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Aproximarnos hoy en día a la histeria es complejo, más si tenemos en cuenta la banalización, incluso el tono peyorativo, que la utilización del término ha sufrido a lo largo de los años, y “su expulsión” de los criterios diagnósticos psiquiátricos (a partir de la redacción del DSM-III, donde el término histérico,  considerado “solo” como un cajón de sastre, se había sustituido por el de trastorno de conversión). Seguramente el carácter camaleónico que pueden presentar los síntomas histéricos habrá influido en ello, puesto que sus manifestaciones clínicas quedan dispersas en diferentes categorías diagnósticas. Pero lo cierto es que las conductas histéricas siguen presentándose en la clínica, aunque como ocurre en otras muchas enfermedades, con las características propias de los tiempos actuales. Síntomas puestos en el cuerpo que nos permitirán pensar no solo en las posibles conversiones sino en las somatizaciones, y poder reflexionar sobre si existen o no elementos comunes en ambas.

La sintomatología histérica es aparatosa y a menudo puede atraparnos, impidiendo que podamos ver más allá. En la clínica infanto-juvenil es frecuente encontrarnos con pacientes que presentan estas conductas, debido a su momento evolutivo, a la poca habilidad para regular sus emociones y, a menudo, a la necesidad de reclamar, como pueden, la mirada de sus adultos de referencia.

Cuando los padres nos describen las conductas de su hijo[1], es frecuente oírles decir: “Se pone histérico y no podemos calmarlo”. Evidentemente éste no sería un síntoma de la patología histérica considerada como tal, pero sí nos acercaría a esa banalización que mencionábamos antes y, sobre todo, a una dificultad de los padres para captar el malestar interno de ese niño. Pueden caer, entonces, en una actitud peyorativa que lo acreciente. ¡Cuán importante es rescatar esos aspectos!, ocultos tras las conductas, para acercarnos al sufrimiento real del niño y no confundirnos, ni confundir a su entorno.

Históricamente la histeria ha sido el prototipo de las neurosis. Freud escribió y reflexionó mucho sobre ella, pero tardó en darse cuenta de que los traumas sexuales que sus pacientes adultas le describían, solo habían pasado en su fantasía. Cambió entonces su idea inicial, de una seducción traumática real, por la existencia de una fantasía inconsciente acerca de una seducción fantaseada en su realidad psíquica. Freud partió, para su estudio de la histeria, de su modelo de desarrollo psicosexual, y lo fundamentó en la existencia de conflictos intrapsíquicos, de tipo edípico o fálico que generaban ansiedades intolerables para el Yo. Consideró los síntomas histéricos como la consecuencia de conflictos en la resolución edípica, ligada a las vicisitudes del complejo de castración, y que se expresaban externamente, bien en el propio cuerpo, bien en el tipo de relación (patológica) que el paciente establecía con su entorno.

Psicoanalíticamente fueron descritas como “neurosis de transferencia”, en oposición a las “neurosis narcisistas”, llamadas también psicosis. Históricamente los casos descritos, por lo menos desde la perspectiva descriptiva y sintomática, incluían entre sus síntomas momentos delirantes o alucinatorios que les otorgaban un matiz psicótico o narcisista. Fue éste el motivo por el que durante un tiempo se habló de psicosis histéricas.

Para que se dieran estas circunstancias hacía falta un considerable grado de desarrollo del aparato psíquico, con buenos recursos yoicos y cierta capacidad de simbolización que facilitara la teatralización, como recurso para seducir, calmar angustias y reforzar el propio narcisismo.

Pero en realidad las manifestaciones histéricas disimularían una patología más profunda que hoy  en día correspondería más al diagnóstico de patología borderline,  cuyo inicio no siempre situaríamos en la edad cronológica a la que se refería Freud, sino en un momento evolutivo bastante anterior. La situación traumática que él referenciaba sexualmente, puede muy bien ser una situación traumática carencial primaria, lo que nos abre la puerta a la histeria infantil y éste es el aspecto que voy a desarrollar a partir de algunas viñetas clínicas.

Actualmente, y yo comparto este criterio, se entiende el desarrollo psicoemocional como un proceso de diferenciación.

A partir de un inicio indiferenciado que situaríamos en la etapa fetal, el individuo avanza por un camino que lo lleva al reconocimiento consciente y real de los otros, como individuos diferentes, con un pensamiento diferente.

La construcción de un self propio es una tarea compleja y a menudo se ve entorpecida, sobre todo en los momentos iniciales, por la aparición de ansiedades catastróficas que no pueden ser contenidas ni acompañadas por  el entorno del niño.

Construir el self requiere ir incorporando nuevas capacidades evolutivas, tanto físicas como mentales. Esta construcción se va dando en un ir y venir, de lo ya conocido a lo nuevo, todavía desconocido  pero que ya  es posible.

Podemos pensar, por ejemplo, en lo que le sucede a un niño que empieza a caminar y que, en principio, está adquiriendo una nueva habilidad motora.

Evidentemente, ya posee el desarrollo muscular adecuado para hacerlo, pero debe superar también la inquietud que le despierta una situación tan distinta. Todas sus referencias cambian. De gatear, o estar sentado, a deambular, la percepción de su entorno es básicamente distinta y si la inquietud o miedo, en según qué casos, es excesivo puede llevarlo a demorar la utilización de una capacidad física que ya posee.

La confianza en sí mismo y la intervención de un entorno estimulante o el contrario, que lo deja a su aire, condicionará tanto la forma como el momento de ese aprendizaje. Las variantes son tantas como infantes y entornos, pero todas las situaciones tienen algunos aspectos en común: una nueva capacidad adquirida que genera un cambio, una vivencia inquietante ante ese cambio y un nivel individual de confianza en sí mismo.

Son, pues, momentos en los que el niño reajusta los esquemas evolutivos que había alcanzado, para poder incorporar las nuevas capacidades. En ese reajuste el niño pierde momentáneamente su seguridad. Pero tras ese ir y venir momentáneo, no exento de ansiedades importantes, presentes en todo momento de cambio, el niño dispone de nuevos recursos para seguir avanzando en su desarrollo. Sin embargo, este crecimiento nunca es lineal ni total, y a menudo observamos conductas y funcionamientos más infantiles de los que corresponderían si solo tuviéramos en cuenta su edad cronológica.

A partir de aquí, se nos hace evidente que el marco teórico referencial de cada clínico que describa la patología histérica lo llevará, no solo, a utilizar una u otra terminología, sino a una técnica terapéutica distinta. No es lo mismo situar su origen en fantasías traumáticas de tipo sexual, que hacerlo en situaciones traumáticas más iniciales, aquellas que pueden dificultar el desarrollo temprano del bebé y el establecimiento de vínculos con su entorno. Como tampoco situarlo, ¿por qué no? en traumas reales de tipo sexual, como los abusos.

Normalmente el paciente histérico niega los sentimientos de vacío, de exclusión y lo hace mediante la excitación, la euforia y una satisfacción narcisista infantil, pues conectar con ellos le supone la vivencia de ansiedades catastróficas. Posee un self frágil que se organiza defensivamente sobre ese narcisismo y suele comunicarse somáticamente.

Las comunicaciones somáticas suelen surgir cuando la persona no puede soportar ansiedades muy intensas y necesita expulsarlas, hacerlas desaparecer. La escritora S. Hustvedt (2009) investiga sobre esta relación cuerpo-mente, a partir de una dolorosa y enigmática vivencia personal: “la aparición de temblores” en un acto público, donde debía hablar de su padre, fallecido hacía poco, y que después se repitieron en otras circunstancias. Temblores a los que no hallaron ninguna causa física. Ella explora en profundidad y acompañada por diferentes especialistas diversas teorías médicas, neurológicas y psicológicas en un intento de hallar una respuesta a lo que le ocurre, y se va desplazando desde la conversión histérica a la epilepsia. También Bornstein (1946) había relacionado las dos patologías pero a partir del sonambulismo.

La lectura de ese libro me conectó con la vivencia de un paciente, al que atendí desde los cinco años hasta los catorce, y que a las pocas semanas de vida, después de diferentes ingresos por dificultades respiratorias, como consecuencia de una ingesta grave de meconio al nacer, presentó unas crisis diagnosticadas de epilepsia. Su madre explicaba una y otra vez, cómo ese “primer día” acudieron a urgencias y la echaron del box ante su insistencia de querer tomarlo en brazos. Ella había observado en su camino al hospital que cada vez que lo hacía y lo apretaba contra su pecho, el niño se calmaba y las crisis desaparecían. Con el tiempo perduraron en ese niño comportamientos fóbicos y temblores cuando se angustiaba.

Posiblemente sea difícil de verificar su relación, pero teniendo en cuenta que los fenómenos conversivos de la histeria pueden, en apariencia, asemejarse a los neurológicos, para mí existe una posibilidad más que razonable.

Ese niño era muy pequeño, pero lo cierto es que las ansiedades de separación, debidas a un ingreso prematuro y a una brusca separación de su madre, ya se habían instalado. Esas crisis parecían una descarga de su ansiedad, que se manifestaba corporalmente ante la situación traumática vivida y la imposibilidad de mentalizarla, pero ¿podrían considerarse el inicio de un camino hacia la conversión histérica o hacia posteriores somatizaciones?

F. Palacio Espasa y R. Dufour (1994) en su Diagnóstico Estructural en el niño, describen organizaciones psíquicas de tipo histérico con síntomas que se hallan al límite entre la conversión y la somatización.

Quizá puedan considerarse síntomas “prehistéricos” al no poseer todavía una representación simbólica. Pero si pensamos en la angustia puesta en el cuerpo, podemos también pensarlos como  manifestaciones corporales, cuyo origen sería esos impactos sensoriales precoces, que al no poder ser mentalizados se expresan a través de lenguajes no verbales.

Cuando hablamos de considerar el origen de la histeria como un fracaso en el proceso de diferenciación, estamos planteando la existencia de un conflicto prematuro en el vínculo establecido entre madre e hijo que ha despertado una gran angustia, de la que el niño ha intentado protegerse. Una actividad defensiva más ligada a la vivencia traumática que supone “la pérdida” de la figura materna que a la represión de los instintos sexuales desplazados en sus progenitores, ante el sentimiento de exclusión de la triada.

Al no realizarse una buena diferenciación self-objeto, persiste en mayor o menor grado un tipo de relación simbiótico-adhesiva con la madre, lo cual nos indica que “el tercero” no ha podido entrar. El grado de esta persistencia determinará un funcionamiento histérico más cercano a la psicosis o a la neurosis.

Aunque en los adultos también encontramos núcleos indiferenciados bajo capas más evolucionadas, en el caso de los niños la situación se complica, pues evolutivamente, todavía están inmersos en ese proceso de diferenciación[2] y aunque el proceso no depende directamente de su edad cronológica, sí que debemos tenerla en cuenta, pues puede variar nuestro criterio diagnóstico.

O. Kernberg (1987) habla de la personalidad histérica como la continuación de lo que él define como las personalidades infantiles, histeroides o histriónicas. Según él los pacientes histéricos presentarían una organización neurótica de la personalidad, y las personalidades infantiles histeroides o histriónicas, una organización límite de la personalidad.

Veamos ahora una viñeta de una niña de siete años, por la que su familia consultó inicialmente porque presentaba una baja autoestima y un inicio de fracaso escolar, además de serias dificultades para relacionarse con sus compañeras de curso, si no era el centro de atención. Explicaban la tristeza de la niña por el retraso escolar, pero poco a poco fueron describiendo sus conductas: mentía, escondía cosas, somatizaba a veces, simulaba otras, y cuando la descubrían desplegaba un comportamiento seductor, basado en la indefensión, que los desesperaba porque no sabían cómo comportarse. Si la reñían el desespero aumentaba teatralmente y si no lo hacían persistía en su conducta. Cuando la situación se complicaba, la niña llamaba a un familiar para explicarle que la maltrataban, con lo cual la situación tomaba matices dramáticos.

La relación inicial con la madre había sido difícil e insatisfactoria para ambas. La madre por motivos laborales había estado ausente y la niña muy sola; el padre, prácticamente ausente  hasta los dos años de la niña.

Se inició un tratamiento psicoterapéutico, en el que se puso en evidencia cómo la niña desplegaba todos sus encantos para seducir a la terapeuta. Normalmente dibujaba corazones y parejas de enamorados y “regalaba” esos dibujos a su terapeuta. Otras veces adoptaba una actitud de bebé en un intento de obtener caricias y besos. Entraba entonces en una rueda de excitación que no podía controlar. Cuando la terapeuta se lo señalaba, reaccionaba con patadas e insultos. Como suele ocurrir a menudo, las palabras de la terapeuta ejercían de “tercero”, se colocaban entre las dos y no la dejaba soñar, viéndose obligada a salir de esa relación simbiótica e idílica fantaseada, donde todo ocurría según sus deseos. Muy a su pesar se evidenciaba la individualidad del otro y ella se sentía sola.

En cambio cuando la terapeuta callaba, esperando el desenlace de la situación, ella desplegaba más y más el papel de niña dulce y encantadora, pero la terapeuta se sentía cada vez más incómoda, inquieta, enfadada y “echada” de su tarea terapéutica.

Un día que no quería marcharse y la madre se retrasaba, apareció ese aspecto manipulador que la familia había referido. La terapeuta puso fin a la sesión y fue con ella a la sala de espera para esperar a la madre. No la dejó sola para no aumentar la ansiedad de separación.

Ella, cada vez más enfadada, tuvo que esperar no más de tres minutos, y cuando llamó la madre marchó sin decir nada. Al empezar a bajar la escalera, (la madre la esperaba abajo), empezó a llorar teatralmente y a gritos. La madre, que todavía no la veía, se inquietó y le preguntó qué le pasaba, a lo que la niña contestó, también a gritos, que la terapeuta le había dado un bofetón. Y seguramente así había sido en su fantasía, al no ceder a su deseo y dar por finalizada la sesión.

En estos pacientes, el principal reto del terapeuta es conectar con su verdadero drama, para entresacar de la puesta en escena histérica lo que es verdadero de lo falso. Ellos recurren defensivamente a la fantasía, intentando darle veracidad, pues prefieren la satisfacción fantaseada a la real no conseguida.

En estas situaciones es cuando el objeto terapéutico debe ser suficientemente permanente, coherente y honesto para no responder a las actuaciones, pero tampoco ignorarlas, y eso no es fácil. Contratransferencialmente no puede dejarse llevar por la irritación ni por la seducción, sino que es necesario acercarse a la indefensión y sufrimiento del paciente que solo encuentra esta vía de expresión. Pero no siempre es fácil de conseguir.

Los pacientes histéricos, hombres o mujeres, tienen generalmente, en común, una relación inicial con una madre conflictiva, invadida por su propia angustia, y con poca capacidad para conectar emocionalmente con ellos.

El niño interioriza una función materna poco contenedora e impregnada de angustia. A menudo algunas de las características personales de esas madres les dificultan tolerar su propia angustia y, entonces, transmiten al niño un sentimiento de catástrofe, sin reconocerlo conscientemente, puesto que para ellas no pasa nada. Sin intencionalidad, es cierto, pero lo que recibe el niño es un doble mensaje, al que debe de alguna manera adaptarse. Aquí se inicia ya una especie de “como sí” que puede derivar en un falso self.

Por otro lado, la figura paterna no ayuda a establecer una triangulación primaria, porque acostumbra a estar ausente emocionalmente, y mucho menos si coincide con una ausencia física. El niño queda entonces atrapado en esta relación simbiótica con la madre, relación real o fantaseada, pero ambivalente, y no puede hacer una buena identificación ni vinculación materna.

Al inicio comentábamos la posibilidad de desplegar un funcionamiento histérico a partir, no de una fantasía de abusos sino, de una vivencia real. Este fue el caso de una niña adoptada y que había sido abusada y prostituida en su país de origen. Cuando la vimos, ya púber, había desarrollado una gran facilidad para seducir al otro, pero no era consciente de ello y siempre se colocaba en situaciones ambiguas con los hombres, de las que después se asustaba y entonces se replegaba en casa, sin querer salir.

Los padres adoptivos refirieron un tratamiento médico como consecuencia de unas  crisis convulsivas, que fueron diagnosticadas de epilepsia. Estuvieron presentes durante bastantes años de su niñez, hasta que remitieron sin más. Se manifestó entonces una anorexia nerviosa  con vómitos recurrentes.

Vimos poco tiempo a esa paciente por un cambio de residencia, pero siempre mostró una gran necesidad de “ser mirada” física y emocionalmente. Sus ojos seductores buscaban la complicidad de los ojos de la terapeuta y a la par intentaban dominarla conduciendo su mirada donde ella quería. Era un lenguaje no verbal, siempre presente en las sesiones en las que solía mostrar un comportamiento muy infantil y necesitado.  Su aspecto físico, su ropa, ocupaban gran parte de la temática verbal de las sesiones, pero era una manera de “mirar” hacia el exterior, hacia el disfraz que ocultaba su realidad, pues tanto la ropa como el pelo tapaban lesiones cutáneas importantes. Su cuerpo como depositario de lo no mentalizado, de lo no contenido, era también utilizado para reclamar la atención de los demás, que tanto necesitaba para sobrevivir. Accedió prematuramente a la sexualidad y buscaba en la erotización de sus relaciones un contacto sensorial que de bebé nunca tuvo, la reproducción de un vínculo, aunque fuera enfermizo.

En el niño pequeño la presencia de síntomas de conversión ha sido siempre un tema controvertido, a pesar de que  Ana Freud (1926) relacionó ya la anorexia con la histeria al describir una anorexia histérica en una niña de veintisiete meses. En edades tempranas es más fácil observar rasgos de carácter histéricos (teatralización, seducción, dramatización) y sería en la pubertad y la adolescencia cuando se generalizaría claramente la descripción de la histeria como patología específica, sobre todo cuando el teórico la conceptualiza como un desplazamiento de la angustia reprimida de origen sexual, y no de un origen traumático carencial primario.

Otra de las dificultades actuales es la de diferenciar en la edad infantil los síntomas propiamente histéricos de los comportamientos histéricos, pero también dónde ubicar síntomas tales como la encopresis, los tics, la enuresis, la anorexia, las cefaleas, los dolores de barriga y muchos otros, dado que por el momento evolutivo podemos encontrarlos en otras patologías, induciendo a la confusión diagnóstica. ¿Hemos de  considerarlos síntomas conversivos, o solo manifestaciones psicosomáticas? Realmente no existe un acuerdo.

La histeria “descendiente” de Freud contempla la conversión de un conflicto psíquico en una manifestación somática, con lo cual quedan afectadas las funciones sensoriales o motrices, pero preservándose la globalidad yoica. Desde este punto de vista los síntomas cumplirían esas premisas.

Pero en realidad creo que podemos hablar de un lenguaje a través del cuerpo. A veces con un contenido simbólico, otras como una manifestación de sensaciones vividas y registradas en el cuerpo, pero no mentalizadas y que no tienen otro medio de expresión.

[1] Voy a utilizar el término hijo/niño, independientemente del sexo de ese hijo. Aunque la histeria se ha atribuido en mayor medida al género femenino, es evidente que se presenta también en los hombres, aunque con algunas manifestaciones externas distintas.

[2] El proceso que lleva al niño a diferenciarse se da primero a nivel corporal y después a nivel mental. Cuando nos referimos al nivel corporal , hablamos de la diferenciación objeto-sujeto. Cuando lo hacemos a nivel mental, de la diferenciación self-objeto.

 

Referencias bibliográficas

Ramos, J. (Compilador) (2010), «Aproximaciones contemporáneas a la histeria», en Cuadernos de salud mental del 12, Madrid, Eride.

Cramer, B. (1977),  «Vicisitudes de l’investissement du corps symptômes de conversion en période pubertaire», en La psychiatrie de l’enfant, XX, 1, 1977.

Freud, A. (1926), «An hysterical Symptom in a child of two years and three months old»,  International Journal of Psycho-analysis, núm.7. 

Hernández, V. (2004), «La vertiente psicótica de la histeria», Anuario Ibérico de Psicoanálisis, vol. VIII-IX. 

Hustvedt, S. (2009), La mujer temblorosa, Barcelona, Editorial Anagrama, 2010.

Kernberg, O. (1987),  Trastornos graves de la personalidad, Mexico, Editorial Manual Moderno.

Tizón, J. (2000), La histeria como organización o estructura relacional desde la psicopatología psicoanalítica (material policopiado), SEP, Barcelona. 

 

 Resumen

La autora desarrolla la idea de que, tras la sintomatología histérica, podemos hallar no solo como explicaba Freud conflictos intrapsíquicos, de tipo edípico o fálico, que generaban ansiedades intolerables para el Yo, sino ansiedades surgidas de una  situación carencial primaria, que resultó traumática para el bebé.

Ello posibilita abordar terapéuticamente los síntomas, puestos en el cuerpo, desde otra perspectiva, sobre todo en la clínica infanto-juvenil, donde las diferencias entre conversiones y somatizaciones son muy finas.

 Palabras clave: histeria infantil, diferenciación-indiferenciación, vínculos iniciales,  traumatismos carenciales precoces.

 

Abstract

 The author develops the idea that behind hysterical symptoms we can find not only, as Freud sustained, intrapsychic conflicts of an oedipal or phallic type that generate unbearable anxieties for the ego, but also anxieties related to a situation of early deprivation which was traumatic for the baby. This comprehension enables us to address bodily symptoms therapeutically from another perspective, especially in infant and juvenile clinical practice where the differences between conversions and somatisations are most subtle.

 Keywords: infantile hysteria, differentiation–undifferentiation, initial bonds, early deprivation traumas.

 

Montserrat Guàrdia i Porcar

Psicóloga clínica. Psicoterapeuta. Psicoanalista SEP-IPA

mguardia@copc.cat