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Para ser lo más claro y conciso dentro de lo poco que permiten serlo las teorizaciones derivadas de la clínica psiquiátrica en general y de la psicoanalítica en particular, puesto que son  teorizaciones que intentan generalizar a nivel abstracto experiencias clínicas más concretas, empezaré con unas breves definiciones encaminadas a diferenciar los conceptos de funciona­miento, estado, carácter y síntomas psicóticos, tal como a mí me parece entenderlos.

Llamamos funcionamiento psicótico a todo funcionamiento mental que provenga de la activación o reactivación manifiesta y eficiente de un modo de funcionamiento primitivo o arcaico que no corresponda al nivel madurativo actual de la personali­dad (self) y que perturbe más o menos intensa y manifiestamente el sentido o criterio de realidad del sujeto (yo), o sea, su capacidad de captar la realidad y situarla en su contexto material, emocional, relacional y social dotándola de significado.

Al hablar de estado psicótico nos referimos, pues, el estado mental en que se encuentra la persona que ha sido invadida por un modo de funcionamiento mental psicótico con tendencia a independizarse del funcionamiento normal o incluso a dominarlo y subordinarlo de tal forma que llega a manifestarse haciéndose directa o indirectamente observable a través de pensamientos, juicios o conductas sintomáticas reveladoras de aquel modo de funciona­miento mental primitivo o arcaico.

El concepto de carácter psicótico se aplica a aquellos tipos de persona­lidad que presentan rasgos de carácter que condicionan estilos relacionales y que, por su calidad de excéntricos, extraños e incluso perturbadores de la relación, parecen empáticamente incompren­sibles y tan faltos de sentido que se tiende a interpretarlos como actos o conductas automatizadas y repetitivas que debieron tener algún sentido en épocas pretéritas de la vida, en cuyo caso serían como residuos cristalizados de funcionamientos primitivos.

Recurriendo a una definición de Perogru­llo, el síntoma psicótico  será aquel que podamos considerar como expresión de un funcionamiento mental psicótico, independientemente de que se presente durante un estado psicótico o no.

Naturalmente, la reaparición o reactivación de un funciona­miento mental que ya estaba aparentemente superado sólo se entiende psicodinámicamente si se admite la posibilidad de vaivenes y movimientos progresivos y regresivos en el curso del desarrollo emocional y cognitivo. Los movimientos regresivos están facilitados y estimulados por las ansiedades y conflictos relacionales que el sujeto tiene que enfrentar a lo largo de la vida y, aunque parezca paradójico, tienden a retrotraerse a ansiedades y conflictos pretéritos y a reactivarlas como en un intento de buscar nuevas respuestas y soluciones. La intensi­dad y la calidad más o menos primitiva o arcaica de tales ansiedades y conflictos, así como el carácter más o menos regresivo de las defensas y su calidad más o menos destructiva o constructiva, la profundidad de la regresión y la presencia de núcleos enquistados o disociados en función de procesos de detenciones parciales del desarrollo, la interac­ción con el medio, la calidad de los mecanismos introyectivos y proyecti­vos y una larga lista de etcéteras, harán que los estados psicóti­cos tengan características muy diferentes de cronicidad o transitoriedad, de profundidad, de invasividad, de gravedad, etc., y que puedan ser ordenados y clasificados según esquemas nosológicos más o menos complicados. En la práctica clínica el esquema diagnóstico-nosológico más simple y más acuciante es el que corresponde a la pregunta ¿psicótico o neurótico?

El único criterio en el que coinciden las clasificaciones psiquiátricas actuales para diferenciar psicosis y neurosis es el de la conservación o pérdida del sentido de realidad, que, por definición, estaría claramente perturbado en las psicosis y relativa­mente conservado en las neurosis. Pero aún así, ni la pérdida burda del sentido de realidad, cuya máxima expre­sión clínica sería la aparición de delirios y alucinaciones, considerada como constituyente  de la más clara diferenciación entre los casos extremos de psicosis y neurosis, es un criterio decisorio e indiscutible. Por una parte, se diagnostican psicosis sin delirios ni alucinaciones y, por la otra, es dudoso que en las neurosis no haya algún trastorno, a veces francamente aprecia­ble, del criterio de realidad.

Supongamos, por ejemplo, que una persona se queda paralizada de miedo ante un ascen­sor y sin poder entrar en él, dispuesta incluso a subir por las escaleras por muy alto que esté el piso a donde va. A esta persona se la diagnos­tica­rá de psicótica si delira, es decir si, pongamos por caso, nos dice que no entra porque una voz protectora le ha advertido que la mafia rusa ha colocado en todos los ascensores de la ciudad un dispositivo que explotará cuando él entre en cualquiera de ellos. En cambio, a la misma persona se la diagnos­ticará de fóbica si nos dice que ya comprende que su temor es irracional y que no sabe a qué es debido, pero que no puede entrar en el ascensor porque sólo de pensarlo le invade una gran angustia, se le dispara el corazón y se queda como clavada en el suelo. En el caso de que, aun reconociendo la irraciona­lidad del miedo que le impide entrar en el ascensor, no se atreviera a hacerlo por temor a que pudiera ocurrirles algo malo a sus padres o algún ser querido, el diagnóstico se inclinará hacia la neurosis obsesiva. La situación objetiva que se observa de entrada es la misma: miedo intenso a entrar en el ascensor; en cambio, el diagnóstico será diferente en función del relato explicativo del paciente. El psicótico delira, el obsesivo racionaliza mágicamente y el fóbico reconoce que no sabe qué le pasa, pero no entra; de hecho, en los tres hay un trastorno del criterio de realidad y la consecuencia objetiva es la misma si nos ceñimos a la observación de la situación anecdóti­ca: no suben al ascensor.

Las fobias son síntomas muy frecuentes también en los abigarrados cuadros clínicos de la histeria. ¿Qué haría un histérico o histérica en circunstancias parecidas ante un ascensor? Imaginemos un ejemplo prototípico, o sea, exagera­do. Es probable que la histérica (aunque decir histérico o histérica sea lo políticamente correcto, resulta más prototípi­ca la histérica) tuviera un miedo fóbico más situacional que el del verdadero fóbico, en el sentido de que el miedo más que al objeto fuera a una situación, como la de encontrarse sola en el ascensor con un hombre. Es probable que, a pesar de eso, y a diferencia del verdadero fóbico, entrara en el ascensor mirando de reojo al hombre y fantaseando sobre los deseos sexuales de él, con miedo a ser violada y adoptando a la vez, como quien no quiere y más o menos consciente o precons­ciente­mente, actitudes seductoras o provocati­vas hacia el hombre en cuestión, que reuniría así caracte­rís­ticas simultá­neas de objeto temido y de objeto deseado. Por seguir imaginando algo típicamente histérico ya no tan probable, aunque sí posible, imaginemos que, ante un movimiento cualquie­ra del hombre, la mujer se pusiera a gritar como la Sra. Emy, aquella paciente de Freud que, mientras estaba hablando con él, lo apartaba de cuando en cuando con un gesto de sus manos a la vez que gritaba: “¡no se acerque; no me toque!”

Curiosamente y aunque, a diferencia de los otros tres ejemplos, el miedo de la histérica al ascensor no le impide entrar en él, sus explicaciones tienen puntos de contacto con las de los otros tres casos. Como el fóbico, está consciente de la angustia y de su carácter irracional; como el obsesivo, puede creer que con sus gritos ha evitado un daño irrepara­ble; y, como el psicótico, aunque no delire propiamente, reacciona y se comporta como si estuviera convencida de que aquel hombre quería violarla. Y no es difícil imaginársela explicándole a una amiga que en el ascensor se encontró con un hombre que quería violarla o asociando a la “experiencia traumática” actual traumas sexuales infantiles que refiere como cosa cierta y que no han existido más que en su fantasía. Recorde­mos cuánto le costó a Freud descubrir que muchos de los traumas sexuales que le relataban sus pacientes sólo habían ocurrido en la fantasía de aquéllos.

Históricamente, la histeria ha sido el prototipo de las neurosis. Con su estudio se inició la concepción psicoanalítica de las “neurosis de transferencia” en oposición a las psicosis o “neurosis narcisistas”. Pero también históricamente los casos inicialmente descritos como histeria incluían entre sus síntomas accesos delirantes y alucinatorios que, aunque transitorios y dotados generalmente de un claro sentido emocional y hasta intencional, no dejaban de conferir­les un matiz narcisista y psicótico, al menos desde la perspectiva descriptiva y sintomatológica. Por esa razón es frecuente, o por lo menos lo era hasta la sistematización nosológica or­ganizada alrededor de los DSM, encontrar descripciones clínicas con el diagnóstico de psicosis histéricas. Conceptualmente, estas psicosis histéricas, que son la que Zetzel incluía en el tercer y cuarto grupo de su ya clásico  trabajo (“Las así llamadas buenas histéricas”[1]) describiéndolas como pacientes que presentan una sintomatología histérica tan manifiesta que recubre y disimula su patología más profunda, constituían un paso intermedio entre las neurosis narcisistas o psicosis propiamen­te dichas y las neurosis transferenciales. Correspon­derían al tipo de psicopatología que hoy día tiende a incluirse bajo el epígrafe diagnóstico de patología borderli­ne o fronteriza. Los casos más próximos al polo psicótico del amplio espectro  histérico son claramente psicóticos en cuanto a su capacidad de borrar los límites entre realidad interna y externa, entre fantasía y realidad, pero no tienden a cronifi­carse como psicóticos porque, como ocurre con toda la patología borderline, les caracteriza una oscilación continua entre movimientos regresi­vos y progresivos, desde el polo narcisis­ta y esquizoparanoi­de al depresivo y neurótico, o sea, desde un tipo de relación psicótica con ansiedades catastróficas de fragmentación y defensas fusionales y confusionales a un tipo de relación neurótica con ansieda­des depresivas y defensas racionalizado­ras.

Actualmente se tiende a entender el desarrollo psicoemo­cional como un proceso de diferenciación a partir de un inicio fusional (desde el autoerotismo y el narcisismo primario hacia el investimiento y la elección del objeto según Freud, desde el autismo y la simbiosis hacia la separación-individuación según Mahler o desde la posición esquizoparanoide hacia la posición depresiva según Klein). Entendido el desarrollo así, la construcción del self se realiza fundamentalmente mediante identificaciones múltiples con objetos que en principio serán parciales, tanto más cuanto más pregenital o arcaica sea la etapa o el nivel del desarrollo. Según la definición  de funciona­mien­to psicótico que proponíamos al principio, la persistencia de estos niveles primitivos o la regresión a los mismos implicará necesariamente la aparición de funcionamientos o estados psicóticos. Cuando esto sucede en personalidades histéricas se puede observar cómo la relación con los objetos parciales y las consiguientes identificaciones han persistido en niveles pregenitales o preedípi­cos en mayor proporción e intensidad que en otras persona­lidades neuróticas, como ya era de suponer por las características clínicas de la histeria. Se observa entonces claramente que la falsa sexualidad de la erotización histérica oculta un tipo de relación muy voraz y de características orales, que la seducción histérica está al servicio de la posesión oral y de la recuperación de un estado fusional simbiótico que el histérico no deja de añorar nunca. Se comprende así el constante sentimiento de carencia, el resentimiento, la insaciable reclamación de amor-fusión-erotización y la constante insatis­facción que no hace más que retroalimentar la voracidad, la insatisfacción, los celos y la envidia en un círculo vicioso maligno y patógeno. A diferencia del paciente narcisista, que parece siempre satisfecho de sí mismo y que se aparta con desprecio del objeto que no se deja seducir o que le frustra, y a diferencia del paranoide, que acusa al objeto amado de ser malo o de odiarle, el histérico suele aferrarse a su objeto de amor con una actitud reivindicativa y victimista; no le convierte en objeto de odio ni de desprecio o indife­rencia, sino que, en todo caso, le reprocha su incapacidad para amar o para comprenderle, sin dejar nunca de exigir que se le ame y se le comprenda a la vez que lo hace imposible. Una vez puesto en marcha este círculo vicioso pueden producirse regresiones más profundas y malignas que condicionan la aparición de  estados psicóticos con delirios y alucinaciones de contenido frecuentemente sensorial y cenestésico. Los típicos delirios de posesión, los delirios erotómanos y los embarazos fantasma son ejemplos de vivencias fusionales con componentes alucinatorios cenestésicos y sensoriales, todos ellos propios de la psicosis histérica.

Otro tipo de sintomatología psicótica propio de la patología histérica son ciertos estados disociativos que recuerdan algunos famosos y hasta cinematográficos casos de doble o múltiple persona­li­dad. Tanto es así que Zetzel, aunque no se refiere a ellos, encabeza su ya clásico artículo citando una canción de cuna que habla de una niña que tenía un rizo que le caía “justo en medio de la frente (dividiéndola en dos, se supone) y cuando era buena, era muy, muy buena, pero cuando era mala, era horrible”. Esta imagen recuerda el funcionamiento mental y relacional que acabo de describir como propio de la histeria. La niña histérica de la canción de Zetzel, con un estilo de relación muy similar al narcisista, muestra su mitad exageradamente buena en tanto y cuanto su funcionamiento seductor le permite sentirse el centro de la atención y mantener en la conciencia una imagen idealizada de sí misma y de su objeto de amor unidos en una relación ideal y casi fusional de la que los demás están excluidos, lo que le permite, además, proyectar en ellos el sufrimiento, los celos y la envidia. Pero en cuanto se sienta mínimamente frustrada y expuesta a tener que reintroyectar su insatisfac­ción, sus celos y su sufrimiento, aparecerá la mitad exageradamente horrible. El mantenimiento de esta disociación extrema entre el self muy bueno, muy bueno, unido a un objeto tan bueno que es ideal, y el self muy malo, muy malo, unido a un objeto tan malo que es horrible, equivale al mantenimiento de una persona­lidad no integrada, inmadura y muy infantil, que explica los explosivos y extremados cambios de actitud emocional que caracterizan las relaciones del histérico. También explica la huida hacia delante en un intento continuamente inútil de huir del conflicto ambivalente entre imágenes tan contradictorias del mismo objeto. Intentando huir del conflicto que supone encontrarse oralmente atrapado entre la imagen de un “pecho” ideal e inalcanzable y la de un “pecho” malo y persecu­torio, la niña se dirigiría prematuramente hacia el padre sin haber resuelto el conflicto con el pecho, de modo que esto explicaría la sexualización precoz y el carácter en el fondo conflictivo y persecutorio de la erotización histérica. La apariencia edípica de la histeria es engañosa y falsa porque no se trataría de una fijación edípica no resuelta, como creía Freud, sino de una fijación oral o pregenital de la que el histérico/a huye precipitándose prematuramente hacia una falsa situación edípica o triangular en la que el padre no es pareja de la madre, sino figura sustitutiva de la misma, con la que tiende a quedar confundida más que unida. El pene del padre, en vez de devenir símbolo fálico, sigue siendo un objeto que representa vicarian­temente el pecho de la madre a nivel de objeto parcial y el vínculo de la niña sigue siendo predominantemente o casi exclusivamente oral.  A eso se refiere Fairbairn al decir que la oralidad del histérico/a es sexual a la vez que su sexualidad es oral. Es probable que la mayor frecuencia del diagnóstico de histeria en las mujeres pudiera explicarse porque esta misma situación de huida hacia un falso Edipo vicariante quede camuflada, cuando se da en el niño, por una tendencia a la homosexualidad.

El viejo concepto de personalidad doble o múltiple aboca históricamente al de escisión y disociación de la personalidad y replantea el también viejo problema de la dialéctica entre los procesos de integración y disociación en el curso de la formación y desarrollo de la personalidad. Recuerdo una paciente de estructura borderline, joven, trabajadora y responsable que se sentía invadida, de cuando en cuando, por una rabia furiosa contra los padres y unos intensos sentimien­tos de celos que abocaban a una irresistible actitud vengativa que la había llevado a varios intentos de suicidio presididos por el deseo de hacer sufrir a los padres, a los que, aparte de estos episodios de rabia, apreciaba mucho. La paciente decía textualmente que era como si, en determinados momentos y de forma repentina, se le dispa­rara un «resorte» que activaba la rabia, los celos y el deseo de venganza y se convirtiera entonces en otra persona a la que ella misma llamaba “la rabiuda” y que la dominaba irremisible­mente. En el curso del tratamiento quedaba claro que el resorte se disparaba siempre en situaciones de herida narcisista que disminuían su autoesti­ma narcisísticamente elevada; entonces se sentía inferior y, automáticamente, culpaba de ello a sus padres, convencida de que no le habían dado suficiente cariño por haber preferido a la hermana. Junto a “la rabiuda” persistía disociadamente una parte capaz de autocrítica, pero impotente hasta que el resorte volvía a su sitio.

Un caso más exagerado de disociación histérica al estilo de la doble personalidad era el de una paciente de unos veinte años que ingresó en el Hospital de Día con antecedentes de varios episodios seudoalu­cinatorios de aspecto histérico en cuyo contenido era fácil adivinar simbolismos sexuales de nivel muy primitivo. No vamos a entrar en detalles de su historia personal; sólo recalcare­mos, para ilustrar el funcionamiento mental del binomio madre-hija, que la propia pa­ciente explicaba delante de su madre que había sido víctima de repetidos abusos sexuales por parte del padre desde los catorce a los dieciséis años y que la madre no lo negaba, sino que se limitaba a quitarle importancia afirmando simplemente que la hija no había perdido la virginidad puesto que no hubo penetra­ción (“porque yo me retiraba”, puntualiza la hija). Aproximadamente medio año antes del ingreso la paciente  estaba en un bar musical con su novio, disgustada y enfadada porque le parecía evidente que el novio sólo la quería para disfrutar sexualmente. Con la cabeza apoyada en el hombro del novio, se adormeció y, horas después, despertó en la cama de una clínica psiquiátrica sin recordar nada de lo que había pasado. Las amigas le explicaron que estaba agitada, como fuera de sí, dando golpes y agrediendo a la gente. En la clínica le dieron el alta el mismo día del ingreso y se fue a su casa, en estado aparentemente normal pero sin conciencia de lo ocurrido. Quince días después se produjo un episodio idéntico (también enfadada con el novio por el mismo motivo) que acabó igualmente en la clínica (el informe dice que ingresó conscien­te, mutista, con descontrol conductual y ansie­dad). La madre, a la que las amigas llamaron y pudo presenciar este segundo episodio, dice que estaba “sonámbula, como hipno­ti­zada, sin hablar, como un muñeco”. Entre uno y otro episodio el comportamiento de la paciente siguió siendo normal, aunque persistía la amnesia de lo ocurrido. El tercer episodio, pocas semanas antes de su ingreso y unos seis meses después de los anteriores, fue distinto. La paciente estaba de baja en el trabajo, solitaria y con tendencia a quedarse encerrada en casa. Empezó a asistir a clases en una escuela de preparación del graduado escolar, según ella para distraerse y prepararse para reanudar la vida normal. En una ocasión fue al lavabo y allí –según su relato–  había una chica rubia de unos catorce años, vestida con bata de colegia­la. La paciente se quitó la cadena que habitualmente lleva en el cinto (para protegerse de posibles asaltos en la calle), rodeó con ella el cuello de la chica y apretó hasta verla caer muerta a sus pies. Despavorida, salió corriendo y fue a la comisaría a confesar a la policía lo ocurrido, desplegando tal poder de convicción que la policía la acompañó al lugar de los hechos comprobando allí que no había cadáver ni rastro alguno de que lo hubiera habido. Este episodio, a diferencia de los anteriores, no es amnésico, al menos subjetivamente; la paciente siguió creyendo durante un tiempo que todo lo que recordaba era real y solo poco a poco fue aceptando que tal vez fuera una alucina­ción, como le habían dicho. Objetivamente considerado, el episodio añadía al recuerdo real un recuerdo alucinatorio, con las características de la alucinación histérica. Explorando esta situación, la paciente recordaba haber tenido en los dos últimos años algu­nas “alucinaciones” más simples y transito­rias, como, por ejemplo, oír unos pasos, oír gritos, ver una araña enorme en la pared y una pared agrietada por la que fluía sangre. Tal como lo explicaba, dejando transparentar un contenido sexualizado,  evocaba en el entrevista­dor imágenes de alguna película de Hitchcock.

Clínicamente parecía un cuadro histérico con evolución desde el trastorno histérico de la personalidad hacia un episodio psicótico de características también histéricas. No tenemos más datos de la paciente, por lo que nuestras conside­raciones se limitan a utilizar los datos que conocemos para ilustrar algu­nos puntos del tema que nos interesa en este momento. Desde el punto de vista de la tesis de la personalidad histérica con múltiples identificaciones, los dos primeros episodios, clínicamente clasificables como estados crepuscula­res histéricos, podrían comprenderse como la manifes­tación transi­toria de una segunda personalidad dentro de una estructu­ración de personalidad múltiple (sería la del tipo 2b de Ellen­berger[2], o sea, personalidades alternan­tes con desconocimiento mutuo). Pero en el tercer episodio, que es el que da lugar al ingreso de la paciente, no hay amne­sia, sino confusión. El criterio de realidad de la paciente se debilita hasta el punto que cree que su fantasía es realidad (lo que contribuye al carácter clínicamente psicó­tico y alucinatorio del episodio) y sólo bajo la influen­cia de los demás llega a aceptar que pueda ser una “alucina­ción” (no obstante, en el fondo esta aceptación es relativa porque, aunque acceda a considerarla “alucina­ción”, no es que la acepte como fantasía, sino que para ella sigue siendo una experien­cia de características sensoriales, aunque aparentemente acepte su carácter alucinatorio). Si supusiéra­mos que la niña de catorce años a la que mata en la fantasía o experiencia alucinatoria la representaba simbólica­mente a ella misma, a aquella niña de catorce años que sufrió o fantaseó una experiencia incestuosa con el padre y a la que quisiera hacer desaparecer reprimiéndola o disociándola (matarla inconscientemente), veríamos que la repre­sión histérica ha sido sustituida en este episodio por una realización onírica del deseo de deshacerse de esa “experien­cia” (fantasía alucinato­ria) incestuosa, tan característica de las personali­dades histéricas con independen­cia de que haya encontrado una satisfacción real o no. El carácter onírico de la experiencia alucinatoria también es propio de la alucinación histérica y lo encontramos en esta paciente en las seudoaluci­naciones de los pasos, la araña, la pared sangrante, etc. Pero aquí, como en la experiencia onírico-alucinatoria del asesinato de la niña, ya no hay una alternancia de dos personalidades distin­tas de un mismo individuo (una que se adormece sobre el hombro del novio y otra que surge golpeando y haciendo daño), como sucedía en los dos primeros episodios, sino una fusión de ambas que se expresa clínicamente como confusión.

 

[1]Una primera versión de este trabajo fue presentado en  mayo de 2001 en las Jornadas de la SEP de Sevilla y publicada en Temas de Psicoanálisis (primera época) en el número de 2003-2004: Vol. VIII-IX, pp.155-163. Ofrecemos una versión revisada en mayo de 2012.

[2] Zetzel, R.E. (1968), “The So Called Good Hysteric”, International Journal of Psycho-Analysis, , pp. 256-260

[3] Ellenberger, H.F. (1970),  El descubrimiento del inconsciente, Gredos, Madrid.

 

Víctor Hernández Espinosa
Doctor en Medicina. Psiquiatra. Psicoanalista, miembro titular de la Sociedad Española de Psicoanálisis. Profesor del Institut Universitari de Salut Mental (Fundació Vidal i Barraquer, URL) de Barcelona.