Con frecuencia, durante mi psicoanálisis, después de un rato de buscar un tema a tratar, me venía a la cabeza el argumento de la novela en que estaba trabajando. No es extraño, puesto que es sabido que los novelistas, en según qué fase de la escritura nos encontremos, vivimos poseídos absolutamente por nuestra novela, le damos vueltas todas las horas de vigilia e incluso mientras dormimos. Además, a mí siempre me ha gustado contar aventis, desde muy pequeño, por eso soy escritor.
Así que me arrancaba a contar con entusiasmo la última serie de crímenes que había urdido.
Pero no era bien acogida. Lo notaba. Había muchos temas que me parecía que eran automáticamente descartados de mi análisis. Pronto comprobé que no se trataba de aquel «hable de cualquier cosa, de lo primero que le pase por la cabeza». No era así. Un día, echado en el diván, te ponías a hablar de esto o de aquello y tenías la sensación de que tus palabras se perdían en el éter, no arraigaban, no fructificaban, como si estuvieras hablando con el techo. Siempre ocurría cuando contaba argumentos de novelas.
Durante un tiempo eso me preocupó porque, si digo que todo el día estaba sumergido en él, se comprenderá que se trataba de un material sumamente valioso para mí. Además, siempre pensando en los temas habituales de la novela negra: más de uno pensaría que es un buen motivo para debatirlo con un psicólogo.
¿Qué sucedía? ¿Es que mi psicoanalista lo consideraba material de segunda clase? Hay mucha gente que menosprecia la novela policíaca. ¿Pertenecía mi psicoanalista a esa clase de personas? ¿Lo consideraba una frivolidad, un devaneo, una manera de escabullirme y evitar temas realmente importantes?
Pronto me dije que no podía tratarse de eso, porque tenía muy buena opinión de mi analista (y todavía la tengo) y llegué a la conclusión de que no ahondaba en el tema para no interferir en mi creatividad. Tal vez pensaba que, si profundizábamos demasiado en las peripecias de mis relatos, yo llegaría tal vez a alguna clase de conclusiones horrorosas que me llevarían al conflicto y, acaso, a dejar de escribir, cosa que, teniendo en cuenta que era mi único sustento, no se podía considerar un beneficio.
Ése es el miedo que despiertan siempre los psicólogos y el psicoanálisis. «Pruébalo, descubrirás cómo eres realmente…» «¿Pero me va a gustar cómo soy realmente?»
Acudes al psicoanálisis porque ves que a tu alrededor las personas son como maquinitas con música y luces de colores y crees que tú, como máquina, careces de música o de lucecitas o de todo ello. El trabajo es largo y arduo porque, para descubrir qué te pasa, habrá que desmontar la máquina, tu máquina. ¿Y si luego no sabemos volver a montarla? ¿Y si la máquina resultante después emite una música que no te gusta o las luces te parecen ridículas?
De una manera u otra, no obstante, un día tuve que rendirme a la evidencia y aún recuerdo la mesa redonda donde expuse públicamente la convicción de que estoy representado en cada uno de mis personajes. Ése fue el principio, antes de entender que mi relación con mis novelas es mucho más intensa.
Después del acto, uno de los contertulios, también escritor, me invitó a una cerveza y me dijo, con admiración: «Eres muy valiente».
Lo que no es de extrañar, dado que más de la mitad de mis personajes son absolutamente indeseables. Él me confesó que se mantenía a una distancia más prudente de su obra. No se identificaba con los personajes ni con sus actos, creía firmemente que los tipos que creaba tenían vida propia y actuaban con plena libertad, a veces contra la misma voluntad del autor. Es una teoría muy extendida entre los novelistas.
Y, sin embargo, el personaje es lo que escribe el autor, eso y no otra cosa, y habla exactamente como le hace hablar el autor; si uno blasfema, es el autor quien escriba sus blasfemias; y si otro planea un asesinato, el plan será tramado paso por paso por el escritor. Los personajes malvados y terroríficos se comportarán de maneras que aterrorizan al autor; los más seductores tendrán características que son seductoras para el autor. La única forma de dar dimensión a los personajes, incluso a los secundarios, es identificándose con ellos, entendiendo por qué el más bueno e inteligente se comportaría como tú describes, y cómo ve la vida el más desalmado y estúpido; hay que vivir lo masculino y lo femenino, lo generoso y lo avaro, lo bondadoso y lo cruel que vibra en cada novela, y eso convierte la obra en un muestrario de lo que nos preocupa y asusta, lo que nos gusta, lo que deseamos hacer y no hacemos, las fantasías sexuales, las transgresiones que reprimimos y los sentimientos de los que renegamos precisamente porque sabemos que están ahí.
Y sucede que, una vez que te has dado cuenta de ello, sabes que es así y será así, y no podrás evitarlo mientras escribas con sinceridad. Claro que uno puede tratar de distanciarse de la novela, y crear personajes tópicos que no le salgan de dentro, en ambientes de los que realmente no sepa nada, pero aun así estoy convencido de que estará hablando de sí mismo.
La novela es una máscara que se pone el autor para fingir que aquello que dice en realidad lo están diciendo personajes que nada tienen que ver con él. Se entenderá que, cuanto más transparente es esa máscara, menos sinceridad se podrá permitir. Si yo escribo una novela sobre un autor de novela negra que vive en la Vila Olímpica de Barcelona y que cada día pasea una perrita que se llama Brisca, no podré escribir con libertad. No podré decir lo que pienso de alguno de mis vecinos, o del dueño del bar. Podría ser una declaración de guerra.
En cambio, si escribo sobre una nave espacial donde se cuela un monstruo que va comiendo a la tripulación, continuaré siendo yo el que escribe, plasmando mis miedos, mis anhelos, mis frustraciones y mis angustias, pero podré hacerlo sin miedo de que la dueña de la panadería me retire la palabra.
O sea, que hay maneras de ocultar nuestro impúdico exhibicionismo al lector normal. ¿Pero cómo afecta eso a nuestra creatividad? La convicción de que las novelas somos nosotros, ¿no puede bloquear la espontaneidad, ser un palo en las ruedas que estorbe a la capacidad de crear? Tal vez el psicoanálisis sirva para que nos aceptemos como somos, pero tal vez nos impida poner en un escaparate nuestra manera de ser.
¿Facilita el psicoanálisis la creatividad? ¿La bloquea? En mi caso, puedo decir que, durante el análisis, escribí alguna de mis peores novelas. Antes del psicoanálisis, escribí novelas muy aplaudidas cuyo subtexto ahora me parece sumamente atrevido y revelador de problemas que nunca quisiera exhibir.
Después del psicoanálisis (ah, sí, porque continué escribiendo), francamente creo que he escrito mis mejores novelas, incluso las más sinceras, desde luego las más responsables.
Acaso haya entendido que las novelas me sirven para solucionar mis problemas dándoles un planteamiento, un nudo y un desenlace, para concretarlas en unos personajes representativos y en unos momentos y conflictos concretos que me permiten distanciarme de ellos y entenderlos mejor. Las novelas serían, así, mensajes en clave y quizás no sea el psicoanalista quien deba descifrarlos.
O quizá sí. No lo sé. Soy escritor. Me limito a poner el tema sobre la mesa para que ustedes, los psicólogos, piensen sobre ello.
Andreu Martín es novelista
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