescencias interminables y la sustitución de la reflexión por el uso de la mente como músculo”. Analiza cómo los cambios sociales y culturales implican cambios en la psicopatología y cómo ambos afectan al futuro del psicoanálisis y del pensamiento mismo, de modo que la psicopatología clásica ha sido sustituida por la psicopatología de las gratificaciones perentorias: “es la era del zapping, el videoclip, la realidad virtual y los medios audiovisuales de masas”.
Estos medios de comunicación de masas omnipresentes en tiempo y espacio crean una especie de neorealidades sustitutas. Es como si el objeto transicional (Winnicott) se convirtiera en objeto fetiche que se usa para anular la separación. De esta forma se anulan los espacios de reflexión y ello incide, desde edades tempranas, en la evolución de las ansiedades de separación, en los mecanismos de defensa del yo y en las posibilidades de elaboración de los conflictos.
También encontramos en la sociedad actual personas en la edad media de la vida que presentan adicciones a internet y que al estar inmersos en una realidad virtual, viven en una realidad atemporal dotada de un continuum permanente que niega la separación o los estados de necesidad. Y la negación de la temporalidad unida a la negación de las pérdidas y los duelos determinará la vivencia respecto al futuro, ya que lógicamente todo esto incidirá en la riqueza de la capacidad simbólica y del mundo de fantasía y ensoñación necesarios para recrear y construir el futuro. En este contexto la esperanza y la ilusión tienen poco espacio.
Estas “neorealidades sustitutas” (Ahumada, 1999) influyen en unas adolescencias interminables, en patologías narcisistas, mecanismos omnipotentes de negación maníaca y adicciones. En este sentido podemos hablar de una sociedad con ciertos rasgos infantiles y adolescentes, con estados de pensamiento concreto o rasgos regresivos vinculados a las necesidades de gratificaciones inmediatas y las dificultades para aceptar demoras en la satisfacción. Es una sociedad que sobrevalora la juventud, la actividad, la belleza, unos cánones corporales supuestamente ideales y todo ello dictado por la publicidad y los medios de comunicación.
Esto explica que algunas personas adultas manifiesten tantas dificultades para poderse identificar con la edad que tienen, que dediquen tanta energía a “recuperar la juventud”, que vivan inmersos en la repetición y una vida rutinaria y empobrecida que les hipoteca el desarrollo personal y el futuro. Es el Cronos de la mitología que devora a sus hijos porque estos no representan a la generación que va a sustituirle y a trasmitir su herencia sino a los jóvenes que le robarán la juventud.
En este sentido, hay padres que se diferencian poco de sus hijos, que se sitúan en una especie de atemporalidad que se concreta en la lucha contra el paso del tiempo. Se pierde la diferencia entre generaciones (identidad, funciones, roles) que más tarde afectará los procesos de identificación que dan sentido temporal a pasado, presente y futuro ya que naturalmente las dificultades de identidad en los padres incidirá en los hijos.
Es en esta línea que Coderch (2004) desarrolla su idea sobre la personalidad narcisista de nuestro tiempo favorecida por los modelos sociales y culturales dominantes de la época que facilitan la fijación del individuo a estructuras narcisistas. Describe el lema del narcisismo como: “el objeto soy yo”, razón por la cual la conciencia de realidad (tiempo, espacio) es su mayor enemigo ya que pone de manifiesto los propios límites y la necesidad de los otros, al mismo tiempo que pone en cuestión la omnipotencia.
Una de las conductas sociales de este funcionamiento es la avidez y voracidad, el consumo desmesurado fomentado por la publicidad creadora de necesidades que engañan tratando de vender productos “maravillosos”. Promesas de una interminable juventud, de un estilo de vida “glamuroso” y “bello”, promesas casi de eternidad. Estos mensajes elaborados por especialistas de un marketing muy sofisticado son eficaces ya que ofrecen “milagros” que sintonizan bien con el pensamiento mágico omnipotente de los compradores.
Esta estética que se vende con éxito es un modelo de belleza que implica una idea de “perfección” obsesiva que lleva a bastantes mujeres (y cada vez más hombres) jóvenes y no tan jóvenes a modelarse el pecho, esculpirse las nalgas, tener nariz de muñeca, etc. Es también destacable la incidencia de todo esto en el aumento de los trastornos de alimentación no solo en adolescentes sino también en la población adulta. Y aunque están los modelos culturales que fomentan la patología narcisista o los cuadros de anorexia y bulimia, es importante no atribuir solo el origen de estas patologías a los cánones de belleza que impone la moda (como generalmente hacen los medios de comunicación) sino también a importantes conflictos de identidad y alteración en las identificaciones con las figuras parentales, además de otros aspectos. En todo caso son muchos los autores que relacionan los cambios culturales con cambios en la psicopatología actual (Ahumada, Coderch, Marucco, Viñar).
Estos sistemas, modelos y prácticas no hacen más que favorecer la negación de la realidad del paso del tiempo, difuminar las líneas que van marcando las edades del ser humano y sobre todo la imposibilidad de elaboración de los duelos por lo perdido en un sentido global: las pérdidas, el deterioro del cuerpo, lo no conseguido, lo que ya no se conseguirá, la renuncia a algunos ideales y creencias.
El carácter narcisista muestra los rasgos de la omnipotencia y la indiferenciación sujeto/objeto del yo ideal. También los ideales van cambiando según las épocas y el tipo de cultura predominante. Respecto a ello, Viñar (2004) nos dice que los ideales del yo, desde una perspectiva individual y colectiva, pueden suponer una potencia transformadora en el sentido de proyección hacia el desarrollo y empuje hacia el futuro y que es algo distintivo de los humanos. En las representaciones anticipadas están presentes los ideales del yo (sean ideológicos, morales, religiosos, estéticos, etc.), en ausencia de ellas predomina lo primario, el impulso, el yo ideal.
Los ideales necesitan de una temporalidad extensa para desplegarse y expresarse, pero no es fácil en esta cultura de la instantaneidad y lo efímero. En los estilos de convivencia social de hoy, observar los ideales implica observar los pactos entre el individuo y su grupo de pertenencia. Es en este contexto en el que Viñar (2004) habla de la patología de los ideales en la cultural actual y que ubica en la imposibilidad de aceptar el intervalo o itinerario entre el anhelo y la realización, entre el todo que quiere el deseo y el no todo de la realidad, en la no-aceptación del principio de realidad que implica no renunciar a la idealización narcisista.
La idealización en su vertiente regresiva expresa el deseo de vuelta a un estado prenatal o la necesidad de mantener un estado narcisista y se puede dar precisamente por alteraciones respecto a las identificaciones primarias. La idealización en su vertiente de progreso se vincula a las ilusiones, aspiraciones y deseos vinculados a los ideales, al instinto de vida y a las capacidades de reparación y sublimación (Laguna, 2005).
Cuando los referentes ideológicos, los modelos dominantes y los parámetros de conductas tienen estas características el tiempo biológico va asociado a la edad en sentido de envejecimiento y deterioro, es la idea del paso del tiempo como enemigo, como destructor de la vida, con un miedo a la muerte de tal cualidad que puede ahogar el futuro. Esta forma de vivir el tiempo, dificulta los procesos de desarrollo y la creación del futuro que necesitan arraigarse en el sentimiento de vida.
Pero poder tener una vivencia esperanzada de futuro implica haber podido realizar una aceptable elaboración de los diferentes duelos que han tenido lugar en la vida de cada individuo entre los que es importante incluir los duelos del futuro, sobre todo el que se refiere a la aceptación de la realidad de la propia muerte.
En este sentido vale la pena detenerse en el trabajo de Jacques (1965) cuyos contenidos y tesis ayudan a entender las crisis vinculadas a la edad tal como se presentan en nuestras sociedades. Se ocupa de la crisis en la mitad de la vida y afirma que esta se manifiesta con fuerza en torno a los 40 años aunque para él comienza antes. La sitúa en una edad en que se supone que se ha consolidado la propia familia y los desarrollos profesionales, los hijos se han hecho mayores, los padres han envejecido y junto con esto aparecen los cambios fisiológicos, las limitaciones físicas, la disminución de la libido. En la actualidad, seguramente podemos situar temporalmente esta crisis más tarde (quizás entre los 45-50 años) debido a los cada vez más acelerados cambios sociales, culturales y científicos ya señalados.
Plantea la crisis de la mitad de la vida como algo universal que experimenta todo ser humano. En la juventud había la tendencia a negar la muerte y disociarla como formas de expresar un deseo inconsciente de inmortalidad. Pero ahora se impone la realidad e inevitabilidad de la propia muerte. Su tesis sería que al llegar a esta edad ya no se pueden eludir las ansiedades depresivas y la elaboración de esta crisis pasa por la reelaboración de la depresión infantil pero con un insight maduro acerca de la muerte y los impulsos destructivos que deben ser tenidos en cuenta. Implica también el abandono de las defensas maníacas, el pensamiento omnipotente mágico y la negación así como la aparición de las posibilidades de reparación.
En caso de no poder llevar a cabo esa elaboración habría una predominancia de esas defensas, de los aspectos narcisistas, de la omnipotencia grandiosa, la voracidad, idealización, aspectos destructivos y unas ansiedades de muerte que generan persecución. Precisamente la pervivencia de este miedo a la muerte impide elaborar los duelos y las posibilidades de reparación y sublimación quedan bloqueadas.
Y la vigencia de este trabajo, escrito hace 45 años, está también en que esta última descripción de la situación psíquica del ser humano cuando no puede elaborar su finitud y su propia muerte se parece en cierto modo al retrato que hemos hecho anteriormente sobre la sociedad actual, sus formas de experimentar y “ocupar” el tiempo, sus ritos en torno a personajes que se convierten en modelos o ideales, etc.
Hoy día tenemos muchos ejemplos de la patología de los ideales: la inestabilidad y ambigüedad de los valores (por ejemplo las ideas de privacidad, intimidad, soledad y silencio parecen devaluadas), la idealización del poder, la creación de ídolos que exhiben ignorancia, el encumbramiento de personajes espurios, el valor de las posesiones materiales, la confusión de la idea del éxito con la de la fama y la consecución de esta con prácticas que bordean la ética, (a veces incluso la legalidad) y esto visionado por multitud de espectadores que entusiasmados hacen sus aportaciones para que estos ritos no se detengan y se reproduzcan de forma repetitiva, sin final y sin tiempo.
En este sentido parece que algunos modos de vivir el tiempo y el futuro de la sociedad actual tienen algunas similitudes con las sociedades arcaicas. El hombre primitivo vivía en un continuo presente y su percepción del tiempo estaba íntimamente ligada a los movimientos y cambios de la naturaleza. Por ejemplo la observación de las fases de la luna (movimiento creciente, menguante, desaparición, reaparición y así indefinidamente), sirvió de base para crear una teoría de los ciclos con la consiguiente construcción de un sistema de mitos que estructuraba las primeras teorías coherentes respecto de la fertilidad, la regeneración, la muerte y la resurrección.
Los ritos y ceremonias de estas culturas tenían como objetivo detener la duración y el transcurso del tiempo, conjurar la muerte (el celebrante se sentía inmortal), se trataba de vivir un presente pleno que no tenía historia. Era “la necesidad de las sociedades arcaicas de regenerarse periódicamente por medio de los ritos, de la anulación del tiempo, del retorno cíclico, el mito del eterno retorno” (Elíade, 1951). Es un tiempo cíclico desprovisto de significación en el pasado y en el devenir, un tiempo congelado a causa de la repetición, un tiempo ahistórico. Este autor se apoya en las teorías de Hegel acerca de que es en la Naturaleza donde todo se repite indefinidamente, y sin embargo la Historia es libre, siempre nueva y no se repite, para concluir que durante un tiempo prolongado la humanidad se ha opuesto a la historia.
En este sentido, M. Zambrano (1959) destaca la importancia de la memoria histórica para el hombre ya que sin ella “[…] todo sería caótico con la indiferenciación absoluta de un mundo que no ha cristalizado, por eso, precisamente, también se exige el ingrediente del futuro, que ha de estar abierto a la esperanza y la solidaridad […] solo a través de la conciencia histórica se podrá ir logrando lentamente lo que la esperanza pide y la necesidad reclama”.
El mito del eterno retorno y la compulsión de repetición tienen puntos de contacto en el sentido que se da esta estructura cíclica del tiempo y en el que no hay una noción de temporalidad vinculada a un continuum entre pasado y futuro. Es la compulsión de repetición en sentido freudiano como retorno a lo anterior para abolir el tiempo, es repetir para no recordar con su significado de descarga y sus vínculos con la pulsión de muerte que implica la petrificación del psiquismo por la imposibilidad de integrar la noción de tiempo (López-Peñalver, 2002). Es el tiempo congelado en la repetición de lo idéntico, el tiempo “fragmentado” (Green, 2000). También Arce (2004) afirma que el temor a la muerte puede ocupar el espacio del futuro y que entonces viviendo en el presente y la desilusión, “somos guardianes perpetuos de una repetición”.
En este sentido los ritos de entonces y los de ahora tendrían (salvando las distancias) algunas similitudes al intentar la regeneración por repetición, aboliendo el tiempo concreto y negando la memoria del pasado y por tanto la historia.
Marucco (2005) al explicar los vínculos entre cultura y psicopatología actual, habla de un paciente contemporáneo que nos sitúa en el campo de un “más allá de lo representable”, en el terreno de las experiencias vinculadas al cuerpo, al narcisismo y a un tipo de compulsión a la repetición que es una manifestación de la pulsión de muerte. Son pacientes que experimentan un tipo particular de angustia, una angustia frente a la compulsión de repetición, las pulsiones de vida y muerte y la temporalidad con matices de vacío y desamparo.
Por último solo escribir unas notas sobre el deseo de que los profesionales de la salud mental que trabajamos desde una orientación psicoanalítica podamos tener un compromiso de responsabilidad social hacia el futuro. Ya se han producido importantes desarrollos y construcciones en la teoría psicoanalítica y en sus diversas aplicaciones a lo largo de los poco más de cien años que hace que se inició esta disciplina. Algunos ejemplos de ello son las nuevas conceptualizaciones en psicopatología, la ampliación de la práctica clínica en general y en particular la cada vez más amplia inclusión de enfermos mentales graves en diferentes tratamientos y las aplicaciones en psicología social (institucional, grupos, familia) en neurología, educación, etc.
Pero desde ese compromiso social debemos seguir analizando qué puede aportar la teoría psicoanalítica y sus aplicaciones a un futuro mejor, más esperanzado y solidario y en qué sentido hacerlo. En primer lugar es importante estimular más un pensamiento independiente, libre y creativo que no esté determinado por las instituciones psicoanalíticas y en segundo lugar seguir extendiendo su campo de aplicación hacia la investigación e intervención sobre los comportamientos humanos grupales, institucionales y sociales.
En esta línea, Ferro (2002) se muestra optimista sobre el futuro del psicoanálisis en el sentido de los numerosos desarrollos que le quedan por hacer y por la necesidad de abrir nuevos horizontes conceptuales. Comenta que Bion en su último trabajo (“Making the best of a bad Job”) aborda la cuestión de si los analistas sabremos estudiar la “mente viviente” o si utilizaremos la autoridad de Freud como un obstáculo hacia nuevos conocimientos, en el sentido de que justamente aquella teoría que fue revolucionaria detuviera el progreso y el futuro del psicoanálisis. Añade que Bion hablaba del psicoanálisis como de “una sonda que expande continuamente aquello que explora”.
Es interesante el análisis que hace Ferro (2002) sobre los peligros de que las teorías psicoanalíticas se conviertan en verdades en las que creer en vez de ser verdades provisionales a la espera de verificaciones y posteriores transformaciones. Y habla de peligros porque en sí mismas todas las teorías tienden a rigidificarse hasta convertirse en dogmas con la inevitable existencia de sacerdotes y sacerdotisas de la ortodoxia. Escribe que: “Pensar es la última adquisición de nuestra especie […] es más fácil vivir de certezas adquiridas, de religiones e ideologías, antes que aventurarnos en esa nueva operación que es pensar […] porque pensar es transgresor respecto a lo conocido”.
Pensamos que esta actitud básica puede ayudar a la investigación, comprensión y explicación de los funcionamientos y conductas de la sociedad actual para promover cambios y la construcción de un futuro que contenga mayores componentes de “pensamiento”, de sublimación y de actitudes de reparación en el sentido psicoanalítico, social, jurídico y político.
Para terminar quisiera insistir en la importancia de registrar el tiempo, en el sentido de interiorizarlo y transformarlo en memoria y conciencia y en la afirmación de que la vivencia de futuro es inseparable del pasado y del hombre inmerso en su historia. Asimismo señalar la necesidad de revisar nuestra idea de tradición (mitos, ritos, costumbres) para ver si la recreamos dándole el sentido de repetición y eternidad (al modo de las religiones y las culturas arcaicas) o si la dotamos de dinamismos transformadores hacia el futuro. Quedaría abierta la pregunta de por qué a nuestra sociedad actual le cuesta tanto desprenderse de determinadas creencias en el sentido en que nos habla Britton: “Cuando una creencia no pasa la prueba de realidad se ha de abandonar, de la misma manera que se renuncia a un objeto que ya no existe. Igual que el duelo que se ha de hacer por un objeto perdido mediante descubrimientos repetidos de su desaparición, igual se ha de hacer el duelo por una creencia perdida descubriendo una y otra vez su falta de validez. Este hecho, en psicoanálisis, constituye parte del trabajo de elaboración”.
Mª Valle Laguna Barnes
Psicóloga Clínica. Psicoterapeuta
Psicoanalista (SEP-IPA)
lagunabarnes@mvlb.e.telefonica.net
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Palabras clave:vivencia de futuro, pasado, temporalidad, memoria, culturas
Key words: experience of future, past, temporality, memory, cultures