El animal posee agresividad, pero no ejerce actos de violencia propiamente dicha. Y su agresividad está limitada a hacerse con su presa para el sustento, a la defensa de su territorio y, dentro de la especie, al establecimiento de una jerarquización u orden de relación para el apareamiento. Violencia propiamente dicha, no hay si no es en el hombre.
José Luis López Aranguren
(1909-1996)
Conceptos generales
El fenómeno de la violencia ha afligido la humanidad en toda su historia, convertida en una crónica de atrocidades y manifestaciones brutales que se han ido sucediendo en el transcurso de toda su existencia. Cualquier período que analizáramos está bañado en sangre, saturado de guerras, crímenes, torturas y demás actos crueles orientados a infligir sufrimiento. Últimamente, estos problemas se han visto fuertemente agravados al disponer la humanidad de métodos de exterminio —la bomba atómica— capaces de aniquilar toda forma de vida, lo cual ha determinado que el tema de la violencia sea objeto de una especial atención y proliferen estudios sobre el tema desde diferentes perspectivas. ¿Es posible que este reciente interés por el tema sea debido a que existe una mayor sensibilidad frente al mismo, y que por este motivo se intenten esconder muchas de las formas de violencia y solo se ejecuten por vías ocultas? Esto supondría un cierto progreso de la humanidad.
El término violencia será utilizado aquí para referirnos a la vertiente comportamental de la agresividad de tipo destructivo, al abuso de la fuerza o del poder para maltratar o subyugar a los demás. Odio es el término que designa a los componentes afectivos así como el tipo de relación de objeto que se establece.
La complejidad del hecho de la violencia y el polimorfismo de sus manifestaciones exige que su estudio sea multidisciplinario, investigado desde diferentes vértices. La violencia la podemos enfocar como un suceso individual, por ejemplo la personalidad criminal; como un fenómeno social, por ejemplo las subculturas de la violencia y las asociaciones mafiosas; y desde un ángulo político, por ejemplo la violencia revolucionaria, el terrorismo, la violencia de las instituciones, la estatal, etc. A pesar de que todas estas formas de violencia no son compartimentos estancos sino que mantienen una cierta interrelación e influencia recíproca, ya que como señalan J. Puget (1988) y Y. Gampel (1997) la violencia social se inscribe en la realidad psíquica, en este trabajo necesito limitar mi exposición y circunscribirme a los aspectos psicológicos de la violencia humana.
Resumidamente, podríamos considerar dos puntos de vista opuestos en la teorización sobre la génesis de la violencia. Me refiero a las tesis instintivistas y a las tesis ambientalistas, las cuales se sustentan, no solo en base a argumentos científicos, sino que se apoyan en gran medida en previas tomas de posición ideológica. Se trata de una antigua controversia sobre la naturaleza humana, sobre su pretendida bondad o, por el contrario, su malignidad, y que se puede ilustrar con los criterios antagónicos de Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau. Mientras que para el primero el estado natural del hombre era la “Bellum omnium contra omnes (Guerra de todos contra todos)” debido a su egocentrismo innato, para el segundo el hombre nace inocente y sólo se corrompe y vuelve agresivo debido a la nefasta influencia de la sociedad. En el fondo, lo que impera es la gran resistencia a reconocer que en el interior del ser humano hay aspectos destructivos.
En la actualidad, los representantes de más relieve de las tesis instintivistas como Konrad Lorenz y Robert Ardrey, son objeto de duras críticas por parte de Ashley Montagu, Geoffrey Gorer, Scott, Boulding, etc., acusados, injustamente, de querer perpetuar la concepción del “pecado original”, y de esta manera de eximir al hombre de su propia responsabilidad por su agresividad. A su vez se les reprocha el defender una visión pesimista de la humanidad, con el riesgo de que conduzca a una actitud de omisión de la necesidad de transformaciones sociales y a la creencia en la imposibilidad de extirpar el mal. Es como si consideraran que el reconocimiento de la presencia de elementos destructivos en la naturaleza humana llevase ineluctablemente a la conclusión de que no son modificables, negando las capacidades madurativas del hombre para poder contener los impulsos primitivos y la posibilidad del cambio psíquico. Tampoco tienen en cuenta estos autores que, como postula Konrad Lorenz, junto a los instintos agresivos existen ritos vinculantes y de apaciguamiento que impiden que la agresión intraespecífica pueda llegar a un desenlace mortal, al menos en los animales. En realidad, la agresividad cumpliría un conjunto de funciones: defensa del territorio donde se encuentra la alimentación, orden jerárquico al servicio de la selección natural, defensa de la progenie, etc., pero difícilmente llevaría a la muerte, más bien todo lo contrario, la agresión sería básica para la supervivencia de la especie. El problema importante que se plantea es el de si en el hombre, último peldaño de la escala evolutiva, perdurarían estos instintos agresivos o qué nuevas modalidades pueden haber adquirido debido al proceso de hominización.
La violencia en el hombre
El psicoanálisis ha sido considerado, puede de forma excesivamente simplista, como una concepción instintivista; es una afirmación que merece un examen más riguroso. En primer lugar, no es demasiado coherente hablar de instintos en el hombre. En efecto, designamos como instintos una forma de comportamiento heredado, genérico, que se desencadena por medio de estímulos básicamente internos, aunque también pueden ser externos, que posee escasa variabilidad, y que es propio de los animales y tanto mas estereotipado cuanto inferior es la evolución del ser vivo. A pesar de todo, también existe la posibilidad de una susceptibilidad especial a un cierto aprendizaje en los animales más evolucionados, sobre todo en lo que se han denominado los períodos críticos, el “imprinting”, y que corresponden a los inicios de la vida en los cuales las circunstancias externas van conformando o “acuñando” los instintos.
Para el hombre Freud utilizó el término “trieb” que es más acertado traducir por pulsión, tal como se va imponiendo, y que denomina un proceso dinámico consistente en un impulso que hace que el organismo tienda hacia un fin (Laplanche y Pontalis, 1971), si bien en la pulsión lo más destacable es el elemento impulso, de embate o empuje, más que el de fijación a un determinado fin. En realidad, se trata de potencialidades innatas, con un amplio grado de plasticidad, que se desarrollarán según la intervención de factores de diferente índole. Como escribe Freud (1912), “El psicoanálisis nos ha llevado a prescindir de la estériles antítesis establecidas entre factores externos e internos, entre el destino del individuo y su constitución”.
Es el citado nivel de plasticidad o de relativa autonomía de las pulsiones humanas, en este caso de las agresivas, lo que las distancia enormemente de la agresividad animal. El biólogo Adolf Portmann (citado por D. Freeman, 1970) lo expresa con toda su crudeza al afirmar: “cuando se ve entre los hombres cosas terribles, crueldades que apenas pueden concebirse, muchos hablan irreflexivamente de brutalidad, de bestialidad o de un retorno a niveles animales. Como si hubiesen animales que hicieran a sus congéneres lo que se hacen los hombres los unos a los otros. Precisamente aquí el zoólogo ha de trazar una clara línea divisoria: estas cosas malévolas, horribles, no son una supervivencia animal transportada en la transición imperceptible del animal al hombre; esta maldad pertenece a este lado de la línea divisoria, es puramente humana…”. Y estos estragos que causa la violencia son debidos a la relativa independencia que el hombre tiene de sus pulsiones, lo cual comporta a su vez la posibilidad de que se perviertan y como, por ejemplo, en el caso de las pulsiones agresivas puedan deslizarse hacia vínculos sadomasoquistas. En esta misma dirección Hartmann y otros (1949) afirman que en el hombre las pulsiones están mediatizadas por las funciones yoicas, y citan a Murphy que remarca como en la especie humana la inteligencia sustituye el instinto.
Psicoanálisis y violencia
El reconocimiento de la agresión como pulsión autónoma ha sido un descubrimiento lento de la teoría psicoanalítica. Respecto a este hecho Freud, en 1930, se sorprendía de su rechazo a la idea de la existencia de una pulsión destructiva especifica en el hombre: “No comprendo como pudimos pasar por alto la ubicuidad de la agresión no erótica y de la destrucción, omitiendo asignarle la posición que le corresponde en la interpretación de la vida”. Y se preguntaba: “¿Por qué hemos necesitado tanto tiempo para decidirnos a reconocer la existencia de una pulsión agresiva?”. En realidad, la importancia de la agresión como una defensa contra el avance del tratamiento ya fue contemplada desde los inicios del psicoanálisis. Un aspecto que atrajo la atención de Freud fue el sadismo, como puso de relieve en los Tres ensayos para una teoría sexual (1905), si bien en aquel momento lo consideró como una de las pulsiones parciales que forman parte de la pulsión sexual. No deja de ser interesante, sin embargo, que en el mismo trabajo y más adelante admitiera “impulsos a la crueldad que nacen de fuentes de hecho independientes de la sexualidad” y que relacionó con las pulsiones de dominio. Se trata de una afirmación que reaparece esporádicamente en su obra, como en Pulsiones y destino de la pulsión (1915). Es importante señalar como en esta última obra Freud realizó un profundo estudio del odio y de su relación con las frustraciones provenientes del mundo exterior, con los estímulos de desagrado que el yo recibe y que le incitan a intentar agredir y destruir los objetos que son fuente de las situaciones de malestar. Con estas formulaciones Freud se anticipa algunas décadas a los trabajos de la Escuela de Yale sobre la frustración—agresión. Además, Freud escribe “El odio es, como relación de objeto, más antiguo que el amor; brota de la repulsa primordial que el yo narcisista opone al comienzo de la vida al mundo exterior, que prodiga de estímulos”. De esta manera quedó definida la afinidad del odio con las pulsiones de conservación, esto es, se reconocen los aspectos defensivos de la agresión. De todas formas no fue hasta el año 1920, en Más allá del principio del placer, que las pulsiones agresivas no adquirirían un estatus autónomo y serían reconocidas por su propia especificidad e independencia.
Según Ernest Jones, al principio, la hipótesis de la existencia de la agresión como derivada y representante principal de una pulsión autodestructiva fue expresada con poco convencimiento por parte del mismo Freud, como una especulación que trascendía la experiencia psicoanalítica. Se tratarían de unas pulsiones silenciosas que pretenderían la reducción absoluta de las tensiones, el retorno al estado inorgánico, al “nirvana”, y que como mecanismo de protección del organismo serían deflexionadas y desviadas hacia el mundo exterior, donde se manifestarían como agresividad. Sólo con el transcurso del tiempo Freud se aferró a esta conceptualización y la desarrolló en el campo clínico. A pesar de todo, no encontraron una gran aceptación entre gran parte de los psicoanalistas estas nuevas formulaciones teóricas, la antítesis entre unas pulsiones de vida y unas pulsiones de muerte que en última instancia representan la polaridad entre los procesos anabólicos y catabólicos, o la lucha entre el amor y el odio como había anunciado ya Empédocles:
“por Amistad convergen en Uno todas las cosas;
mientras que, otras veces,
por odio de Discordia cada una diverge de todas”
La propuesta de una pulsión de muerte, tal como fue postulada por Freud, desencadenó un intenso debate que persiste aún hoy día entre quienes la acogieron favorablemente, e incluso la desarrollaron y aplicaron a la clínica como hicieron los psicoanalistas afines a la escuela kleiniana, y los que, por el contrario, se opusieron a estos nuevos planteamientos teóricos y los rechazaron. En lo que sí que hubo un acuerdo general fue en la necesidad de conceder una mayor atención a los componentes agresivos y destructivos de la personalidad. Es interesante consignar que Freud, hacia el final de su vida, tenía algunas dudas sobre si su formulación de las pulsiones de muerte como manifestación primaria de una tendencia autodestructiva podía ser modificada. Strachey (1961) en las notas introductorias al Malestar en la cultura recuerda una carta de Freud del año 1937, dirigida a la princesa Marie Bonaparte, en la que se sugiere que la agresividad estaría primariamente dirigida hacia el mundo exterior. “El giro de la pulsión agresiva hacia el interior es, por descontado, la contrapartida del giro de la libido hacia a fuera, cuando pasa del yo a los objetos. Se podría imaginar un esquema según el cual, originariamente, en todas las pulsiones de vida estaban dirigidas hacia adentro y toda la agresividad hacia fuera, y que esto fue cambiando en el curso de la vida”. Posteriormente, Melanie Klein postuló que también originariamente la libido estaba orientada hacía los objetos externos, si bien, por otro lado, se mantuvo fiel a la consideración de la agresión como una externalización de las pulsiones autodestructivas.
Esta divergencia entre psicoanalistas tiene su paralelismo a nivel sociológico, como se ha mencionado previamente. Entre los partidarios de negar una agresividad innata en el hombre, y que por tanto consideran la violencia como el resultado de un proceso de aprendizaje social, como Ashley Montagu, Geoffrey Gorer, etc., ha existido un vivo interés por descubrir sociedades con ausencia de agresividad, y citan unas pocas; los arapesh de Nueva Guinea, los lepchas de Sikkim, los pigmeos de Ituri en la República Democrática del Congo, y los utus, indios de Norte América, aunque reconocen que en estos últimos su pacifismo no está muy enraizado. No obstante, y este es el punto esencial, se trata de estudios muy insuficientes ya que solamente se limitan a evaluar la conducta externa, olvidando examinar la realidad psíquica. En cambio, en la investigación de las fantasías diurnas y de los sueños la agresividad de los individuos siempre puede ponerse de manifiesto, más o menos vehementemente. La simple observación de los juegos infantiles aporta datos esclarecedores acerca de sus impulsos violentos. Melanie Klein (1927) señaló la analogía existente entre los juegos de niños pequeños en análisis y algunos crímenes horribles que habían sucedido en aquellos tiempos. Expondré a continuación una viñeta clínica que considero muy ilustrativa sobre la hostilidad latente y que no se manifiesta en la conducta aparente.
El paciente A. era un chico joven con una personalidad muy pasiva, y que inició un tratamiento psicoanalítico debido al fracaso escolar y una intensa apatía. Era hijo único, con un ambiente familiar muy infantilizador. El padre era un activo fabricante, muy emprendedor y resolutivo que aunque estaba con mucha frecuencia ausente del hogar debido a sus negocios, durante los ratos en que convivía con el hijo era muy exigente y dominante. La madre, muy sobreprotectora, intentaba consolar su propia soledad a través de un trato asiduo con el hijo, como si fuera su pareja. A. era un hijo dócil y obediente, que jamás creó problemas y vivía muy recluido en el hogar, prácticamente sin amistades. Mientras que en la enseñanza secundaria asistió a un colegio de normas rígidas su rendimiento fue normal, pero al iniciar la Universidad empezó a coleccionar suspensos. Después de probar diferentes tratamientos médicos, su familia decidió acudir a mi consulta, enviada por uno de los médicos que habían atendido al chico. Al cabo de poco de haber iniciado el análisis, y durante la separación de un fin de semana, tuvo un sueño muy violento que contrastaba con su comportamiento fuertemente inhibido y apagado durante las sesiones. A. soñó que: “Estaba tumbado en la playa, descansando cerca del mar. En la playa habían también otras personas desconocidas, y un tío mío, médico, con su esposa. De repente, de debajo de la superficie del mar salió un ser enorme y extraño. Era como un buzo de los antiguos, dentro de una escafandra, la cabeza metida en un casco de metal con una ventana de vidrio frente los ojos. Del casco salía un tubo que servía para recibir oxígeno. También podía ser como un extraterrestre gigante. Aquel ser se dirigió amenazante hacía la playa, causando un pavor extremo a todo el mundo, que huyó, y yo también. Entonces se puso a perseguir a mis tíos para embestirles. Me desperté aún espantado y temblando”. Poco a poco, a través de sus asociaciones, pudimos ir entendiendo su sueño. El ser gigante y extraño representaba una parte del paciente que no podía reconocer como propia, y la depositaba en un ser alejado y estrambótico, como un extraterrestre. Era, además, una parte que era muy infantil —el buzo recordaba un feto aun unido a la madre mediante el cordón umbilical— y de gran violencia. Se dirigía contra el analista, representante de los padres, que durante el fin de semana le abandona y tiene su propia pareja, y que en el sueño está simbolizado por la pareja de los tíos —él médico— unidos y atacados.
Al cabo de pocos días tuvo otro sueño, que venía a ser como una continuación del anterior. Era durante la dictadura franquista: “Iba a la Universidad y me encontraba con que el campus universitario estaba tomado por la policía que cargaba brutalmente con porras, disparos de pelotas y botes de humo contra los estudiantes, los cuales a su vez se refugiaban en los edificios universitarios y se defendían lanzando piedras y adoquines contra la policía. Yo me asustaba mucho y me quedaba paralizado, sin poder moverme ni hacia un lado ni hacia otro. No podía irme, ni meterme en la revuelta o tomar partido por alguna de las dos partes contendientes”. En este sueño podemos observar el conflicto entre un superyó muy cruel, representado por los policías, y una agresividad defensiva al servicio de la supervivencia representado por la rebelión de los estudiantes que intentaban proteger sus tendencias a la autoconservación, la afirmación y el desarrollo personal.
He citado este caso por dos razones principales. En primer lugar, porque si bien las circunstancias familiares están íntimamente involucradas con la patología de A., se puede observar con claridad en el primer sueño la dura agresividad que le domina y que, además, parece una agresividad muy primigenia, que casi podríamos catalogar de fetal, por las características morfológicas del buzo. En segundo lugar porque, tal como se observa en el segundo sueño, es un caso en el que podemos observar un grave conflicto interno que llega a paralizar al paciente, al no poder hacerse cargo de la situación. En este sueño se constata la presencia de pulsiones agresivas de muy diversa índole. Por un lado, los aspectos tiránicos y destructivos superyoicos, y por otro, la agresividad autopreservativa de los estudiantes. ¿Se trata del mismo género de pulsiones? O las diferencias cualitativas de estas dos formas de agresividad dependen de otros factores, como las características en las cuales se han concertado las pulsiones agresivas y de vida.
Un problema central que se plantea al abordar los fenómenos agresivos en general, o más concretamente de la violencia, es cómo entender la multiplicidad de formas en que se expresa, no únicamente en términos de intensidad, sino también por sus diferentes peculiaridades y funciones: autopreservativas, de dominio y búsqueda de poder, de realización perversa sadomasoquista, destructiva, etc. Esta heterogeneidad de las pulsiones agresivas, que oscila desde la búsqueda de la destrucción o aniquilación del objeto, o del propio self, a la expresión del anhelo de protección del self o del objeto estimado, ha motivado que hayan surgido diferentes enfoques teóricos para dar una explicación coherente a estas cuestiones. Así, autores como Stone, Markowitz, Fenichel y Gillespie, entre otros, rechazan la necesidad de admitir una agresividad primaria o pulsional y más bien la consideran como “un agregado de diferentes actos con diversos orígenes, unidos por la naturaleza de su impacto sobre los objetos”, es decir, más por sus efectos que por su causa. Otros autores en cambio, y en una línea que sigue las sugerencias de Freud, piensan que esta heterogeneidad responde a niveles o cualidades de la fusión entre las dos pulsiones primordiales, las de vida y las de muerte o, quizá dicho de forma más simple aunque probablemente más inexacta, prescindiendo de especulaciones de compleja verificación, entre las pulsiones libidinales y agresivas. A mi modo de ver, esta segunda hipótesis está mucho más próxima a la clínica y puede explicarnos de forma mucho más plausible la diversidad de manifestaciones en que se expresa la agresividad. Partiendo de este punto de vista trataré de exponer mi propia concepción.
Al propugnar la existencia de dos clases diferentes de pulsiones, Freud señaló la necesidad de tener en cuenta la relación y los conflictos o pugnas entre las mismas en la labor clínica. En el fondo, todo acontecer vital venidero está presidido por su actitud conjunta i/o antagónica. “Solamente por la acción concurrente o mutuamente opuesta de las dos pulsiones primarias —Eros y Pulsión de muerte, nunca por una u otra aislada— podemos explicar la rica multiplicidad de los fenómenos de la vida” (1937). También señaló Freud que en realidad, estas pulsiones “casi nunca se presentan en forma pura” sino que habitualmente están fusionadas o mezcladas de diferente forma. Herbert Rosenfeld desarrolló estas ideas e introdujo el concepto de fusión patológica para describir aquellos procesos en los cuales los impulsos libidinales están sometidos o subordinados a los impulsos destructivos, mientras que en la fusión normal serían los impulsos destructivos los que estarían subordinados y al servicio de los libidinales.
He destacado anteriormente que las pulsiones en el hombre se caracterizan por su plasticidad, por el hecho de ser influidas por factores provenientes de su medio ambiente, sobre todo por las situaciones que afectan su primera infancia. Desde el momento del nacimiento se pone en marcha un incesante intercambio entre el recién nacido y el mundo externo, a través de los mecanismos de introyección y proyección, que es básico para el desarrollo y la organización de la personalidad. La mente infantil se va poblando fantasmáticamente de objetos, resultado de la internalización más o menos distorsionada de los objetos externos, y debido a esta distorsión pueden adoptar un carácter persecutorio o idealizado. Las situaciones de comodidad, bienestar y placer o, por el contrario, las de displacer y malestar, afectan la imagen del mundo que se va construyendo. Grotstein cree que las ansiedades suscitadas por los estados de displacer son experimentadas como la invasión del self por un “no-mí”. Melanie Klein (1934) escribe que “es inevitable que la agresividad innata resulte incrementada por circunstancias externas desfavorables y, de manera inversa, que disminuya por obra del amor y la comprensión que recibe el niño, y estos factores siguen actuando durante todo el desarrollo personal”. Las privaciones de las necesidades emocionales y físicas del infante no son sentidas como la ausencia del objeto, sino como la presencia de un objeto malo (la madre) que inflinge dolor.
Además, en casos de maltrato infantil el problema se puede complicar debido a la posibilidad de las identificaciones con el agresor. La identificación es una primitiva forma de funcionamiento mental y de vínculo objetal. Probablemente, uno de los factores más influyentes para que se constituyan subculturas de la violencia (Wolfgang y Ferracuti, 1971), es decir, territorios o países determinados donde la violencia se manifiesta de forma endémica, es debido a la acción de mecanismos identificatorios familiares. Asimismo, en la formación de las bandas violentas las identificaciones juegan un papel importante. Por un lado la identificación proyectiva de los diferentes miembros con el capitoste, que depositan en su líder las propias capacidades de pensar, decidir y dirigir, y por otro las identificaciones recíprocas entre estos miembros, lo cual posibilita cierto nivel de cohesión grupal.
El impacto de los factores mencionados mientras se configura el mundo interno deja una impronta de como se han elaborado estas experiencias precoces y que predisponen hacia unas determinadas tendencias en el desarrollo. Se trata de procesos muy complejos, en los que están implicados una multiplicidad de eventos que estimulan que se fortalezcan o se atenúen los aspectos persecutorios y destructivos o, por el contrario, sean los libidinales los que se afiancen. Como señala Ludwig von Bertalanffy, esta posible destructividad es debida a que el hombre no vive, únicamente, en un nivel biológico, sino que crea un universo simbólico en el pensamiento, la emoción, el lenguaje y la conducta. Y es en este universo simbólico donde la violencia, entre otras manifestaciones, adquiere unas características singulares privativas del ser humano, que desafortunadamente puede expresar un nivel de sofisticación y de crueldad muy alejado de las reacciones instintivas propias de los animales.
Incluso en grandes agrupaciones humanas con cierta frecuencia ha existido una idealización de la violencia, como han expresado algunos poetas futuristas entre los que sobresale Filippo Tommaso Marinetti, que posteriormente se afilió al fascismo, y quien afirmó que “la guerra es la que devuelve a las razas la virilidad perdida en las masturbaciones refinadas de las viejas civilizaciones”. La guerra, para Marinetti, significaba el heroísmo, el amor al peligro, el ensalzamiento de la fuerza y, como señala Fredric Wertham, lo que es más característico e irracional: “la violencia es considerada como un argumento”.
Niveles de la conducta violenta
Como ya se ha mencionado, las pulsiones agresivas están fusionadas con las libidinales, lo cual implica que su actividad esté regulada por el balanceo que se establece entre estas dos diferentes categorías de pulsiones, y por las peculiaridades de la alianza o relación que mantengan entre sí. Otro aspecto a tener en cuenta es el de si las pulsiones están dirigidas hacia el self o hacia el mundo objetal. De acuerdo con estos puntos de vista, podríamos describir diferentes niveles básicos u organizaciones mentales en que se expresaría la forma en que se ha realizado la fusión o defusión pulsional. La referencia a niveles u organizaciones no solo alude a configuraciones mentales estables, de tipo caracterológico, sino también a aquellas constelaciones mentales que se estructuran en momentos concretos y limitados, debido a la presencia de diferentes factores, y que explican la irracionalidad de algunos estados afectivos y determinadas conductas.
Existen situaciones de conflicto personal y social que favorecen la irrupción brusca de comportamientos abiertamente violentos. Me refiero principalmente a estallidos de guerras o revoluciones, donde el superyó colectivo sufre una radical transformación y la prohibición de matar se convierte en la obligación de exterminar a los enemigos. Esta trasmutación de los valores es propicia al desenfreno de una violencia extrema y polimorfa, en la que incluso participan personas que en períodos de “tranquilidad social” se habían comportado plácidamente. Esto no significa que todo el mundo se sume a cometer estas exhibiciones violentas. Arthur Hyatt Williams, que antes de ser psicoanalista había sido médico militar, estuvo destinado en la guerra de Birmania durante la segunda guerra mundial y me comunicó unas interesantes observaciones que efectuó de los distintos combatientes. La guerra en la jungla birmana tenia características propias. Era una lucha de guerrillas, en la que los combatientes de uno y otro bando estaban escondidos en las profundidades de la selva y se atacaban por sorpresa, por lo que cada combatiente se daba perfecta cuenta de los enemigos que había matado con sus disparos. Por la noche, al reunirse la guerrilla, se comentaba la lucha y mientras que algunos soldados se mostraban tristes y preocupados por los japoneses a los que habían quitado la vida, pensando si habían dejado viudas y huérfanos pequeños, otros celebraban con gran alborozo y regocijo, de tipo maníaco, las muertes que habían realizado. Es decir, que mientras que algunos mataban en defensa propia y de los valores que sustentaban, y se sentían responsables de sus actos, había otros soldados que lo vivían como un acontecimiento propicio para ejercer una violencia de forma abierta, sin trabas, y con la ventaja de que no solo estaba justificada, sino que hasta podía ser premiada. Se definían, de esta manera, dos formas diferentes de agresión, la de carácter autopreservativo y la violencia destructiva, tal como se ponía de manifiesto en el segundo sueño de A..
En mi opinión, estas diferencias reposan en profundas estructuras mentales, y además plantean graves problemas sociales, por lo que más adelante intentaré efectuar una exposición más detallada de mis puntos de vista sobre estos temas. De momento sólo quisiera señalar que en la agresión autopreservativa los impulsos agresivos están sometidos a las pulsiones libidinales que los contienen y les incita hacia el proceso de sublimación. Por este motivo los impulsos primitivos se reorientan a la búsqueda de nuevos fines y objetos de manera que la agresión se pone, por un lado, al servicio de la maduración, afirmación y reconocimiento del mundo personal y, por otro lado, intentando consolidar y afianzar unos valores e intereses sociales. Mientras esta forma de agresividad responde a una finalidad de índole defensiva frente a las amenazas externas, la violencia destructiva, que puede adquirir múltiples modos de expresión y responder a diferentes motivaciones, tiene como finalidad infligir daño o subyugar al objeto. Esta violencia propia del hombre, y que se fragua a través de su historia personal, está bajo el dominio del narcisismo, con desprecio y falta de preocupación por el objeto.
A modo de síntesis para facilitar la exposición, y aunque no se trate de tipos bien perfilados, ya que se solapan entre sí y fácilmente se puede pasar de un tipo de violencia a otro, podemos agrupar la violencia destructiva en cuatro grandes apartados que expondré a continuación: reacción frente a un peligro interno, organización mental sadomasoquista, defusión pulsional y sobretodo, por su gran trascendencia social y las problemáticas que plantea, la motivada por influencias situacionales.
Reacción frente a un peligro interno
Contrariamente a las opiniones comúnmente admitidas, Freud (1916) postuló que la relación culpa—delito se podía invertir en muchos casos. No era el delito el que generaba sentimientos de culpa, sino que existían previamente unos sentimientos de culpa de origen desconocido para el sujeto —vinculados a la situación edípica— que incitaban a cometer el delito, básicamente por dos motivos: por un lado, para poder concretar la culpa y, por el otro, para la búsqueda de un castigo expiatorio. Antes se ha mencionado como las ansiedades frente a las pulsiones de muerte, actuando en el interior de la mente, pueden llegar a no ser tolerables, por lo que el yo las intenta desviar hacia el exterior en forma de agresión. A pesar de las dudas que suscita la aceptación de una pulsión de muerte, lo que parece indudable es que la acción intimidatoria de un superyó muy arcaico adquiere una dramática importancia en el origen de ansiedades extremadamente persecutorias y generadoras de culpa insoportable.
La desviación hacia el exterior de las pulsiones destructivas, no solo es debido al propósito de evitar las amenazas internas, sino que también se proyecta en el exterior al perseguidor interno para conseguir librarse del mismo, y de esta manera poder controlarlo y atacar para aniquilarlo. Un episodio paranoide, del cual fui testigo, va en esta misma línea. En una ocasión un individuo que había asesinado precisamente al policía que le vigilaba, por sus antecedentes y las sospechas que despertaba, me dijo con un tono muy convencido y de forma sigilosa: “durante mucho tiempo, y paseando por la calle vi que me seguía la misma persona. Como es lógico, empecé a sospechar que tramaba algo, …asesinarme clavándome un cuchillo por la espalda, o algo así, de forma que decidí librarme de este hombre. Súbitamente me tiré encima de él y le hundí mi navaja en su pecho”.
Cuando la proyección encuentra obstáculos imposibles de superar, como ocurre en situaciones de aislamiento, la amenaza interna puede adquirir características verdaderamente terroríficas como, por ejemplo, el temor de volverse loco presente en los presos recluidos en celdas de aislamiento. En entrevistas realizada en la cárcel, diferentes presos me han confiado el profundo pánico que les inspira el que les encierren en estas celdas: su miedo a la locura. Y esto es quizá más frecuente e intenso en presos con una personalidad conflictiva y un historial delictivo grave. Cuando se les priva de la continua actuación a la que les lleva su ansiedad y quedan en una situación de incomunicación, les invade el miedo a la enajenación mental. Es como si hubiesen de huir perpetuamente de ellos mismos, descargando su ansiedad por las vías motrices. Es también la ansiedad lo que les estimula a la ingesta de drogas, como forma de adormecer la mente y vivir en un mundo más insensible, opaco y con sensaciones más sosegadas. Por este motivo, la privación brusca de la droga puede desencadenar en un individuo adicto una reacción extremadamente violenta.
Una breve viñeta clínica puede ilustrar la importancia de la presión superyoica en el desencadenamiento de una brusca crisis violenta. P. era un chico joven que inició una psicoterapia por sus problemas de conducta. Además de fracaso escolar, cometía pequeños hurtos —bolígrafos, caramelos, objetos de escritorio, etc.— en las tiendas de su vecindad, eligiendo sobre todo aquellas de las que su familia era cliente, como si desease ser descubierto, y que sus padres se enteraran de sus actividades y le castigasen. También, a menudo se peleaba con sus compañeros y casi siempre se llevaba la peor parte al elegir a los más forzudos. P. tenia unos acentuados y vagos sentimientos de culpa, que llevaban aparejada una necesidad de castigo. El padre de P. era un hombre de gran fortuna, que controlaba cuidadosamente y con cierta tacañería. Era muy viejo, enfermo y un poco inválido, y se pasaba la mayor parte del día metido en cama. P. era el mayor de una familia con pocos hermanos. Era el favorito de la madre, una mujer aun joven y muy angustiada, con quien mantenía una relación simbiótica.
Un día, mientras la familia comía junta, el padre atendió una llamada por teléfono de un tendero que se quejó de que P. había vuelto a robar en su tienda. El padre, disgustado y con un tono dolorido, recriminó al hijo diciéndole: “¡Tu, lo que quieres, es matarme a disgustos!”. La respuesta de P., irritado, fue lanzar con cólera un cuchillo que tenia en la mano contra el padre, como si se lo quisiese clavar. El padre, afortunadamente, se pudo apartar y así evitar ser herido. El análisis de este suceso puso en evidencia que la incriminación del padre de que el hijo le mataría, determinó que la figura paterna ocupase el lugar de un superyó acusatorio. Muchas veces el hijo se había sentido culpable por la vejez y enfermedad del padre, como si él fuera el culpable debido a los ataques verbales o de pensamiento que le había infligido, así como por el hecho de tener a la madre tan copada. Ante la recriminación del padre, P. sintió una culpa insoportable ya que ponía al descubierto sus celos y encarnaba la realización del deseo de disponer para él sólo de toda la dedicación y el afecto de la madre. El ataque contra el padre, en realidad, representaba un ataque a su superyó que le criticaba severamente por abrigar en su interior estos deseos prohibidos y que le humillaban. Toda la escena se constituyó como una herida narcisista que desencadenó una furiosa crisis destructiva. No se trataba de una simple réplica a quien ha lanzado un agravio, sino de una reacción más profunda, una respuesta al dolor que puede significar la pérdida de la autoestima producida por la ofensa al propio narcisismo.
Los acontecimientos que afectan el equilibrio narcisista, fácilmente pueden desencadenar reacciones violentas. En muchos conflictos sociales graves, los problemas de tipo narcisista juegan un importante papel ya que, a pesar de que puedan responder a otras motivaciones —económicas, políticas, etc.—, los factores psicológicos en conexión con los aspectos narcisistas de la personalidad, que están en la base de ciertas efervescencias pasionales, adquieren una enorme importancia. Freud (1917) describió un fenómeno que nombró con el título de “el narcisismo de las pequeñas diferencias”, y que amplió más tarde (1930) y que hace referencia a los sentimientos de intensa hostilidad que pueden quedar reprimidos —y por tanto inconscientes— y que se oponen a los sentimientos de confraternidad que serían propios de grupos o individuos vecinos con una cierta convivencia. El destino de estos sentimientos de enemistad puede ser diverso, aunque las consecuencias son similares. Pueden crear situaciones extremadamente conflictivas, como el racismo, el maltrato a la mujer, la lucha entre comunidades con distinta religión o tipo de creencias, etc. Los graves problemas que pueden surgir responden, básicamente, al temor a la pérdida de la propia identidad, a confundirse con el extraño, con quien, por otra parte, se siente cierta afinidad; y el odio es una forma de tomar distancia, un intento de autoafirmarse. Por este motivo retrata una actitud propia de individuos con un sentimiento de identidad poco consolidado, y escasamente delimitado.
También es posible que los impulsos agresivos sean desviados hacia nuevos objetivos con tal de mantener la cohesión social. Es de sobras conocido que en momentos de crisis social buscar un enemigo o emprender una acción bélica es una actitud que ha sido utilizada por bastantes países para intentar mantener la paz interna. Entre nosotros, durante la época de la dictadura franquista, cuando las protestas sociales iban en aumento, a menudo se hacían reclamaciones sobre Gibraltar para desviar la agresividad hacia un país extranjero. En términos similares, Franco Fornari ha considerado que la guerra representa una institución social con una función defensiva frente las ansiedades paranoides y depresivas que existen, con mayor o menor intensidad, en todo el mundo, y que si bien aparentemente se presenta como una defensa contra peligros externos es, en realidad, una defensa contra peligrosas fantasías internas inconscientes.
Estrechamente vinculados con el problema del “narcisismo de las pequeñas diferencias” existen los casos en que la agresión se ejerce contra las personas que pueden representar aspectos rechazados de uno mismo. Z. era una chica joven con grandes necesidades emocionales que intentaba negar, debido a las múltiples frustraciones que había sufrido desde su tierna infancia. Para sentirse segura, se había construido una imagen de sí misma como de alguien que se bastase por sí sola. En la relación transferencial había un constante uso de la identificación proyectiva. La negación de la dependencia se manifestaba ostentosamente. Actuaba intentando despertar curiosidad, hablaba de forma ambigua incluso dando a entender que había muchos hechos que no explicaba; a menudo llegaba con retraso, haciéndose esperar, y las primeras vacaciones las adelantó un par de días. En las relaciones de pareja era muy seductora, intentando cautivar al hombre, y cuando conseguía que su pareja dependiese de ella, se desenamoraba, ya que su pareja pasaba a representar los aspectos dependientes que odiaba. Entonces, empezaba a maltratarlo hasta que al fin lo abandonaba.
El uso patológico de la identificación proyectiva también tiene una dimensión social que explica la perpetuación de ciertos regímenes violentos, fundamentalmente en países poco desarrollados. Citaría, a modo de ejemplo, los típicos golpes de Estado destinados a derribar un tirano y que, en caso de tener éxito, es frecuente que a pesar de las promesas de libertad solo implique la sustitución del antiguo déspota por otro de idéntica condición, que instaura una nueva dictadura. Friedrich Schiller, en la tragedia La conjuración de Fiesco dramatiza admirablemente este riesgo. Para evitar que Fiesco se pueda convertir en un nuevo dictador, el conjurado Verrina, el amigo de Fiesco, lo asesina una vez que éste ha vencido al antiguo dictador Andrea Doria. Las relaciones entre el poder y el ejercicio de la violencia son algo que ha sido reiteradamente señalado, así como también el hecho de que mantener alguna forma de poder se presta a su abuso y a que se estimulen los aspectos regresivos de tipo destructivo de la personalidad, en gran parte por la inmunidad que otorga. Los estudios de Philip Zimbardo, a los que me referiré más adelante, corroboran experimentalmente estas opiniones.
En un artículo anterior (Bassols, 1980) intenté perfilar diferentes formas de poder, huyendo de criterios políticos y de legitimidad, centrándome únicamente en los aspectos psicopatológicos, es decir, en los estados mentales en que se apoyan. Distinguía entre las formas sanas o al servicio de la maduración, basadas en unas capacidades y conocimientos —y, por tanto, que solo afectaban a aspectos parciales de la relación y que tendían a anularse progresivamente— propias de la posición depresiva, y las formas en que predominaba la explotación violenta y el ejercicio del dominio sobre los otros, propias de la posición esquizo-paranoide.
Organización mental sadomasoquista
He puesto sadomasoquista porque son dos componentes de una misma personalidad en que la presencia de uno implica a su vez la presencia del otro, lo que no impide que exista un predominio de uno u otro, y que el restante esté en estado larvado o inconsciente. Aquí, por la orientación de este trabajo, me ocuparé únicamente de los elementos sádicos. Al sadismo en la actualidad se le ha dado un significado más amplio que el de una perversión sexual. Entendemos por sadismo el abuso de poder que conduce a infligir daño físico o moral, como malos tratos o humillaciones a otros seres, para obtener una satisfacción, sentido de dominio, de superioridad, sexual o de sexualidad inconsciente, etc.
Lo que define estos estados mentales es la fusión patológica de las pulsiones, la primacía de las pulsiones destructivas, que establecen una alianza perversa con las pulsiones libidinales, las cuales quedan subordinadas a las agresivas y proporcionan el elemento de fruición al perpetrarse actuaciones violentas. Al quedar los aspectos libidinales del self atados o en complicidad con los destructivos, las capacidades de vida y de crecimiento mental quedan paralizadas.
Para Donald Meltzer, en los estados mentales donde reina el sadismo, se quiere crear un mundo que es el negativo del de la naturaleza, un mundo de no-vida, donde no existen las grandes angustias de los que están vivos y constreñidos por sus límites. Se trataría, por tanto, de defensas maníacas: “No es la sensualidad lo que se codicia, sino la triunfante abolición de la angustia depresiva, y aun de la persecutoria, aunque de la depresiva sobre todo” (Meltzer, 1974). Estas defensas maníacas que se utilizan ofrecen gran fascinación. La proliferación de espectáculos de personajes reales o irreales perversos, los temas crueles y la asistencia multitudinaria de público que reciben avala este atractivo (el boxeo en muchos países, además de otras fiestas sangrantes). Muchas veces queda restringido únicamente a la mera contemplación, aunque en ocasiones y ciertas personas pueden inducir al paso a actitudes sádicas. Hyatt Williams ha llamado la atención sobre muchos crímenes que han estado precedidos por periodos en los que se ha cultivado el uso de armas violentas y otros utensilios ofensivos o belicosos, acompañados por fantasías diurnas de carácter violento y la tendencia a frecuentar espectáculos brutales como si el futuro delincuente buscara estímulos externos para cometer sus delitos. Esto, además, como es de fácil observación, también está vigente a un nivel colectivo de ciertos Estados —el cultivo primordial de armamento— previo a una aventura bélica.
La organización mental sádica es de índole narcisista, con absoluto desprecio y falta de preocupación por la víctima, sin sentimientos de culpa o de compasión por el daño que se le ocasiona, incluso puede ser motivo de burla, todo lo cual hace que nada impida la ejecución de la violencia. Para el autor de una violencia sádica lo único que es imprescindible es que la víctima padezca un sufrimiento, que es lo que le provoca excitación.
Un problema muy preocupante es que los comportamientos sádicos pueden estar activos en épocas precoces de la vida, en niños y niñas al inicio de la pubertad e incluso antes. En muchas clases escolares de niños de estas edades se presentan actitudes de desprecio y asedio moral hacia alguno de los escolares, de forma crónica y prolongada durante mucho tiempo. De pronto, un grupo dirigente deja de comunicarse con un escolar, no le contestan, prescinden de él en los juegos, hacen como si no existiera o se burlan y hablan groseramente de él manifestándole una abierta hostilidad. Un conjunto de actitudes que han sido definidas como mobbying (acoso laboral) o bullying (acoso escolar), y que con la aparición del Facebook ha tenido una mayor difusión al facilitar las comunicaciones entre escolares. Las causas pueden ser múltiples y los motivos desencadenantes a veces son nimios. En ocasiones se puede elegir la víctima por tratarse de un niño apocado y tímido, pero también puede ocurrir con estudiantes brillantes y emprendedores, debido a la envidia que pueden despertar. También puede ser motivo de bullying el hecho de introducir un nuevo compañero en un grupo de clase ya formado, o que el asediado pase por momentos difíciles, enfermedades familiares, familia desestructurada, etc.
En el bullying, el grupo violento en general está formado por niños mediocres, en ocasiones muy forzudos. La víctima, ante una situación de este tipo, puede sufrir trastornos mentales graves, depresión, pérdida de todo interés y de la autoestima. Por último, existen los compañeros de clase que generalmente consienten la situación por miedo de que si ayudan a la víctima van a ser también motivo de asedio. En el fondo, es una situación muy parecida a la de muchas poblaciones adultas.
Una característica frecuente en las personalidades sádicas son los vivos sentimientos de resentimiento por las muchas injusticias que creen haber sufrido. Se trata de injusticias la mayor parte reales, aunque también otras son imaginarias, pero todas tienen como principal función disculpar al delincuente por sus actividades violentas. Bastantes presos en la cárcel se dedican a escribir sus biografías, memorias, poemas, proyectos de reforma del régimen penitenciario, etc. Un hecho que he podido constatar en la abundante producción literaria que me han entregado delincuentes con un cargado historial sádico, es que nunca aparecen sentimientos de culpa sino, por el contrario, una amplia exposición de agravios, con gran rencor y odio. Muchos de los tatuajes que habitualmente se hacen practicar los presos —aparte del popular amor de madre— son también una ostentosa exhibición de impulsos violentos. Por esta razón, un sádico puede estar buscando vengarse de forma indiscriminada de una sociedad que ha sentido muy hostil, lo haya sido o no.
Defusión pulsional
Hace muchos años, cuando colaboraba con una institución dedicada a la reinserción social de delincuentes, tuve ocasión de estudiar a un joven atracador que nombraré D.. Era un chico de gran corpulencia y que trataba a sus víctimas de forma despectiva y sádica, con continuas amenazas y burlas. D. era el supuesto cabecilla de una pequeña banda, compuesta por cuatro o cinco miembros, que cometían sus asaltos en un barrio residencial y preferentemente los sábados por la noche. Debido al hecho de actuar siempre en un área limitada, fue fácilmente detenido gracias a la vigilancia que montó la policía. Lo que sorprendió es que una vez detenido se mostrase aterrado y se pusiera a llorar como un niño. La imagen que se tenia de él cambió radicalmente. En lugar de un chico sádico, que disfrutaba causando pánico a los viandantes, a las parejas elegantes, que eran sus víctimas predilectas, a las que insultaba y amenazaba exhibiendo un peine metálico que había afilado y que acercaba a los rostros de los atracados a los que alguna vez incluso había causado algún ligero arañazo en la cara, se mostraba como un chico inseguro y tímido.
Después, se supo que trabajaba de camarero en un restaurante donde era muy obediente, con una conducta muy correcta y respetuosa. Era el hijo pequeño de una familia de dos hermanos. El padre y el hermano mayor eran personas agresivas, independientes y que ejercían un oficio muy duro y se burlaban de D., al que despreciaban debido a que lo veían muy dependiente de la madre. La madre también había sido camarera de joven en un restaurante, y era una persona muy dominante que había deseado que su segundo hijo hubiese sido una niña. Este deseo había afectado a la relación con D., que aunque de forma penumbrosa, se había sentido poco aceptado en su sexo. D. había sido un niño solitario y con pocos amigos, que en los inicios de la adolescencia iba sólo al cine los domingos —donde había sufrido dos agresiones homosexuales— y que al fracasar en los estudios la madre le había colocado de camarero.
D. vivía sometido a la madre, idealizada y a la vez persecutoria, y luchaba internamente entre el deseo de continuar bajo su dependencia y el deseo de afirmar su personalidad y su virilidad. El conflicto interno se resolvió en la adolescencia adoptando una doble vida, como la del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Durante la semana predominaban las identificaciones con los deseos maternos, cumpliendo sus obligaciones pasivamente y con docilidad en el restaurante, y durante los fines de semana se oponía activamente a adoptar esta actitud y deseaba mostrar una masculinidad violenta y sádica. En realidad, el dinero producto de los atracos se repartía entre los otros compañeros de la banda, sin que él participase del reparto, ya que él tenia un sueldo además de las propinas propias de su trabajo. Más que ser el líder del grupo, era alguien utilizado por los compañeros que lo estimulaban a ocupar el lugar de mayor riesgo debido a su corpulencia. Para D. esto era una situación muy satisfactoria, ya que lo que verdaderamente le apetecía era sentir las víctimas atemorizadas y contemplar la cara de terror que ponían, hecho que le proporcionaba una gran sensación de poder. De esta manera, por medio de las identificaciones proyectivas, podía depositar en las personas asaltadas su parte de niño débil e indefenso.
Hyatt Williams insiste en que cuando los elementos crueles no pueden ser mitigados por los aspectos libidinales del self, tiene lugar una disociación que provoca que el individuo se comporte como si tuviese dos diferentes personalidades: una brutal y violenta, y otra amable y con capacidad para sentir amor, como en la mencionada disociación: Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Hay ocasiones en que las dos actitudes pueden manifestarse hacia la misma persona, si bien en otros casos existen elecciones claramente diferenciadas para cada una de las actitudes. Un ejemplo típico es el del miembro de una pareja que maltrata a su conyugue, mientras es complaciente y afable con su amante, o el marido que es impotente con la esposa y en cambio puede ser sexualmente activo con prostitutas. También en el terreno de los negocios o del trabajo podemos observar estas disociaciones con cierta frecuencia. Personas muy correctas en el mundo familiar y/o social, y capaces de hacer graves deshonestidades cuando se trata de asuntos económicos.
Esta posibilidad de que un individuo exhiba una distinta personalidad según determinadas circunstancias, explica el elemento sorpresa, casi de incredulidad, con la que las amistades o conocidos de alguien acusado por un crimen puede recibir las noticias del hecho. Herbert Rosenfeld (1990) describe el caso de una de sus pacientes, médico generalista y en ejercicio además como psiquiatra, casada y que parecía feliz en el matrimonio, con buenas relaciones con el hijo y los padres, que tenia en su personalidad una parte criminal y destructiva de la cual su psicoanalista sólo se enteró, igual que el propio marido, por la noticia que dieron los periódicos de su detención por la policía por dedicarse al tráfico de drogas. Lo que resultaba más sorprendente es que daba la impresión que mostraba una gran preocupación e interés para ayudar a sus pacientes.
En muchos casos la culpa es negada e incluso pueden idealizarse perversamente las partes criminales de la personalidad, con lo cual los problemas existentes pueden hacerse más graves ya que el sujeto puede adherirse fanáticamente a creencias irracionales destructivas o sádicas, lo que favorece que se dedique a actividades altamente antisociales y malignas como el terrorismo, la tortura, etc. Mientras, por otro lado, continúa con sus ocupaciones habituales, intentando anular la culpa y teniendo una vida aparentemente normal.
De todas formas, es difícil que las consecuencias de su conducta perversa no se inscriban, aunque sea de forma inadvertida, en el fracaso del proceso de integración y de maduración personal, deteriorando al sujeto psíquica o somáticamente. Precisamente en la obra teatral La doble historia del Doctor Valmy, Antonio Buero Vallejo aborda con gran sutileza el tema de un torturador, miembro de la policía política, con buenas relaciones familiares, pero que de resultas de sus actividades de torturador deja castrado a un preso político. A pesar de no lamentar ni arrepentirse de su acción de forma consciente, y sin relacionarlo, el torturador lo expía con la aparición de una impotencia sexual de origen psíquico.
Influencias situacionales
He conservado el título que utiliza Philip Zimbardo para referirse a este tema, a pesar de que mis puntos de vista sobre estos fenómenos difieren sensiblemente de las suyos.
Los graves problemas éticos que ha atravesado la sociedad estos últimos años, los terribles horrores de los genocidios, los asesinatos de colectividades enteras, las torturas en lugares de reclusión, crímenes contra la humanidad, vejaciones de toda clase con una absoluta falta de respeto por la vida humana y por su dignidad, han estado efectuados por gobiernos, principalmente los tiránicos, con la colaboración o el silencio de gran parte de la sociedad. Lógicamente, estos graves hechos han atraído el interés de múltiples disciplinas que se han interesado en investigar sus motivaciones profundas. En este apartado intentaré analizar los estudios psicológicos que me parece gozan de mayor garantía y nos permiten una aproximación al salvajismo imperante de una violencia desenfrenada.
Stanley Milgram (1963), preocupado por la pasividad del pueblo alemán y su obediencia a los crímenes de Hitler, realizó un experimento muy interesante en la Universidad de Yale para detectar hasta qué punto las personas pueden sentirse obedientes a las autoridades. Mediante anuncios, Milgram consiguió que cuarenta varones se prestaran a colaborar en un estudio sobre la memoria y el aprendizaje, aunque con este título disimulaba el verdadero objetivo del experimento: el estudio de las actitudes obedientes (Behavioral study of obedience). Las personas que se ofrecieron para participar representaban a la población normal de New Haven (EE.UU.), desde simples jornaleros a personas con título universitario, a los que se les pagó por su colaboración.
El experimento consistía en investigar la influencia del castigo en el aprendizaje. Para esto, Milgram dividió el personal en “maestros” y en “aprendices” mediante un sorteo apañado de forma tal que los sujetos que participaban quedaron seleccionados como maestros, mientras que unos cómplices del experimentador hicieron de víctimas o aprendices. Una vez hecha la selección, maestro y alumno pasaban a una sala contigua, donde el alumno era sujetado con correas a una especie de silla eléctrica, donde recibiría descargas eléctricas cada vez que cometiese un error de aprendizaje. Las descargas eléctricas iban subiendo de intensidad ante los errores del alumno, y eran aparentemente cada vez más dolorosas. En realidad, las descargas de electricidad eran fingidas y los aprendices hacían teatro quejándose horriblemente del dolor. Lo que interesaba en el fondo era ver cómo los maestros obedecían al aplicar un método torturante, obedeciendo las órdenes del experimentador que instaba a continuar aplicando el suplicio ante les presuntas equivocaciones de los aprendices.
Entre los maestros se observaron grandes inquietudes, temblores, sudores, morderse los labios, todos síntomas de su gran inquietud. En catorce casos hubo, entre los que hacían de maestro, risas y carcajadas extrañas fuera de lugar, como si intentasen descargar su tensión interna. Un caso tuvo que ser interrumpido por nerviosismo extremo del maestro. Un hecho inesperado fue que ninguno de los casos se tuvo que detener antes de llegar al nivel de shock de 300 voltios, cuando las victimas parecían sufrir intensamente, empezaban a patear la pared y no respondían al maestro. Solo cinco de los 40 maestros se negaron a obedecer órdenes y prolongar el experimento aumentando la dosis de las supuestas descargas. Cuatro aplicaron otra descarga, dos interrumpieron al nivel de los 330 voltios, uno a los 345, otro a los 360 y, finalmente, uno a los 375 voltios de descarga. Es completamente sorprendente ver el alto nivel de obediencia, ya que solo catorce personas (el 35%) se rebelaron y se negaron a continuar, y aun, en ciertos casos, de forma muy tardía. Es notable observar la gran tensión en muchos de los “obedientes” que manifestaban gran inquietud, temblores, etc. y que, sin embargo, continuaban aplicando descargas. Al momento de finalizar el estudio respiraron relajados, sintiéndose aliviados, cuando hubiesen podido interrumpir el experimento renunciando a la escasa ganancia económica que percibían.
Da la impresión de que a nivel externo se dramatizaba el conflicto interno entre los aspectos violentos del self, puestos mediante la identificación proyectiva en el experimentador, y sus partes sanas que se oponían a continuar las torturas a los aprendices. Lo que resulta muy negativo es que en la mayoría de casos triunfó la parte sádica. Como dijo Erich Fromm, este experimento es muy interesante, no solo como estudio de la obediencia y conformidad, sino también de la crueldad y destructividad.
De igual manera, son importantes los estudios de Philip Zimbardo (1973) quien efectuó unas interesantes y demostrativas experiencias que a mi parecer complementan las de Milgram. Sus estudios proporcionan datos tangibles, a pesar de que creo deberían ser objeto de una reinterpretación, sobre la influencia de la ubicación o emplazamiento en la escala de la jerarquía social, como inductora —quedando siempre un sector de libertad— de las elecciones identificativas que efectúa el sujeto. En síntesis, el experimento de Zimbardo y otros consistió en un estudio en el que se intentaba valorar en qué medida un entorno institucional podía influir sobre las disposiciones internas de las personas que habitaban en este entorno. El tema que escogieron para realizar esta investigación fue el carcelario, estudiando el comportamiento de unos supuestos presos y guardianes, y cómo el ambiente determinaba unos cambios disposicionales. Todos los participantes fueron seleccionados a través de un anuncio en el que se pedían estudiantes voluntarios para participar en una investigación psicológica sobre la cárcel, cobrando un sueldo de quince dólares diarios. Se dividieron a los voluntarios, mediante el azar, en dos grupos: uno de “carceleros” y otro de “reclusos”.
Dejo al margen un conjunto de detalles del escenario que ya desde el primer momento pretendían degradar y despersonalizar a los presos, como el hecho de tener que ir con muy poca ropa y, además, de tipo femenina. Al cabo de unos pocos días, algunos de los participantes que ejercían de guardianes, aproximadamente la tercera parte, se habían identificado con su papel y trataban de forma humillante y despótica a los presos. De este modo, corroboraron lo que escribió Lord Acton en 1887 al afirmar que “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Mientras tanto, los prisioneros se convertían en personas aterrorizadas y sumisas, motivo por el cual se tuvo que suspender el experimento antes del tiempo previsto. Es importante señalar que los guardianes que mantuvieron una actitud correcta frente a los presos no hicieron, sin embargo, nada para protegerlos del grupo más sádico, como si las mortificaciones y malos tratos que allí se infligían no tuviesen nada que ver con ellos. Se convirtieron en una mayoría silenciosa.
En un estudio sobre las cárceles efectuado conjuntamente con el Dr. Josep Oriol Esteve, también encontramos que la identificación de los funcionarios con sus funciones represivas y administradora de castigos, estaban mucho más asumidas que el destino de víctima por parte de los presos. El mismo fenómeno se ha descrito en el holocausto alemán, en que algunos de los nombrados policías judíos se comportaron de forma brutal, parecida a las fuerzas de las SS. Todo un indicativo de los aspectos violentos latentes en muchas personas, y que se manifiestan cuando tienen ocasión de ejercerlos sin riesgo y con total impunidad. Hellman, el que podría catalogarse como el guardián más duro y sádico en el experimento de Zimbardo, que humillaba y degradaba constantemente a los presos, se excusó diciendo que: “si te pones un uniforme color caqui, te dan una porra y te dicen que tu trabajo es mantener a raya a unos prisioneros, no eres la misma persona que si llevaras ropa de calle, y por lo tanto tienes que actuar en consecuencia”.
El resultado de estas pruebas deja un triste sabor. En las exploraciones psicológicas previas que se hicieron a los sujetos elegidos, se les consideró como personas normales. Sin embargo, al entrar a formar parte de la experiencia la mayor parte de los individuos sufrió unos cambios de actitud y se revelaron como seres enormemente inmaduros, faltos de un self sólido y fuerte que les permitiera desobedecer unas órdenes crueles, e incapaces de poder tomar decisiones de forma autónoma. Este mismo self débil hacía que supliesen sus ineptitudes identificándose con el uniforme y con situaciones externas, sin poder utilizar sus recursos mentales personales para formarse un criterio propio y poder dirigir su conducta. Aunque sería preferible tener un mayor conocimiento de los sujetos de estas experiencias, y pese a que su vida anterior al parecer había transcurrido normalmente, al someterlos a unas situaciones límite, una parte, puede que cerca de la mitad, se descompensaron y manifestaron síntomas auténticamente patológicos. En estos casos sobresale la pasividad ante el entorno, la dificultad para mantener unos criterios personales que les permitiera una libertad de elección. Además, existía una escasez de relaciones afectivas con los compañeros con quienes compartían la misma situación, y falta de empatía ante el sufrimiento de los demás. La pasividad estaba en la base de sus identificaciones miméticas, de un superyó pegado a las normas que se les hacía aplicar por los que detentaban la autoridad. Todo ello hace pensar en los posibles déficits familiares sufridos por los afectados desde la más tierna infancia y que habrían dificultado la construcción de una identidad sólida, lo cual puede tener importantes consecuencias.
Reflexiones finales
Mi impresión personal es que en el momento actual los cuidados a nivel psicológico de los niños más pequeños y la satisfacción de sus necesidades mentales es, en general, deficiente y ayuda poco a la integración de su personalidad, como reflejan los casos de estos estudios. En estos experimentos, tanto la crueldad que se manifestó en ciertos momentos, como los diferentes comportamientos exhibidos, nos recuerdan, por la actitud adoptada con cierto parecido, a aquellas personas que colaboraron activamente en los crímenes de Estado más despiadados y desalmados de estos últimos tiempos, como han sido el nazismo y otros genocidios como los de Ruanda, los Balcanes, etc.
Al plantear estas cuestiones de carácter sociopolítico, creo que una ligera revisión del “Caso Eichmann”, el mayor criminal del siglo XX que se encargó de llevar a seis millones de seres humanos a campos de concentración para ser reducidos a cenizas, puede aportar una visión más amplia. Para ello me guiaré por el libro de Hannah Arendt (1999) que estuvo presente durante todo el juicio y escribió un amplio relato del mismo, y de sus propias reflexiones. Intentar profundizar en la mente de Adolf Eichmann crea importantes dificultades por las contradicciones y divergencia de su personalidad. Seis psiquiatras examinaron a Eichmann en Jerusalén, y lo encontraron sano mentalmente. Incluso uno llegó a decir que era más sano que él mismo, y otro consideró ejemplar el trato de Eichmann con su familia. No dejan de ser curiosos estos dictámenes si se observan las actitudes más íntimas de este hombre. Probablemente las opiniones expresadas y las observaciones efectuadas se referían únicamente a la forma en que Eichmann se presentaba, como un ser adulto normal. Sin embargo, a través de ciertas observaciones es fácil darse cuenta de su intento de ocultar el enorme vacío de se personalidad, la falta de un pensamiento propio, y su pasividad y falta de emotividad.
Ya de joven pretendió ingresar en una logia masónica, pero su amigo Ernst Kaltenbrunner le propuso hacerse de la SS, lo que Eichmann aceptó. Es decir, una elección tan comprometida se hizo de forma superficial, sin saber demasiado lo que significaba ya que conocía poco el nazismo. Lo habitual en Eichmann era dejarse guiar por otros y obedecer órdenes, incapaz de responsabilizarse de sus actos. Su defensa en el juicio fue no sentirse culpable ya que sólo había obedecido las órdenes que recibía, y añadió que no odiaba a los judíos —cosa que parece cierta ya que tuvo una novia judía—. Además, antes de que se eligiese la Solución Final, había hecho el proyecto de mandar a los judíos a Madagascar. ¿Pues por qué aceptó llevar a los judíos a una muerte horrible? La impresión es que su falta de capacidades emocionales y de juicio las suplía mediante unas identificaciones miméticas masivas con las figuras dominantes, y que lo que se le ordenaba se tenia que cumplir sin plantearse ningún juicio moral. Eichmann se podía sentir culpable si un tren se retrasaba, sin embargo no tenia ningún remordimiento por los asesinatos que ayudaba a cometer. Cuando la derrota de Alemania, Eichmann estuvo muy preocupado porque no tendría un jefe que le dirigiera, y estaría sin recibir órdenes y sin reglamentos que cumplir.
Parece que se trataba de una personalidad como las que describió Helen Deutsch y que denominó “personalidades como sí”, precisamente por su falta de autenticidad. Parecen seres adultos, pero con un gran vacío emocional, son personajes como de teatro, desempeñan un papel, pero se conducen como títeres, faltos de un vivo mundo interno y una absoluta falta de criterios morales. El problema es que en muchas persona existen rasgos “como sí” que pueden pasar a un primer plano ante una situación límite —como evidenciaron las experiencias de Milgram y de Zimbardo—, con un resultado catastrófico. Como dice Hanna Arendt, “lo más grave en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.
He intentado hacer una breve revisión de los puntos que creo más fundamentales de la agresividad humana, de sus funciones estructurantes y de los efectos destructivos de la violencia. También he elegido los aspectos que creo que tienen un mayor relieve social. Creo que el estudio y la profundización en estos temas desde las diferentes disciplinas es una de las tareas más perentorias, si deseamos vivir en una sociedad menos conflictiva.
1. Este artículo es una nueva versión ampliada de un anterior trabajo titulado “Les arrels psicològiques de la violència” (Bassols, 2001), publicado en la Revista Catalana de Psicoanàlisi, vol. XVIII, núms. 1-2, pp. 5-21.
2. Traducido del catalán por Ramon Bassols y Sacha G. Cuppa.
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Ramon Bassols Parés
Psiquiatra. Psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP-IPA).
Presidente de la SEP (1994 – 1998).