1. Introducción.

El desarrollo mental no es una secuencia lineal de fases diferenciadas, sino un proceso continuo y complejo en el que los diversos aspectos de la personalidad (maduración perceptivo-cognitiva; desarrollo de la capacidad de regulación afectiva; maduración del funcionamiento defensivo; desarrollo de la capacidad de auto-observación; progreso en el nivel de las relaciones de objeto; integración del superyó; integración del concepto de uno mismo y los demás; etc.) evolucionan de forma paralela e interconectada. Es decir, cualquier avance o atasco en alguno de estos aspectos afecta al resto de ellos y a la organización global de la personalidad.

El objetivo de este trabajo es estudiar e ilustrar clínicamente la interrelación que existe entre el desarrollo de dos aspectos concretos de la personalidad: el nivel evolutivo de las defensas predominantes de cada persona y su memoria autobiográfica.

La memoria autobiográfica -la conciencia auto-reflexiva de las memorias episódicas personales acumuladas a lo largo de la vida- es una dimensión específicamente humana de la memoria que permite a cada persona diferenciarse como sujeto, con un pasado, presente y futuro, y está íntimamente relacionada con el concepto de uno mismo y de los demás. La investigación reciente en el campo de la memoria muestra que el desarrollo de la memoria autobiográfica es un proceso complejo en el que intervienen diversos factores, biológicos y ambientales, cognitivos y emocionales, intrapsíquicos y relacionales: mecanismos neurales; medio socio-cultural; adquisición del lenguaje; maduración y desarrollo cognitivo, afectivo y defensivo; vicisitudes del proceso de internalización de la relaciones con los demás, etc.

En este trabajo me concentraré únicamente en estudiar la interrelación entre el nivel evolutivo de las defensas predominantes y habituales de cada persona y las características de su memoria autobiográfica (su integración, coherencia, estabilidad, amplitud, profundidad, permeabilidad, realismo, etc.).

La relación psicoanalítica o psicoterapéutica proporciona un marco idóneo para estudiar esa interrelación. A continuación, presentaré unas viñetas clínicas que ilustran la distinta influencia que tienen en la memoria autobiográfica los diversos tipos de defensas y haré unas breves reflexiones teóricas acerca de ese material clínico.

2. Tres ilustraciones clínicas.

El ser humano puede utilizar diversos tipos de defensas ante los diferentes conflictos y peligros intrapsíquicos a los que se enfrenta a lo largo de su vida. La experiencia clínica nos permite observar que, aunque todos los pacientes utilizan diferentes tipos de defensas dependiendo de la dificultad de los conflictos a los que se enfrenta durante el tratamiento, cada paciente utiliza predominantemente unas defensas caracterológicas habituales, que dependen del nivel evolutivo-estructural de la organización de su personalidad.

El tratamiento psicoanalítico y psicoterapéutico de pacientes de un amplio espectro de severidad de patología de la personalidad (que se extiende de forma continua del nivel neurótico hasta los niveles más severos de organización borderline de la personalidad y las psicosis) nos muestra que las defensas evolutivamente maduras, típicas de los pacientes con una organización neurótica de la personalidad, tienen un impacto en la memoria autobiográfica cualitativamente distinto al de las defensas primitivas de los pacientes graves.

A continuación presentaré fragmentos del tratamiento de 3 pacientes con patología de la personalidad de diferente severidad para ilustrar la forma en que el nivel evolutivo de sus defensas habituales determina las características de su memoria autobiográfica.

A. Influencia de la represión: integración estable de las experiencias reprimidas en la memoria autobiográfica.

Presentaré una sesión del análisis (4 sesiones por semana, en diván) del  Sr. A un hombre de 38 años con una organización neurótica de la personalidad y rasgos de carácter obsesivos.

La sesión es de una fase avanzada del análisis, en la que el paciente ya había adquirido una capacidad estable de observar los rasgos de su carácter que le generaban sufrimiento y problemas en sus relaciones con los demás: autoexigencia y perfeccionismo, severidad crítica con su mujer e hijos, sentimientos de exclusión y celos en relaciones triangulares, etc. Igualmente, el paciente había desarrollado considerable insight intelectual y emocional sobre los orígenes infantiles de estos rasgos de su carácter: con su actitud perfeccionista y autoexigente intentaba invertir su inseguridad y dependencia (que experimentaba como debilidad, fragilidad, e inferioridad) y mantenía una imagen ideal de sí mismo, que calmaba su miedo a perder el amor de los demás; su inseguridad le generaba sentimientos de celos y posesividad en su relaciones con las personas más queridas (amigos y familiares, y en especial sus hijos, a quienes veía como competidores por el amor de su mujer); su exigencia severa con su mujer e hijos estaba relacionada con su resentimiento hacia ellos por lo que él interpretaba como falta de solidaridad y apoyo con sus responsabilidades emocionales y económicas como padre de familia, unas responsabilidades que, a causa de su perfeccionismo y autoexigencia, experimentaba como una pesada carga. Todos estos sentimientos le generaban culpa y vergüenza.

El paciente fue reconociendo que durante su infancia y adolescencia había experimentado su propia autoexigencia como un control externo, arbitrario y cruel, por parte de las figuras de autoridad (sus padres y los sacerdotes y profesores del colegio religioso en el que fue educado) y, como reacción, se comportó de una manera rebelde, provocativa y contrafóbica, cuyo objetivo era probar su fortaleza e independencia: durante el franquismo, lideró manifestaciones estudiantiles de protesta exponiéndose a ser encarcelado; hurtaba libros y otros objetos como forma de venganza contra un sistema injusto; se retaba a sí mismo a cometer actos arriesgados que en ocasiones pusieron en peligro su vida, como por ejemplo nadar en solitario hasta una pequeña isla ubicada a cientos de metros de la orilla de la playa, algo que había visto hacer a chicos mayores y quería probarse a sí mismo que era capaz de hacer; etc. Al llegar a la edad adulta, sus responsabilidades familiares y profesionales le obligaron a reprimir esta conducta provocativa infantil, que todavía le atraía inconscientemente. Mientras que en periodos iniciales del análisis el paciente había narrado con cierta hilaridad y orgullo sus actos rebeldes y temerarios -que él calificaba de “proezas estúpidas” de juventud- ahora podía reconocer el origen irracional infantil de esta conducta, y comenzaba a sentir culpa, miedo y preocupación por sus posibles consecuencias autodestructivas.

Concomitantemente, el Sr. A comenzó a sentirse culpable por su excesiva dureza con su mujer e hijos, a quienes exigía un perfeccionismo similar al suyo, y pudo entender que con su actitud autoritaria les anulaba cualquier atisbo de independencia y les provocaba la misma rebeldía que él sintió en su niñez hacia las figuras de autoridad. Hasta entonces, el paciente había racionalizado su actitud como un intento de inculcarles unas normas que les ayudarían a sobrevivir en la vida, pero ahora la veía como un reflejo exacto de su propia autoexigencia y perfeccionismo, lo cual le permitió sentir empatía con la dependencia normal de su mujer e hijos (que antes había descalificado como debilidad) y experimentar ternura hacia ellos.

Sesión

El Sr. A comenta que ayer recordó un suceso que había olvidado y ahora adquiría un nuevo significado que le ayudaba a entender mejor su carácter autoexigente y severo: a los 8 años de edad –en contra de la opinión de sus padres, e incitado por un amigo mayor, autoritario y sádico, que era el lider de su grupo de amigos- decidió ir a un campamento de verano en el que todos los niños eran varios años mayores que él. Debido a su desarrollo intelectual precoz, el paciente iba 2 años adelantado en sus estudios y estaba acostumbrado a competir intelectualmente con niños mayores que él. Pero para su sorpresa, al llegar al campamento, se sintió inferior, frágil, y desamparado en comparación al resto de los chicos, que se adaptaban mejor al duro ambiente castrense de aquel lugar y se burlaban de él porque añoraba a su familia, lloraba, y era inferior en las actividades físicas cuasi-militares del campamento (largas marchas, carreras, boxeo, etc.).

El primer día de visita de los familiares de los acampados, el paciente recibió la visita de su padre. El mejor amigo del paciente (un hijo único a quien él tenía profundo cariño y, a la vez, envidiaba por recibir toda la atención de su familia) pudo decir abiertamente a sus padres que los echaba de menos e inmediatamente estos lo sacaron del campamento. El Sr. A deseaba hacer lo mismo, pero en vez de decírselo a su padre se lo ocultó y devaluó la conducta de su amigo, a quien calificó de hijo único mimado. En el fragmento de sesión que ahora presento, el paciente recuerda el momento en que decidió ocultar a su padre su sufrimiento por el maltrato emocional al que le sometían algunos niños mayores. La sesión ilustra la reversibilidad de las defensas represivas del paciente y la flexibilidad con la que sus recuerdos y afectos reprimidos, una vez recordados y elaborados, se integran en la memoria autobiográfica:

Ahora mismo me siento como me sentía aquel día en el campamento, puedo ver las fotos en blanco y negro de aquella visita de mi padre, la recuerdo con nitidez, como si estuviera allí: mi padre me lavó mi ropa sucia, mis platos y cubiertos de metal que tenían pegados restos de comida seca porque yo no sabía lavarlos bien. Me veo quemado por el sol, vestido con el uniforme del campamento, aguantando el llanto. Me hubiera gustado poder decirle a mi padre que quería volver a casa con él, que V. (el amigo mayor sádico) me amenazaba y pegaba, que echaba de menos a mi familia, mi casa, mi calle. Y sé que mi padre hubiera aceptado llevarme, porque me trató con mucha ternura y sabía que yo lo estaba pasando mal. Pero no me atreví a pedírselo, algo que mi hermano pequeño podría haber hecho tranquilamente. Lo que hice fue ocultárselo, morderme los labios para reprimir el llanto, y me autoconvencí de que tenía que ser fuerte porque yo era su hijo mayor y no podía fallarle, mostrarle que era débil… Las consignas del campamento nos inculcaban una actitud de sacrificio y dureza. Si mi padre me hubiera propuesto volver a casa con él quizá me hubiera ido… o quizá no, porque me hubiera dado vergüenza. Al recordarlo ahora siento mucho cariño hacia mi padre; y también tristeza y ternura por el niño asustado y dependiente que era yo. Y aquel día decidí ocultarlo tras una fachada de fortaleza y dureza… y lo he seguido haciendo durante toda mi vida. ¿Cómo puedo exigir a mis hijos que se hagan a sí mismos lo que yo me hice de niño? (cuando dice esto, el paciente está sinceramente emocionado, a punto de llorar). Ójala pudiera volver atrás y cambiarlo todo: lo que me hice a mí mismo pero, sobre todo, lo que les he hecho a ellos.

Comentario

Esta ilustración clínica muestra que las defensas maduras –centradas en la represión- funcionan de una manera flexible, transitoria y reversible: su objetivo es apartar temporalmente de la conciencia representaciones mentales y afectos asociados a experiencias que generan algún peligro y conflicto inconsciente concreto; pero una vez la defensa se hace innecesaria y se levanta la represión –bien porque el conflicto o peligro inconsciente desaparece, o bien porque estos han sido interpretados y elaborados en el tratamiento y pueden ser tolerados mejor- el paciente puede recuperar y revivir las representaciones y los afectos asociados a la experiencia conflictiva (que antes reprimía y mantenía inconscientes) e integrarlos establemente en su memoria biográfica y su identidad. La integración de lo reprimido no cambia radicalmente la memoria autobiográfica y la identidad del paciente sino que las expande y enriquece.

Este impacto de la represión en la memoria autobiográfica -parcial, selectivo, temporal, reversible- es radicalmente distinto al de las defensas más primitivas, como mostraré a continuación.

B – Influencia de las defensas primitivas de escisión vertical del yo y escisión del self y del objeto: desintegración y discontinuidad en la memoria autobiográfica.

Como ilustración del efecto de las defensas primitivas en la memoria autobiográfica presentaré un resumen del análisis de un paciente con una personalidad narcisista, que se manifiesta en su carácter perverso y en una perversión sexual.

El Sr. C -un hombre de 30 años, casado- buscó ayuda a causa de ataques de angustia y problemas sexuales.

Desde su noviazgo, cuando intentaba penetrar a la que era ahora su esposa, el paciente experimentaba una angustia indefinida que le generaba impotencia y, para superarla, se excitaba con fantasías de niñas o mujeres (imaginarias o reales) que estaban asustadas y se defecaban u orinaban. Lo excitante de esas fantasías era imaginar que la mujer o niña se sentía asustada, frágil, sin control, mientras que él era fuerte y las tranquilizaba. Alternativamente, se excitaba con la fantasía inversa: él estaba asustado, se defecaba u orinaba, y una mujer le calmaba.

A veces, el paciente utilizaba estas fantasías como parte de un ritual consistente en masturbarse mientras llevaba puestas las bragas de su esposa y se defecaba. Este ritual tenía un origen temprano: a partir de los 7 años, cada tarde cuando salía del colegio se quedaba solo y aterrado en su casa durante horas hasta que sus padres llegaban del trabajo y, para calmarse, se ponía la ropa interior de su madre, lo cual le excitaba. En su pubertad se masturbaba mientras llevaba puestas las bragas de su madre y se defecaba; y de adulto, ocasionalmente, hacía lo mismo con la ropa interior de su mujer. El paciente mantenía en secreto sus fantasías y actos perversos porque le avergonzaban y preocupaban.

El Sr. C estuvo expuesto, temprana y traumáticamente, a la realidad de la muerte a causa de una serie de hechos biográficos. Antes de nacer él, su madre tuvo dos abortos espontáneos y un tercer embarazo que llego a término, pero el bebé murió a los pocos días de nacer: tras cada una de esas pérdidas su madre sufrió depresiones, la última de las cuales se prolongó hasta el nacimiento del paciente. El Sr. C fue bautizado con el mismo nombre de pila del hermano muerto, y debido a ello en su adolescencia recibió cartas conminándole a incorporarse al ejército que iban dirigidas a aquel. Durante su infancia, su madre vivió con un miedo constante de que su hijo muriera, fue muy sobreprotectora con él y a menudo le recordaba que ella solo había querido tener 2 hijos y si sus hermanos no hubieran muerto “él no estaría vivo”.

Posteriormente, la muerte reapareció traumáticamente en su vida. Cuando el paciente tenía 17 años, a su única hermana (8 años mayor que él) se le diagnosticó un cáncer de estómago que le causó la muerte en pocos meses: el paciente desarrolló crisis de ansiedad, depresión y miedos hipocondríacos a tener cáncer; concomitantemente, su madre tuvo una depresión psicótica. A su vez, su madre también había estado expuesta temprana y traumáticamente a la muerte ya que cuando tenía 3 años murió su padre, lo cual dejo a la abuela materna del paciente en una situación de penuria económica y depresión. Todos estos hechos determinaron el carácter y la imagen de sí mismo del paciente: desde muy niño, se sintió aterrado por la amenaza persecutoria de la muerte y como defensa, desarrolló una convicción de ser un “superviviente de la muerte” (que le hacía sentirse omnipotente e inmortal) y una actitud arrogante, controladora y falsa en sus relaciones con los demás, por medio de la cual evitaba cualquier sentimiento de dependencia, debilidad, e inferioridad, y mantenía una imagen idealizada de sí mismo. La descripción inicial que hizo el paciente de su familia de origen fue muy negativa y cargada de resentimiento: durante su infancia se había sentido desatendido emocionalmente porque sus padres “no prestaban atención a los sentimientos y para ellos solo contaba trabajar”. El Sr. C era verbalmente articulado, se consideraba un “pico de oro”, pero era incapaz de poner en palabras sus sentimientos.

El análisis del Sr. C fue difícil y largo (13 años, 4 sesiones semanales en diván). Durante la fase inicial del tratamiento el paciente me utilizó como un receptáculo en el que evacuar los sentimientos y aspectos de sí mismo que le resultaban intolerables (separación, dependencia, inferioridad y envidia). En las sesiones de los lunes y viernes, el paciente experimentaba intensa angustia de separación, que se le hacía intolerable conforme se acercaba el final de la sesión: en su fantasía, el único refugio ante su angustia era quedarse acurrucado en mi regazo hasta la siguiente sesión. En cambio, los martes y jueves sentía que no me necesitaba, me devaluaba y adoptaba una actitud distante y arrogante. Durante el fin de semana su ansiedad de separación aumentaba y el paciente evacuaba su angustia en su esposa, lo cual le permitía olvidarse de mí y el análisis. Antes de las primeras vacaciones de verano, su angustia de separación y sus defensas narcisistas contra ella se intensificaron: para el paciente la separación era un peligro catastrófico (enloquecería, se suicidaría) que le generaba terror y miedos hipocondríacos (creía tener cáncer de boca, ano, intestino, hígado); cuando yo le interpretaba que por medio de su actitud distante y arrogante evitaba su miedo a quedarse sin mi durante el verano, el paciente se angustiaba todavía más, se sentía humillado y rechazaba agresivamente mi interpretación.

Tras este periodo inicial, el paciente desarrolló una transferencia perversa que predominó durante gran parte del tratamiento y se manifestó fundamentalmente en su forma de comunicarse: utilizaba un lenguaje intelectualizado (con el que intentaba convertir el análisis en un dialogo entre colegas) o se expresaba de manera ambigua y equívoca (lo cual me generaba confusión y curiosidad); justificaba sus fantasías y su conducta perversas por medio de “ideologías” cínicas que me inducían a enzarzarme en debates; aparentaba interés por mis interpretaciones, pero subrepticiamente las rechazaba y las transformaba en ideas inocuas, que le servían para negar las realidades que le resultaban intolerables y confirmar su realidad ilusoria (su superioridad y omnipotencia).

Esta transferencia perversa actualizaba el carácter perverso del paciente, una compleja y rígida organización defensiva caracterológica compuesta de dos ingredientes complementarios. Por un lado, el paciente utilizaba unas defensas típicamente perversas de renegación o desmentida de la percepción y el significado de ciertas realidades fundamentales intolerables y una escisión de su yo en dos partes, una de las cuales renegaba la realidad intolerable y otra que reconocía su significado e impacto emocional. Es decir, el paciente reconocía y a la vez no reconocía la existencia de esa realidad. Y por otro lado, mantenía unas relaciones de objeto narcisistas (escisión de los aspectos idealizados y devaluados de sí mismo y de los demás, junto a identificación proyectiva e introyectiva omnipotentes) a través de las cuales evacuaba en los demás los aspectos de sí mismo que le resultaban inaceptables y se apropiaba omnipotentemente de sus aspectos buenos, lo cual le proporcionaba un sentimiento excitante de control sobre el otro, le permitía evitar sentimientos de separación, dependencia y envidia, e invertía su visión de sí mismo como niño aterrado, débil, e impotente.

En el análisis, por medio de sus relaciones de objeto narcisistas y su conducta e ideología perversas, el Sr. C renegaba la realidad que le resultaba intolerable, mantenía su realidad ilusoria, me devaluaba, atacaba mis interpretaciones (para evitar que yo le confrontara con las realidades intolerables y los aspectos inaceptables de sí mismo) e intentaba controlarme o seducirme para que yo renunciara a mi función analítica y fuera cómplice de su renegación y sus ideologías perversas que confirmaban su realidad ilusoria.

Este funcionamiento caracterológico era un serio obstáculo para el progreso analítico: por ello, primero centré mi foco de atención en los aspectos observables de su forma de relacionarse conmigo (enacted surface) (Smith, 2006) y una vez el paciente fue consciente de ellos, pudimos analizar desde una perspectiva común sus funciones defensivas y motivos inconscientes. Progresivamente, el Sr. C fue reconociendo los rasgos de su carácter perverso: de niño, ocultaba sus miedos tras una fachada provocativa y agresiva con la que conseguía enzarzar a sus padres en peleas y los confundía (por ej. se comportaba como un “toro furioso” cuando en realidad estaba asustado); o disfrutaba engañando a los demás por medio de la actitud falsa y cínica con la que ocultaba sus verdaderas intenciones (por ej., simulaba ayudar a su padre en los quehaceres de la tienda de la familia, pero en realidad holgazaneaba y le robaba dinero de la caja registradora); en su pubertad, por dinero masturbaba y se dejaba penetrar analmente por un primo suyo mayor que él, a quien secretamente despreciaba; o expelía furtivamente fragmentos de sus heces en la casa de un compañero de clase a quien envidiaba. Del mismo modo, su pseudo-colaboración en el análisis ocultaba su ataque fecal a mi función analítica, su control y desprecio del análisis y de mí, por dejarme seducir y no descubrir su engaño; y a la vez, le servía para renegar sus miedos e invertir su visión de sí mismo como niño aterrado y desamparado.

Inicialmente, mis interpretaciones se centraron en las funciones defensivas inconscientes de su forma de relacionarse con los demás y de sus fantasías, sexualidad y conducta perversas: su objetivo era renegar unas realidades fundamentales que le resultaban intolerables (la separación, dependencia y autonomía del objeto, en su infancia la madre; la sexualidad de los padres e inferioridad infantil con respecto al padre; la fertilidad de la madre, que para él estaba asociada a la muerte; las diferencias anatómicas de los sexos; las diferencias generacionales; la inevitabilidad del paso del tiempo, el envejecimiento, la pérdida de los seres queridos y la propia muerte). Todas estas funciones defensivas se manifestaban en su relación conmigo: el paciente renegaba la asimetría de la relación analítica y sus sentimientos de dependencia, inferioridad, separación, y envidia del analista, que le resultaban intolerables; y con su sexualidad y conducta perversas sustituía esas realidades por una realidad ilusoria de omnipotencia e igualdad “anal”, en el que un falo fecal le permitía mantener la ilusión del falo materno, borraba la distinción vagina-ano y el peligro de muerte asociado a la sexualidad y al nacimiento.

Pronto se hizo evidente que a causa del ataque solapado del paciente, mis interpretaciones sólo le generaban un insight intelectual, que no se traducía en un aumento de su capacidad de tolerar esas realidades, ni cambiaba su forma de relacionarse conmigo. A menudo el paciente “olvidaba” totalmente el insight adquirido a lo largo de meses de trabajo, como si hubiera borrado o amputado de su memoria fragmentos completos de su experiencia: claramente, sus “olvidos” no eran provocados por la represión (ya que las representaciones mentales y afectos que el paciente había anteriormente expresado parecían haberse destruido y borrado) sino que eran el resultado de unas defensas primitivas centradas en dos tipos de escisión: la escisión de los aspectos inaceptables de sí mismo y de los demás (complementada con la identificación proyectiva y otras defensas primitivas) que impedía integrarlos en su identidad; y la escisión “vertical” de su yo en dos partes que coexistían sin confrontarse: una parte sana que reconocía ciertas realidades y otra parte “perversa” que las renegaba porque le resultaban intolerables, lo cual le permitía reconocerlas y a la vez negarlas, saber y no saber. Debido a ello, los recuerdos, sentimientos, fantasías, angustias y conflictos asociados a esas realidades no podían ser elaborados e integrados en su memoria autobiográfica. Durante un largo periodo del análisis, el paciente rechazó agresivamente mis interpretaciones de la función defensiva de sus “amnesias” y las descalificaba como “mierda psicoanalítica”, lo cual nos impedía analizarlas desde una perspectiva común.

La actitud y conducta del paciente me generaba sentimientos de irritación, impotencia, crítica, y preocupación por su salud mental. Generalmente yo detectaba y podía elaborar esos sentimientos, pero a veces me inducían reacciones contratransferenciales crónicas, insidiosas y mudas, que me hacían participar en enactements colusivos con el paciente, en los que yo (como sus padres en el pasado) abandonaba mi función analítica y adoptaba un rol complementario al suyo, que me impedía entender y analizar sus miedos infantiles. Durante esos periodos, mis interpretaciones adquirían un tono crítico, impaciente, dogmático, y se convertían en una contra-ideología con la que yo, inconscientemente, intentaba forzar al paciente a renunciar a su actitud, lo cual convertía el diálogo analítico en un debate ideológico o una lucha de poder. Sólo tras elaborar mis sentimientos entre sesiones y en supervisión, me hacía consciente de ello.

El análisis –prolongado y detallado- de las funciones defensivas de la conducta con la que el paciente me provocaba a participar en estos enactments produjo cambios paralelos en diversos aspectos de su funcionamiento: su capacidad de auto-observación y colaboración aumentaron y se hicieron más auténticos; sus defensas narcisistas y perversas disminuyeron y fue tolerando mayor contacto con sentimientos y conflictos depresivos que antes evitaba; como consecuencia, se hizo consciente de estar atrapado en un funcionamiento que le servía de refugio (representado en sus sueños por un cangrejo enredado en una red) y se preocupó sinceramente por las consecuencias nefastas de su carácter para él y su familia.

Comentario

El análisis del Sr. C muestra que las defensas primitivas, típicas de los pacientes con patología severa de la personalidad, no actúan de forma aislada y temporal –como ocurre con la represión y otras defensas maduras- sino que son parte de complejas y rígidas organizaciones defensivas caracterológicas. La organización defensiva del Sr. C es típica de diversos tipos de pacientes graves (personalidades narcisistas y borderline, caracteres perversos y perversiones, etc.) y ha sido descrita por algunos autores kleinianos bajo el concepto de organizaciones patológicas (Rosenfeld, 1964; Segal, 1972; O´Shaughnessy, 1981; Steiner, 1982, 1987, 1993). Las organizaciones patológicas de los pacientes graves se basan en dos ingredientes complementarios: por un lado, un rígido sistema de defensas primitivas que son muy tenaces y resistentes al cambio, a diferencia de las defensas maduras que son aisladas, flexibles y transitorias; y por otro lado, unas relaciones de objeto narcisistas (regidas por la destructividad y la identificación proyectiva e introyectiva omnipotente) que generan una fantasía adictiva de control del objeto y excitación de naturaleza perversa. Este funcionamiento patológico produce una “relación perversa con la realidad” (Riesenberg-Malcom 1970,1981b; Joseph 1971, 1975, 1982, 1983, 1989; Steiner 1982, 1985, 1987, 1993) que restringe el contacto con la realidad intolerable y con el analista (que le confronta con esa realidad). Las organizaciones patológicas sirven de refugio de las ansiedades y conflictos de las posiciones esquizoparanoide y depresiva y pueden entenderse como una posición intermedia entre estas dos posiciones (posición borderline) (Steiner, 1993).

Como hemos visto, todas estas características eran parte de la organización defensiva del Sr. C: el paciente renegaba la percepción y el impacto subjetivo de ciertas realidades intolerables y mantenía rígidamente esa renegación por medio de una escisión “vertical” de su yo en dos partes (una que reconocía la realidad y otra que la renegaba); y complementariamente, por medio de sus defensas y relaciones de objeto narcisistas (basadas en la escisión del self y del objeto y la identificación proyectiva e introyectiva omnipotentes, idealización y devaluación primitivas, negación de la realidad psíquica, etc.) repudiaba e invertía sentimientos y aspectos de si mismo que le resultaban inaceptables (separación, dependencia, envidia, inferioridad, etc.) y controlaba al otro para convertirlo en cómplice de su funcionamiento, todo lo cual le proporcionaba una fantasía excitante de superioridad y control omnipotente.

La organización defensiva patològica del Sr. C tenía su origen en una experiencia traumática infantil –el descubrimiento temprano de la muerte de sus hermanos- que le generó una angustia catastrófica que no fue contenida por sus padres y contaminó todos los conflictos y peligros asociados a las realidades fundamentales del desarrollo (pre-edípico y edípico) lo cual le impidió reconocerlas y tolerarlas. Como defensa, el paciente buscaba una contención artificial a través de una “fetichización” de su relación conmigo (Renik, 1992; Reed, 1997): el Sr. C no estaba interesado en aprender sino que atacaba las interpretaciones que le acercaban a esas realidades intolerables y confrontaban su realidad ilusoria y me trataba como si yo fuera un fetiche, un objeto inanimado que le calmaba; el paciente –como todo paciente perverso, tanto sexual como de carácter- intentaba subrepticiamente establecer una complicidad conmigo, seducirme y controlarme para que renunciara a mi función analítica y me relacionara con él como un partenaire colusivo de su ideología y funcionamiento perversos –bien fuera como víctima, testigo, prosélito o adversario- y le ayudara a mantener su realidad ilusoria. Sutilmente, por medio de mecanismos de identificación proyectiva y acting in (Joseph 1975, 1978, 1989) provocaba en mí sentimientos contratransferenciales complementarios a los suyos (impotencia, agresividad, curiosidad o excitación sexual, colusión con sus ansiedades y puntos ciegos) que me inducían a participar en enactements colusivos. Cuando yo era capaz de identificar mi participación colusiva y elaborar esa experiencia, los enactements me proporcionaban una información fundamental sobre los puntos ciegos del paciente y las fantasías, las angustias y los conflictos que le resultaban intolerables. Pero otras veces, el paciente y yo desarrollábamos una resistencia compartida, rígida, muda, a acercarnos a las ansiedades y sus puntos ciegos , un “bastión” (Baranger y Baranger 1966, 1969, 1983, 2008), lo cual me impedía observar desde afuera mi interacción colusiva con el paciente, y bloqueaba el espacio intersubjetivo analítico en el que podía darse significado a la realidad intolerable. El análisis de este paciente sólo pudo avanzar conforme fui identificando y resolviendo los bastiones colusivos que el paciente y yo desarrollamos en la relación analítica.

Entre los múltiples efectos que tenía la organización defensiva patológica del paciente me concentraré ahora sólo en los que son el objeto de estudio de este trabajo: el impacto en la memoria autobiográfica del paciente de los dos tipos de escisión (escisión vertical del yo y escisión del self y del objeto) que formaban parte de esta organización defensiva; y los cambios que se produjeron durante el análisis en su memoria autobiográfica e identidad como consecuencia de la sustitución de estas defensas primitivas por otras defensas más maduras.

Estas dos formas de escisión han sido descritas a lo largo de la historia del psicoanálisis desde perspectivas teóricas distintas (Hinshellwood, 2008): la escisión vertical del yo (cuyo objetivo es mantener la renegación o desmentida de la realidad externa traumática) fue descrita originalmente por Freud (1927e, 1937c, 1940a, 1940e) en el fetichismo y otras perversiones; la escisión de los aspectos contradictorios (buenos y malos, idealizados y devaluados) del self y del objeto, fue descrita por Fairbain (1941, 1944) y Klein (1946). Soy consciente de que separar el efecto de estas dos defensas es artificial, ya que en la realidad clínica siempre aparecen complejamente interrelacionadas; pero aun así, intentaré diferenciar su impacto en la memoria autobiográfica.

Por un lado, a causa de la escisión de los aspectos idealizados y devaluados del self y del objeto, y del uso masivo de identificación proyectiva, el concepto de sí mismo y de los demás de este paciente permanecían rígidamente escindidos y desintegrados; y por otro lado, la escisión vertical de su yo le permitía reconocer y a la vez mantener renegadas ciertas realidades fundamentales intolerables, debido a lo cual los recuerdos, fantasías, ideas y afectos asociados a esas realidades no podían ser elaborados por el paciente e integrados en su historia personal y su identidad, generando puntos ciegos, amnesias parciales y discontinuidades en su memoria autobiográfica.

Conforme el trabajo analítico le fue ayudando a desarrollar una capacidad de tolerar los conflictos y las angustias que le generaban las realidades que antes le resultaban intolerables, el paciente pudo ir elaborándolas y sus defensas perversas de renegación y escisión vertical del yo fueron disminuyendo y sustituyéndose por defensas más maduras, de tipo represivo. Como resultado de ello, el paciente fue integrando en su memoria autobiográfica recuerdos que hasta entonces no habían podido ser tolerados conscientemente, lo cual hizo que fueran desapareciendo las amnesias, los puntos ciegos y las discontinuidades de su memoria autobiográfica.

Paralelamente, sus defensas y relaciones de objeto narcisistas fueron disminuyendo y fue reconociendo aspectos de sí mismo que antes le resultaban inaceptables y tenía que dispersar en diversos objetos por medio de la identificación proyectiva. Este avance se tradujo en una mayor coherencia y estabilidad del concepto de sí mismo y de las personas más significativas de su vida, que antes estaban desintegrados y oscilaban radicalmente en términos de “o blanco o negro”, “o totalmente bueno o totalmente malo”, dependiendo del sentimiento que predominaba en la relación con ellas; a su vez, esta mayor integración de su identidad contribuyó a promover una mayor continuidad y coherencia de su memoria autobiográfica.

Es decir, de forma paralela e interrelacionada, la identidad y la memoria autobiográfica del paciente se fueron haciendo más complejas y realistas, ya que ahora incluían recuerdos, afectos y representaciones mentales de sí mismo y de los demás que antes no podía tolerar y tenía que repudiar, escindir y proyectar en los demás por medio de identificación proyectiva.

Esta ilustración clínica muestra claramente que la influencia que tienen en la memoria autobiográfica y la identidad estas dos formas de escisión es completamente diferente al impacto parcial, temporal y reversible de la represión.

C- Influencia de las organizaciones defensivas autistoides en la memoria autobiográfica: sensaciones de vacío, fragmentación, agujeros negros y partes muertas del self.

Mostraré ahora la influencia que tienen en la memoria autobiográfica los encapsulamientos autistoides de núcleos de la personalidad, una forma de división de la personalidad más arcaica que la escisión vertical del yo y la escisión del self y del objeto. Las organizaciones defensivas autistoides tienen como objetivo encapsular y evitar el contacto con núcleos arcaicos no-integrados de la personalidad, generados por experiencias traumáticas tempranas que no han sido contenidas por los objetos primarios, no pueden ser mentalizadas y provocan ansiedades catastróficas. Utilizaré como ilustración una sesión de la psicoterapia psicoanalítica de una paciente con una organización borderline de la personalidad y una encapsulación defensiva autistoide de su self infantil.

La Sra. S tenía 36 años cuando acudió a mi consulta a causa de síntomas crónicos de depresión, ansiedad, aislamiento social, dificultades en sus relaciones amorosas e inseguridad acerca de su valía profesional y personal.

En las entrevistas iniciales la paciente describió una serie de sucesos de su biografía que habían determinado su visión de sí misma desde la infancia temprana.

La paciente fue “diezmesina” –es decir, nació a los 10 meses de embarazo- y debido a su gran tamaño, su parto fue muy difícil y doloroso para su madre. La paciente interpretaba este hecho como una evidencia de que era “mala” por haber dañado a su madre y que no quería salir del cuerpo de la madre, vivir y enfrentarse a una realidad que experimentaba como intolerable.

La Sra. S estaba convencida de que “nació en un mal momento” y no fue una hija esperada. Esta convicción se basaba en el hecho de que su madre decidió irse sola a dar a luz en la ciudad donde había vivido la familia hasta pocos años antes y donde estaba el ginecólogo que le había atendido en los partos anteriores. El padre de la paciente no estuvo con la madre durante el parto ni la visitó durante las semanas siguientes y vio a su hija por primera vez cuando la madre regresó a casa al cabo de varias semanas. Cuando la Sra. S tenía 2 años nació otra hermana y para evitar trabajo a su madre, sus padres la mandaron varios meses a un pueblo donde vivían sus tíos paternos. Cuando volvió a casa, su familia la notó cambiada, triste, huraña y poco comunicativa.

La paciente es la 7ª de una familia de 11 hijos; de niña percibió a su padre como un hombre severo, autoritario, ausente a causa de su trabajo, poco cercano emocionalmente a sus hijos y posesivo con su mujer; a su madre la percibió como una mujer asustada, muy dependiente y enamorada del padre, constantemente embarazada o atareada con el cuidado de los niños y del hogar, sin tiempo para escuchar los problemas de sus hijos. Desde su infancia temprana la paciente se sintió sola y emocionalmente aislada de sus padres, pero jamás les comunicó cómo se sentía por miedo a que no estuvieran interesados, no la entendieran o la criticaran.

Un suceso posterior aumentó todavía más su aislamiento e incomunicación. Cuando la paciente tenía 8 años, un hermano 6 años mayor comenzó a abusar sexualmente de ella (y posteriormente de otra hermana menor) sin que nadie de la familia lo detectara. La paciente aún tiene gran dificultad en describir en que consistió el abuso sexual porque le genera una mezcla de asco físico, vergüenza, culpa, excitación y angustia intolerables. Durante años, la paciente no informó a sus padres de los abusos del hermano, porque lo consideraba una traición y por miedo a la reacción de sus padres. Los abusos acabaron cuando la paciente –a los 12 años- decidió pedir ayuda a una hermana mayor, que amenazó a su hermano con contárselo a sus padres. La paciente sentía una profunda ambivalencia hacia este hermano: un intenso odio, mezclado con el sentimiento de que su hermano le había proporcionado una atención especial que jamás recibió de ningún otro miembro de la familia. La experiencia de abuso sexual aumentó sus sentimientos de maldad e impotencia y desarrolló la convicción de que sus genitales habían quedado dañados para siempre, aunque -según ella- el hermano no la había violado nunca.

Durante su adolescencia, la paciente evitó el contacto físico con chicos porque la sexualidad le producía asco, vergüenza y terror; pero tras la adolescencia, intentó enfrentarse contrafóbicamente a sus miedos forzándose a tener relaciones sexuales con hombres hacia los que no sentía ningún cariño. Esta promiscuidad contrafóbica fracasó, ya que la paciente continuó sintiendo terror durante el acto sexual y era incapaz de llegar al orgasmo. Para complicar más sus conflictos sobre la sexualidad, la suerte (quizás mezclada con una negación del riesgo, de origen traumatofílico inconsciente) le jugó una mala pasada: cuando hacía footing por una zona aislada de un parque, fue atacada por un hombre que, a punta de cuchillo, le obligó a hacerle una felación.

Los intentos de la Sra. C de mantener relaciones heterosexuales y homosexuales fracasaron repetidamente: generalmente, ella rompía la relación para escaparse de los conflictos que le generaba una relación íntima (tanto emocional como sexual). Antes de comenzar su psicoterapia, acababa de terminar dos relaciones: primero, una relación heterosexual de cinco años con su última pareja; y más tarde una relación homosexual con una mujer mayor. La paciente se culpaba a sí misma de esos “fracasos” y creía que sus parejas la abandonaban porque se cansaban de ella a causa de su sensibilidad, su inhibición sexual y su aislamiento emocional.

Desde niña, la paciente intentó compensar su sentimiento de inferioridad, debilidad, miedo a los demás, sensibilidad extrema y fragilidad (“la niña débil que llevo dentro, que no me deja vivir como una adulta normal”) desarrollando una actitud sádicamente severa y cruel hacia cualquier aspecto dependiente infantil de sí misma, una actitud que se manifestaba en su rígida autodisciplina y su tendencia a ignorar sus propias necesidades para cuidar a los demás y aceptar excesivas responsabilidades, que luego no puede cumplir (lo cual aun aumentaba más su sentimiento de incapacidad). La paciente se imponía a sí misma demandas e ideales inalcanzables para intentar controlar e invertir cualquier mínimo enfado o “error”, que ella interpretaba como un signo de maldad o debilidad. Repetía una y otra vez –de forma minuciosa, exhaustiva e interminable- una secuencia de actos y pensamientos que corrigieran lo que ella creía haber hecho mal para así “volver a empezar una acción o un pensamiento desde cero”, con el objetivo de ordenarse, controlarse y controlar la realidad; esta conducta defensiva incluía dos ingredientes básicos: por un lado, unas rígidas defensas obsesivas dirigidas a controlar la realidad externa e interna, mantenerlas “quietas y en orden”; y por otro lado, una escisión minuciosa de los aspectos buenos y malos de sí misma y de las personas más cercanas, para evitar destruir con su agresividad sus experiencias buenas y quedarse con una realidad interna que ella sentía como totalmente mala. Inevitablemente, su intento de control y reparación fallaba y tenía que comenzar de nuevo.

Igualmente, la paciente intentó compensar sus sentimientos de inferioridad con una tenacidad y autodisciplina severa en su campo profesional. Pero por más que había completado su tesis doctoral durante una estancia de 5 años en una universidad extranjera, había publicado multitud de trabajos de investigación que le proporcionaron un prestigio en su profesión, había recibido invitaciones de universidades y halagos de sus colegas en congresos, su imagen de sí misma era impermeable a todo ello y no cambiaba.

Al iniciar la terapia, la Sra. S se sentía socialmente aislada y se pasaba las tardes y los fines de semana intentando contener su soledad y angustia intolerables. Cuando se quedaba sola en casa experimentaba aterradoras sensaciones físicas de vacío, de fragmentarse o disolverse; como defensa, intentaba desconectarse de la realidad y auto-calmarse escuchando música a todo volumen con sus auriculares, haciendo footing durante horas hasta acabar extenuada o masturbándose compulsivamente. En las sesiones iniciales, la paciente me dijo que necesitaba que le ayudara a salir del mundo cerrado y aislado en el que vivía, pero a la vez tenía la convicción y el temor de que si la terapia le ayudaba a hacer contacto con sus sentimientos infantiles iba a descubrir que “dentro de ella no había nada bueno en lo que apoyarse, sólo había una niña muerta, dañada irreparablemente, que no quería vivir y se suicidaría”.

La psicoterapia psicoanalítica con la Sra. C ha sido extremadamente difícil y larga. Mi recomendación inicial fue un psicoanálisis estándar, pero ella lo rehusó por miedo a que si se tumbaba en el diván no podría tolerar sentirse sola y se desconectaría.

Desde el inicio del tratamiento (cara a cara, 3 sesiones por semana durante los primeros 10 años y posteriormente 2 veces por semana) la paciente experimentó un “terror” intolerable a compartir conmigo su mundo interno, algo que jamás había hecho con nadie y vivía como una invasión; como defensa se ha mantenido durante todo el tratamiento con los ojos cerrados, cubriéndose la cara con sus manos. Durante años hemos explorado las múltiples funciones de su conducta, pero ésta no ha cambiado. Cuando intenta mirarme a la cara, la Sra. S no puede tolerar el contacto directo conmigo, porque mirarme y ser mirada a los ojos le provoca angustias de diversos orígenes: siente vergüenza de que yo vea su cuerpo “deformado” o capte las sensaciones físicas que le generan sus sentimientos; me percibe como si yo fuera enorme y estuviera a pocos centímetros de ella, se siente invadida y necesita protegerse de mí, etc.

Cada vez que nos acercamos a conflictos o experiencias particularmente difíciles o dolorosas, la paciente desarrolla un terror de una intensidad extrema e incontenible, que no puede poner en palabras sino que lo experimenta sensorialmente (como vacío, ahogo, mareo, sensación de desvanecerse o caerse, dolor intestinal, etc.) e intenta calmarse a través de defensas típicamente autistas, formas y objetos autistas (Tustin, 1986, 1992): se dobla hacia adelante y adopta una posición fetal, cubriéndose la cabeza y el cuerpo con alguna prenda (abrigo, chal, manta) como si se escondiera dentro de un caparazón o una cueva o se cubriera con una “segunda piel” (Bick, 1968); mueve rítmicamente su tronco hacia adelante y atrás, como si se acunara, o mueve incesantemente sus piernas; roza su mano, suave y repetitivamente, con su piel o su ropa. A veces, su angustia es tan intensa que ha de interrumpir la sesión durante unos minutos y o bien se encierra en el cuarto de baño para intentar calmarse o bien se marcha impulsivamente.

Un problema central durante todo el tratamiento de esta paciente han sido sus recurrentes reacciones terapéuticas negativas que generaban impasses: cada sesión en que la paciente se acercaba y me permitía acercarme a sus sentimientos de dependencia, soledad, y angustia incontenible de su núcleo infantil sentía un alivio inmediato durante la sesión, pero en cuanto salía de mi consulta se aterraba y empeoraba; según ella, tras una buena sesión sentía que se quedaba sola con unos sentimientos que no podía pensar y tolerar y tenía que evacuarlos por medio de diversas acciones que han ido variando a lo largo del tratamiento: una alternancia de anorexia y bulimia, que utilizaba para adormecerse, anestesiarse, llenar su vacío interno, limpiarse de su maldad, purgar su culpa por perder el control, probar su fortaleza, etc.; una conducta autolesiva como, por ejemplo, cortarse superficialmente la piel de las muñecas hasta que sangraba y el dolor se le hacía intolerable, lo cual le distraía de su dolor mental y le hacía sentirse viva, fuerte, inmune al dolor; y finalmente, compras compulsivas de objetos innecesarios, etc. A lo largo de su tratamiento la Sra. C ha hecho múltiples amenazas de suicidio y tres intentos serios por sobredosis de medicamentos; pero incluso durante esos periodos, una parte sana de ella que quiere vivir me ha pedido ayuda para que no la abandone. A menudo, la paciente se desespera por sus empeoramientos y decide impulsivamente terminar la terapia, pero al cabo de algunos días lo reconsidera y me llama para asegurarse de que yo no la he abandonado y que puede venir a la siguiente sesión.

El origen y las funciones de estas reacciones terapéuticas negativas son muy diversos: inicialmente, expresaban su desconfianza y miedo paranoides de acercarse a mí, porque temía que yo abusara de ella como su hermano, o la criticara y no la entendiera como sus padres; luego, se debieron a los ataques de su superyó sádico y omnipotente, que por medio de seducción o amenazas abortaba cualquier brote de esperanza, dependencia y contacto conmigo de su self infantil sano, y le imponía su funcionamiento patológico (“haz lo que yo te digo porque si no sufrirás y te hundirás, porque sin mí no eres nada, sólo eres una mierda”); posteriormente, sus empeoramientos fueron causados por su culpa depresiva por mejorar, que para ella era equivalente a abandonar a sus objetos buenos y renunciar a reparar el daño que les causaba con su agresividad.

Finalmente, conforme hemos ido analizando – a lo largo de más de una década- las funciones de sus reacciones terapéuticas y la organización defensiva patológica con la que la parte adulta de la paciente se adapta a la realidad, se ha ido haciendo evidente que,  a un nivel más profundo, su resistencia al progreso está relacionada con su terror a hacer contacto con un núcleo arcaico de su personalidad generado por experiencias traumáticas de separación temprana, que le generan una angustia catastrófica que la paciente no es capaz de contener y representar mentalmente y ha encapsulado por medio de defensas autistas.

Durante estos últimos años, analista y paciente (que ha mostrado una motivación y resiliencia admirables ante experiencias que hubieran desesperado y hecho tirar la toalla a muchas otras personas) hemos trabajado arduamente para acercarnos y dar significado a este núcleo no mentalizado de su mundo interno. Progresivamente, la Sra. S ha desarrollado una mayor tolerancia y contención del terror que le genera el contacto con las experiencias contenidas en su núcleo arcaico y ha comenzado a describir con palabras unos sentimientos que antes no podía representar mentalmente, sino que los experimentaba físicamente, sensorialmente, como terrores sin nombre. Ahora, la paciente entiende que sus aterradoras experiencias sensoriales de vacío interno, de tener un “hueco dentro de ella”, de explotar, fragmentarse, disolverse, o caer en un “agujero negro” del que no saldrá jamás, de enloquecer y morir, responden a su sentimiento de no haber tenido nunca un objeto interno bueno que le ayude a contener y entender sus sentimientos y sin el cual prefiere morir. La Sra. S también se ha hecho consciente de la dificultad que representa para mí entenderla sin palabras y me pide paciencia con ella, que no me desanime y la abandone, que tolere su ritmo en los momentos difíciles en los que mis palabras no le ayudan ni ella puede ayudarme con palabras a que yo la entienda.

Sesión

La sesión que presento es relativamente reciente y corresponde al 15º año de tratamiento:

No me resulta fácil hablar de la última sesión. No me podía quitar de la cabeza el sueño sobre mi familia, las imágenes de mi madre muerta y, sobre todo, la sensación de que en el sueño yo estaba llena de agresividad porque no me tenían en cuenta, porque yo tenía que cuidar de mi madre y ella era como un bebé que protestaba. No vine a esa sesión con la idea de hablar de ello pero me surgió en mi mente, no sé muy bien ni cómo ni por qué. La agresividad que sentía hacia todos en el sueño me producía miedo y me hacía sentir mal. Me di más cuenta de ello cuando se lo contaba. Nunca había sido tan consciente de cuánto me asusta mi rabia y de la fuerza que tiene. Quizás usted lleve razón con lo que dijo en la sesión: debe usted vivir su rabia como muy potente y destructiva para que le asuste tanto. Sólo de oírmelo decir ahora me vuelvo a poner mal (se coge el vientre con las manos, como si tuviera dolor). Siento que si sigo ese camino lo destruiré todo, lo poco bueno que me queda dentro y me permite no sentirme totalmente sola y me mantiene conectada con la vida. Racionalmente hay veces que veo que tengo que acercarme a esos sentimientos, pero otras veces me aterran y los evito. Fíjese: es sólo un sueño y sin embargo me siento fatal por haber sentido tanta agresividad hacia mi hermana E; es un sueño, pero lo siento y lo vivo como si fuera cierto. Cuanto más cerca me siento de una persona, peor.

El intento de acercarme a estos sentimientos me sobrepasa, no sólo emocionalmente sino también mentalmente. En la sesión sentí un follón en la cabeza, imágenes sin tiempo ni espacio se agolpaban en mi mente sin orden; o simplemente eran sensaciones que me desbordaban. Como le dije en la sesión, dentro de mi mente no tengo imágenes buenas y malas de las personas que puedan integrase. Las llamo imágenes por llamarlas de alguna manera, porque a veces son sólo sensaciones y están completamente fragmentadas. En cada momento las sensaciones son tantas como las emociones que siento hacia esas personas.

En la sesión le conté lo que sentía hacia usted porque me resulta algo más sencillo y porque sé que usted lo puede entender, aunque al decírselo siento que estoy loca. Sólo recientemente veo que, durante el tratamiento he ido consiguiendo, poco a poco, verle como una persona y no como miles de fragmentos que corresponden a cómo yo le vivo en diferentes momentos, tanto en la realidad como en mis sueños.

¿Sabe una cosa?. En mi mundo interno hay muchos momentos en los que no distingo entre lo real y lo soñado, como tampoco distingo entre el presente y el pasado, porque todos mis recuerdos o pensamientos para mí son completamente reales, tan reales emocional y sensorialmente, que acaban afectándome como si lo que imagino y siento lo estuviera viviendo de verdad. Lo que siento, lo que recuerdo, se convierte en un fragmento de esa especie de “collage mental” que yo he construido y rebobinado una y otra vez como una película, con el objetivo de controlarlo y ordenarlo; pero no lo consigo ordenar.

La parte buena de usted la puedo pensar, pero la parte mala aún me cuesta mucho. Cuando estoy enfadada o siento agresividad hacia usted (hasta me cuesta trabajo decir la palabra odio) me quedo sin sus cosas buenas y sólo me quedan esos usted que vivo como malos. Racionalmente ya puedo entender algo que usted me ha dicho muchas veces y que antes no podía entender: ahora sé que esa visión mía es temporal, que tiene que ver con cómo me siento hacia usted en ese momento; pero en esos momentos de odio no lo puedo sentir ni creer, sino que estoy totalmente convencida – si, sí, convencida- de que no existe nada más, de que usted no está y entonces me siento terriblemente sola.

No quiero perder la parte buena de usted, que ya tiene cierta estabilidad en mi mente, la confianza en usted que tanto me ha costado conseguir; y me aterra más de lo que usted se imagina quedarme sin ella, que mi rabia la destruya. Me da tanto miedo…

Y mi visión de las personas próximas a mí – mi madre, mis hermanos y amigos- está aun más fragmentada que la que tengo de usted. Sé que todos me quieren de forma incondicional, pero aún así me pasa lo mismo: basta que sienta algo negativo para sentir que los demás se convierten en lo que yo siento que son, y los pierdo dentro de mí. Usted alguna vez me lo ha dicho: Pone en los demás lo que usted ve, siente y teme. Quizás lleve razón y en esos momentos todo está dentro de mí, aunque yo aun no estoy convencida de ello.

No sé por qué he llegado hasta este tema, pero ahora que estoy hablando de todo esto me he puesto a pensar en mi nacimiento. Me resulta muy difícil explicarlo con palabras porque no las hay o no las tengo, no sé muy bien que hay en mi mente. Cuando mi madre estaba embarazada de mí mi familia ya vivía en M. (la ciudad donde vivía y todavía vive actualmente su familia). Habían pasado casi cinco años desde el nacimiento de la hermana anterior a mí, y mi madre quiso irse a C. (la ciudad donde vivía antes la familia) a tenerme allí porque quería que le atendiera su ginecólogo. Se fue en tren con una mujer que le ayudaba en casa, solas las dos. Mi padre y mis hermanos se quedaron en M. Estoy convencida de que no nací en un buen momento, no sé por qué pero lo siento; no sé por qué, pero el que mi madre se fuera a parir en otra casa me hace sentir que no nací en un buen momento; no recuerdo nada concreto que pueda describir y que explique mi convicción, sino que es una sensación; pero aunque es una sensación, estoy convencida de que fue así, no sé por qué pero tengo la convicción de que no vino bien que yo naciera, que no fui bien recibida, no fui bienvenida.

En ese momento de la sesión la paciente súbitamente se calla y se inclina hacia adelante, sujetándose con sus dos manos la cabeza, como si tuviera un mareo, un vahído o fuera a vomitar.

Luego de preguntarle qué le ocurre y si se siente mal, yo le comento lo siguiente: «Al igual que ha ocurrido en varias sesiones anteriores a lo largo de su tratamiento, ha intentado recordar, pensar, hablar de sus sentimientos de no haberse sentido deseada, esperada, querida por su familia, y no ha podido hacerlo porque no ha tolerado los sentimientos que le provoca».

La paciente continúa en silencio durante varios minutos hasta que puede continuar hablando:

Tenía los ojos cerrados como otras veces, como si me adentrará en algún sitio, intentaba decir algo que no sabía qué era, y me paré, sentí que se me iba la cabeza, un mareo, un vértigo, no sé, sensaciones de angustia, miedo a caerme… Creo que cuando nací estaba sola de una manera terrible, sola como si no hubiera nadie… Sentí como si me cayera sin fin, sensaciones de miedo y terror.

Yo simplemente le comento ese miedo a caer porque no se siente sujetada y contenida por nadie y le digo: «Como si necesitara que alguien le sujetara para no caerse».

La paciente me escucha, parece despertarse, recobrar vida y me responde más animadamente:

Esa es la palabra, “sujetar”. Es una buena palabra, la palabra que mejor lo describe, como si cayera y cayera y no hubiera nadie que me sujetara. Lo he pasado muy mal recordándolo y hablando de ello. La convicción y las sensaciones que me provoca son demasiado fuertes y no tengo nada en mi mente en lo que me pueda apoyar, nada tangible que no sean sensaciones. Pero lo que más me sorprende es que usted recuerda que yo ya he hablado sobre este tema en sesiones anteriores y yo no lo recuerdo. Yo tenía la sensación de que estos sentimientos no se los había contado a nadie, ni siquiera a usted.

Comentario

De las múltiples facetas del material que acabo de presentar me concentraré solamente en el efecto de la organización autistoide de esta paciente en su memoria autobiográfica.

En las últimas tres décadas algunos autores (S. Klein, 1980; Tustin, 1986; Gomberoff et als. 1990; Mitrani, 1992; Cohen y Jay 1996; Oliva de Cesarei 2005; Nissen, 2008) han descrito pacientes (neuróticos graves y personalidades borderline) que utilizan defensas autistas para evitar el contacto con un núcleo arcaico de su personalidad generado por experiencias traumáticas tempranas que el paciente no puede mentalizar y le generan ansiedades catastróficas intolerables; por medio de estas defensas, estos pacientes crean una capa protectora que encapsula su núcleo arcaico y lo aísla del resto de la personalidad, debido a lo cual en el tratamiento se convierte en una resistencia impenetrable que impide el contacto del paciente y del analista con la experiencia traumática, que queda excluida del trabajo terapéutico y no puede ser elaborada, significada, historizada, y permanece no-integrada en el mundo interno del paciente. La mayoría de estos autores opina que estas organizaciones defensivas autistoides tienen su origen en experiencias traumáticas de pérdida temprana del objeto primario necesario para la supervivencia y la contención de las angustias del bebé, una pérdida que genera angustias catastróficas que el niño no puede contener; estas experiencias traumáticas permanecen sin mentalizar en la mente del niño debido a lo cual éste las experimenta como sensaciones corporales concretas o como terrores sin nombre (Bion, 1962a,b), ansiedades impensables (Winnicott, 1962) o experiencias de agujero negro (Grotstein, 1990) que no pueden ser transformadas por medio de la función alfa (Bion, 1962a,b) en percepciones y símbolos (representaciones mentales y afectos) con un significado subjetivo. Estas experiencias sensoriales arcaicas pueden entenderse como la manifestación de una forma de proto-pensamiento previo al desarrollo de la capacidad de representar mentalmente la relación con la realidad y con los objetos. Las experiencias sensoriales de estos pacientes son memorias implícitas que se acumulan en sus mentes como mosaicos o fragmentos no integrados de sensaciones a los que el paciente no puede dar un significado, convertir en memorias episódicas explícitas e integrar en su historia personal.

Todo esto es evidente en la Sra. S. Conforme fuimos analizando la rígida organización defensiva patológica (defensas obsesivas, escisión del self y del objeto, identificación proyectiva, renegación de la realidad externa e interna, etc.) con la que se protegía de las ansiedades depresivas y esquizoparanoides e intentaba adaptarse a la realidad, la paciente fue desarrollando progresivamente una mayor capacidad de tolerar conflictos y angustias que antes le resultaban intolerables y comenzó a aceptar aspectos de sí misma y de los demás que antes renegaba y escindía. Este cambio le permitió hacerse más consciente de la desintegración de su identidad, como puede observarse en la sesión que he presentado.

Fue entonces –al desaparecer el camuflaje de esta organización defensiva patológica- cuando se hizo evidente que la paciente utilizaba una organización defensiva autistoide para evitar el contacto con un núcleo arcaico de su personalidad generado por experiencias traumáticas tempranas, no contenidas por sus padres y que ella era incapaz de tolerar y pensar. Mi hipótesis es que la experiencia traumática originaria fue la pérdida del vínculo con su madre en un periodo muy tempano del desarrollo (un periodo preverbal y pre-representacional, previo a la posición esquizoparanoide) en el que la paciente aún no podía representar mentalmente su relación con la madre y diferenciarse de ella, sino que la experimentaba a través de sensaciones corporales, como si hubiera una continuidad sensorial entre su cuerpo y el de la madre. Desde esta perspectiva subjetiva arcaica, la paciente experimentó la pérdida de la madre como una mutilación corporal que la dejó “sin piel”, sin un objeto capaz de contener y mentalizar sus angustias, y a causa de ello se sintió sola ante un terror sin nombre que sentía de forma física, sensorial. Para evitar el contacto con esas experiencias aterradoras, erigió una organización defensiva autistoide con la que encapsuló y aisló ese núcleo infantil arcaico, creó “un refugio oscuro, sin ventanas ni puertas, un espacio irreal similar al sueño, un mundo totalmente separado de la realidad del que la paciente quiere, y a la vez, teme salir. Este encapsulamiento autista convertía su núcleo arcaico en un espacio impenetrable, estanco, aislado del resto de su mente, y excluido del trabajo de elaboración mental. Por ello, la paciente no puede “recordar” las experiencias traumáticas aisladas en su cápsula autista, sino que las revive como sensaciones corporales aterradoras que no puede representar e integrar en su memoria autobiográfica como memorias explícitas personales. Por ejemplo, no recuerda haberme narrado sus fantasías sobre su nacimiento, algo que había hecho varias veces durante el tratamiento; o cuando se ha cruzado conmigo en la calle no me ha reconocido, porque en su cripta autista “tiene una imagen de mi completamente distinta a quién soy yo realmente”.

El impacto de este encapsulamiento en su memoria autobiogràfica se manifiesta en una sensación de vacío o fragmentación, de tener dentro de ella un agujero negro en el que caerá, de contener una niña muerta. Durante los últimos años, mi trabajo se ha centrado en ayudarle a contener las sensaciones aterradoras que le genera acercarse a ese núcleo arcaico y darles significado, convertirlas en representaciones y afectos que pueda incluir en su historia personal.

3. Conclusión

La memoria autobiográfica es la conciencia auto-reflexiva de la historia personal (el conjunto de las memorias episódicas acumuladas a lo largo de la vida de una persona). La memoria de la historia personal –o de la historia de un grupo- no es una versión objetiva de la realidad sino una interpretación de la realidad desde una perspectiva subjetiva específica (Schafer, 1983,1992; Spence, 1982); por lo tanto, para desarrollar una memoria autobiográfica la persona ha de completar unos logros evolutivos que le permitan la auto-observación: primero, ha de ser capaz de revivir y concebir sus memorias episódicas como experiencias subjetivas propias (afectos y representaciones de uno mismo y los demás) y no como sensaciones o hechos objetivos; además, ha de tolerar el contacto consciente con esas representaciones y afectos sin reprimirlos, escindirlos y proyectarlos en los demás; y finalmente, ha de integrar esa memoria episódica en la continuidad temporal de su historia personal y su identidad.

El funcionamiento de los pacientes con una organización neurótica de la personalidad –que han alcanzado la posición depresiva- se caracteriza por relaciones de objeto total, defensas maduras, y una capacidad de autoobservación que les permiten concebirse a sí mismos como sujetos creadores de su interpretación de la realidad, integrar sus representaciones y afectos contradictorios y mantener una continuidad en su historia personal. La defensa predominante de estos pacientes es la represión, por medio de la cual apartan de la conciencia -de manera selectiva, flexible, temporal y reversible- ciertas representaciones mentales y afectos que les generan conflicto. Pero en cuanto elaboran ese conflicto y la represión se hace innecesaria, las representaciones y los afectos reprimidos pueden hacerse conscientes e integrarse flexiblemente en su memoria autobiográfica y su identidad, que se expanden a la vez que mantienen su coherencia y continuidad.

En cambio, el funcionamiento de los pacientes con trastornos graves de la personalidad es intermedio entre las posiciones esquizoparanoide y depresiva: la organización borderline de la personalidad (Kernberg, 1975) o la posición borderline (Steiner, 1993). Las organizaciones patológicas típicas de estos pacientes se caracterizan por unas relaciones de objeto parcial y unas rígidas defensas primitivas que generan una experiencia de la relación con la realidad y con los demás que les impide concebirse a sí mismos como sujetos que crean el significado de su experiencia. Estos pacientes no viven sus pensamientos y sentimientos como experiencias subjetivas, sino como hechos concretos y objetivos que les ocurren y sufren pasivamente. A causa de sus defensas (renegación, escisión del self y del objeto, identificación proyectiva en los demás de los estados mentales contradictorios que les generan conflicto, idealización y devaluación primitivas, etc.) su experiencia de ellos mismos y de los demás cambia radicalmente de un momento a otro y sólo son conscientes de los sentimientos e imágenes de sí mismo y del otro que tienen en el momento presente, debido a lo cual no pueden integrarlas; por ello, su historia personal carece de continuidad y su identidad es contradictoria y confusa.

Finalmente, algunos pacientes graves utilizan defensas autistas para encapsular núcleos arcaicos de su personalidad, generados por experiencias traumáticas de pérdida temprana del objeto primario. Estos núcleos arcaicos de la personalidad tienen un nivel de funcionamiento más primitivo que la posición esquizoparanoide, la posición autista-contigua (Ogden, 1989). La experiencia subjetiva de este funcionamiento arcaico es sensorial, preverbal, pre-representacional (Tustin, 1986, 1992) ya que la relación con los objetos externos todavía no puede representarse mentalmente, sino que se percibe a través de experiencias corporales, sensoriales. Desde esa perspectiva, el objeto primario no está todavía claramente diferenciado del self y se percibe como una continuación sensorial del cuerpo del paciente: autosensous state (Tustin, 1981); fused self-object representations de la fase autista normal de Mahler (1975) y Kernberg ( 1976). Debido a ello, la pérdida del objeto es percibida como un amputación física que genera angustias no mentalizadas, incontenibles, que reviven en la transferencia y experimentan sensorialmente (fragmentación, vacío, sensación de caída, de carecer de piel, de estar muerto, etc.). Para defenderse de estas angustias estos pacientes utilizan unas defensas autistas, formas y objetos autistas (Tustin, 1986, 1992), por medio de las cuales encapsulan y evitan el contacto con las experiencias contenidas en su núcleo arcaico. Este encapsulamiento autistoide aísla el núcleo arcaico, que permanece sin elaborar y no-integrado en el mundo interno del paciente (un estado diferente al de desintegración que produce la escisión). La incapacidad de estos pacientes de representar las experiencias traumáticas de su núcleo arcaico encapsulado se manifiesta en su memoria autobiográfica como sentimientos de vacío y de contener partes muertas de sí mismo.

Resumen

Este trabajo estudia la relación entre el nivel evolutivo de las defensas predominantes y habituales de una persona y las características de su memoria autobiográfica. El autor presenta 3 viñetas clínicas que ilustran esa relación y hace unas reflexiones teóricas sobre ese material clínico. Estas ilustraciones clínicas muestran que las defensas maduras tienen un impacto en la memoria autobiográfica cualitativamente distinto al de las defensas primitivas. La represión, típica de la patología neurótica, aparta de la conciencia representaciones mentales (pensamientos, memorias) y afectos que generan conflicto: en cuanto se levanta la represión, estos pacientes se hacen conscientes de ellos, los experimentan como experiencias subjetivas personales y los integran en su memoria autobiográfica y su identidad, que se expanden manteniendo su coherencia y continuidad. En cambio, las defensas primitivas (renegación, escisión del self y del objeto, identificación proyectiva, idealización y devaluación primitivas, etc.) predominantes en los pacientes con trastornos severos de la personalidad, generan una experiencia de uno mismo y de los demás que cambia radicalmente de un momento a otro: estos pacientes solo son conscientes de las experiencias que tienen en el momento presente, no las perciben como su interpretación subjetiva de la realidad sino como hechos objetivos, y no pueden integrarlas establemente en su memoria autobiográfica y su identidad, que por ello carecen de continuidad y coherencia. Finalmente, algunos pacientes graves utilizan defensas autistas para evitar el contacto con experiencias traumáticas tempranas de pérdida del objeto primario, que mantienen escindidas y encapsuladas en un núcleo arcaico de su personalidad con un funcionamiento muy primitivo -previo al de la posición esquizoparanoide- que genera una forma de experiencia preverbal y pre-representacional: el objeto todavía no está claramente diferenciado del self y no puede representarse mentalmente, sino que se percibe como una continuación sensorial del cuerpo del paciente; por ello, la pérdida del objeto es percibida como un amputación física que genera angustias no mentalizadas e incontenibles, que el paciente revive en la transferencia y experimenta sensorialmente (sensaciones de carecer de piel, estar muerto, vacío, de caída sin fin en un “agujero negro”, de fragmentación, etc.); la incapacidad de estos pacientes de representar las experiencias traumáticas tempranas contenidas en su núcleo arcaico se manifiesta en su memoria autobiográfica como sentimientos de vacío o de contener partes de sí mismo muertas o dañadas irreparablemente.

Palabras clave: memoria autobiográfica, defensas, represión, amnesia, escisión, desintegración.

Summary

This paper reviews the relationship between the developmental level of defenses and the autobiographical memory. The author presents 3 clinical vignettes which illustrate this relationship and provides some theoretical reflections. These clinical illustrations show that mature and primitive defenses have a radically different impact on autobiographical memory. Repression, the predominant defense of neurotic patients, expels from consciousness mental representations (thoughts, images, memories) and affects which generate conflict: when repression is lifted, these patients become conscious of these representations and affects, understand them as personal subjective experiences, and integrate them in their autobiographical memory and their identity, which as a result expand, maintaining their coherence and stability. The rigid primitive defenses which predominate in patients with severe personality disorders (disavowal or denial, vertical splitting of the personality, splitting of self and object, projective identification, primitive idealization and devaluation, etc.) generate an experience of self and others which changes radically from moment to moment: these patients are only conscious of their present experiences and do not perceive them as their subjective interpretations of reality but as objective facts; therefore they cannot integrate these experiences stably in their autobiographical memory and identity, which lack continuity and coherence. Some patients with severe personality disorders use autistic defenses to avoid contact with traumatic experiences of early loss of the primary object, which are split off and encapsulated in an archaic nucleus of the personality characterized by a very primitive mental organization –predating the schizo-paranoid position- in which experience is still of a preverbal and pre-representational nature: the object –which cannot be differentiated from the self and represented mentally- is perceived as if it were in sensorial continuity with the patient´s body; thus, the loss of the object is experienced a physical amputation which generates un-mentalized and uncontainable anxieties, which these patients relive in the transference and experience sensorially (sensations of fragmentation, void, being skinless, endlessly falling in a “black hole”, deadness, etc); these patients´ incapacity to represent the early traumatic experiences contained in the archaic nucleus manifests itself in their autobiographical memory as feelings of void, or having parts of themselves which are dead or irreparably damaged.

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El Dr. Jaime Nos es psiquiatra y psicoanalista. Miembro de la American Psychoanalytic Association (Nueva York) y de la Sociedad Española de Psicoanálisis (Barcelona). De 1981 a 1988 fue Assistant Clinical Professor of Psychiatry de la Facultad de Medicina de Columbia University, en Nueva York. En la última década ha dirigido seminarios en el Instituto de Psicoanálisis de Barcelona sobre diversos temas (Teoría de  Relaciones de Objeto de la escuela de la Psicología de Yo; Historia de la Técnica Psicoanalítica). Actualmente es director del seminario sobre Modelos actuales de Psicoterapia psicoanalítica para pacientes con Organización Borderline de la Personalidad.

Jaime Nos
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email: 12875jnl@comb.es

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