La práctica de la psicoterapia relacional.
El modelo interactivo en el campo del psicoanálisis
de Joan Coderch (Madrid, AGORA RELACIONAL, 2010)
En momentos como el actual, cuando desde tantos ámbitos se cuestiona qué puede aportar el psicoanálisis al campo de la psicoterapia en el siglo XXI, es una muy buena noticia la aparición de este libro, testimonio de la capacidad de supervivencia y transformación creativa del pensamiento psicoanalítico en nuestro “aquí y ahora”. La evolución del psicoanálisis ha seguido caminos muy diversos desde sus inicios basados en las fundamentales intuiciones freudianas, y el libro que reseñamos es testimonio de una de las trayectorias más prometedoras e interesantes, de la que nos da cuenta con gran viveza el autor.
Empecemos por contextualizar a éste: Joan Coderch nació en Hospitalet de Llobregat (Barcelona) en 1930. Es doctor en Medicina y fue profesor adjunto de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de Barcelona. Su interés por el psicoanálisis le llevó a formarse en la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP), componente de la IPA (International Psychoanalytical Association), de la que es miembro titular con función didáctica. Ha ejercido la docencia, además de en la Facultad de Medicina de la UB y en el Instituto de la SEP, en los masters de Psicopatología y Psicoterapia Psicoanalítica de la Fundación Vidal i Barraquer. Desde 2008 es profesor emérito de la Universidad Ramón Llull.
Para iniciar esta reseña refiriéndome a la evolución del pensamiento de Joan Coderch que culmina en este libro cuento con una gran ventaja: es uno de los autores de nuestro entorno que más ha publicado, con lo que tenemos amplia evidencia de su constante revisión de la teoría y la técnica psicoanalítica y psicoterapéutica. Dejando aparte sus numerosísimos artículos y trabajos, y limitándonos a los libros, podemos seguir su evolución paso a paso.
En 1975 publica el que ya es un clásico, Psiquiatría Dinámica (del que ahora acaba de aparecer una nueva edición revisada y ampliada). Coderch escribe este libro mientras es candidato y se está analizando, y lo publica recién admitido como miembro asociado de la SEP. Dada la adscripción teórica dominante en la SEP en aquella época, no es de extrañar que fuera un estudio de la teoría kleiniana, que vinculaba con los autores clásicos del psicoanálisis, y con la psicopatología vista desde la perspectiva psiquiátrica.
Doce años más tarde, como resultado de su experiencia clínica y de su interés por la función psicoterapéutica del psicoanálisis, publica su segundo libro, Teoría y técnica de la psicoterapia psicoanalítica (1987), otro manual muy didáctico destinado a la formación de psicoterapeutas psicoanalíticos. En esta obra se apoya en el famoso trabajo de J. Strachey (1934) sobre la interpretación mutativa para ofrecer a los lectores su propia concepción de la teoría de la técnica. Coderch subraya en este libro cómo lo que otorga mayor valor “mutativo” o terapéutico a la interpretación no es el hecho de que ésta sea más o menos acertada desde el punto de vista del contenido semántico, sino el hecho de que se dé en una experiencia relacional nueva para el paciente. Es decir, el paciente puede ir diferenciando al analista de los objetos arcaicos crueles y persecutorios que le proyecta gracias a la actitud tolerante y benévola que le ofrece éste. Así que en este libro el autor ya apunta dos ideas que más adelante expresará con más contundencia: la de que la relación terapeuta-paciente es el principal agente terapéutico y el papel de la realidad externa de la figura del analista.
La preocupación por el papel sobrevalorado y casi mágico que se daba a la interpretación en psicoanálisis motiva a Joan Coderch (según propia declaración) a escribir su tercer libro: La interpretación en psicoanálisis. Fundamentos y teoría de la técnica (1995). Se trata de un estudio sobre los fundamentos filosóficos, psicológicos y lingüísticos de la interpretación, sobre su lugar en la historia, su papel y los riesgos de determinados usos o abusos de la misma.
En la última década, parece que Coderch ha decidido presentar ya muy claramente la maduración de sus ideas sobre la teoría y la práctica psicoanalítica, en una línea abiertamente relacional. Como fruto de su larga experiencia clínica, su reflexión sobre la misma y su amplio estudio de la literatura psicoanalítica, tenemos sus tres últimos libros: La relación paciente-terapeuta (2001), Pluralidad y diálogo en psicoanálisis (2006), y el que hoy estamos reseñando: La práctica del psicoanálisis relacional. El modelo interactivo en el campo del psicoanálisis.
En el primero aborda las repercusiones de la cultura y la ciencia contemporáneas en el pensamiento psicoanalítico, haciendo hincapié en el hecho de que el psicoanálisis no es el estudio de la psicología individual del paciente sino de la psicología del campo intersubjetivo constituido por el encuentro de dos subjetividades diferentemente organizadas.
El segundo está encaminado a fomentar el diálogo entre las distintas escuelas psicoanalíticas, por un lado, y el diálogo entre psicoanálisis y ciencia, por otro, mostrando vías de vinculación interdisciplinar entre psicoanálisis, filosofía del lenguaje, teoría de la comunicación, neurociencia y ciencias cognitivas.
Llegamos así al tercer libro, objeto de esta reseña. El título mismo ya es una declaración de intenciones muy clara: La práctica de la psicoterapia relacional. El autor se propone hacer una reflexión sobre la práctica más que una disquisición teórica; dice psicoterapia para recalcar que el psicoanálisis es fundamentalmente una forma de psicoterapia, y la califica de relacional para referirse a lo que actualmente se entiende por psicoanálisis y psicoterapia relacional.
¿Qué se entiende por psicoanálisis y psicoterapia relacional? El uso de este término es relativamente reciente, según se explica en el libro: surge por consenso en el seno de un grupo de psicoanalistas que trabajaban con Stephen Mitchell, en 1988, y lo eligen por dos razones: 1) para enfatizar su convicción de que la mente humana, su desarrollo normal, su patología y el proceso de su crecimiento terapéutico se encuentran configurados relacionalmente y 2) porque es un término “no tan conceptualmente específico que comporte la adhesión a una teoría determinada (por ejemplo, no es equivalente a la teoría de la “relación de objeto”)” (Bromberg, 2009).
De hecho, el libro está editado en Madrid por Ágora Relacional, y prologado por Alejandro Ávila Espada, director de la Colección Pensamiento Relacional, co-patrocinada por el Instituto de Psicoterapia Relacional e IARPP-España. En este prólogo, Alejandro Ávila se refiere a la evolución del pensamiento psicoanalítico, desde Freud hasta lo que actualmente se define como “psicoanálisis relacional”, con estas palabras:
“La mirada de Freud propició intuiciones geniales que sentaron las bases de un abordaje a lo psíquico que siguen siendo fructíferos puntos de partida. Pero ningún área del conocimiento puede quedar limitada por la adherencia acrítica al pensamiento fundador, y si es un pensamiento que trasciende a su época es porque crece, se transforma en múltiples líneas y controversias, hasta llegar a puntos de inflexión en que da un salto cualitativo” (p. 13).
Significativamente, Coderch encabeza su texto con una cita del Diario Clínico de Ferenczi de 1932: “Sin simpatía no hay curación (a lo sumo, intelecciones sobre la génesis del padecer)”. Y dedica todo un capítulo, el tercero, a los autores que él considera los creadores de la orientación relacional en psicoanálisis: Sándor Ferenczi (1932), con su recuperación de la teoría traumática en el origen de la patología psíquica; W. Ronald D. Fairbairn (1958), que aporta la idea básica de que la meta final de la pulsión libidinal no es la gratificación sino el encuentro con el objeto; Michael Balint, con su teoría de la falla básica (1968); Donald Winnicott, con su concepto de la madre “suficientemente buena” y la necesidad del holding (1965); Heinz Kohut, creador de la psicología del self (1971); John Bowlby, descubridor del fenómeno del attachment (1969); y Harry Stack Sullivan, creador del llamado Psicoanálisis interpersonal (1953). Lo que tienen en común estos autores, según Coderch, es su insatisfacción con la teoría pulsional y el conflicto intrapsíquico como referentes para explicar la psicopatología, y el acento que ponen en la llamada “patología del déficit” para referirse al resultado de los fallos en el suministro de algo que el sujeto debería haber recibido por parte de sus padres o cuidadores en una determinada etapa evolutiva de su vida (no sólo la ausencia de lo que se necesita sino también la presencia de lo que es perjudicial: odio, agresividad, incoherencia, inestabilidad, descuido, maltrato, patología de los padres, etc.).
Las hipótesis de estos autores, nos dice Coderch, se están viendo confirmadas por los actuales descubrimientos de las neurociencias. Y por ello dedica el capítulo inicial del libro a las contribuciones de las neurociencias que vienen a apoyar la teoría relacional dentro del psicoanálisis. La actitud del autor ante las aportaciones más recientes de las neurociencias se aleja de las actitudes de algunos psicoanalistas que le parecen suicidas: la de desentenderse de los descubrimientos neurocientíficos por considerar que están alejados de nuestro campo de conocimiento, y la de entusiasmarse tanto con dichos descubrimientos como para transformarse radicalmente en “neuropsicoanalistas”.
Coderch propone un diálogo enriquecedor con las neurociencias, aprovechar los descubrimientos que nos ofrecen, pero sin desnaturalizarse y olvidarse de que el psicoanálisis sigue siendo una ciencia de los significados psíquicos. Y repasa una serie de descubrimientos recientes sumamente interesantes para los psicoanalistas: el papel fundamental de las relaciones para el adecuado desarrollo del cerebro, que forma el substrato de todos los procesos mentales; el proceso de la mentalización o “lectura de la mente” a través del cual los seres humanos son capaces de captar que tienen estados mentales (emociones, deseos, fantasías y pensamientos), y que los otros también los tienen; los resultados de la investigación sobre la memoria con la consiguiente diferenciación entre memoria declarativa y memoria implícita o memoria de procedimiento, que incluye el conocimiento relacional implícito (o inconsciente no reprimido); la plasticidad cerebral, en virtud de la cual los estímulos del ambiente dejan huella en la materia cerebral, creando un nuevo determinismo somático, esta vez adquirido, que confluye con el determinismo genético; el papel de las neuronas en espejo, que permite entender algo más lo que Freud llamaba la comunicación de inconsciente a inconsciente entre paciente y analista, o los conceptos psicoanalíticos de incorporación, introyección o identificación; y la validación de tratamientos psicoterapéuticos a través de técnicas de neuroimagen.
La lectura de este capítulo es algo así como una vacuna contra el reduccionismo y la pretensión de omnisciencia de cualquier tipo. Estoy convencida de que Freud, quien decía que “la doctrina de las pulsiones es nuestra mitología”, y que concebía las pulsiones como un constructo fronterizo entre lo biológico y lo psicológico, ahora estaría más abierto a revisar sus andamios provisionales que muchos de sus fieles. De momento Coderch concluye diciendo que en el momento actual lo que sabemos es que existe una correlación entre procesos mentales y procesos cerebrales y biológicos en general, que ya es mucho, pero nada más que esto. Y que hasta ahora nadie ha sabido dar razón de la manera como una excitación electroquímica en unas neuronas se transforma en la experiencia subjetiva de un pensamiento, una emoción, un estado de ánimo, un razonamiento abstracto o una poesía. Eso sí, la experiencia subjetiva, que es la expresión más específica y representativa de la mente, emerge de la interacción entre el cerebro y el medio que le rodea.
El segundo capítulo es toda una declaración de principios: la motivación básica del ser humano es la adaptación al medio al servicio de la supervivencia. El autor es plenamente consciente de lo mal que suena el término “adaptación” en los oídos psicoanalíticos, que quieren diferenciarse de una psicoterapia socialmente “conformista”. Y por ello se refiere a la adaptación necesaria para la supervivencia en primer lugar, y a la capacidad de modificar el medio material o social creativamente, a continuación. Son especialmente interesantes las referencias a la orientación interaccional dentro del psicoanálisis relacional, sobre todo las referidas al pensamiento de M. Miller y L. Dorpat (1996). En síntesis, desde esta perspectiva, la organización y el contenido de la mente de una persona son el producto de su historia de interacciones, y de las interpretaciones que hace de las mismas; de sus esquemas organizadores, que acaban convirtiéndose en esquemas conceptuales. Y el psicoanalista que se mueve en este esquema referencial no pone el acento en la interpretación de la transferencia y de las proyecciones del paciente, sino que propone otra forma de organizar la experiencia en su diálogo con el paciente.
Los capítulos cuarto y quinto, titulados respectivamente “El espacio terapéutico y la autoridad del analista” y “Reglas clásicas del análisis: del anonimato, abstinencia y neutralidad al psicoanalista como participante observador” están dedicados a mostrar de qué manera se entiende la creación del espacio terapéutico desde el psicoanálisis relacional: espíritu de negociación, flexibilidad en el encuadre según las necesidades de cada paciente, cuestionamiento de las reglas clásicas de anonimato, abstinencia y neutralidad del analista, y propuesta, en suma, de un encuadre que no resulte traumatizante para el paciente por lo insólito e incomprensible de sus características.
En esta misma línea, en el capítulo sexto se refiere más específicamente a tres cuestiones muy debatidas actualmente: el enactment, la auto/revelación o self-disclosure y la cuestión sobre cuáles son las metas del psicoanálisis. Expone con cierta amplitud las diferentes posiciones que han tomado los psicoanalistas sobre lo que es un enactment, desde los que lo consideran un fallo técnico del analista que entra en colusión con el paciente, pasando por los que lo ven como un suceso que puede ser útil para el proceso, hasta los que ven el proceso psicoanalítico como un enactment continuado.
En cuanto a la auto/revelación o self-disclosure del analista, se refiere a cómo éste era un tema intocable en la literatura psicoanalítica hasta hace unos veinte años, porque parecía que hablar de ello era alejarse del recto camino del “verdadero análisis”, y en los últimos años se dedica una gran atención al tema. Sobre este tema resulta especialmente interesante la referencia a L. Aron, el autor de A meeting of minds (1996), sus observaciones sobre la imposibilidad de la no-comunicación, y su forma de ver la relación analista-paciente desde la perspectiva del par dominio-sumisión. Coderch se pronuncia también sobre la actitud que considera adecuada ante las preguntas de los pacientes, lejos de la estereotipia de responder siempre con una interpretación o con una repregunta. Y en último término coincide con el criterio de G. Gabbard de que la auto/revelación pertenece al tipo de cuestiones en las que cada uno ha de pensar por sí mismo, teniendo únicamente en cuenta lo que puede ser de más ayuda para el paciente sin dejarse llevar por la idea de si es o no analítico (Gabbard y Westen, 2003).
Respecto a las metas del psicoanálisis, hace un sucinto repaso de las diversas perspectivas, y aclara la distinción entre metas, resultados y procesos, conceptos que muchas veces se confunden.
En el último capítulo, titulado “La relación paciente-analista como agente terapéutico”, se refiere a la polémica sobre qué es más importante como agente terapéutico: la interpretación o la nueva experiencia relacional, y sostiene que es un debate mal planteado, ya que toda interpretación es un acto de relación. Coderch llama a este acto de relación “la segunda función de la interpretación”. Cita a Fairbairn (1958) como uno de los iniciadores de la orientación relacional, cuando considera de fundamental importancia que en el proceso psicoanalítico se ofrezca al paciente la oportunidad, denegada en su infancia, de experimentar un proceso de desarrollo emocional en el setting de una relación real con una figura parental confiable y benéfica. Y hace un recorrido de los autores que más subrayan este aspecto, cada uno a su manera: S. Mitchell (2000), H. Kohut, Daniel Stern y el BCPSG (Boston Change Process Study Group) (1998). El autor concluye destacando su posición personal, basada tanto en su experiencia de la clínica psicoanalítica, como en los resultados de la observación de la interacción padres-niños, y en los conocimientos debidos a la investigación en neurociencias y en psicología cognitiva. Para él, lo que promueve el cambio terapéutico en psicoanálisis no es tanto la interpretación que promueve insight y levanta la represión como la modificación del inconsciente implícito no reprimido (o conocimiento relacional implícito) mediante la interacción paciente-analista, que incluye tanto las palabras como los gestos y los silencios, lo verbal y lo no verbal.
El libro está escrito con un lenguaje llano y claro, aunque la novedad de algunos conceptos pueda resultar sorprendente para el lector acostumbrado a referentes más clásicos en psicoanálisis. La comprensión de los mismos viene facilitada por la inclusión de relatos clínicos en los que podemos ver y sentir con el autor las dificultades que se le plantean en la relación con cada uno de los pacientes que nos presenta. Y es de agradecer la sencillez con que Coderch muestra sus tanteos en los momentos de dificultad y su capacidad para aprender de sus errores y buscar maneras de responder mejor a las necesidades de cada paciente. No es un manual, ni un recetario. Más bien ofrece la oportunidad de ponerse en la piel de un profesional senior siempre dispuesto a aprender (de sus pacientes, en primer lugar, como dice en su dedicatoria: “A todos aquellos que al depositar en mí su confianza me han ayudado a seguir aprendiendo”).
Para los lectores formados en psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica de otras orientaciones (especialmente para los formados en el pensamiento kleiniano, que han compartido formación con el autor), la lectura de este libro puede suscitar muchos interrogantes, y, en el mejor de los casos debería estimular un diálogo fértil. En el libro percibirán intenciones más o menos explícitas, como algunas de las que reconoce el propio autor, por ejemplo, la apuesta por reivindicar el carácter psicoterapéutico del psicoanálisis, o la recuperación y puesta al día de la teoría traumática, o la defensa de un psicoanálisis dialogante, interesante, donde se negocia el nivel de la relación, se tantea hasta dónde se puede llegar, donde paciente y analista colaboran en la investigación, en un clima de encuentro humano, evitando al máximo una dinámica de dominio y sumisión que podría resultar retraumatizante. Y, ¿cómo no?, la apuesta por mantenerse al día de los descubrimientos de la neurociencia, no para demostrar al mundo cuánta razón tenía Freud ni para declarar obsoletas sus conceptualizaciones, sino para tratar de acercarnos entre todos a una comprensión progresivamente coherente e integrada de la mente humana.
Puede haber quien se sorprenda de la bibliografía que nos aporta Coderch, diferente en buena medida de la citada en sus primeros libros. Es de agradecer que nos ponga en contacto con autores que para muchos no son familiares, como también lo es que nos muestre lo que ahora se conoce como psicoanálisis o psicoterapia relacional ( presentada a veces como una importación americana) como el resultado de toda una corriente de pensamiento dentro del mundo psicoanalítico de larga tradición y tardío reconocimiento. Como botón de muestra, véase la lista de referencias bibliográficas que figura al final de esta reseña.
Para acabar, espero de la benevolencia del consejo editorial de TEMAS DE PSICOANÁLISIS que me permitan añadir a la lista una última referencia bibliográfica que no figura en el libro reseñado, pero que me ayuda a transmitir la impresión que me ha producido la lectura del mismo. Se trata de la obra de un neurocientífico, E. Goldberg, titulada La paradoja de la sabiduría. Cómo la mente puede mejorar con la edad (2005). Recomiendo su lectura para todo el que pueda sorprenderse ante la vitalidad intelectual y la conexión con el pensamiento más actual en campos tan diversos que manifiesta Coderch en su libro. Nos habla Goldberg de cómo ahora sabemos, en contra de creencias largamente sostenidas, que las neuronas no paran su desarrollo en la infancia, sino que siguen creciendo durante toda la vida, incluso en la edad avanzada, dependiendo de cómo las usamos. Los psicoanalistas podríamos confiar en nuestra capacidad de usarlas ya que consideramos que tenemos una profesión creativa, pero advierte Goldberg que una profesión creativa no implica necesariamente que vayamos a mantener una mente creativa: si nos dejamos seducir por la opción de cultivar un espacio de comodidad mental, que a la larga equivale al estancamiento mental. Algunas personas ansían los desafíos mentales, mientras que a otras les agobian. “La sabiduría comienza en la sorpresa”, dice Sócrates (citado por Goldberg), y es en este sentido que les recomiendo la lectura del libro de Coderch, como una grata experiencia de apertura mental y de estímulo para el pensamiento.
Referencias bibliográficas
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–(1995), La interpretación en psicoanálisis. Fundamentos y teoría de la técnica, Barcelona, Herder.
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Miller, M. y Dorpat, T. (1996), “Meaning analysis: An interactional approach to psychoanalytic theory and practice”, Psychoanalysis Review, núm. 83, pp. 219-245.
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Winnicott, D. (1965), The maturational process and the facilitating environment, Londres, Hogarth Press.
Palabras clave: orientación relacional en psicoanálisis, teoría traumática actualizada, plasticidad cerebral, espacio psicoterapéutico.
Neri Daurella es psicóloga clínica y psicoanalista (SEP-IPA).