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Como si fuese mi cauce natural
siempre me he sentido caer
en una especie de arrobo y embeleso
producido por la redondez de la amistad.

Joan Fortuny

 

La poesía nace en la encrucijada de la palabra, el pensamiento y el conocimiento cuyo saber hace del poeta un filósofo de la vida.

Escribir es crear el poema en tanto que experiencia personal, de suerte que con frecuencia las palabras llegan al poema por caminos distintos. La mayoría de las veces ni siquiera el poeta sabe, a ciencia cierta, cómo y por qué una palabra determinada viene a ocupar un lugar en el verso que parece que sea su único lugar posible. En un crisol de circunstancias, poeta y palabra, se ven llamados al unísono de manera que es difícil saber quien demanda a quien. Y esto porque, si lo sabe, el poeta sólo conoce como empieza el poema pero no como termina. Es en el diálogo entre lo dicho y lo no dicho que poeta y palabra se entremezclan hasta producir una experiencia, un nuevo sentimiento al poeta que, a su vez, lo hace suyo. Paul Valéry describe los poemas como el espacio en el que las palabras se desean en un juego de amor y libertad. En uno de sus escritos Eduardo Chillida nos recuerda que en el arte interviene el tiempo como límite. El presente es un límite que separa dos cosas que son el pasado y el futuro, pero en realidad el futuro y el presente conviven en armonía en un mismo espacio vital; se tocan ahí y es en ese momento donde el poeta prefiere vivir y escribir porque las ideas en el arte no existen hasta que las obras no están terminadas.

Cuando la palabra llega al verso, ésta produce, en contacto con las demás, una serie de incertezas emocionales que nos sumergen en una extraña afinidad enunciativa denotando estados mentales no vividos u olvidados en la experiencia de su autor. El poeta dota a la palabra de nuevos significados con los que nombrar aquello que, habiéndose vivido con anterioridad, no había lenguaje para comunicarlo. Sin embargo, no siempre alcanza a ser consciente de ello, pues en demasiadas ocasiones el poeta cree decir una cosa cuando en realidad el poema lleva consigo un mundo de sutilezas inesperadas. No es consciente de que la configuración de las palabras en el poema denotan realidades veladas en su psiquismo. Esto es así porque pese a combinar los materiales lingüísticos en un contexto determinado, el lenguaje atrapa al poeta en el sentido de ir más allá de los referentes con los que previamente había dotado a las palabras. Es como si no pudiera abarcar el hecho de que en las palabras subyacen sentidos y temores como ecos de un universo lleno de misterios aún por vivir y lejos de la vida cotidiana.

Así el poema nos convierte en rehén. La toma del poema, su existir, se desvanece casi al instante de aprehenderlo dejando paso a la nada para que se convierta en rehén de una nueva mirada, de la sensación del inminente instante en que el poema muestra toda su desnudez para ser conquistado de nuevo. La turbación primera que produce una lectura incierta, -lectura a lectura va esculpiendo, de instinto en instinto y de sugerencia en sugerencia-, esos momentos que se muestran inigualables al lector. Desde la sugerencia, el embeleso ante el dictado de las palabras configura siluetas danzantes mitad dioses, mitad carnales entre la armonía y el abandono. Los mil rostros del poema son para el lector la prueba de su misma existencia dado que la expresión alberga, en una complementariedad sin límites, casi simbiótica, la amargura y la felicidad, la nostalgia y la vitalidad, la luz y el fuego, el cielo y la noche. La paradoja de la representación es que expresa lo inexpresable, su corporeidad vuelve perenne lo efímero.

Este límite entre el yo y el no-yo pone al lector justo en el momento en el que todavía no ha sucedido nada, en el que la inminencia lo puede todo. Así la significación del poema se configura en la misma morfología de la nada. Su sensualidad, la levedad de los sentidos, permite el paso de lo no dado al hecho como posibilidad nueva, como creatividad de modos de vida. En el poema todo lo concretado es plúmbeo, todo lo sugerido es evanescente. La visualización como comprensión del poema embriaga al lector sacándolo de su pesadez sensitiva para encontrase andando en la sutileza de las palabras. Las palabras se constituyen como sombras inquietantes de luz que invitan a penetrar en su interior dejando al descubierto su intimidad en un hueco que alberga y alienta el transgredir desconocido hacia lo certero, lo real de nuestros días.

La poesía, por su función, no es reducible a una práctica meramente enunciativa de hechos y experiencias. La poesía trata de mostrar lo singular e insólito de la experiencia humana; es lo indeterminado de la vivencia personal lo que la poesía busca, no para dar cuenta del hecho en sí sino de las resonancias internas que éste nos promueve en forma de estados emocionales. Estos conocidos versos de Antonio Machado dicen del poeta como hacedor de mundos posibles cuyo relieve es aún recóndito “No es el yo fundamental/ esto que busca el poeta,/ sino el tú esencial”.

En la poesía prevalece la redondez, la curvatura de las palabras, la esfera de un nuevo significado. Su seducción, acogedora y terrenal, se concilia con el infinito en un acto de aprehensión y ligereza del agua que la convierte en un espacioso misterio cuyo jardín sólo es transitable en la intimidad del sujeto. Su fugacidad y equilibrio es su transcurrir por la secreta inspiración de las cosas cuya confluencia deviene en una libertad que invita andar por el fluir de la vida misma, sus deseos y sentimientos. El sentido de plenitud brota benévolamente por las acequias del silencio.

El indeciso lector viaja intrépido buscando respuestas a las vitales preguntas que lo acucian en la idea de un creer más sereno. Si tropieza de pronto con un nudo suyo dramático hará repetidas y repetidas visitas a los versos hasta poder contemplar un trozo de su tiempo, aquella ausencia que haya podido muy bien formar ese hueco, ese vacío insaciable. La poesía queda, entonces, suspendida por los barrancos umbríos de los sueños y evoca sin tregua nuestras edades con nuestros propios cambios históricos.

Ella, la poesía, es portadora de metamorfosis narrativa invitando al lector a transformarse siguiendo la sucesión temporal de su vivir. Su certeza es nuestra certeza y ésta nos sitúa en un camino transitorio donde la aventura interpretativa nunca puede llegar a concluir. J. V. Foix, en su tizianesco soneto “Es per la Ment que se m’obre Natura/ a l’ull golós; per ella em sé immortal”[1], nos aproxima a esta espiritualidad certera y a la vez inabordable en la que se ve sumergido autor y lector al unísono. Las imágenes que nos proporciona el poeta transgreden nuestro orden de las cosas. Los contextos en los que se inscribe el mundo exterior pueden ser perfectamente conocidos por la ciencia confiriendo signos de verdad a todo lo que nos acontece, pero los contextos del ser sólo son reconocibles en cuanto podemos dibujar el entorno de las vivencias y alterar su opacidad para aproximarnos, desde nuevas posiciones, a lo enigmático de nosotros mismos, a hallar un sentido interno a nuestro vivir.

Los instantes poéticos a los que nos tiene acostumbrados el poema, sólo son puntos visuales de un acontecer que todavía no se ha dado, son como ceremonias preliminares de instantes decisivos. Lo misterioso, lo que inquieta del logos poético, es la manera inevitable en que el dédalo de nuestra existencia, desprovisto de gravedad, se transmuta en mirada a veces extraña a veces complaciente de nosotros mismos. En el profundo deseo de verse uno a sí mismo, inevitablemente debe dirigir sus ojos incandescentes hacia el cuerpo de sus experiencias para retornar a la identidad inaugural que todavía no acierta a comprender a causa de la acción presente, de su persistente manera de vivir. La poesía renuncia a la acumulación sensitiva en favor de una intimidad esencial. Busca la línea precisa que desnuda lo austero del fruto que se apodera de una atmósfera de brumas, que se abre paso como alegoría de las costumbres de un vivir cotidiano, de un jardín galante.

La irrealidad de la escena que presenta el poema, su despreocupante caricia se acerca minuciosamente hasta subvertir el orden interno del lector. Así entendido, el poema es experiencia real vivida en acto que nos trasciende. De esa manera es como la poesía necesita esencializarse, desnudarse; ir todo lo más adentro de ella misma para dejarse ver, vestirse con ropa ligera; no expresarse, porque expresarse es precisamente lo que no necesita la poesía, sino dejarse tocar, dejarse querer hasta quedar absolutamente inédita. Seguramente es la inquieta necesidad de un despertar sensitivo, de una aprehensión de la propia realidad lo que nos aproxima al arte, al progresivo viaje hacia la estética como filosofía de la vida. La intimidad de lo estético nos introduce en la comprensión de nuestro espíritu, de nuestro mundo corpóreo.

Si nos preguntamos cuándo se hace realidad el objeto, nos damos cuenta que al nombrarlo el objeto cobra vida para nosotros pues es el acto de reconocerlo como siendo algo para alguien. Es como si la visualización de lo que es el objeto fuera inherente al acto de designarlo. En este sentido el poeta al poner la palabra hace visible la cosa, nos la revela, nos la saca de su silencio, es decir, gracias a la imagen poética la cosa se nos aparece, de ahí que el verso habla de aquello que es indeterminado y no puede decirse con palabras.

Todas las cosas se pueden expresar si hablan de acontecimientos no concretos, si remiten al fluir del presente con el pasado. La sugerencia posiblemente consiste en saber identificarse con el fluir hacia el infinito: movimiento y permanencia, tiempo y espacio, ahora y siempre. Cuando el tiempo de la existencia es compartido, es un viaje dual que se rescribe continuamente, es un caminar por lugares e instantes por el rostro intenso del amor. La curva reflexión de la lectura nos somete al tiempo encauzado del río. Heráclito no se equivocó, el infinito fluir de las palabras, diverso y profundo, a veces opaco, nos permite el continuo rencuentro con el mismo significado. Cualquiera que se sumerja desciende por los remolinos de las múltiples caras de las palabras. El significado se vuelve incandescente, cristalino, pero no un cristalino transparente sino que desencadena redondez, armonía insondable, soledad circular de progreso y gesto largo.

Debemos dejar que el poema emerja lentamente con toda su corpulencia hasta detener la vida, entonces el lector, víctima de esta pasión, se dispone a disiparse por los límites ajardinados de los versos hasta orquestar, en el placer de oírse, de reconocerse, una felicidad física, un cuerpo que se siente intocado dejando que acuda una nueva experiencia. En los gestos imperceptibles, en la sucesión de momentos e instantes, la trayectoria de la poesía es la de la huidiza superficie. Es una vida en la que uno tiene la impresión de hallar lo contrario, lo sugestivo de la sombra, la creatividad móvil que no quiere ni explicar ni dar a elegir sino que busca la simetría en las contradicciones vitales. En su oscilante indeterminación, el poema huye de las advertencias a las que nos tiene sometidos la verdad. Confundir cualquier gesto con cualquier acción en nombre de una poesía, impide, o cuando menos falsea, el encuentro entre el sentido y la vitalidad, el significado y la sugerencia, la realidad y la claridad del símbolo.

Lo extraordinario de la poesía es su esfuerzo en establecer un vínculo entre el espíritu y lo mundano. Si más allá de lo cotidiano, lo banal y superficial existe una esencia de la vida, ¿Qué relación de autenticidad hay entre las cosas y el sentir de la persona? Esta búsqueda incesante de nuevos horizontes favorece la construcción de nuevos lenguajes con sus ritmos, sus tempus y sus significados cuya propensión no es la pericia gratuita o desgarradora sino la advertencia de una nueva autenticidad. Su forma oblicua o metafórica nos lleva a la trascendencia del significado que resulta inaccesible a la realidad, pero que se vislumbra desde su ausencia en la conciencia de la inmediatez. Como una vieja respiración el poema transcurre por las oscuridades de la existencia sorbiendo de la historia en los márgenes del mundo. Entornando levemente el ritmo de las palabras el lector contempla, hasta hacerlo suyo, cómo se desliza una vida inicialmente imperceptible pero filial y hechicera al mismo tiempo.

Para amar al mundo arraigado en lo terrenal sin necesidad de idealizar, el cuerpo del poema debe ser acogedor e imperioso cuyo fervor viene marcado por una mezcla de franqueza y reticencia. Su generosidad carece de predicado pues expresa siempre el lugar de la ausencia de las cosas opacas, de la pluralidad de tiempos hasta la turbación de los sentimientos vividos. Aunque el poema pueda enaltecerse por su sobriedad, su rectitud o su robustez, son las virtudes agudas y tenaces las que ayudan al lector a imprimir una unidad de acción sin ambivalencias, abandonando la simplicidad y la interpretación indecisa hecha con demasiada prontitud. Es necesario dejar que el poema se orille al silencio, al callar, a la tranquilidad conceptual que permite alejarse del sentido de la comunicación ordinaria. El verso debe hacer renuncia de lo radical, de las palabras vacilantes para abrir un gesto a la oscuridad al igual que expresa Paul Celan en este verso “Yo alumbro detrás de mi mismo”.

Nunca sé exactamente lo que digo hasta que no he terminado el poema, nos dice el poeta Joan Vinyoli en una de sus entrevistas. Este es, sin duda alguna, el sentimiento que acompaña siempre mi escritura, pues hacerme con el poema es someterme a una experiencia aún por vivir y dejar que sea ella quien encuentre su lugar en mi historia personal. Tal como nos recuerda Chillida cuando dice que en su arte el pasado y el futuro son contemporáneos, yo diría que, en poesía, el autor, la idea y el poema son contemporáneos pues se crean simultáneamente. Pensar que el autor o la idea preceden al poema es, creo yo, negar la naturaleza del arte. En su quehacer como poeta, José Agustín Goytisolo nos recuerda que “Entre el poema y el autor/ la primacía es del poema”.


[1] Abro mi vista al contacto del mundo/ dado en mi mente, que me hace inmortal. Traducción de Manuel Longares, Solo, y dolido, Visor, 1993.

 

Últimas publicaciones de Joan Fortuny:

Les hores roges, Columna, 2000.
Vent de tardor, Viena, 2002.
Camí de vigilia, Comte d’Aure, 2003.
La ventura dels oratges, Viena, 2004.
Temps d’enyor i de convite, Comte d’Aure, 2005.
El silenci de les mans, Comte d’Aure, 2007.
El temps i altres dominis, Comte d’Aure, 2011.
De llum i d’ombra, Comte d’Aure, (en prensa).

 

Joan Fortuny
Psicólogo y poeta.
Profesor de la Universidad de Barcelona.
Correo electrónico: joan.fortuny@ono.com