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Nada puede el hombre con la vida
ni el drama y la belleza que contiene
y no puede por siempre sentir dicha
pues la vida es un regalo que no entiende.
(…)
Nada puede el hombre con el amor
ni forzarlo ni hallarlo cuando quiere
aún sabiendo que le salva del dolor
de vivir esta vida con la muerte.

Javier Aragonés (2002)

 

Introducción

Los adolescentes que atendemos en el Hospital de Día tienen en común un nivel de sufrimiento que les desborda y que nos comunican masivamente a través de los distintos síntomas y cuadros psicopatológicos que presentan. A su vez, las familias de los pacientes presentan en muchas ocasiones dificultades y problemáticas intergeneracionales que, como pretendo mostrar en este artículo, tienen relación con la situación clínica de los adolescentes.

Hablaré primero de los resultados de recientes trabajos de investigación que demuestran el peso de los factores psicosociales en la etiología de los trastornos mentales, algo que parece una obviedad desde la perspectiva psicoanalítica, pero que es de suma importancia teniendo en cuenta la deriva que está tomando la asistencia en salud mental basada únicamente en la perspectiva bio-genética que, a mi modo de ver, se aparta de forma preocupante de la dimensión emocional y relacional del ser humano. En mi opinión, la manera más humana de acercarnos a comprender y tratar el sufrimiento de los adolescentes que atendemos, es ofrecerles una relación en la que juntos nos podamos acercar a su vida emocional. Asimismo, desde mi experiencia de trabajo en el Hospital de Día, considero que la situación de la asistencia en salud mental es especialmente preocupante cuando se trata de ayudar a adolescentes que se encuentran en circunstancias tan desesperadas que acaban sintiendo que su única salida es un intento de suicidio, en cuyos casos creo que es imprescindible explorar en profundidad la dinámica familiar, así como incluir a la familia en el proyecto terapéutico. Plantearé diversas cuestiones sobre nuestro trabajo en estos casos, a partir de algunos datos de nuestro Hospital de Día que coinciden con los resultados de los trabajos de investigación que mencionaré a continuación.
Fundamentación empírica

La revista Schizophrenia Bulletin, de Oxford University Press, publica en marzo de 2012 un artículo sobre el primer meta-análisis llevado a cabo sobre trabajos de investigación publicados entre 1980 y noviembre de 2011, con la idea de examinar la relación entre la psicosis y las adversidades sufridas en la infancia (Filippo Varese, Feikje Smeets, Marjan Drukker, Ritsaert Lieverese, Tineke Lataster, Wolfgang Viechtbauer, John Read, Jim van Os y Richard P. Bentall, 2012). El título del trabajo es concluyente: “Las adversidades en la infancia aumentan el riesgo de psicosis”. Los autores, destacados investigadores de universidades del Reino Unido, Países Bajos y Nueva Zelanda, explican que el meta-análisis demuestra que existe una relación estadísticamente significativa entre las adversidades sufridas en la infancia y la psicosis. Consideran como adversidades en la infancia el abuso sexual, el maltrato físico, el maltrato psicológico/emocional, la negligencia en los cuidados del menor, la muerte parental y el bullying.  Los resultados de la investigación indican que sufrir alguna o varias de estas dramáticas situaciones en la infancia está fuertemente relacionado con un aumento del riesgo de desarrollar algún trastorno psicótico.

J. Read, uno de los autores de este trabajo, participó en la última edición de las Jornadas Internacionales Baetulae “La atención integral a las psicosis”, en mayo de 2012, donde expuso las conclusiones del meta-análisis. Entre otras muchas cosas explicó que, basándonos en los resultados de múltiples trabajos de investigación, podemos afirmar que todos los problemas de salud mental tienen relación con “cosas que nos hacemos los unos a los otros”, así como que todos los trastornos mentales son comprensibles si conocemos la historia vital del paciente. Las implicaciones clínicas de estas investigaciones son muy valiosas para los procesos diagnósticos, los planes terapéuticos y la prevención en salud mental. A mi modo de ver, resulta además sumamente interesante el hecho de que los investigadores que han participado en este estudio no estén vinculados a la tradición psicoanalítica, sino que trabajen clínicamente desde la perspectiva de la psicología cognitiva. Desde el marco de referencia psicoanalítico hace muchos años que sabemos que los trastornos mentales tienen una relación significativa con los acontecimientos vitales de la persona, sobre todo de los primeros años de vida, por lo que considero esperanzador que reputados investigadores apoyen este conocimiento con investigación empírica desde otros modelos teóricos.

Read habló también sobre la importancia de entender los problemas familiares intergeneracionales y su relación con los trastornos mentales que presentan los pacientes que atendemos, planteándolo desde su modelo “traumagenético del desarrollo neurológico” (Read, J., Perry, B.D., Moskowitz, A. Connolly, J., 2001). Desde esta perspectiva, Read nos recuerda cómo el cerebro está diseñado para responder al entorno y que los cambios cerebrales existen en los trastornos mentales, pero afirma que estos cambios cerebrales son explicables en términos de sucesos vitales.

Además de haberse demostrado la relación entre las adversidades sufridas en la infancia y el riesgo aumentado de sufrir un trastorno psicótico, también se ha estudiado concretamente la relación entre los abusos sexuales en la infancia y el riesgo de sufrir algún trastorno mental en la edad adulta. En un estudio de Cavanagh, Read y New (2004), los autores nos explican que se ha demostrado que sufrir abusos sexuales en la infancia tiene una relación causal con la posibilidad de que en la edad adulta se sufran trastornos depresivos, trastornos de ansiedad, trastorno por estrés post-traumático, trastornos alimentarios, adicciones, disfunciones sexuales, trastornos de la personalidad y trastornos disociativos (Fergusson, Horwood y Lynskey, 1996; Kendler et al., 2000; Lysaker, Wickett, Lancaster y Davis, 2004; Mullen, Martin, Anderson, Romans y Herbison, 1993). Cavanagh, Read y New (2004) dicen que, tal como demuestran diversas investigaciones, existe una relación entre la severidad del abuso y la mayor probabilidad de sufrir trastornos mentales en la vida adulta (Janssen et al., 2004; Mullen et al., 1993; Read et al., 2003). Estos mismos autores, afirman que los pacientes que han sufrido abuso sexual en la infancia o que han sido víctimas de maltrato físico en la infancia, tienen más probabilidad de autolesionarse y de tener mayor severidad sintomática global (Briere et al., 1997; Goff, Brotman, Kindlon, Waites y Amico, 1991; Mullen et al., 1993; Read, Agar, Barker-Collo, Davies y Moskowitz, 2001; Rose, Peabody y Stratigeas, 1991), así como un mayor número de intentos de suicidio que los pacientes que no han sido abusados (Briere et al., 1997; Mullen et al., 1993; Read, 1998). En otro estudio titulado “La evaluación de las tendencias suicidas en adultos: la integración del trauma de la infancia como factor de riesgo importante” (Read, J., Agar, K., Barker-Collo, S., Davies, E., Moskowitz, A., 2001), los autores concluyen que el abuso sexual en la infancia tiene relación con un mayor número de ingresos psiquiátricos y una menor edad en el primer tratamiento y primer ingreso, así como con un mayor riesgo de suicidio en el pasado y en el presente. También concluyen que el abuso sexual sufrido en la infancia predice mejor el riesgo de suicidio actual que el diagnóstico de trastorno depresivo.

Considerando estos resultados, una de las conclusiones de Read es que en los procesos diagnósticos debemos explorar de forma rutinaria los acontecimientos adversos en la infancia, algo que según el mismo autor es insuficientemente explorado en el ámbito de la salud mental, tal como también han demostrado en otra investigación (Cavanagh, Read y New, 2004). Afirman que hay evidencias claras de que las historias de abuso no se tienen en cuenta o muchas veces ni tan solo se exploran, considerando que debe ser un aspecto integrado en la exploración y tratamiento de los casos que presenten tentativas autolíticas.

Estos mismos autores nos hablan de los obstáculos que contemplan a la hora de una adecuada valoración de los abusos por parte de los profesionales de la salud mental, así como de la posterior intervención en dichos casos, habiendo encontrado en su investigación que dichos obstáculos tienen que ver con: la preocupación del clínico sobre la posibilidad de ofender o generar mayor ansiedad a los pacientes; el miedo a una traumatización vicaria; el miedo a inducir “falsos recuerdos”; el hecho de que el paciente sea varón; que el paciente tenga un diagnóstico indicativo de trastorno psicótico, especialmente si el clínico tiene fuertes creencias causales bio-genéticas; el hecho que el clínico sea psiquiatra, especialmente si es un psiquiatra con fuertes creencias causales bio-genéticas (Cavanagh, Read y New, 2004).

Voy a exponer a continuación algunos datos correspondientes a la experiencia asistencial en nuestro Hospital de Día desde su inauguración en octubre de 2008, comentando dichos datos a partir de las investigaciones citadas, pero desde la comprensión psicoanalítica de la psicopatología y del tratamiento.
El Hospital de Día

Nuestro Hospital de Día (HD) es un dispositivo asistencial de salud mental destinado a adolescentes entre 12 y 18 años de edad, con un régimen de estancia a tiempo parcial, de 9h a 17h de lunes a viernes. La duración media de un ingreso es de unos 10-12 meses. Los pacientes atendidos presentan cuadros clínicos graves (cuadros depresivos severos, con frecuencia con tentativas autolíticas; trastornos psicóticos; trastornos de conducta graves; cuadros fóbicos u obsesivos graves, etc.) que requieren un tratamiento más intensivo del que se puede ofrecer en los servicios ambulatorios, o que son derivados a nuestro servicio después de un ingreso en alguna unidad psiquiátrica de agudos.

Iniciamos la actividad asistencial a finales de 2008, habiendo atendido desde entonces a aproximadamente unos 140 adolescentes y sus familias. Aunque no es un volumen muy elevado de pacientes, los datos que voy a exponer son interesantes al coincidir con los trabajos de investigación mencionados anteriormente. A la vez, considero que son ciertamente preocupantes por las implicaciones que podemos inferir y que expondré más adelante.
Datos desde el inicio de la actividad clínica

Del total de los pacientes atendidos desde el inicio de la actividad asistencial, y siguiendo los criterios definidos por los autores del meta-análisis (Filippo Varese, Feikje Smeets, Marjan Drukker, Ritsaert Lieverese, Tineke Lataster, Wolfgang Viechtbauer, John Read, Jim van Os y Richard P. Bentall, 2012), hemos encontrado que un 85% de los pacientes cumplen uno o más de los criterios de inclusión en las adversidades en la infancia.

Otro dato que es imprescindible mencionar es que, del total de pacientes atendidos que han sufrido abusos sexuales, sólo un 30% habían sido detectados con anterioridad al ingreso en nuestro HD, mientras que un 70% fueron detectados durante el ingreso.

Si nos centramos en los intentos de suicidio, y tomamos el total de pacientes que sufrieron abusos y que fueron detectados por nosotros durante el ingreso en el HD, nos encontramos con tentativas autolíticas en un 42% de los casos, frente al 0% de tentativas autolíticas en los casos de abusos sexuales que habían sido detectados con anterioridad al ingreso, es decir, aquellos casos en los que se detectó precozmente el abuso y se tomaron las medidas protectoras pertinentes (servicios de protección al menor; asistencia médica y psicológica; activación de los mecanismos judiciales, etc.).
Comentarios sobre los datos del HD

Como he descrito, hay trabajos de investigación que demuestran que existe una relación causal entre los abusos y maltrato sufrido en la infancia y diversos trastornos psicopatológicos en la vida adulta. Si tenemos en cuenta el elevado porcentaje de pacientes atendidos en nuestro HD que cumplen uno o más de los criterios de inclusión en la categoría de adversidades sufridas en la infancia (85%) y los graves cuadros psicopatológicos que presentan los pacientes que atendemos, podemos suponer que estas adversidades tienen relación con la génesis y gravedad de los trastornos detectados.

Los trabajos de investigación también han demostrado que los abusos son insuficientemente explorados, por lo que podemos inferir que tampoco se organizan programas terapéuticos adecuados, ya que, si no conocemos y entendemos el daño que ha sufrido el adolescente y las consecuencias que este daño ha tenido y sigue teniendo en la configuración de su mundo interno, no le podremos ayudar.

En nuestro HD un 70% de los casos de pacientes que han sufrido abuso sexual no fueron detectados con anterioridad al ingreso. De estos pacientes, un 42% presenta al menos una tentativa autolítica, algo que resulta ciertamente alarmante y que coincide con los datos de la investigación que afirma que el abuso sexual en la infancia supone mayor riesgo de tentativas autolíticas que el diagnóstico de trastorno depresivo  (Read, J., Agar, K., Barker-Collo, S., Davies, E., Moskowitz, A., 2001). Según los datos recogidos en nuestro HD, podríamos añadir que este riesgo aumenta exponencialmente si el abuso no es detectado ni se toman las medidas protectoras y terapéuticas pertinentes, a pesar de que todos los casos ya han sido atendidos en diversos dispositivos de la red pública de salud mental.

Teniendo en cuenta los hallazgos de la investigación y nuestra experiencia asistencial, propongo reflexionar sobre las consecuencias psicopatológicas y sobre algunos aspectos que nosotros tenemos en cuenta en la organización de los proyectos terapéuticos en los casos de abusos, desde dos perspectivas: la del adolescente (y de su familia) y la del profesional, comentando los factores que considero que contribuyen a que en ocasiones sea difícil de abordar, o incluso se niegue y se disocie una realidad tan grave y dañina.
Comprensión y consecuencias psicopatológicas del abuso: algunas implicaciones terapéuticas

Sufrir abusos durante la infancia es una situación traumática de nefastas consecuencias para el menor. El daño ocasionado aumenta si este abuso es intrafamiliar y si no se toman medidas protectoras y terapéuticas adecuadas. Nuestros datos son contundentes: un 42% de los adolescentes que han sufrido abusos que no han sido detectados antes de llegar al HD han intentado suicidarse, frente al 0% de intentos de suicidio en los casos en los que se detectó el abuso con anterioridad al ingreso. Es decir, la detección e intervención adecuada temprana minimiza claramente el riesgo de muerte por autolisis, así como el enorme sufrimiento y desesperación que implica llegar a pensar en la muerte como única salida.

Una adolescente víctima de abuso me comunicaba su desesperación por la imposibilidad de confiar en nadie, sintiéndose terriblemente sola y transmitiendo un estado de profunda confusión, sin concebir otra posibilidad en esta vida. Me decía que vivir así no tenía sentido y que por eso había intentado suicidarse. Sufrir abusos sexuales por parte de una persona de la que se espera que cuide de uno, que se haga cargo de las necesidades afectivas de uno, que ofrezca un vínculo seguro, una relación afectiva sincera y amorosa, es algo realmente devastador para el frágil psiquismo en desarrollo de cualquier niño. A la brutalidad del acto en sí mismo, hay que añadir la violencia y el carácter destructivo del estilo de relación que los abusadores establecen con los menores. Es auténtico veneno para el aparato psíquico, algo que daña gravemente la organización y desarrollo de los procesos de pensamiento. Meltzer (1973) nos dice que “la esencia del impulso perverso es transformar lo bueno en malo mientras se preserva la apariencia buena (…), conseguirlo utilizando cualquier medio: seducción, amenaza, confusión…”.

Son muchos los autores que han hecho valiosas aportaciones que ayudan a entender el funcionamiento perverso y los mecanismos intrapsíquicos que los motivan y sostienen, algo que considero útil dado el impacto que supone el contacto con este tipo de organización relacional (siguiendo el modelo de las organizaciones psicopatológicas descrito por Tizón en múltiples trabajos, 2000, 2004, 2007). Betty Joseph (1982), hablando de pacientes con un predominio de este tipo de organización relacional psicopatológica, nos dice que en la primera infancia, ante las frustraciones vividas, se retiraron a un mundo concreto de violencia, en la que una parte del self se volvió contra otra. La infancia de estos pacientes está marcada por una falta de contacto cálido y de comprensión emocional real, y en algunos casos por la presencia de un progenitor muy violento. Han tenido experiencias vividas como un dolor terrible que llegaba al martirio, y que intentan evitar edificando un mundo de excitación perversa, donde la erotización de la violencia ejercida sobre ellos se organiza como un mecanismo de supervivencia, algo que conspira contra todo progreso real. Las relaciones amorosas y el deseo de experimentar la necesidad de una relación de objeto y depender de él son devaluadas, atacadas y destruidas con placer (Rosenfeld, 1971).

La necesidad y sana dependencia de un buen objeto es insoportable, puesto que no se concibe su existencia, por lo que se ataca al experimentarla. Mackinnon y Michels (1971) hablan sobre cómo la desconfianza de estos pacientes hacia los demás empieza bien al principio de la vida. No consideran el amor básico como algo natural. Las experiencias tempranas pueden conducir al sentimiento de que no se puede confiar en nadie y de que la seguridad se ha de obtener de alguna fuente distinta a la relación humana íntima.

López-Corvo (1993) explica cómo en este tipo de organización relacional se da un proceso de idealización dirigido a los objetos del self malos y destructivos, organizados como una banda mafiosa controlada por un líder que continuamente ejercita una tiranía sobre el resto de objetos con manipulaciones diversas, tratando de mantener con mucha violencia un control omnipotente de los objetos buenos. Esto se consigue mediante la sucesiva degradación y profanación de la bondad de la relación humana, con esperanza vengativa, defensas «como si» (camaleónicas), proyección de los aspectos primitivos del superyó, identificaciones proyectivas masivas, intrusivas y paralizantes, ataque sin piedad al pensamiento, etc.

Steiner (1982, 1993) describe las relaciones en el mundo interno de estos pacientes como corruptas por naturaleza. El objetivo principal de esta organización patológica es establecer un control del mundo interno, una tiranía del aparato mental, preservando la organización y destruyendo constantemente cualquier oposición, mediante la seducción, la amenaza, la coacción y la esperanza vengativa. La preservación de la vida, la armonía pacífica y la tranquilidad son continuamente denigradas, hasta el punto que las relaciones causa-efecto son invertidas: se niegan las consecuencias de las conductas de riesgo, de los delitos, con el beneficio de mantenerse en una posición omnipotente del poder que les otorga su funcionamiento relacional. Parece que han organizado su identidad en torno a este estilo de relación consigo mismos y los demás, con desprecio, arrogancia y autosuficiencia.

El abusador impone su voluntad de forma violenta, desde su mundo interno donde se da una corrupción de la norma, una corrupción del superyó. El yo queda al servicio de un superyó corrupto y se da una ideologización: el mal se convierte en bien. Hay un ataque a la verdad, al pensamiento, un desmantelamiento del objeto (la mente del niño) para utilizarlo a conveniencia. Se ataca envidiosamente a la bondad, la generosidad, la creatividad, la armonía y la belleza de los buenos objetos (Meltzer, 1973).

Las consecuencias de este tipo de funcionamiento del abusador sobre el menor son devastadoras, ya que frente a la constatación de que en la vida no hay más posibilidades, el adolescente corre el riesgo de irse organizando psicóticamente, por los masivos mecanismos de disociación, negación y proyección que debe poner en marcha para sobrevivir, así como las intensas ansiedades catastróficas, confusionales y persecutorias en las que vive inmerso. A la vez, se da un proceso de identificación con el agresor (Ferenczi, 1933), en el que el menor introyecta la ansiedad y la culpa proyectadas por el agresor. Este fenómeno es altamente dañino al estimular una intensa confusión en la que queda atrapado el adolescente, que además es reforzada por la tendencia a la minimización, la negación y la manipulación del entorno que está aliado con la dinámica abusiva.

Frente a esta  situación, el adolescente o bien se psicotiza, o contempla el suicidio como única salida a una realidad insoportable. Vuelvo a recordar que el 42% de pacientes que sufrieron abusos que no fueron detectados ni denunciados con anterioridad intentó suicidarse. Lo que no había comentado es que otro 42% de estos pacientes presenta estados mentales de alto riesgo (Tizón, Oriol y Rosenberg, 2008), es decir, estados que nos indican un riesgo aumentado de psicosis; un 8% presentan ya un trastorno psicótico y un 8% un trastorno disocial.

Si los abusos son continuados el daño psicológico es terrible. Pero hay que tener en cuenta que aunque los abusos hayan cedido, si éstos han sido silenciados y ocultados por el entorno del menor, entonces la situación de maltrato continúa muy viva y activa sobre el mismo.

Mészáros (2011) establece una interesante diferenciación entre lo que denomina el trauma de persona-contra-persona (donde queda incluido el trauma que ocurre en la familia de primer grado o en la familia extensa y en las comunidades) y el trauma producido por desastres naturales o accidentes de masas. Dice que hay una gran diferencia entre ambos tipos de trauma, diferencia que tiene que ver con el fenómeno de solidaridad, ya que, en la segunda categoría de traumas las muestras de solidaridad y ayuda (médica, psicológica, social, etc.) por parte del entorno son inmediatas, mientras que en el trauma de persona-contra-persona producidos en la familia, estas muestras de solidaridad y ayuda son muchas veces inexistentes, ya que el abusador y demás miembros de la familia suelen encubrir y silenciar el suceso traumático. Esta falta de respuesta del entorno es lo que implica una perpetuación del maltrato, por mucho que haya cedido el abuso, al quedar el menor profundamente solo a nivel emocional, algo que tiene una relación causal con el desarrollo de reacciones patológicas en relación al trauma.  Es lo que, según dice Mészáros (2011) y tal y como nos demuestra nuestra experiencia clínica, establece el escenario para la repetición del trauma, dando lugar al trauma transgeneracional.

Son estos casos, por desgracia demasiado frecuentes, en los que nos encontramos con historias de abuso que se repiten. Si una madre fue abusada en su infancia y este abuso se silenció, muy probablemente no tendrá los recursos internos necesarios como para poder confiar en la relación humana íntima. En estos casos es importante no dejarse llevar por la impresión externa, ya que no tiene nada que ver con la realidad del mundo interno, donde no existe la posibilidad de alguien en quien confiar (Tizón, comunicación personal). Si en los objetos internos domina el transigir y aguantar, el someterse al abuso como única posibilidad, entonces no podrán hacerle frente a la reedición de ese abuso sobre sus hijos. Para ser capaz de proteger hay que tener objetos internos confiables, hay que sentir la esperanza de que alguien se vaya a poner de tu lado, la posibilidad de confiar en alguien que nos pueda ayudar. De no ser así, la historia se repite: para un adulto que no haya conocido otra opción en esta vida, el mundo no es fiable y se convierte en un lugar inhóspito, un lugar en el que se sobrevive organizando un “falso self” que le sostenga, pero que esconde una enorme fragilidad y déficit a nivel emocional. Las víctimas del maltrato se muestran torpes en las relaciones afectivas profundas, con importantes dificultades en la capacidad de gestionar su propia vida emocional y, en consecuencia, la relación con los demás. Nos encontramos siempre con intensas vivencias de abandono, ira y rabia.

Neri Daurella (2012), nos habla del concepto de identificación con el agresor, de Ferenczi, describiendo cómo lo explora Frankel (2002), que se refiere a “nuestra respuesta defensiva cuando nos sentimos presionados por la amenaza, cuando hemos perdido la sensación de que el mundo nos protegerá, cuando estamos en peligro sin posibilidad de escapar. Entonces hacemos desaparecer nuestro self. Disociamos la experiencia presente: como los camaleones, nos mimetizamos con el mundo que nos rodea, exactamente con aquello que nos da miedo, para protegernos. Dejamos de ser nosotros mismos y nos transformamos en la imagen que otro tiene de nosotros. Y todo esto de una manera automática”. En el trabajo con progenitores que sufrieron abusos y que han tenido hijos que los han sufrido también, en muchos casos por parte del mismo abusador, casi siempre tendremos un perfil similar al que acabo de describir, encontrando asimismo intentos autolíticos y tratamientos diversos por el sufrimiento extremo al que ha estado indefensamente sometido a lo largo de su historia este progenitor. Por desgracia, casi nunca me dicen que, en su particular periplo de visitas en diversos dispositivos de salud mental, alguien se haya interesado por si les habían hecho daño a ellos de pequeños.

Martín Cabré (1996), citado por Daurella (2012), nos habla de cómo se consolida el efecto traumático sobre el menor a causa de la negación y disociación impuesta por lo que entiendo como el sometimiento de los adultos a esta dinámica: “cuando el niño acude a otro adulto para aclarar y encontrar sentido a lo que ha pasado, recibe por parte de este adulto, que no puede soportar el discurso del niño, un desmentido que interrumpe todo el proceso introyectivo y paraliza el pensamiento. El adulto, que se comporta casi siempre como si no hubiera pasado nada, prohíbe al niño no sólo la palabra, sino también la posibilidad de representación y fantasmatización. Las palabras quedan enterradas vivas”. Como consecuencia, los adolescentes presentan importantes déficits o trastornos en la capacidad de simbolización, es decir, en la capacidad para dar sentido a su experiencia emocional. Nos encontramos con un predominio de experiencias emocionales no integradas en el contexto de dinámicas familiares patológicas. En estas condiciones, lo verdaderamente desesperante para el menor es no poder confiar en nadie. A la gran cantidad de sentimientos contradictorios se le añade el “no tengo a nadie” y, además, la expectativa de que este es su lugar en el mundo, es decir, “no tengo a nadie y jamás lo tendré”. Existe el riesgo de que se vaya configurando como fantasía inconsciente que acabará actuándose si no lo trabajamos en la relación terapéutica. Este punto puede convertirse en un foco de intervención desde el HD, tanto desde el punto de vista de disminuir la marginación del adolescente que ha roto en muchos casos las relaciones sociales, como a nivel interno, tratando con él la desconfianza y confusión.

El encuadre de un dispositivo como el HD puede facilitar este trabajo, debido a la intensa relación que podemos ofrecer. En algunas ocasiones he comparado la confianza y regularidad que brinda el setting psicoanalítico con lo que puede suceder en el HD. Vemos a los pacientes 5 días a la semana y pasan con nosotros varias horas al día. La frecuencia de sesiones de un tratamiento psicoanalítico favorece que podamos ir más allá del conflicto en la realidad externa, favoreciendo el trabajo a un nivel intrapsíquico y transferencial. En este proceso juega un papel muy importante la contención que ofrece la frecuencia de sesiones, 4 o 5 por semana, algo que no se consigue desde un abordaje psicoterapéutico de menor intensidad. Mi impresión es que en el HD ofrecemos este nivel de contención que facilita la expresión, la comunicación y el despliegue de aspectos del mundo interno de los adolescentes en la relación con nosotros, que no aparecerían en contextos terapéuticos menos intensivos.

En este sentido, uno de los aspectos que sostienen el proceso terapéutico en el HD es la posibilidad de ofrecer una experiencia emocional vivida en las distintas relaciones que el paciente y su familia establecen con los distintos profesionales del HD. Nuestra intención es estar disponibles para dejarnos impactar, tratar de percibir y entender (individualmente y en el trabajo de equipo) las ansiedades y las dinámicas relacionales del paciente y de su familia, iniciando un proceso de metabolización de lo que nos han comunicado. Consideramos aquí lo que es comunicado de forma consciente, sea verbalmente o a través de la acción, y también todo lo que es comunicado a nivel inconsciente, es decir, todo lo que nos llega a través de la identificación proyectiva. Son los niveles más primitivos de comunicación, aquellos en los que el sujeto hace llegar al otro su estado emocional a pesar de que no sea capaz de ponerlo en palabras ni de representarlo mentalmente. Nuestro objetivo terapéutico es tratar de ofrecer la mayor contención posible y tratar de responder, desde los diferentes niveles de intervención, dando un significado a la experiencia del adolescente (vivencias, sensaciones, ansiedades). Tratamos de poner pensamiento allí donde hay mucha falta o trastorno del mismo, con la intención de fomentarlo y organizarlo en el contexto de la relación para favorecer el desarrollo.

Teniendo en cuenta la población atendida y el tiempo de intervención del que disponemos, intentamos ser activos en la relación terapéutica, es decir, tratar de fomentar una contención activa (Tizón, 1992), que consiste en que vamos a buscar al paciente en el nivel en el que se encuentre, aunque con la idea de que debemos estar muy presentes sin ser intrusivos, teniendo en cuenta el equilibrio de ansiedades claustro-agorafóbicas típicas del adolescente (Feduchi et al, 2006) que se ponen en juego en la relación transferencial.

Los adolescentes nos hacen llegar núcleos primitivos no mentalizados, ansiedades primitivas no mentalizadas, que debemos poder captar y transformar en algo que tenga un cierto sentido, acompañando a los chicos para irles mostrando poco a poco aquello que podemos creer que les sucede, ayudándoles a que juntos nos acerquemos a mirar, hablar y pensar sobre aquello que nos hacen llegar.

Esto es posible si previamente intentamos organizar y construir el pensamiento en el equipo. Es lo que nos proponemos hacer en las reuniones de equipo, poniendo en común los distintos aspectos comunicados por un mismo paciente y su familia hacia los distintos profesionales. El clínico, el educador, la profesora, la trabajadora social y la administrativa traerán distintos aspectos de la experiencia relacional con el chico y su familia, con la idea de poder ir haciendo camino desde la fragmentación que presentan y en la que viven los pacientes, hacia la integración.

Ofrecemos un estilo de relación nuevo, una respuesta diferente, pero los pacientes necesitan tiempo para situarse y empezar a tener la vivencia de que otro estilo de relación es posible a través de la experiencia vivida en la relación con nosotros. Necesitan tiempo para poner a prueba la capacidad del HD para ejercer esta función. La idea es que puedan identificarse con una capacidad de dar sentido al sufrimiento psíquico, desde la relación que van estableciendo con nosotros. A mi entender, esto es lo que ayuda al proceso de cambio psíquico ya que implica una mayor capacidad de elaboración, de representarse mentalmente los estados de ansiedad que antes eran estados de malestar corporal o ansiedades no representables mentalmente. De forma sintética, el proceso terapéutico consiste en: detectar y entender las intensas ansiedades psicóticas que mantienen con fuerza los primitivos y masivos sistemas defensivos; favorecer la vinculación, desde donde puedan sentirse acompañados y entendidos en su intenso sufrimiento; a partir de este proceso, que puedan identificarse a una nueva manera de manejar sus ansiedades.

Existe el riesgo de que los adolescentes que han sufrido abusos queden identificados en el lugar de víctima, e incluso que determinadas actitudes de los profesionales que les atendemos puedan fomentar dicha identificación. Por este motivo, es importante que en el proceso terapéutico se puedan sentir reconocidos y acompañados en el trauma sufrido, pero a la vez, que se les pueda ayudar a desarrollar sus aspectos saludables. En ocasiones nos encontramos que una vez han comunicado el dolor que llevan dentro, el resto de su mundo interno está lleno de confusión y de vacíos. El mismo adolescente nos puede llevar a colusionar con su identidad basada sólo en su papel de víctima, moviéndonos a atenderle desde un movimiento más regresivo, con lo cual podemos repetir un cierto maltrato al no ofrecerle la oportunidad de desarrollar sus aspectos más capaces y saludables. Debemos atender el sufrimiento y ponerle nombre, así como también a las fantasías subyacentes, pero poniendo el foco también en rescatar los recursos y capacidades yoicas que se vayan poniendo de manifiesto y tirar de ellos, siendo activos en su detección, así como en mostrarles las capacidades que ponen en juego en las distintas actividades grupales del HD para que puedan irlas identificando como propias. A la vez, les confrontamos con los estilos de relación inadecuados que puedan desplegar, donde repiten patrones de relación destructivos y manipuladores.

Debemos encontrar la manera de trabajar con el aquí y ahora, lo que nos trae el adolescente en este momento, entendiendo los elementos causales de un psiquismo tan dañado, pero a la vez sin quedarnos atrapados en su dramática historia, ya que no le ayudaremos.

Además, es imprescindible intervenir en el contexto familiar para evitar que el daño se siga perpetuando. En el HD organizamos esta intervención a distintos niveles: a nivel de realidad externa, algo que implica comunicar a las autoridades competentes (policía, fiscalía de menores, servicios de protección del menor, etc.) la detección de un abuso sobre un menor que no haya sido denunciado, un aspecto con consecuencias claras de activación de los mecanismos de protección externos, pero también valioso a nivel interno, al obtener desde instancias judiciales una confirmación de que lo que les han hecho es un grave delito, algo que nos puede servir para contribuir a contrarrestar la confusión imperante en su mundo interno; a otro nivel, pautamos un espacio terapéutico familiar que con frecuencia es de una sesión semanal.

En los casos en los que detectamos los abusos y/o maltrato en el ámbito familiar, nos encontramos la mayor parte de las veces con dinámicas familiares destructivas, con un mayor o menor predominio de lo que consideramos, desde la psicopatología psicoanalítica, como un funcionamiento compatible con la organización relacional perversa. Podemos encontrarnos con un funcionamiento más estructurado alrededor de este estilo de relación, algo que sucede más frecuentemente si el abuso es de familiares de primer grado. Por otra parte, si el abusador es algún familiar de segundo grado, lo que podemos encontrarnos es con una insuficiente protección por parte de los progenitores, que a su vez muy probablemente también fueron abusados en su infancia.

Esta insuficiente protección es algo que puede entenderse en los progenitores por las identificaciones con objetos internos con un predominio de esta organización relacional, como he descrito al hablar del concepto de identificación con el agresor. Afortunadamente, en algunos de estos casos nos encontramos también con aspectos preservados dentro del mundo interno, aspectos de la persona que no están confundidos con el objeto abusador y que será importante trabajar con el fin de rescatarlos para que estos progenitores puedan sostener actitudes más protectoras y continentes hacia los adolescentes que hayan sufrido el abuso. De forma esquemática, en estos casos intentamos en un primer momento dar nombre a los abusos que suelen estar negados, disociados y/o minimizados, poner en evidencia esta dañina realidad y las graves consecuencias que está teniendo sobre el adolescente; valorar los aspectos saludables de los progenitores que se han visto incapaces de evitar la repetición de un abuso que ya sufrieron ellos, rescatando funciones maternas y/o paternas protectoras y apuntalando funciones yoicas para favorecer una mayor contención; además, es importante valorar el riesgo autolítico del progenitor, que puede verse aumentado en el momento en el que se pone en evidencia la realidad de lo que está sucediendo.
Cuestiones relativas al equipo

Voy a tratar las cuestiones relativas al equipo desde la comprensión y la contención de las ansiedades de los profesionales frente al impacto de la grave patología atendida, así como del papel activo de la dinámica destructiva del abuso que busca la colusión del clínico con su tendencia a minimizar, negar y manipular la realidad. Creo que son dos aspectos muy importantes a tener en cuenta en estos casos para poder llegar a hacer un diagnóstico adecuado y, en consecuencia, plantear un proyecto terapéutico que se adapte a las necesidades reales de los adolescentes, no a las de los profesionales.

Tal como he expuesto al principio del artículo, Cavanagh, Read y New (2004), han demostrado que los obstáculos para una adecuada valoración diagnóstica e intervención terapéutica en casos de abusos tienen que ver con: la preocupación del clínico sobre la posibilidad de ofender o generar mayor ansiedad a los pacientes; el miedo a una traumatización vicaria; el miedo a inducir “falsos recuerdos”; el hecho de que el paciente sea varón; que el paciente tenga un diagnóstico indicativo de trastorno psicótico, especialmente si el clínico tiene fuertes creencias causales bio-genéticas; el hecho que el clínico sea psiquiatra, especialmente si es un psiquiatra con fuertes creencias causales bio-genéticas.

Sintetizando, considero que podemos entender estos obstáculos como expresiones de las ansiedades del clínico frente a tener que acompañar al paciente hacia zonas muy terroríficas de su realidad externa y de su mundo interno. El problema es que si no lo hacemos estamos dejando solo al adolescente, confirmándole su expectativa de estar solo en el mundo, de no tener a nadie que le proteja del abuso. Si uno no se atreve a explorar por miedo a ofender o dañar sólo consigue transmitir desesperanza, o confirmar la magnitud de la tragedia o de la amenaza. Sería como decirle a un paciente “mejor no hablemos de esto porque no lo vamos a soportar”, todo lo contrario de lo que entendemos que debe ser el proceso terapéutico: ayudar a reconocer, en la relación que establecen con nosotros, la capacidad para enfrentar emociones y experiencias dolorosas.

Si dejamos solo al adolescente con sus experiencias traumáticas estamos perpetuando el maltrato, pudiendo llegar a ser incluso institucional, por el efecto iatrogénico de intervenciones que se centran en “compensar” tentativas autolíticas sin intención ni interés por acercarse a entender en profundidad lo que sucede en el entorno del adolescente y en el mundo interno del mismo. Considero que son iatrogénicas, puesto que etiquetar con algún diagnóstico a un adolescente en base a una exploración simplemente fenomenológica después de que se haya intentado suicidar, pero sin explorar más allá, acaba conduciendo al agravamiento y cronificación del mismo.

Para minimizar el riesgo de que esto ocurra, en nuestro HD damos prioridad a los espacios de contención y elaboración en el equipo de las ansiedades promovidas por el contacto con una casuística tan impactante. Una gran aportación del marco de referencia psicoanalítico en relación al trabajo del equipo (Dangerfield, 2011) es que ayuda a tolerar el impacto de la patología grave, permitiendo al equipo estar cerca del dolor humano profundo, estar cerca del sufrimiento humano que es difícil de aguantar. Esto se consigue cuando nos permitimos acercarnos mucho al paciente, a su mundo interno, a aspectos de su persona de los que ni él mismo nos puede hablar, debido a que muchas veces ni tan siquiera puede pensar, por sus dificultades para representarse mentalmente aquello que le sucede, algo que es fuente de intenso sufrimiento y de síntomas invalidantes. En la relación que establecemos con el adolescente, podemos representar una persona de confianza que le ha faltado más tempranamente, para acompañarles en el proceso de tratar de encontrar otra salida que la de seguir manteniendo forzosamente objetos del self dañados o falsos (Mészáros, 2011).

Víctor Hernández (2008) describe cómo la relación de los equipos asistenciales con pacientes con patología psicótica “genera en sus miembros un sufrimiento mental potencialmente psicotizante”. La intensidad de la proyección de intensas ansiedades, impulsos destructivos, desesperanza y sufrimiento sobre los miembros del equipo los hace especialmente vulnerables si no se organizan espacios de contención y elaboración para el mismo. Este trabajo de contención y elaboración en el equipo nos permite estar disponibles para dejarnos impactar por lo que expresa el paciente. El trabajo de contención del equipo de profesionales es posible gracias a que tenemos organizados distintos espacios como las reuniones diarias de todos los profesionales, así como las reuniones de clínicos, un diálogo constante entre los distintos miembros y también supervisiones con todo el equipo presente.

De esta manera tratamos de encontrar apoyo para dar sentido a las ansiedades comunicadas por los pacientes y para las ansiedades propias de los miembros del equipo en relación al trabajo. De no ser así, corremos el riesgo de adoptar actitudes defensivas en nuestra práctica clínica, algo que siempre nos alejará del contacto sincero con el sufrimiento de los adolescentes.

En el HD, la posibilidad de dar sentido a las ansiedades comunicadas por los pacientes, sus familias y aquellas propias de los distintos miembros del equipo en relación a su trabajo, es lo que ayuda a mantener y fomentar la esperanza frente al impacto de lo que vivimos en relación a las personas que atendemos. Nos ayuda a mantener la relación con los pacientes, que consideramos la base del tratamiento.

Sin esta contención de ansiedades a nivel de equipo sería muy difícil realizar este trabajo, debido a que nos resultaría más difícil de tolerar el impacto emocional del sufrimiento del paciente. Correríamos mayor riesgo de organizarnos como institución con una visión reduccionista o simplista de la salud mental, con actitudes defensivas o expulsivas frente al contacto sincero y cercano con las personas atendidas, algo que, en mi opinión, no sería suficientemente terapéutico e incluso, como he dicho antes, puede acabar siendo iatrogénico.

Otro aspecto a tener muy presente y que con toda seguridad se pondrá en juego en la relación con el adolescente y su familia, es el papel activo desde los aspectos más manipuladores de las dinámicas de maltrato de fomentar la colusión del clínico con la negación y la minimización del abuso. Meltzer (1973), nos habla de la corrupción de la transferencia, donde estos pacientes nos intentarán desalojar de nuestro rol habitual y convertir el proceso en uno que tenga la estructura de su tendencia perversa. Esta transformación es llevada a cabo por el inconsciente del paciente de forma muy sutil, por lo que sus manifestaciones y contratransferencia resultante es probable que nos pasen desapercibidas hasta que ya sea demasiado tarde. Dice Meltzer (1973) que en el momento en que nos damos cuenta de que el gobierno del proceso terapéutico ha sido subvertido, es probable que esto ya sea un hecho consumado e irreversible. Nuestra experiencia en el HD nos ha demostrado lo potentes que pueden llegar a ser estos mecanismos, ya que nos hemos encontrado con casos donde se habían llegado a explicitar los abusos en dispositivos de salud mental, sin que eso diera lugar a ninguna actuación protectora por parte de los clínicos.

Steiner (1993) describe además cómo hay que ser muy precavidos cuando se habla de aspectos sanos del self en personalidades que están dominadas por aspectos destructivos. Este autor sostiene que hay una relación perversa y que los aspectos sanos del self entran en colusión y consienten ser atrapados por “la banda narcisista” destructiva. Dice que entonces las relaciones perversas capturan a todos los miembros (que podemos entender como los objetos internos, o a nivel externo a los miembros de una familia,  etc.) por medios que aseguran la lealtad. Mi experiencia es que, al enfrentarnos a dinámicas de esta magnitud, estos mecanismos se ponen en marcha de forma masiva y constante, por lo que debemos poner gran esfuerzo en la detección y comprensión de los mismos en la relación transferencial para evitar quedar atrapados y desalojados de nuestra función terapéutica. De ahí la importancia del trabajo en equipo que he descrito anteriormente, como elemento decisivo a la hora de encontrar la contención necesaria para poder mantener nuestra capacidad de pensamiento frente la intensidad de las proyecciones recibidas.

El papel de un adecuado diagnóstico es también crucial a la hora de prevenir futuras colusiones. Debemos tener una comprensión lo más precisa posible de las características psicopatológicas de las personas que atendemos. En el momento del ingreso en el HD hacemos una primera valoración diagnóstica del caso, con entrevistas individuales y familiares, así como una valoración psiquiátrica. Se valoran también las capacidades conservadas, los aspectos saludables del chico y de la familia, así como sus capacidades de vinculación y de aprovechamiento del recurso. Pero el proceso diagnóstico no acaba aquí, ya que el HD es un entorno privilegiado de observación diaria de los pacientes en los diferentes talleres y actividades propuestas, lo cual nos permite tener acceso a una gran cantidad de información a través de la convivencia diaria con el adolescente. Realizamos el diagnóstico desde las valiosas aportaciones de la psicopatología psicoanalítica, que, siguiendo el modelo propuesto por Tizón en múltiples trabajos,  (J.L. Tizón, 2000, 2004, 2007), entendemos desde la valoración de los siguientes apartados:

1. Manifestaciones de la organización relacional del paciente en el nivel clínico-fenomenológico y en las relaciones externas: el diagnóstico basado en la exploración clínica inicial, tanto del adolescente como de su familia, valorando cómo se presentan el chico y su familia en las entrevistas iniciales, qué sintomatología presentan, con qué cuadros clínicos es compatible dicha sintomatología. Aquí se incluyen las clasificaciones psiquiátricas habituales (DSM y CIE). Se valoran también las manifestaciones del estilo de relación predominante en la realidad externa, es decir, el patrón fundamental de relación que se pone de manifiesto en las relaciones interpersonales.

2. Manifestaciones en las relaciones internas, en el mundo interno: valoramos la organización interna de la persona, las distintas maneras que puede mostrar de tratarse a sí mismo; los aspectos o características de personas de su alrededor, sobre todo de los padres, a los que se ha identificado, sea por lo que el adolescente ha introyectado de estas figuras de referencia o por lo que los padres han proyectado de sus propios aspectos sanos o patológicos, a los que queda identificado. Valoramos estos aspectos que ha ido incorporando como elementos que van configurando su propia identidad, su vida emocional y sus fantasías. También exploramos las emociones fundamentales: ira, odio, resentimiento, desesperanza, asco, temor, tristeza, etc. A su vez, valoramos cómo se maneja con sus ansiedades y fantasías, qué tipo de ansiedades y defensas predominan, el estilo de relación que ha ido organizando consigo mismo, en la gestión de su propia vida emocional, y en las relaciones establecidas con los demás. En este apartado se incluye también la valoración de las relaciones con el propio cuerpo y la imagen corporal, algo de suma importancia en la etapa adolescente. También valoramos las capacidades de vinculación, de generación de amor, solidaridad, la capacidad de contención del sufrimiento y de elaboración de las pérdidas, así como la capacidad de simbolización y de aprendizaje por la experiencia. A su vez, exploramos otro tipo de funciones más patológicas de la personalidad, las que siguiendo a Meltzer podemos englobar dentro de la categoría de funciones proyectivas: suscitamiento de odio, insolidaridad, desvinculación; emanación de ansiedad persecutoria y terror; siembra de desesperación y creación de confusión.

3. Manifestaciones de la organización relacional fundamental en su genética (psicogenética), desde la primera infancia: valoramos cómo se ha ido organizando un estilo de relación con los demás y cómo se ha ido configurando también a nivel de mundo interno desde las primeras relaciones.  En el contexto de las relaciones afectivas, sobre todo con las personas que asumen los cuidados parentales, el niño va aprendiendo e incorporando unos modelos de manejo de su propia vida emocional. Este es el aspecto que valoramos en este apartado, algo que nos ayuda también a comprender cómo se ha ido organizando la dinámica familiar y nos permite diseñar una intervención pertinente en el trabajo con las familias. Valoramos también cómo se despliega la organización relacional del paciente y de los distintos miembros de su familia con nosotros, con los distintos miembros del equipo.

A pesar de todo, y como decía en otro artículo (Dangerfield, 2011), por mucho esfuerzo que pongamos en el trabajo con los adolescentes y sus familias, desgraciadamente, hay casos en los que el paciente está tan dañado que no puede integrar casi nada de la experiencia emocional que tratamos de ofrecer, o bien, sobre todo, desde los núcleos psicóticos de la personalidad o desde las defensas primitivas que despliegan ante las ansiedades psicóticas, se ataca esta posibilidad. Por nuestra parte, mantenemos la esperanza de preservar y fomentar la relación con los pacientes, en tratar de seguir estando a su lado en nuestro trabajo cotidiano con ellos. Sigo pensando que, junto con nuestros intentos de comprender su sufrimiento y de ofrecer una respuesta protectora tanto a nivel de trabajo terapéutico como de realidad externa (informes a instituciones judiciales y a servicios de protección del menor), es lo mejor que les podemos ofrecer.
Conclusiones

Considero que hay que tener muy presente que si un adolescente intenta suicidarse debemos preguntarnos acerca de lo que está sucediendo en su entorno relacional más cercano. Los datos de múltiples trabajos de investigación y nuestra propia experiencia asistencial en el HD nos demuestran que a menudo nos encontramos con situaciones de enorme violencia ejercida sobre el menor, algo que les empuja a sentir que su única salida desesperada es la muerte.

Debemos incluir en todo proceso diagnóstico la exploración de la dinámica familiar que, tal como he intentado mostrar en este trabajo, va mucho más allá de la cuestión de si la familia colabora o no con el tratamiento propuesto.

También considero imprescindible acercarnos a explorar los posibles abusos sufridos por los adolescentes, recordando que es muchísimo más dañino dejarles solos con esa realidad traumática que una exploración en la que tengan que rememorar los sucesos traumáticos.

La experiencia nos debe enseñar de cara a fomentar la detección e intervención precoz, la sensibilización de los equipos pediátricos y de salud mental infanto-juvenil, con el fin de minimizar el riesgo de las nefastas consecuencias psicopatológicas de los abusos sobre los menores. Es importante recordar que no se trata sólo de sensibilizar a los equipos asistenciales, sino de organizar contención para los profesionales. En mi opinión, la disponibilidad personal para poder acercarse a aspectos tan terroríficos es posible si hay organizado un buen setting interno del clínico y un soporte externo suficientemente continente como para acompañar en tan dura tarea.

Esta capacidad de contención es la que nos permitirá acompañar al adolescente en el proceso terapéutico. Mészáros (2011) nos habla de cómo Ferenczi ya consideraba que la presencia o ausencia de una persona de confianza determina la condición post-traumática. Es fundamental que el adolescente pueda tener la experiencia de que hay alguien a quien dirigirse, y está demostrado que la posibilidad de contar con una adecuada ayuda puede determinar el pronóstico de una persona abusada.

Mészáros (2011) lo describe como sigue: “En la presencia de otro confiable, los que han sufrido un trauma no se quedan sin ayuda o solos, así como tampoco están aislados. El evento traumático no se convierte en un secreto ni en consecuencia en tabú, con lo que no se desata el proceso de trauma transgeneracional. Hablar con la persona de confianza y compartir la experiencia traumática representa el primer paso en la elaboración del trauma. Son afortunados aquellos que tienen esta oportunidad lo antes posible”.

Nuestro compromiso humano y ético en la asistencia en salud mental nos debe conducir a tratar de ofrecer esta posibilidad cuanto antes, ya que cuanto más tiempo esté el adolescente que ha sufrido abusos sin ser adecuadamente comprendido y atendido, más riesgo hay de que intente suicidarse y lo consiga.
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Palabras clave: adolescencia, violencia, abuso sexual, suicidio, hospital de día, relación, contención.

Mark Dangerfield
Psicólogo clínico y psicoterapeuta del HD de la Fundació Vidal i Barraquer.
Psicoanalista del Instituto de Psicoanálisis de Barcelona.
Profesor del Institut Universitari de Salut Mental de la Fundació Vidal i Barraquer (Universidad Ramón Llull).
mdangerfield@fvb.cat