En noviembre de 1968, bajo una intensa lluvia, Winnicott llegó por primera vez a Nueva York, donde nadie había ido a recibirle al aeropuerto. Cogió la gripe, la llamada gripe de Hong-Kong. Tenía 72 años y estaba ya enfermo desde hacía varios meses debido a una gran fragilidad cardíaca y pulmonar. Para él era un acontecimiento venir a presentar sus teorías al público del prestigioso New York Psychoanalytic Institute. Buscaba un amplio reconocimiento de sus trabajos e iba a presentar su texto sobre la utilización del objeto, en el que trabajaba desde hacía varios años. Pidió ayuda a Anna Freud para una introducción, quien le contestó que era inútil. La sala estaba llena a rebosar: recibir a un analista considerado kleiniano en el templo de la Ego Psychology atraía curiosidad. Pero nadie estaba dispuesto a escuchar una conferencia tan difícil y tan alejada de los puntos de vista corrientes del psicoanálisis. La acogida fue glacial, la discusión muy hostil e hiriente (tres discutidores, la más célebre Edith Jacobson, luego Bernard Fine y Samuel Rivo). La única persona que podía comprenderle, Phyllis Greenacre, no pudo acudir. Winnicott fue tratado de simplista que no entiende lo que es una relación de objeto, ignora el desarrollo del Yo y propone cambios técnicos no analíticos. No se le concedió realmente tiempo de respuesta. Winnicott se desmoronó y dijo estar dispuesto a renunciar a su teoría. Fue hospitalizado al día siguiente con un edema pulmonar y un accidente coronario. Tuvo que permanecer hospitalizado durante seis semanas antes de poder volver a Londres (“una pesadilla”, escribió su mujer que también estaba enferma de gripe). Murió dos años después a raíz de un nuevo infarto. El rumor dice que los neoyorquinos habían matado a Winnicott, lo cual sólo es cierto simbólicamente, ya que todavía no es muy leído allí y no es ciertamente una referencia en el trabajo analítico, ni en niños ni en adultos.
El artículo sobre la utilización del objeto es realmente arduo. Winnicott afirma en él que la relación con un objeto no es posible hasta que no ha habido previamente un proceso de destrucción de un objeto idealizado; al reducirlo a un estado de objeto malo, ya que escapa al control omnipotente, se convierte en menos atacable porque es menos bueno y si ha resistido y sobrevivido, se convierte entonces en un objeto del que el sujeto tiene consciencia de la exterioridad, de su existencia dentro de la realidad. Es la instauración de la relación con el objeto y, sobre todo, de la capacidad de utilizar este objeto, alimentarse de él e intercambiar con él, por lo tanto, a no quedar ya nunca más encerrado en un funcionamiento narcisístico. Contrariamente a la tesis que sostiene que la agresividad es una reacción al encuentro con la realidad. “Es la pulsión de destrucción la que crea la cualidad de exterioridad. Esta característica de estar siempre en proceso de ser destruido hace que la realidad del objeto que sobrevive sea percibida como tal; realza la tonalidad de esta percepción y contribuye a dar la impresión de la constancia del objeto. El objeto puede ahora ser utilizado”[1]. El analista centrado en la utilización del objeto pensará menos en términos de transferencia y resistencia durante la sesión, y en interpretar, y buscará más el dejarse utilizar por el paciente, el permitir la emergencia de un cierto tipo de agresividad asociada a la confianza creciente del paciente en el analista. Los cambios en el paciente dependen de la capacidad del analista de sobrevivir a los ataques. Winnicott sabe algo de eso, una de sus pacientes se suicidó durante su estancia en Nueva York.
Este trabajo de investigación emprendido por Winnicott hacía intervenir siempre a la madre y sus cualidades de ajuste sofisticado a la díada que ella forma con su bebé, y el rol fundamental de los desfallecimientos maternos; pero el padre está presente, contrariamente a lo que dicen demasiado a menudo los autores franceses. Y en el caso presentado por Winnicott en Nueva York, el rol del padre era central. Cito: “Un padre fuerte permite al niño emprender el riesgo (de ataques violentos de la madre) porque está en su camino o bien porque está allí para reparar las cosas o para impedirlas por la fuerza (lo cual permite luego utilizar a la madre como un refugio)”. La impulsividad y espontaneidad preservadas por la función paterna son la base de la creatividad futura del sujeto.
De la misma manera que Winnicott ha transformado el trabajo analítico con el niño al afirmar que la experiencia real y nueva con el objeto psicoanalista, que sabe dejar que el juego se desarrolle, es terapéutica, y a menudo más eficaz que una interpretación, de la misma forma, esta audacia de proponer que el ataque y la supervivencia del objeto sean lo preliminar en la relación con éste ha resultado una revolución en el abordaje de los casos difíciles. Es ahí que interviene la noción personal de Winnicott sobre la creatividad. Lo que interesa a Winnicott es la aparición, la constitución y la solidez de la experiencia de ser uno mismo, viviente y plenamente confiado en esta fuente de vitalidad. La creatividad según Winnicott no es la capacidad de crear una obra, sino la capacidad de vivir de forma creativa una vida llena de sentido. Es la vitalidad al servicio de la construcción de sí mismo. Esto plantea sin duda el problema sobre el lugar de la pulsión en esta teoría, ya que Winnicott no hace referencia a las pulsiones ni a la sexualidad infantil ni al autoerotismo. Habla de lo que ocurre siguiendo el curso de la capacidad de hacer frente a las pulsiones, del núcleo de la relación entre el recién nacido y aquellos que lo cuidan. En este registro originario habla de creatividad primaria, que requiere 3 componentes (según Jan Abram):
–la ilusión de hacer advenir la satisfacción sin causa externa, que favorece la experiencia de omnipotencia desde el inicio de la vida;
–la capacidad materna de responder a los movimientos espontáneos del niño;
–la agresividad primaria de la necesidad de encuentro con un objeto que resista la crueldad violenta del amor infantil.
La asociación de estas tres experiencias permite tres desarrollos esenciales:
–la existencia de un Self auténtico, ni deformado ni amputado por el entorno, intacto;
–la era de la ilusión que se instaura desde el inicio entre la percepción y la creatividad primaria constituye la base del espacio transicional que aparecerá cuando la relación de objeto externo pueda realizarse;
–la posibilidad de acceso a un tercero.
Es, pues, el control mágico de la satisfacción de las necesidades, ser sostenido, lavado, acariciado, acurrucado, alimentado, dormido, seducido por la voz, el olor, el ritmo, que da el sentimiento de continuidad, en una buena adecuación de los cuidados maternales. Es esta magia más próxima a la alucinación que a la percepción, que hace posible la ilusión: la presentación del objeto por parte de la madre hace vivir al bebé la experiencia de crearlo. Es esta cualidad preciosa del funcionamiento psíquico, el sentimiento de sí, la experiencia de ser, que integra las sensaciones y su continuidad dentro de un continente, experiencia que se vuelve a encontrar en ciertos momentos en el tratamiento psicoanalítico. La aparición del juego en el niño muy pequeño que no ha podido constituir esta experiencia de ser, y que está lejos de tener acceso a un espacio intermedio, es siempre una aventura emocionante. Cuando John, un pequeño con rasgos autistas, empezó a jugar, su madre, muy impresionada por este descubrimiento, dijo: “¿pero entonces también sueña?”, descubriendo la vida psíquica de su hijo. John tiene 19 meses cuando yo lo atiendo por primera vez con su madre, desbordada de ansiedad y de agotamiento por buscar un diagnóstico por escáner para su primer hijo que no comunica nada. No emite ningún sonido, mira poco, su deambulación está desequilibrada, es disarmónico. En la familia paterna se dice que la mayor parte de los chicos tienen rasgos autistas. La madre de John, que ha estudiado un poco de psicología en la universidad, sabe que su hijo está enfermo, piensa que es biológico e irreversible y oscila entre la angustia sobreprotectora y las modalidades operatorias de la vida depresiva. Es su propia terapeuta quién le ha convencido de venirme a consultar. No entiende que alguien pueda interesarse por la vida psíquica de este niño cuyo cerebro está, dice, “dañado”.
John nació difícilmente y por cesárea, lloró sin parar durante varios meses, no se le podía alimentar fácilmente y a la edad de un año fue diagnosticado de autista. Desde entonces las exploraciones neurológicas y las evaluaciones se multiplicaron. Es un chico guapo, torpe y burdo, aterrorizado, pegado a su madre, rígido. Le hablo de su temor a encontrarse conmigo, de su madre que está presente y empiezo a hacer mover los coches que había mirado desde su entrada en el despacho. Hago “brrum”, y en el momento que no lo hago al mismo ritmo en que lo venía haciendo, reacciona intercambiando una breve mirada. Entonces retomo el juego, “brrum”, avanzando el coche hacia él. En un tono monocorde su madre me comunica su ansiedad y su expectativa de que yo le confirme el diagnóstico, que ella espera de un niño discapacitado. Tras dos sesiones de la misma forma John se mueve, después de haber guiñado el ojo cuando yo le cambio el ritmo de los “brrum”, se va al otro lado de la sala y coge una muñeca rusa, se estira, la desmonta y pone el bebé dentro del coche. Yo digo: “Ah! Estamos bien juntos tú, tu mamá y yo!”. Y yo pienso que si este niño que no habita su cuerpo, que se pone en retirada y manifiesta una ansiedad próxima a la desorganización es capaz de un gesto simbólico, entonces hay esperanza. La repetición de las mismas conductas le tranquiliza, al día siguiente no sólo me mira sino que sonríe furtivamente. Pienso en una especie de desierto libidinal entre la madre y su hijo, la pesadumbre carga el ambiente en la sesión y les digo que están demasiado tristes para jugar juntos. John se pone muy cerca de mi cara, toca mis gafas, intercambia de nuevo una breve mirada. Pienso que son mis gafas que le dan miedo, pero es también una parte que se puede desprender de mi cuerpo, y que si ya inviste un objeto externo, hemos creado un espacio intermediario. La acción se desplaza entonces hacia la búsqueda de continentes, llena los camiones y las cajas, dice que no con la cabeza cada vez que yo le hablo y guarda en su puño cerrado un pequeño personaje de fieltro. Le digo que esto le hace sentir sólido al tener en su puño un pequeño personaje que me pertenece y él vuelve a coger mis gafas que trata de poner en su cara. Le digo que somos iguales los tres en la sala, mamá, él y yo, bien juntos. Grita aullando al final de la sesión. Entonces recorto unas gafas en un papel y se las doy, su madre se las ajusta sobre su cara y se va con una parte de mí sobre él, siempre con el pequeño personaje de fieltro en el puño cerrado, que traerá de vuelta a cada sesión.
Propongo entonces en la sesión siguiente que nos miremos juntos, con las gafas, en un espejo. Está inquieto al principio, luego fascinado; pido a su madre que se ponga al lado de él y miramos juntos nuestra imagen de reunión, John con sus gafas de papel que se quita para intercambiar miradas con su madre. Esta vez tiene miradas francas hacia mí. Tiene ahora 20 meses y todavía no ha emitido un solo sonido pero está muy vivo y ya no da esta impresión de nausea y de vértigo al estar en contacto con el mundo. La angustia ha disminuido. En este momento va a hacer cambios muy rápidos; en esta misma sesión coge el bebé y el biberón. Yo juego a dar de comer al bebé y le canto una canción ya que John me mira de verdad y yo no quiero estar continuamente tratando de comentar lo que ocurre, yo quiero hacer un verdadero juego, un juego de verdad. Ante la sorpresa de su madre que estalla en llanto, John abre la boca y se pone a canturrear, me imita. Me entero en ese momento que la madre canta, que su propia madre es músico. Se ha establecido un vínculo.
A partir de la sesión siguiente propongo a la madre que cante y yo sigo el ritmo golpeando sobre un taburete, John se excita, golpea y chilla, emite sonidos, e incluso sonríe. Me ha parecido que había inyectado libido en esta familia. No era un niño autista sino una retirada por falta de vitalidad.
La teoría de Winnicott sobre la experiencia de ser gracias a la ilusión proporcionada por la madre adecuada, y sobre el sentimiento de ser yo como fuente de integración de las pulsiones, me ha iluminado en este tratamiento que no ha sido fácil y, a menudo, fuente de afectos muy dolorosos. Mi contratransferencia estaba atrapada en la vigilancia de los escasos signos vivientes de investimento del niño, me encontraba en una preocupación maternal entre mi enorme interés por su funcionamiento psíquico, la ternura y el desánimo.
A partir de ahí pudimos intercambiar miradas francas, los juegos corporales se desarrollaron, era necesario coger a John que se lanzaba al vacío desde lo alto del taburete, me tocaba mucho, rehusaba marcharse al final de la sesión, tenía que llevarse un juguete de mi caja, que su madre conseguía devolver a la sesión siguiente, ponía el despertador en la papelera cuando no quería salir de la sala. Un sentimiento de gozo invadió las sesiones que antes eran tan apagadas y planas. La transformación fue rápida, nos pusimos a jugar al escondite y balbuceaba cuando nos mirábamos con la mirada de sus ojos en mis ojos. Una intervención ortofónica ayudó a poner en marcha el lenguaje. John se volvió agresivo, tiraba todos los juguetes, provocaba, se reía a carcajadas, se irritaba, en fin, mostraba toda una gama de afectos. Él que era lento y blando, anoréxico, dando a su padre la impresión de que no existía, deviene un niño alegre que no cesa de experimentar que es una unidad, en el cuerpo a cuerpo, en la mirada directa a los ojos. Desde que empezó a hablar dijo “no”. En casa se puso a comer por fin, devolviendo la esperanza a su madre de ser buena y gratificante.
Desarrolló entonces una verdadera angustia de separación y teníamos que jugar al balón delante de la puerta del despacho donde no podía entrar con su madre si no aceptaba utilizar este espacio realmente intermediario, ya que él decía “no dentro” (“no in”). El objeto fetiche, el personaje que había cogido entre mis juguetes, evolucionó hacia un objeto que cogió de las cosas de su madre, siempre un objeto duro, con el cual se dormía. El autoerotismo llegó entonces cuando empezó a chupar todos los juguetes y ponérselos en la boca durante las sesiones; en casa estaba prohibido. Su primer vocabulario fue para nombrar el espacio, dentro, fuera, encima, debajo, haciendo la mímica con su cuerpo y luego pudiéndose nombrar, Didi (da significaba sí, y dada, papá). Cantaba y se reía a carcajadas, era espontáneo, su madre decía que era “un niño de verdad”. Fue delante del espejo, cuando tenía casi 3 años, que apartó la imagen de su madre y se señaló a sí mismo diciendo “yo”. Algunos años más tarde, entonces en terapia individual conmigo, ya que le quedan algunas secuelas pendientes de resolver, me preguntó si yo era un verdadero monstruo, “are you a real monster?”, en sus juegos sobre sus pesadillas. Yo le dije que nosotros jugábamos de broma pero que cuando tenía miedo, entonces ya no lo sabía. Entonces dijo: “Aquí yo soy un chico, uno verdadero, pero cuando era pequeño estaba a veces como un poco helado” (Here I am a boy, a real one, when a baby I was sometimes something like frozen).
Durante todo este tiempo prosiguieron las evaluaciones neuropsicológicas, el diagnóstico cambió de autismo a retraso del desarrollo, trastorno de la integración sensorio-motriz, luego dispraxia y trastorno del tono muscular. Ahora que muestra resistencias para el control de esfínteres teniendo 5 años y que su madre está embarazada, sus padres se preguntan si no es un neurótico. Yo he respondido que era lo mejor que podía ocurrir. Dicha analidad revela su mecanismo de influir en el objeto a partir de conjuntos de contracturas musculares que debieron ayudarle a sentirse unificado, a constituir el sostén del Self, más tarde a engendrar una excitación sexual con una fantasía de embarazo. Ha iniciado la escuela recientemente y ha decidido que será policía de mayor, ya que, en efecto, los sentimientos de culpabilidad y de solicitud aparecieron con un superyó un poco cruel. Su sentido del humor apareció con fuerza; como todos los niños que conservan trazas de agonías primitivas y de haber rozado la nada, ejerce ahí su creatividad con brío.
Nosotros dos no hemos finalizado ciertamente nuestro viaje analítico, pero la facilidad con la que ha emergido de su caparazón de retirada me parece que manifiesta la importancia de la experiencia de ser en la mirada del otro. El trabajo analítico consiste entonces en crear un entorno adaptado al niño que permita la ilusión creadora.
(Traducido del original en francés por Antònia Llairó)
[1] Winnicott, D.W. (1951), «L’ utilisation de l’objet», en Jeu et réalité, Gallimard, Paris.
Christine Anzieu
Paidopsiquiatra y Psicoanalista SPP, Nueva York
Directora del programa Parent-Infant en Columbia Center
Profesora de Psiquiatría en la Universidad de Columbia, N.Y.
copyrigth ©Editions érès del libro Winnicott et la création humaine publicado en febrero 2012