Tomar conciencia de qué responsabilidades ajenas forman parte de las causas de la crisis en que estamos inmersos ha de permitirnos una saludable indignación. Debemos expresarla, exigir soluciones sensatas, no conformarnos con las injusticias y ser combativos con ellas desde los ámbitos en que tenemos alguna responsabilidad cada uno de nosotros, sea como profesionales de la salud mental o desde las funciones de gestión y relación con las administraciones públicas, como miembros de asociaciones de carácter cultural, científico, sanitario o sencillamente como votantes.

Ahora bien, esto no debe hacernos ignorar que esta crisis, como ninguna de las que hemos sufrido las generaciones que estamos en edad laboral, también necesita de una actitud sumamente combativa con nuestras propias formas de afrontar la manera  de desempeñar nuestro trabajo. En mi opinión, cuestiona como nunca hasta ahora, qué significa realizar una atención de calidad a nuestros pacientes en el actual contexto de pérdida de recursos y de extensión de la pobreza.

Pero, ¿qué se necesita para poder percibir realmente una crisis como una oportunidad o, mejor aún, para estar en condiciones de aprender de los errores? Esta pregunta siempre es oportuna, pero más aún en un momento como éste.

Convertir la detección de un error en una oportunidad de mejora es un objetivo en el mundo de la empresa y también en la ayuda a nuestros pacientes pero, tanto en uno como en otro ámbito, convertirlo en realidad se revela como una tarea compleja. En el presente artículo trataré de relacionar todo ello.

Los profesionales de la Salud Mental (SM) estamos acostumbrados a trabajar con el sufrimiento de los otros. Con personas que necesitan aprender sobre su propia forma de afrontar sus conflictos con los demás y con ellos mismos y tomar conciencia de automatismos que complican su vida una y otra vez ocasionando un gran malestar.

A menudo tratamos personas que no se pueden permitir contactar con su propia responsabilidad en aquello que les ocurre y sus mecanismos de defensa operan de forma enérgica evitando toda conciencia de ello. O bien pueden acercarse durante un tiempo muy breve o de forma limitada y solamente en determinadas circunstancias. No es posible entonces desarrollar un aprendizaje saludable que les permita progresar y aprender de la experiencia o, si lo pueden hacer, será de forma pobre y poco efectiva o fragmentada y francamente confusa. Su manera de afrontar sus conflictos se expresa bajo patrones limitados y rígidos, de forma que cuando necesitarían desarrollar estrategias  flexibles, acaban insistiendo en respuestas repetitivas que resultan desajustadas y agravan el problema.

Cuando una persona puede permitirse la aproximación a sus errores o a una crisis que pone en solfa las formas anteriores de funcionar, experimenta confusión, malestar y, a veces, desolación. Como si la conciencia del error o de la crisis ennegreciese totalmente su visión de sí mismo y de sus oportunidades futuras. Sus cualidades, aciertos y sus experiencias pasadas que le permitieron afrontar situaciones de cambio con éxito, permanecen en la sombra. Hace falta un proceso para que pueda hacerse espacio dentro de él una mirada más amplia, global y benévola. Una percepción que permita dar cabida, en su mente, a afrontar el error con la esperanza de repararlo de alguna forma, o de encontrar nuevas maneras de resolver la crisis si es de esto de lo que se trata.

Dicho proceso requiere de ciertos recursos para desarrollarse. Entre ellos, una suficiente capacidad de contención del dolor interno así como confianza en uno mismo y en los demás, recursos estos que no están disponibles permanentemente. Es más, cuando cualquiera de nosotros recibimos el impacto del dolor causado por un error o por una situación de crisis, necesitamos tiempo para poder ir digiriendo ese impacto, para elaborarlo y poderlo ir convirtiendo en algo más abierto a la esperanza, como resultado de disponer del espacio mental para que el error o la crisis puedan ser pensados y examinados de manera realista.

Finalmente, cuando el sujeto empieza a ver la luz, necesitará un buen grado de energía y de creatividad. Creatividad porque el abordaje y la solución de problemas obligan ineludiblemente a introducir elementos  distintos de los anteriores.

Antes de completar el citado proceso, sería imposible disponer de la energía y creatividad imprescindibles para desarrollar en la mente proyectos que permitan abordar el problema. Una de nuestras tareas como terapeutas consiste en facilitar la elaboración de los sentimientos que el conflicto ha generado y en ayudar al paciente a contenerse, es decir, a darse el tiempo necesario para estar en condiciones de pensar de forma saludable.

Cambiemos ahora el foco que hemos puesto en nuestros pacientes y su proceso y pongámoslo en nosotros como sujetos y en nuestra tarea como profesionales de la SM. En la actualidad, a la realidad de los pacientes a quienes intentamos ayudar hemos de añadir el contexto social y económico de una larga y profunda crisis cuyo final aún no se puede aún vislumbrar. Como consecuencia de ello, las personas sufrimos de una forma u otra sus efectos. En muchísimas familias uno o más de sus miembros están en paro o afectados por expedientes de regulación de empleo, ven recortados sus sueldos, o sus condiciones de trabajo o tienen fundadas razones para temer que alguna de estas cosas les ocurra en un plazo breve. Además los recursos sociales también están siendo recortados, de forma que las ayudas a los más necesitados son más escasas cuando no inexistentes.

La novedad es que, ahora, nosotros, los profesionales de la salud mental, también estamos afectados por el citado contexto directamente. La sanidad pública está sufriendo unos recortes sin precedentes que afectan nuestros ingresos y condiciones de trabajo como no habíamos podido imaginar.

Y, a pesar de todo ello, la tarea sigue siendo la misma aunque la tengamos que realizar, soportando al mismo tiempo nuestra propia crisis con despidos o reducciones de empleo y sueldo en nuestras empresas y siempre con condiciones de trabajo más deficientes que las anteriores. De repente, los criterios asistenciales han quedado gravemente sometidos a una brutal realidad económica. Ello se traduce, en nuestro interior, en sensaciones que van desde la perplejidad al miedo, o a veces se desatan sentimientos que compartimos con el llamado movimiento de “los indignados” o nos invade el fatalismo sobre nuestro futuro profesional, económico y personal. Algunos profesionales con pareja e hijos se sienten muy amenazados en su seguridad económica familiar, en cambio, otros viven más intensamente los temores derivados de las peores condiciones de trabajo (menos profesionales en cada servicio o menos horas para realizar el mismo trabajo, en situaciones más deterioradas por el desarrollo de una crisis que va mermando  recursos y ayudas conforme pasa el tiempo y no se resuelve).

En este contexto externo e interno, las noticias que transmiten los medios de comunicación sobre los conflictos generados por los recortes en los diferentes hospitales y centros de salud, no hacen más que estimular temores, recelos y necesidades de control.

En cada equipo, incluso dentro de una misma institución, se generan microclimas propios y, a menudo, claramente diferenciados, según cómo incida cada uno de los factores que intervienen. En este sentido, hay diferentes elementos que pueden mejorar el clima y el funcionamiento de los equipos, o bien convertirse en iatrogénicos.

En las empresas, fuese como fuese hasta ahora la relación de la dirección con sus trabajadores, se genera un caldo de cultivo que facilita la propagación de toda clase de rumores, casi siempre con un fondo de pesimismo, a veces impregnado de ansiedades paranoides, más o menos realistas según los casos, (convicciones de planes de despido o de alguna clase de recorte grave que la empresa tendría intención de ocultar por su alta conflictividad). Las conversaciones en los pasillos, o tomando el café, pueden sustituir a menudo los diálogos abiertos de las reuniones que, cuando se producen, se resienten en una forma u otra del clima de tensión.

Por ello, la forma de ejercer sus funciones desde la gerencia y desde la dirección asistencial es un  elemento fundamental. Ambas deben velar por optimizar sus menguados recursos, preservando al máximo el futuro de los servicios e intentar gestionar lo mejor posible las enormes tensiones generadas por todo ello. Al tiempo que se examinan las cuestiones económicas, se necesita priorizar la contención de las inquietudes que se generan día a día durante todo el proceso de negociación entre empresa y trabajadores, una vez iniciada ésta y aún después, en cada equipo y en todos y cada uno de los miembros de la plantilla. En muchos casos resulta tentador, cuando se considera que se dispone de la mejor decisión en las condiciones actuales, explicarla a los trabajadores, considerando que, una vez hecho esto, la inquietud quedará muy minimizada. Eso, desde luego, debe hacerse, pero la realidad exigirá siempre más esfuerzos. Se necesitará una actitud permanente de interlocución con los profesionales, ya que las distintas casuísticas, las dudas sobre detalles no suficientemente claros, o sobre el temor a no haber estado del todo informados de algún aspecto delicado (la letra pequeña que la dirección podría querer ocultar), pueden anegar los espacios de reunión de contenido técnico después de haber desbordado el espacio mental de los profesionales en mayor o menor grado, según la situación y personalidad de cada uno. Se necesitará repetir las explicaciones tantas veces como sea necesario, en diferentes momentos y con el mayor detalle posible. También se deben generar, de forma regular en las reuniones y espacios  comunes, momentos en que se legitime la expresión de inquietudes, dudas y sugerencias, tanto en lo referente a aspectos económicos como organizativos.

Para conseguirlo, resulta fundamental buscar sinergias y complicidades que no siempre se pueden conseguir. Es enormemente ventajoso que el proceso de elaboración de los conflictos consiga evitar la disociación entre dirección y trabajadores. Ha de quedar claro que la primera trata a los profesionales que componen la empresa como un “cliente interno”, al que debe cuidar con la misma atención que a los pacientes, ya que los profesionales de la SM constituyen la “sofisticada maquinaria que hace funcionar la asistencia”. Dicha maquinaria es enormemente sensible a tensiones como las descritas. Cuando se habla de los trabajadores o de los profesionales, nos estamos refiriendo a un colectivo que no es uniforme en tareas, sueldos, dedicación, personalidad y forma de vivir lo expresado, y todo ello habrá de tenerse presente. Por ejemplo, es determinante la influencia que tienen en un equipo algunas personas en que predominan las ansiedades persecutorias o de funcionamiento victimista o querulante y sobre todo cuando el resto del equipo carece de una cultura grupal cohesionada capaz de hablar de sus problemas. Contrariamente, ayuda mucho cuando lo que predomina en el equipo es una historia de expresar y abordar los conflictos que proporciona la confianza en poderlos resolver conjuntamente, aspecto este que obliga a pensar en la selección de personal y los criterios que la deberían presidir. Trabajar en equipo no es fácil y por ello, al escoger, necesitamos tener presente, primero, que la persona formará parte de ese equipo y, por tanto, necesitará ser capaz de establecer relaciones de colaboración cómodas, efectivas y creativas con compañeros y coordinadores y al tiempo debe tener capacidad de afrontar de forma saludable los conflictos, por lo que valoraremos sus recursos personales, su personalidad, la calidad de su contacto y, solo después de ello, entrará en juego la valoración de sus recursos técnicos, formación, experiencia, que pueden mejorarse más tarde.

Durante la gestión de la crisis, hay un buen número de decisiones que tienen fundamentalmente un componente económico y que deben ser resueltas por la gerencia, pero otras en que lo económico y lo técnico se hallan en interjuego, en que priorizar una medida técnica sobre otra para reducir gastos tiene consecuencias sobre las posibilidades asistenciales y en este punto, las valoraciones técnicas enriquecen y afinan las decisiones si se pueden ir elaborando conjuntamente con los profesionales en las reuniones de equipo.

Al mismo tiempo hay algunas, estas sí, únicamente de carácter técnico, que necesitarán abordarse también y que son tan fundamentales como los anteriores. En este sentido, uno de los efectos de la crisis es que cambia necesariamente algunas constantes de nuestra asistencia. Decíamos más arriba que algunos de los problemas que sufrimos los profesionales y que más nos preocupan están relacionados con el hecho de tener que realizar la misma tarea que antes, atender la misma cantidad de pacientes, con menos recursos (menor número de profesionales y menor número de horas de trabajo). En el ámbito de la asistencia primaria en SM, si se organiza de forma que cada profesional realiza semanalmente un número determinado de primeras visitas en función de sus horas de trabajo, es evidente que se producirá un efecto embudo. Con menos horas, los pacientes  podrán tener una menor ratio de visitas y, al tiempo, la lista de espera se irá alargando, de forma que conforme pasen los meses, aumentará el número de días de espera para primera visita y el número de pacientes en espera. Necesitamos optimizar la priorización de la demanda a fin de conseguir atender la urgencia y la gravedad en plazos más breves, pero el resultado será, en cualquier caso, parecido al siguiente: los profesionales sentiremos la presión de esa realidad y nos angustiará la perspectiva de realizar la tarea asistencial en condiciones tan precarias que quede gravemente afectada la calidad de la misma.

Así, partiendo de la base de que en un modelo de asistencia sectorizada –población atendida por un servicio concreto– la totalidad de los pacientes que están en lista de espera son pacientes que debemos atender, tendremos que hacer frente a preguntas como la siguiente: ¿es preferible conservar el modelo anterior independientemente de la lista de espera, que se irá haciendo cada vez mayor, o hemos de analizar cómo cambiar nuestra praxis de forma que consigamos contener la lista de espera en cifras “más o menos razonables”? La segunda opción disminuiría el sufrimiento de pacientes que esperan primera visita y de sus familias y haría que algunos casos se resolviesen antes, pero al precio de perder visitas por paciente, cosa que disminuiría la calidad del trabajo terapéutico que requiere una mayor frecuencia,  cosa que también es fundamental en un buen número de casos y, además, cargaríamos más nuestras espaldas de pacientes a cargo de cada profesional, con el desgaste tensional que ello comportaría.

Estudiar sensatamente las opciones implica tener el suficiente grado de libertad interna que permita un análisis rico y riguroso. Recordando lo dicho más arriba sobre el tiempo que necesitan nuestros pacientes para poder afrontar sus errores o conflictos –proceso que permite poder pensar– ahora, nosotros nos encontramos en una fase en que predomina aún el impacto de la crisis. Quizás ya no el estupor solamente, sino la preocupación por el devenir de los puestos de trabajo, de la capacidad que tendremos para sobrellevar una situación mucho más difícil con las presiones ya descritas. En la actualidad, pues, somos nosotros los que necesitamos contención hasta estar en condiciones de aventurarnos en posiciones internas menos defensivas. Condiciones que permitan percibir con esperanza el hecho de cuestionarnos de forma serena nuestra forma de hacer, de trabajar en SM. Y para ir saliendo de la posición defensiva, resulta evidente que una de las cosas que necesitaremos siempre es tiempo. Tiempo para poder adquirir y generar comprensión, confianza, alianza y el deseable proceso de cambio y mejora. El tiempo necesario en cada caso para nosotros, para nuestros equipos y para el trabajo con nuestros pacientes.

Los últimos aspectos que quiero destacar tienen que ver con la orientación teórica con la que trabajamos y con nuestra experiencia personal. Bajo la etiqueta de “práctica de orientación psicoanalítica” se agrupan subescuelas y tendencias con diferencias importantes, aunque también con elementos comunes. Sin embargo, aquí deseo poner el foco en aspectos personales porque dentro de las paredes de cada despacho, junto a estos elementos comunes citados, nuestras intervenciones tienen, indefectiblemente, un componente personal derivado del interjuego de las subjetividades de terapeuta y paciente que convierte cada relación terapéutica en única y singular.

La captación de nuestra contratransferencia –única y singular en cada caso– es una de las herramientas más potentes de que disponemos. Nos ayuda a comprender y tratar pero también nos puede empujar a praxis en las que están presentes, en mayor o menor medida, diferentes clases de “actuaciones”. Trabajar con el sufrimiento mental requiere sensibilidad y esa misma sensibilidad nos convierte en vulnerables, a pesar de los tratamientos personales que hayamos podido realizar, pues estamos presionados de forma inconsciente y consciente por las necesidades de los pacientes y de sus familiares y, en el terreno de la asistencia infanto-juvenil, por otros profesionales (maestros, educadores y servicios sociales entre otros). La percepción del sufrimiento del paciente y de su entorno nos puede empujar a acortar el tiempo entre visitas; así, podemos ofrecer nueva cita cuando no sabemos qué más podemos hacer por un paciente que no mejora en un acto de voluntarismo desnortado; o nuestra impotencia delante de ciertos casos y la consiguiente dificultad de asumirla puede hacer que nos vayamos convirtiendo poco a poco en depositarios de la responsabilidad de los problemas del paciente. Si lo hacemos, le liberamos a él de toda responsabilidad abandonándole a una pasividad delegadora y rentista y nos cargamos nosotros de un activismo estéril y tóxico. Cuando estas situaciones u otras similares se van haciendo más numerosas, nuestra vivencia de la labor terapéutica tiene motivos para devaluarse y convertirse en mecánica y desilusionada. Pues bien, ahora, con todas las dificultades consecuencia de la crisis, resulta aún más importante tomar conciencia de nuestros automatismos enfermizos.

Porque los profesionales de la SM, como no podría ser de otra forma, también automatizamos conductas. Algunos automatismos son resultado de nuestra buena orientación con los pacientes y llegan a constituir un verdadero conocimiento relacional implícito (CRI) como terapeutas, que nos ayuda sin participación de nuestra conciencia (tonos de voz, gestos, movimientos y posiciones de nuestro cuerpo, determinadas intervenciones verbales o silencio acompañante y contenedor), pero otras son claramente “pasos al acto”, que se llegan a convertir en memoria procedimental iatrogénica en nuestro interior. Una memoria procedimental de nuestra forma de trabajar que, a fuerza de repetir y repetir, traza, de forma cada vez más inexorable y profunda, una ruta neuronal que se acaba convirtiendo en la escogida de forma automática por defecto y es capaz de ir convirtiendo una tarea rica y estimulante como la asistencial en empobrecida y dañina.

Tomando como punto de partida lo expresado unos párrafos antes,  que nosotros mismos somos la delicada maquinaria que sustenta el trabajo asistencial, tengo la convicción de que la reflexión personal, la introspección sobre nuestro CRI como terapeutas, es decir, la toma de conciencia de aquellos automatismos que hemos ido adquiriendo, enriquece enormemente nuestra praxis, nos permite valorar su efecto y consecuencias en el paciente y, al ser expresables en palabras, compartir nuestras experiencias con los demás y someterlas así a una deliberación crítica y enriquecedora. Así, captar aquellos aspectos en los que nos vamos inclinando hacia automatismos enfermizos como los mencionados más arriba, se convierte en una valiosa herramienta de mejora personal.

Finalmente, para poder ser creativos, es fundamental la apertura mental. Apertura a otras escuelas y disciplinas. Estar abierto a todo ello no quiere decir que debamos ir incorporando aspectos como si de un bazar de recursos más o menos relacionados se tratase, sino ser capaces de sostener el hábito de situarnos permanentemente en un proceso y no en una certeza técnica o de escuela, sea cual fuere ésta. Se trata de podernos preguntar día a día si nuestra forma de ayudar a los pacientes es la mejor posible con los conocimientos actuales, estén alineados con nuestros puntos de partida formativos o no.

 

Sergi de Diego

Psicólogo clínico y psicoanalista (SEP-IPA)

Correo electrónico: sddm@telefonica.net

 

Descargar el artículo