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No recuerdo desde cuándo, pero sé que hace ya muchas lecturas que mi condición de músico determina mi forma de leer. Cuando leo no puedo evitar agudizar el oído y mantener vigilante una especie de radar. Un radar sensible a las referencias musicales que surgen durante la lectura, capaz de detectar y registrar aquellos términos o pasajes que, de una manera u otra, se refieren a la música. De todas estas lecturas musicales he extraído una primera consecuencia: hay que recelar siempre de aquellos autores que deliberadamente escriben todo un libro en torno a la música; el resultado suele ser una de esas novelas en la que el autor ha encontrado una veta de inspiración en el halo de exotismo, o de esoterismo, que arrastra la música desde la antigüedad; acaban siendo novelas repletas de lugares comunes, sin nada de verdadera originalidad. La segunda consecuencia, que se infiere de la anterior, es que nunca podremos saber de antemano en qué novela, en qué poema, en qué relato, se cruzará en nuestro camino una referencia musical que ilumine y enriquezca nuestra idea de la música…

Así, pues, ¿qué podemos aprender de la música a través de la literatura? ¿Realmente una lectura, un ejercicio casi siempre íntimo, solitario y silencioso, puede descubrirnos alguna particularidad inesperada de la música? La respuesta es afirmativa; y casi me atrevería a decir que después de la asistencia a un concierto no hay forma más legítima de aproximarse a la música que a través de la literatura. La filosofía, que no es literatura, ha tenido siempre muchos problemas para diseccionar el discurso musical; Platón es uno de los pocos filósofos que habla intensamente sobre la música… y aún podríamos argumentar que sus Diálogos tienen mucho de literatura, de filosofía dramatizada.

En lo que sigue intentaré bosquejar algo así como una carta de navegación que nos ayude a situar la música en un contexto literario. Esta carta de navegación atravesará distintos niveles; nuestra indagación, al más puro estilo orteguiano, recorrerá toda una serie de círculos concéntricos cuyo radio se irá estrechando cada vez más.

Un libro (un libro de poemas, de cuentos; o bien, toda una novela) puede ser musical en muchos sentidos. En un primer nivel podemos encontrarnos, por ejemplo, novelas como El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Una novela musical en tanto que es una novela ruidosa, sonora; leerla en clave espacial, viéndola y no oyéndola, es leer la mitad de la novela. Adentrarse en la jungla, tal y como nos la describe Conrad, es dejarse engullir por su zumbido.

En otras ocasiones podemos toparnos con aspectos más estrictamente musicales. En una novela como Orgullo y prejuicio, de Jean Austen, se nos revela una situación que puede ayudarnos a entender que la música no siempre, ni en todas partes, se ha practicado y se ha concebido de la misma manera. Esta clase de libros podría ayudarnos a configurar algo parecido a una sociología de la música, un manual práctico de usos musicales. Detengámonos un momento en Orgullo y prejuicio. En un salón inglés del s. XVIII una joven dama, Elizabeth Bennet, ojea unas partituras despreocupadamente, acodada sobre la cola de un piano. En realidad, toda su atención está concentrada en el apuesto Fitzwilliam Darcy, a quien estudia con el rabillo del ojo… Este pasaje, este cuadro de Orgullo y prejuicio, pone de manifiesto el lugar que ocupa la música en la sociedad retratada: el piano media entre los dos personajes, como una imagen alegórica que ilustra a la perfección el lugar que ocupaba la música en la sociedad del momento. La música formaba parte del ideal educativo de las jóvenes damas y ayudaba a mantener bien engrasadas las relaciones y las convenciones sociales. La música estaba siempre presente en estos ambientes, pero nunca era el centro, era atmosférica, tangencial y en pocas ocasiones se la experimentaba por sí misma. Era una música intermediaria.

Pasemos al otro extremo, al romanticismo alemán. E.T.A. Hoffmann (el nombre del autor ya es sintomático: adoptó la A. de Amadeus en honor a Mozart), publicó una de sus obras más raras en 1819: Opiniones del Gato Murr. Se trata de un libro extraordinario, y no sólo porque se trate de las memorias de un gato escritas por él mismo, sino porque el gato las escribe aprovechando unas cuartillas que ya habían sido utilizadas por una de sus caras, de tal modo que cuando el gato las manda a imprimir en el libro resultante se alternan sin orden ni concierto páginas de sus memorias gatunas con páginas de la biografía del músico Kreisler, escrita por el amo del gato… En fin, lo que a nosotros nos interesa es que Kreisler, un músico de ficción, se convierte en el prototipo del músico romántico. La literatura romántica es tan poderosa que contagia modelos de conducta romántica a los músicos reales de la época. Robert Schumann, uno de esos músico reales,  susceptible de ser historiado, llegó a componer una serie de ocho obras breves para piano a la manera de Kreisler, como si se dejara poseer por su espíritu. De esta forma, el círculo se cerraba: Hoffmann inventa un músico literario y Schumann compone la música –real– que habría escrito este músico –irreal–. Se trata de la Kreisleriana Op. 16, para algunos una de las mejores obras para piano que compuso Robert Schumann.

Sigamos con nuestra andadura. Hay también libros que se atreven a vérselas con el acto puramente musical, con la experiencia psicológica de la escucha. En estos casos el autor ya no se centra en dibujar la personalidad de un músico o las inmediaciones del hecho musical; en estos casos la escritura gira en torno a la misma música y, en algún caso, en torno a una sola y aislada frase musical. En este terreno hay un maestro indiscutible: Marcel Proust. En la segunda parte del primero de los tomos que conforman En busca del tiempo perdido, y que suele traducirse por Un amor de Swan, Proust nos describe la frase de una sonata que se interpreta en uno de los salones de París, el de los Verdurin. Esta frase musical está descrita con tanto lujo de detalles que casi tenemos la impresión de escuchar sus cadencias y sentir lo mismo que siente Swan, el protagonista, cuando al escucharla no puede evitar vincular para siempre la frase musical a Odette, su amada.

En esta novela, Proust, además de mostrarnos su habilidad para componer con palabras, (pues la tal frase musical no existe en realidad, la compuso Proust a base de literatura…) nos enseña que la música es inseparable de la vida y que tiene esa capacidad de hacer de receptáculo de los recuerdos a través del tiempo. Para Swan aquella música, en concreto aquella frase musical, siempre estaría asociada a Odette, al día que la conoció y a la relación amorosa que mantuvieron. Años después de su ruptura sentimental, cuando Swan viva en la creencia de que Odette permanece enterrada en el olvido, aquella frase musical le sobrevendrá de nuevo un día por azar. Después de tanto tiempo, los recuerdos se precipitarán en su cabeza, le saturarán y le desbordarán hasta hacerle llorar.

Todos, en mayor o menor medida, poseemos ese mundo musical interior, esos vínculos estrechos con el sonido, como un sistema interno de canales que conectan recuerdos con notas musicales, un hilo musical íntimo que constituye parte de nuestra urdimbre sentimental. Un escritor tan perspicaz como Proust, consciente de esa urdimbre, no puede más que recorrerla y pretender desentrañarla.

¿Por qué hay músicas que nos alcanzan y nos emocionan hasta las lágrimas? Hay una explicación mítica para ello. Para los antiguos pitagóricos las almas viven despreocupadas y felices en las alturas, en el ámbito supraceleste. Es allí donde conviven con la música celestial, o música de las esferas, que no es otra cosa que el sonido que producen los planetas al arrastrarse engastados en sus órbitas. Cuando les llega la hora, esas almas se precipitan desde los cielos para encarnarse en algún cuerpo viviente. Atrás dejan, olvidándola, toda aquella música celestial. Puede suceder, eso sí, que al cabo de los años, nos topemos con una música evocadora e imprevista; entonces el alma podría rememorar aquella música celestial secretamente añorada y vibrar de nuevo en sintonía con ella. Esta es la razón, según los pitagóricos, por la cual hay músicas que nos emocionan en lo más profundo.

Estas teorías conectan inevitablemente vida y muerte a través de la música; la música sigue ejerciendo de mediadora, pero no ya entre personas, como sucedía en el caso de Orgullo y prejuicio, sino entre esta vida y la otra. Aún hoy podemos rastrear estas resonancias pitagóricas en algunas obras literarias de valor. Un ejemplo que nos resulta cercano en el tiempo y en el espacio, es el de la obra del poeta Joan Margarit. En muchos de los poemas la música le sirve al poeta de pasarela metafísica, evidenciando así la concepción según la cual sólo a la música le es permitido cruzar libremente de éste al otro lado del Estigia[1]

Y, casi sin darnos cuenta, nos adentramos ya en uno de los estadios más profundos de nuestra pesquisa literariomusical. Pero ahora, más que de un nuevo ejemplo literario, quiero hablar de un tipo de escritor muy concreto: los escritores músicos. A este grupo pertenece la escritora norteamericana Carson McCullers, cuya vocación primera fue la de ser músico.

Carson McCullers nació en Georgia en 1917, empezó a estudiar piano siendo una niña y decidió muy pronto que sería concertista. Sin embargo, una salud quebradiza, un reuma cardíaco mal diagnosticado, la hicieron finalmente desistir en tal empeño. Fue entonces cuando se volcó en una vocación alternativa, la literatura. Pero para entonces la música se había convertido en algo necesario en su vida, una especie de paraje, o de región, un lugar en el que sentirse acogida. En su autobiografía inacabada, Iluminación y fulgor nocturno (1999), explica su viaje a Nueva York siendo una joven estudiante; describe el desconcierto que le transmitía el nuevo paisaje, el miedo, la inestabilidad que provocan los recodos de una ciudad desconocida. Pero al fin llegó al club de chicas estudiantes donde debía hospedarse. Allí, nos cuenta McCullers, por suerte, una muchacha del club estaba practicando una fuga de Bach y me sentí como en mi propia casa”.

Algo que nos sorprende enseguida en esta clase de escritor es el modo de aproximarse al hecho musical, con un uso brillante y poco habitual de la metáfora al servicio de la música: “Del fondo le llegó el sonido de un violonchelo que tocaba una serie de frases descendentes que caían una sobre otra sin orden, como un puñado de canicas derramándose escaleras abajo”. Esta forma de encarar la música nos resulta provechosa en dos sentidos. Es provechosa para los músicos que, aunque reconocen la experiencia musical como suya (el estudio monótono de las frases descendentes) no han sido capaces nunca de articularla con palabras, y es provechosa también para aquellos que aún no conociendo la experiencia musical de primera mano pueden llegar a hacerlo a través de la mediación de las palabras de la escritora. Y es que esta clase de autores ha atesorado durante la infancia todo un ámbito musical de referencias, todo un catálogo de ideas musicales inaccesible a aquellos que no son músicos en un sentido pleno.

Otro caso paradigmático podría ser el de Federico García Lorca. Fue también un niño con una clara vocación musical y hasta los 18 años se mantuvo firme en el convencimiento de que sería concertista. En el caso del poeta incluso la notación musical acaba formando parte esencial de algunos de sus poemas; a veces, el desconocimiento de dicha notación hace que no se pueda alcanzar el sentido último de algunos de sus poemas. Tomemos como ejemplo los cuatro primeros versos de El concierto interrumpido, de su Libro de poemas (1921):

 Ha roto la armonía
De la noche profunda
El calderón helado y soñoliento
De la media luna.

El calderón es un signo musical que indica una suspensión del tiempo a voluntad del intérprete más allá del valor real de la figura rítmica sobre la cual se sitúa (tiene la forma de un semicírculo con un punto en su centro; a ojos del poeta, seguramente, una media luna que acoge una estrella en su centro). Ahora  entendemos que la luna tiene sobre la naturaleza el mismo efecto que el calderón sobre la música: cuando aparece la media luna todo queda prendido de un hilo en una suspensión mágica del tiempo.

Resulta llamativo, por otra parte, que tanto en Lorca como en McCullers se dé ese regreso constante a la infancia, esa vuelta atrás como un acto reflejo al que no pueden renunciar. Es como si la infancia nunca les abandonara del todo y siguiera nutriendo el presente de sus vidas. Y se tratará siempre, claro está, de una infancia impregnada de música. Ya en un relato temprano como Sin título, de McCullers (1971), el protagonista pasa cuentas con su pasado, con su infancia, de la siguiente manera: Le pareció que nadie había sentido nunca lo que él sentía. El pasado, los diecisiete años de su vida en casa, habían aparecido ante él como un oscuro y complejo arabesco. Pero no era un dibujo que se pudiera abarcar con una mirada porque se parecía más a una composición musical que se despliega de manera contrapuntística, voz a voz, y que no se entiende hasta que transcurre el tiempo necesario para interpretarla. Andrew, así se llama el protagonista, no puede evitar servirse de la música para referirse a su infancia, como si vida y música estuvieran hechas con la misma sustancia. Con un símil tan bello e insólito, McCullers compara un período de la vida, la infancia, con una forma musical contrapuntística. Pensemos en la fuga, la forma contrapuntística por antonomasia, en la que múltiples voces se cruzan y se despliegan en el tiempo hasta acabar reuniéndose, poco antes del final, en el stretto: alguien que se atreva a interpretar una fuga debe tener oídos para todas esas voces, para no descuidarlas y acompañarlas simultáneamente en todo su desarrollo hasta verlas confluir al final.

Estas vueltas a la infancia en McCullers siempre acaban recalando en episodios de una gran intensidad emocional; en episodios en los que los protagonistas, a pesar de ser niños, o precisamente por ello, vislumbran el fondo de su existencia. En pocas ocasiones, en pocas lecturas, uno siente la música vibrar de una forma tan intensa, tan vital, como en estos pasajes de McCullers.

En una novela genial como el Doctor Faustus de Thomas Mann, podemos encontrar toda esa erudición, todo ese derroche conceptual en torno a la música, y sin embargo no encontramos esa proximidad con la que McCullers hace frente a la música. La música se vive en sus relatos desde dentro, inunda la vida porque vida y música se confunden, son una misma cosa.

Ahora ha llegado el momento de detenernos a estudiar la etimología de la palabra “música”. Para ello será necesario, al modo de una gran elipsis cinematográfica, saltar hasta el principio de todas las cosas, hasta ese concentrado de fuerzas primigenias que debió ser el origen al universo…

En ese encuentro de fuerzas originarias ya encontramos, según los griegos, a Mnemósine, la Memoria, hija de Urano y de Gea. Del encuentro entre Mnemósine y Zeus nacerán las 9 musas, que como nos informa Carlos García Gual en su Diccionario de mitos (2003), “son potencias intermedias entre el fondo abismal donde se configura lo divino y la efímera conciencia de los hombres”. Es precisamente del término “musa” (mousa), en su forma adjetivada (mousikh), “perteneciente a las musas”, que deriva nuestra “música”… Así, pues, los músicos, los poetas en un sentido amplio, son descendientes directos de las musas.

Regresemos a nuestra escritora. McCullers, tocada por la musa, haciéndose eco del “fondo abismal donde se configura lo divino”, renueva incesantemente el vínculo del hombre con lo desconocido, nos acompaña hasta las mismas puertas de esa experiencia con la intención de arañar algo de su significado.

Entramos ya en el stretto final de este artículo y lo hacemos de la mano de uno de los personajes más entrañables de McCullers. Mick es uno de los personajes de El corazón es un cazador solitario, la gran novela de McCullers (1940). Es una niña pobre con una gran vocación musical explotando en su interior; y, por encima de todas las cosas, desea tener un piano, aunque resulte ser un propósito  inalcanzable.

Y entonces McCullers nos ofrece uno de esos pasajes de pura literatura en donde se nos coloca frente al abismo. A Mick, nos cuenta McCullers, le gustaba pasear durante las noches de verano.Tales noches constituían un secreto, y de todo el verano eran el momento más importante. Caminaba sola en la oscuridad, y era como si ella fuera la única persona de la ciudad”. Esos paseos eran, en realidad, una de las pocas ocasiones en las que Mick podía escuchar música… A través de las ventanas de las casas le llegaban las músicas que emitían las radios a esas horas. Una de aquellas noches la alcanza el fragmento de una sinfonía y queda paralizada. No era capaz de escuchar atentamente para oírla toda. La música hervía en su interior. ¿Qué hacer? ¿Aferrarse a ciertas partes maravillosas y pensar en ellas para no olvidarlas más tarde…, o soltarlo todo y escuchar cada parte que viniera sin pensar ni tratar de recordar? ¡Dios mío! El mundo entero era esta música y ella no era capaz de escucharla con suficiente firmeza”.

[1]Dorm, Joana. Que el Loverman fosc, tràgic,/d’aquell saxo soprano/del teu germà al consol de Montjuïc/t’acompanyi durant l’eternitat/pels camins que tan bé coneix la música. (Cançó de Bressol, del poemari Joana, de Joan Margarit;  Barcelona, Proa, 2002).

 

Referencias bibliográficas

McCullers, C. (1971), Sin Título, trad. de José Luis López Muñoz, Barcelona, Seix Barral, 2007.

McCullers, C. (1940), El corazón es un cazador solitario, trad. R.M. Bassols, Barcelona, Seix Barral, 2010.

McCullers, C. (1999), Iluminación y fulgor nocturno, trad. Ana Mª Moix y Ana Becciu, Barcelona, Seix Barral, 2001.

García Gual, C. (2003), Diccionario de mitos, Madrid, Siglo XXI.

García Lorca, F. (1921), Libro de poemas,  en Obras Completas, I, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 1997, pp. 57-176.

 

Palabras clave: literatura, música, infancia, vida

 

Juanjo Marín Pérez
Profesor de música
marin.juanjo@gmail.com
669724317