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“Las hipótesis se convirtieron en convicciones, las cuales, después, infiltraron la observación y se convirtieron en confirmaciones” (G. Makari, 2008).

“Una sola condición se necesita para que cooperemos con fruto: nadie debe desertar del campo común de los presupuestos psicoanalíticos” (S. Freud al Comité, 1924).

“Es precisamente el abandono del discurso crítico lo que marca la transición a la ciencia normal” (T. S. Kuhn, 1968).

 

Introducción

Para llegar a serlo, todo psicoanalista debe redescubrir la teoría (en su análisis personal y en su trabajo clínico) y recrear la técnica aprendida. Debe hacer suya –elaborándola personalmente– la tradición que hereda y, en la medida que pueda, intentar renovarla. También como analistas somos productos y productores de una tradición, como somos productos y productores de una historia.

El estudio de la historia del psicoanálisis es el estudio del psicoanálisis mismo. Escribir y leer sobre la historia del psicoanálisis es reflexionar sobre lo que el psicoanálisis es. Porque los hechos no se explican por sí mismos, porque los hechos siempre se describen y se consideran desde un tiempo y un lugar, desde una circunstancia y desde una perspectiva determinadas, la historia es siempre valoración y reflexión. Al construir una historia del psicoanálisis –y toda historia es, como la memoria, una construcción– construimos de alguna manera una concepción del psicoanálisis mismo.

Por eso, la reciente publicación en español de la excelente historia del psicoanálisis Revolution in Mind. The Creation of Psychoanalysis, de George Makari, publicado originalmente en 2008, que abarca desde sus inicios hasta 1945, constituye una buena oportunidad para reflexionar –a través de su historia– sobre lo que el psicoanálisis es.

Thomas S. Kuhn habló en 1959 de una tensión esencial en la actividad científica entre tradición e innovación[1]: solo trabajando en el seno de una tradición se puede innovar[2]. No es la única. El propio Kuhn reflexionó también sobre la alta tensión que en la ciencia existe entre objetividad y subjetividad, entre racionalismo y relativismo, entre el universalismo y el relativismo de sus métodos y productos (Solís, 1998).

A partir de la lectura de la obra de Makari, en este artículo reflexiono sobre algunas tensiones esenciales que atraviesan el psicoanálisis mismo y que, se puede decir, lo constituyen. Me referiré especialmente a las tensiones esenciales que se dan en la comunidad psicoanalítica entre tradición e innovación, ortodoxia y creatividad, reglamentación y libertad, individuo y comunidad. El desarrollo del psicoanálisis ha requerido una modulación y equilibrio entre estos diferentes pares de tendencias. O dicho más precisamente: en buena medida la creación del psicoanálisis ha consistido en la construcción de un espacio –siempre frágil– de discusión crítica dentro de un marco común.

El modo en que la comunidad psicoanalítica gestiona estas tensiones esenciales comunitarias condiciona, a mi modo de ver, la manera en que cada analista recibe el legado de la tradición. Y también la manera en que cada analista elabora esas otras tensiones esenciales inherentes a nuestra disciplina –tensiones entre terapia e investigación, ciencia y arte, autonomía y dependencia de otras disciplinas, etc.– y particularmente de la teoría y la técnica psicoanalíticas: tensiones entre conocimiento del caso individual y conocimiento de lo general, experiencia emocional y comprensión intelectual, rememoración y repetición, experiencia y transferencia, factores endógenos y factores socioambientales, distancia e implicación emocional, etc. Cada psicoanalista ha de posicionarse ante estas tensiones y gestionarlas; y en eso consiste en buena medida hacer propia la tradición recibida.

 

La leyenda freudiana y la leyenda antifreudiana

La historia del psicoanálisis –se ha dicho parafraseando a Hegel[3]– es el estudio del psicoanálisis mismo. Pero ese estudio puede ser más o menos interesado o desinteresado. A menudo, la historia del psicoanálisis se ha escrito con fines de justificación y de crítica, hagiográficos y denigratorios, didácticos y denunciatorios. La historia del psicoanálisis no sólo ha reflejado una serie de “batallas” de todo tipo (teóricas, técnicas, personales, etc.), sino que ella misma –sobre todo en cuanto se refiere a Freud– ha sido un campo de batalla.

La historiografía psicoanalítica presentó un punto de inflexión en 1970 con la aparición de El descubrimiento del inconsciente de Henri Ellenberger. Se denunciaba en ese excelente libro aquella historiografía sobre Freud que olvidó el contexto científico y cultural en que se desarrolló el psicoanálisis. Dicho olvido propició la “leyenda”, ampliamente divulgada en la comunidad psicoanalítica, de la absoluta originalidad de la obra de Freud, “honrándose al héroe –decía Ellenberger– con los descubrimientos de sus predecesores, colaboradores, discípulos, rivales y contemporáneos”. En palabras de Makari (2008/2012), la “leyenda freudiana” retrató a Freud “como un genio solitario que había creado el psicoanálisis en asombroso aislamiento, sin ayudas de sus contemporáneos y atacado por mojigatos y rebeldes seguidores que a menudo padecían graves enfermedades mentales” (p. 628). La crítica de Ellenberger iba dirigida a una parte importante de la historiografía psicoanalítica de entonces que, idealizando a Freud, tendió a estudiar los orígenes del psicoanálisis bien desde la personalidad de éste, bien interpretando su obra temprana desde el punto de vista de su desarrollo posterior. Se puede decir que Ellenberger planteaba en su libro todo un programa de investigación histórica que dio paso a una historiografía crítica que lo asumió: crítica de la idealización de Freud, cuestionamiento de la trayectoria de Freud y otros analistas, esclarecimiento del contexto cultural, investigación de las influencias, etc.

En algunos casos, los servicios prestados por algunos autores que acometieron tal programa fueron valiosos. F. Sulloway, H. Israel y M. Borch-Jacobsen, por ejemplo, aportaron nueva luz sobre episodios e influencias. Pero el saludable impulso de este proyecto correctivo condujo, sin embargo, a una historiografía que cometió a veces en sentido inverso los mismos errores aumentados: identificación del psicoanálisis con la obra y la vida de Freud y enfoque excesivamente biográfico. La crítica de la idealización se tornó idealización de la crítica. Y así, el héroe devino villano y la idealización dio paso al menosprecio furibundo. La leyenda freudiana se tornó en leyenda antifreudiana.

Algunos hicieron de esa crítica un modus vivendi, profesión, industria editorial. E incluso convirtiendo los errores, defectos e imposturas de Freud en consustanciales al psicoanálisis (Castel, 2009)– misión de liberar a la humanidad de la plaga que éste constituiría.

Pero más allá de la leyenda freudiana y de la leyenda antifreudiana, otra historiografía del psicoanálisis se ha ido desarrollando: una historiografía que –abandonado los enfoques apologéticos o polémicos, hagiográficos o denigradores– se ocupa menos de evaluar el psicoanálisis que de entender mejor, a través del conocimiento de su pasado, lo que el psicoanálisis ha sido y es. La obra de Makari, antes citada, es un buen ejemplo de ello.

 

Historia interna e historia externa. Racionalidad e irracionalidad

Entre la mayoría de los historiadores de la ciencia, se habla de historia interna para referirse a aquella que se centra primaria o exclusivamente sobre las actividades profesionales de los miembros de una comunidad científica particular: las teorías que sustentan, los experimentos que realizan, la manera en que éstos interaccionan, etc. La historia interna es la historia de la ciencia como conjunto de conocimientos. A su vez, se habla de historia externa cuando se atienden las relaciones entre tales comunidades científicas y el resto de la cultura. En palabras de Kuhn (1968/1983), la historia externa estudia la actividad de los científicos “como grupo social dentro de una cultura más amplia”.

Las pretensiones de hacer de la historia interna una reconstrucción racional del desarrollo de la ciencia fueron duramente criticadas por Kuhn y otros filósofos de la ciencia (P. Fayerebend, L. Laudan, S. Toulmin, etc.). Para estos filósofos, el progreso de la ciencia y la elección entre teorías o paradigmas rivales es irreductible a la lógica de la investigación científica, a la estricta racionalidad científica. Para Kuhn, por ejemplo, la ciencia no es solamente un cuerpo de formulaciones teóricas, sino fundamentalmente el producto social e histórico de una comunidad humana específica (la comunidad científica) que está determinada por tradiciones, instituciones, motivos e intereses, no sólo teóricos, sino extrateóricos de diverso orden, de modo tal que el proceso de formulación de conocimientos científicos está condicionado por esos mismos intereses. Los factores sociológicos y de psicología de grupo tienen una importancia mayor de la que otorga una imagen idealizada de la ciencia. En La estructura de las revoluciones científicas, 1962/1979) Kuhn describía como “experiencias de conversión” las adhesiones a un nuevo paradigma en los momentos de crisis o ciencia revolucionaria (en los que se ha de elegir entre teorías y paradigmas en competencia). En esos momentos “ni la demostración ni el error son los puntos que se discuten”: las técnicas de persuasión pesan más que las demostraciones. Por eso, una reconstrucción racional tiene que complementarse siempre con una descripción histórica externa.

Si esto es así en la historia de las ciencias en general, todavía es más evidente en el caso de una disciplina como el psicoanálisis que –dejando de lado la cuestión de su estatus científico– por su propio objeto de estudio y su método de investigación clínico plantea especiales dificultades para llegar a consensos acerca de la solución de los problemas discutidos, propiciando que los factores extrarracionales y externos, los dinamismos psicológicos y grupales, tengan mayor protagonismo.

Desde su nacimiento la historia externa se ha entremezclado con la historia interna del psicoanálisis, condicionando su evolución. Makari (2008/2012) nos muestra cómo el psicoanálisis nace en un contexto cultural que lo determina. El psicoanálisis es un hijo de las culturas europeas y se alimentó de la Geisteswissenschaft y la Naturwissenschaft, la filosofía kantiana, el neorreomanticismo y la reforma sexual (ídem., p. 606). “Emergió en un momento en que los europeos estaban cambiando dramáticamente el modo en que se veían a sí mismos. (…) Surgió de una masa de teorías en competencia que habían sido reveladas por cambios sísmicos en la filosofía, la ciencia y la medicina” (ídem, p. 14). La obra de Freud fue uno de los múltiples intentos de reconciliar la “propia experiencia interna con las demandas del positivismo científico, el universo mecanicista de Newton y la biología evolucionista de Charles Darwin.” Uno de las múltiples intentos de “darle sentido a lo que significaba, en medio de todo eso, tener un mundo interior, una vida mental, ser consciente y psicológicamente humanos” (ídem, p. 14). Freud propuso soluciones creativas a antiguos problemas de varias disciplinas emergentes (neuropatología –en crisis por su incapacidad de dar cuenta de las neurosis–, sexología, la biofísica y la psicofísica) cuyos ámbitos se solapaban. Y elaboró una “síntesis aglutinante” que fue el fundamento de una nueva disciplina. Más que el creador de una revolución, Freud “tomó el mando” de una serie de revoluciones que estaban en marcha (ídem, p. 16), convirtiendo al psicoanálisis en “la nueva psicología dominante de la experiencias subjetiva en el mundo occidental” (ídem, p. 608). Una psicología que se desarrolló condicionada por su origen médico y las instituciones médicas en las que creció.

Tampoco el desarrollo del psicoanálisis se ha dado al margen de las turbulencias políticas y socioculturales del siglo pasado. El auge del nazismo en los años treinta y la segunda guerra mundial, por poner un ejemplo, tuvieron inmensas consecuencias en el desarrollo del psicoanálisis en todos los aspectos. Makari describe el alto grado de politización que se dio en los medios psicoanalíticos en los años treinta, la presencia de la ideología en los enfoques clínicos del momento y los intentos de poner el psicoanálisis al servicio de reformas sociales. El grado de politización fue tal que se llegaron a tomar medidas contra ella; se trataba de una cuestión de supervivencia:

En 1933 era legítimo preguntar si el psicoanálisis era inherentemente una teoría social y política liberal o si era una psicología basada en los impulsos que veían los problemas sociales como inherentemente psicológicos, absolviendo de toda responsabilidad a las estructuras sociales. Esta pregunta se hizo más urgente cuando la supervivencia del psicoanálisis parecía depender , no de su amplio atractivo cultural o de su prestigio científico, sino de su identidad política (Makari, 2008/2012).

Todo ello contrastaba, no hace falta decirlo, con el mantenimiento de la ilusión “oficial” de que psicoanálisis era una ciencia natural.

El auge del nazismo y la guerra supuso también la extinción del psicoanálisis en Centroeuropa y la emigración de psicoanalistas a América, condicionando la evolución del psicoanálisis allí. Y fomentando, por cierto, el desarrollo de la “leyenda freudiana” en tanto ésta que cumplió una función defensiva en los duelos que esos analistas centroeuropeos tuvieron que afrontar en su emigración.

Ahora bien, una cosa es reconocer la importancia de los factores externos (socioculturales) e irracionales o extrarracionales en el desarrollo de psicoanálisis, y otra reducir dicho desarrollo a movimientos ideológicos y grupales, o a mera irracionalidad.

 

La génesis de una comunidad y una tradición: la construcción del marco común

Para la mayoría de los psicoterapeutas psicoanalíticos actuales, ha dejado de ser un problema fundamental dilucidar si el psicoanálisis es una ciencia o no. Eso siempre dependerá de lo que llamemos ciencia. Sabemos que hay diversos criterios de demarcación, diferentes modelos de ciencia[4] y distintos tipos de razonamiento científico[5] (Hacking, 1996).

Por eso a muchos nos parece más útil caracterizar el psicoanálisis como una tecnología clínica. Una tecnología clínica (Tizón, 1994) de la que se derivan diferentes técnicas psicoterapéuticas con unos objetivos determinados. Una técnica, decía P. Laín Entralgo (1950), es “saber hacer algo sabiendo con cierto rigor qué se hace y por qué se hace lo que se hace”; ese saber es racional (se base en una teoría que puede ser científica o no) y va más allá del conocimiento empírico o mágico. La técnica es un saber hacer que se traduce en un poder hacer; es decir, es un saber que capacita para lograr determinados objetivos. Dicho de otra manera: para alcanzar determinados objetivos se requiere desarrollar y utilizar unos saberes y unas habilidades, unas teorías y técnicas al servicio de la consecución de los mismos. Eso es lo que ha hecho el psicoanálisis.

En mi opinión, los objetivos que siempre se propone un psicoanalista o terapeuta psicoanalítico –lo que debe saber hacer– son tres: 1) comprender a su paciente (es decir, comprender sus vivencias, su manera de relacionarse, su “funcionamiento”, sus síntomas, etcétera); 2) ayudar al paciente a que se comprenda mejor (es decir, trasmitirle su comprensión); y 3) todo ello de manera que el paciente se “sienta comprendido” por un analista que satisface las necesidades de apego y reconocimiento[6]. Estos son los objetivos que caracterizan esta tecnología clínica que es psicoanálisis, que es también una tradición psicoterapéutica. Una tradición psicoterapéutica que se diferenciaría de otras por una manera diferente de escuchar y de observar a los pacientes (que viene dada por su método), una manera diferente de comprenderlos (que asume determinados supuestos propios como la hipótesis del inconsciente) y una manera diferente de ayudarles a cambiar (sus objetivos terapéuticos nos son los mismos que los de otras tradiciones psicoterapéuticas)[7] (Echevarría, 2004,2007).

Todo lo anterior se puede resumir diciendo que el psicoanálisis es una manera de concebir la vida mental, de observarla, de evaluarla y de comprenderla, de investigarla y de tratarla (es decir, de ayudarla a cambiar). Y en la media en que lo entendemos así –y es aquí adonde quiero llegar– el psicoanálisis tiene mucho en común con un paradigma científico.

Como se sabe, la concepción de la ciencia y de su historia de Thomas S. Kuhn (1962/1979) gira en torno a la noción de paradigma. Un paradigma es aquello que tienen en común los miembros de una comunidad científica, todo aquello que comparten[8]. Brevemente: una forma de concebir la realidad (los hechos), una forma de observarla y evaluarla, así como un programa de investigación que trata de encajar la realidad en sus concepciones y teorías. Algo muy parecido a cómo he caracterizado el psicoanálisis.

Para Kuhn, la historia de una ciencia es la historia de sus paradigmas: paradigmas que una comunidad científica comparte y desarrolla en los periodos de ciencia normal, paradigmas que entran en crisis y son sustituidos por otros en los periodos de ciencia revolucionaria.

Lo que caracteriza la ciencia normal es el intento de una comunidad científica para encuadrar a la naturaleza dentro de los moldes de un paradigma. Kuhn describe la ciencia normal como una actividad de resolver problemas gobernada por un paradigma. Dicho más precisamente: el trabajo de la ciencia normal consiste en resolver los problemas –teóricos, experimentales, instrumentales– que comporta tratar de encajar un ámbito de la realidad en los moldes de un paradigma.

Creo que Revolution in Mind: The Creation of Psychoanalysis se puede leer como la narración del proceso de formación del “paradigma” psicoanalítico y de la comunidad que lo comparte. O si se quiere, el relato de la construcción de una tradición psicoterapéutica a partir de una teoría de la mente y un método de investigación.

Al inicio, la síntesis freudiana aglutinó a una variedad de profesionales e investigadores con intereses diferentes, con distintas concepciones y visiones, con una pluralidad de objetivos. Compartían intereses comunes en contra del saber establecido: unos eran clínicos en busca de terapias eficaces –alternativas a las sugestivas o físicas, que mostraban evidentes limitaciones–; otros, agitadores sociales críticos con la cultura o científicos inquietos. En los primeros tiempos de la Sociedad Psicoanalítica de los Miércoles, cualquier interesado o simpatizante era admitido; no se le requería compromiso o acuerdos específicos. “Los miembros no compartían las mismas teorías, ni siquiera seguían los mismos métodos de investigación” (Makari, 2008/2012, p. 207). Cuando Max Eitingon llega a Viena en 1907 (ídem., p. 205) y acude por primera vez a la Sociedad de los Miércoles se encuentra con que “todos tenían su propio y particular punto de vista”[9]. Para unos el psicoanálisis era profiláctico, para otros curativo, para otros educativo. No había consenso sobre la etiología. “La Sociedad de los Miércoles era una débil confederación de herejes” (ídem., p. 206).

Entre los años 1906 y 1911, la escuela de Zurich – con Eugen Bleuler y Carl Jung a la cabeza– contribuyó decisivamente a la difusión del psicoanálisis y a la atracción de nuevos seguidores, al acreditar científicamente la obra de Freud gracias a las investigaciones con el test de asociación. Esta expansión de la comunidad se realizó, pues, al tiempo que el psicoanálisis conseguía el reconocimiento y la legitimación tanto social como científico-médica. Al servicio de esa legitimación se fue desarrollando una retórica en torno a la cientificidad, a la no contaminación filosófica, a la objetividad en la observación.

Poco a poco, a medida que el movimiento crecía se impuso la necesidad de delimitar sus fronteras y organizarse. Uno de los principales méritos de la obra de Makari es mostrar cómo ese grupo diverso y plural de herejes se reconvirtió en una comunidad organizada. Lo que inicialmente fue una teoría clínica que daba respuesta a una serie de problemas clínicos, etiopatogénicos y terapéuticos, dio paso a un “paradigma”: una comunidad que compartía un marco común, con unos presupuestos compartidos, con un “acuerdo” sobre los problemas a investigar y criterios consensuados sobre las soluciones que podían considerarse aceptables; una comunidad con reglas técnicas compartidas; y también una comunidad con unas instituciones que reglamentaba la formación, con congresos para debatir y publicaciones que servían como instrumentos de transmisión del saber y de discusión.

Pero este proceso de construcción del marco común y la formulación de reglas del funcionamiento de la comunidad fue tanto la causa como el resultado de conflictos. Hubo quienes se resistieron a él, como W. Steckel y otros, defendiendo, por ejemplo, que “los asuntos de técnica no podían convertirse en leyes y debía ser adaptados a cada paciente” (ídem., 207).

El congreso de Nuremberg de 1911 marcó un punto de inflexión en la historia del psicoanálisis. A partir de entonces se impulsa el proceso de organización: el movimiento se internacionaliza y se institucionaliza con la fundación de la Asociación Psicoanalítica Internacional.

Y es entonces cuando la psicosexualidad deviene una cuestión fundamental hasta el punto de definir el campo freudiano. A partir de 1911, no hay psicoanálisis sin psicosexualidad y “la centralidad de la sexualidad para la vida psíquica” se convierte en “medular para toda la disciplina” (ídem., p. 380). Antes, el grado de adhesión a la psicosexualidad podía se fluctuante entre los seguidores y simpatizantes del psicoanálisis: desde el escepticismo del austero y escéptico Eugen Bleuler al fanatismo del desmadrado Otto Gross. Fue a partir de 1911 que se comenzó a exigir la aceptación de la teoría de la libido como uno de los presupuestos básicos que definían el psicoanálisis. Exigencias que pesaron decisivamente en la marcha de hombres como Alfred Adler, Eugen Bleuler y Carl Jung.

No solo la definición y la delimitación del marco común condujo a conflictos y polémicas. También los conflictos y polémicas hicieron necesaria la mejor definición y delimitación del campo psicoanalítico.

En efecto, fue después de estas polémicas con A. Adler, W. Steckel y C. Jung, que Freud advirtió plenamente la necesidad de definir mejor el marco común, delimitando las fronteras del psicoanálisis. Y fue entonces también cuando adquirió plena conciencia de que el método era un ingrediente fundamental de ese marco común. Y un condicionante fundamental en su estudio de la mente. El método permitía compartir observaciones bajo los mismos condicionantes. El método era, a pesar de sus limitaciones, un instrumento irremplazable para estudiar los dos fenómenos clínicos que son objeto específico de la teorización freudiana: la trasferencia y la resistencia. Los dos fenómenos que fundamentaban el carácter empírico del psicoanálisis y que junto a la hipótesis del inconsciente y la teoría de la psicosexualidad constituyeron los elementos definitorios del psicoanálisis.

Por eso, tras las disputas teóricas con Adler y Jung, Freud escribe en Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914), que la teoría psicoanalítica es un intento de comprender estos dos hechos clínicos –trasferencia y resistencia–; hechos que, “de modo llamativo e inesperado”, se evidencian al tratar a los pacientes mediante su método. Eso es lo que diferenciaría, según Freud, el psicoanálisis de otras psicologías. «Cualquier línea de investigación que admita estos dos hechos –añade Freud– y los tome como punto de partida de su trabajo tiene derecho a llamarse psicoanálisis, aunque llegue a resultados diversos de los míos» (Freud, 1914/1979). Lo que le preocupaba a Freud es que se llamaran o autotitularan psicoanalistas investigadores o terapeutas que no utilizaban su método ni colocaban en el centro de su trabajo los dos fenómenos clínicos mencionados, por muy válidas que fueran sus aportaciones.

 

La sociedad abierta y la sociedad cerrada

Decía Thomas Kuhn que la racionalidad depende de la aceptación de un marco general común: un lenguaje común y un conjunto común de presuposiciones. Sin este marco común, la discusión racional resulta imposible. Freud parecía ser consciente de ello cuando escribía al Comité en 1924: “Una sola condición se necesita para que cooperemos con fruto: nadie debe desertar del campo común de los presupuestos psicoanalíticos”.   En el momento que se constituye un paradigma o en los periodos de crisis, este marco común se puede aceptar o no (nunca por criterios exclusivamente lógicos o racionales), pero una vez aceptado, no es objeto de discusión para la comunidad científica. Kuhn aporta así una imagen en cierta manera “dogmática” del científico. Paradójicamente, decía, “es precisamente el abandono del discurso crítico lo que marca la transición a la ciencia normal… Una vez que determinado campo ha hecho esa transición, solo se vuelve al discurso crítico en los momentos de crisis en los que las bases de ese campo están de nuevo en peligro” (Kuhn, 1965/1975).

Debe tenerse en cuenta lo anterior para valorar y entender los conflictos y exclusiones a los que dio paso el proceso de definición y demarcación del campo freudiano que hemos descrito. Delimitar un marco común suponía también la exclusión de los que no lo aceptaban. Paradójicamente, el esfuerzo de convertir el psicoanálisis en una ciencia lo hizo dogmático. La época en que se intenta definir y delimitar la disciplina fue la época dogmática del psicoanálisis, la época de las exclusiones: la época en que para Freud, como para tantos otros revolucionarios –dice Makari–, “los medios fueron menos importantes que los fines”.

“Si Freud alguna vez esperó crear una disciplina que no fuera predicada por su propia autoridad, sino por los amplios principios de la ciencia” (ídem., p. 381) después de las polémicas con Jung y Adler, deja de ser así. El movimiento psicoanalítico giró en torno a la figura de Freud, que controlaba personalmente el movimiento. Si antes de Nuremberg habían grados de adhesión, después no fue posible. Freud no consensuó el marco común; lo delimitó él solo. Y eso supuso limpiar su “comunidad de creyentes parciales, competidores y sucesores potenciales” (ídem., p. 382). A partir de ese momento, “ser psicoanalista implicaba un compromiso absoluto con la psicosexualidad freudiana” (ídem., p. 383). Y algo más: Freud dejó de distinguir entre crítica racional y defensas emocionales contra el psicoanálisis (ídem., p. 274).

Ahora bien, una de las aportaciones más importantes de Makari es mostrar que fue Freud quien evitó que el campo se convirtiera en un sistema cerrado de pensamiento, abriendo de nuevo el campo de la disciplina y ensanchando sus fronteras después de la Gran Guerra. Los presupuestos comunes se tornan entonces menos exigentes y el programa de investigación psicoanalítico se amplía: se permite estudiar la agresividad, revisar la técnica, los traumas… Después de fundar una ortodoxia, Freud fue el primero que dejó de ser freudiano ortodoxo, replanteándose sus ideas. Se convierte en disidente del movimiento, lo que condujo a la comunidad freudiana a la necesidad de reconstituirse. El psicoanálisis deja entonces de definirse como adhesión o compromiso con un hombre y su obra.

“Después de 1918, algunos cambios radicales transformarían los estudios freudianos en un campo más amplio, más diverso, más abierto y, en última instancia, más popular. Hombres y mujeres de pensamiento libre acudirían a esta comunidad reformada (…) Muchos dejaron de llamarse freudianos y comenzaron a verse como psicoanalistas” (ídem., p. 392).

A partir de 1920, pues, ser psicoanalista ya no equivalía a ser freudiano. “¿Cómo podía uno ser freudiano cunado existían Freuds divergentes?” (ídem., p. 420).

“Entre 1920 y 1925, la vieja comunidad freudiana cambió de manera que clamaba por nuevas identidades, nuevas instituciones y nuevas formas de racionalizar el ejercicio de la autoridad” (ídem., p. 421). Un ejemplo de ello sería el Instituto de Berlín con su carácter de institución abierta, liberal y con sensibilidad social.

El Freud de los años 20 deja de pedir adhesión incondicional y puede criticar que, en una discusión psicoanalítica, se aduzca como argumento que alguien está insuficientemente analizado; y defiende con ahínco que sean los avances del conocimiento empírico los que diriman las discusiones. También desde los años 20, una serie de psicoanalistas – O. Rank, S. Ferenczi y W. Reich, entre otros– se plantean críticamente los problemas del adoctrinamiento, de la aplicación mecánica de la teoría y la técnica. Se inicia una época de progresiva apertura, tolerancia y despersonalización en la comunidad psicoanalítica.

A lo largo del los años 30 “el mundo psicoanalítico había hecho espacio para las diferencias teóricas” (ídem., p. 609).

Freud ya no era el monarca que guiaba a los soldados de la infantería freudiana. Aunque rendían constante homenaje a Freud, muchos analistas habían abandonado la idea de ser estrictamente freudianos. Albergaban una visión de sí mismos como un grupo científico con un método de investigación discreto, un entrenamiento formal y una identidad profesional: eran psicoanalistas (ídem., p. 536).

Las tensiones esenciales entre ortodoxia y creatividad, entre reglamentación y libertad –o si se quiere, entre sociedad abierta y sociedad cerrada–, han estado y están presentes en toda comunidad psicoanalítica. Ahora bien, podemos considerar que no sólo en la comunidad: también, en mayor o menor medida, en cada uno de lo psicoanalistas. De ahí que sea arriesgado construir una historia maniquea de buenos y malos, de liberales y dogmáticos. Como hemos visto, Freud pudo imponer una ortodoxia pero fue capaz de abrir el campo de investigación. Abraham mantiene una posición rígida y cerrada frente a las aportaciones de Rank y Ferenczi, pero es capaz de crear y desarrollar un Instituto en Berlín un ámbito de libertad y tolerancia. El ortodoxo Eitingon introduce un método de formación que modula el adoctrinamiento del analista, que permite la confrontación entre experiencia personal y seminarios y supervisión. Ferenczi evolucionó de las imposiciones hasta el igualitarismo. Reich luchó lúcidamente contra el adoctrinamiento hasta que se convirtió en un doctrinario. Jones fue sectario (con Ferenczi y con Rank, entre otros) pero también valiente y liberal en otras (por ejemplo, defendiendo a Melanie Klein).

 

Consenso y crítica en el desarrollo del psicoanálisis

El psicoanálisis no es sólo un método terapéutico, es al mismo tiempo un método de investigación clínica que tiene una lógica diferente de la investigación científica. A partir de su método de investigación clínica los psicoanalistas han buscado y desarrollado mejores teorías y técnicas para cumplir cada vez mejor los mencionados objetivos psicoanalíticos: teorías y técnicas cada vez más válidas[10] para comprender a los pacientes, y para ayudarles a comprenderse, sintiéndose comprendidos. Este método de investigación clínica involucra siempre, por su propia naturaleza, a los pacientes: la comprensión psicoanalítica sólo es válida si sirve para que el paciente se comprenda mejor a sí mismo. De ahí las dificultades de evaluarla fuera del contexto clínico, y que las investigaciones estadísticas sólo puedan jugar un papel complementario, pero no primordial (Echevarría, 2007).

Entre los muchos problemas que plantea la investigación psicoanalítica cabe destacar las dificultades de alcanzar consensos acerca de qué hipótesis o teoría es mejor entre varias rivales, en tanto que en la investigación clínica se carece de aquellos elementos que facilitan y catalizan el consenso entre los científicos: los experimentos, la predicción, la posibilidad de replicar las experiencias, los estudios correlacionales. Pero la dificultad de la evaluación entre teorías rivales depende también del hecho que en el psicoanálisis convergen varios objetivos que se solapan y que, incluso, pueden contraponerse.

Podemos hablar, pues, de diferentes tipos de validez de las teorías psicoanalíticas, dependiendo del tipo de objetivo que consideremos. Podemos hablar de una validez (de las teorías) para observar y reconocer los fenómenos de la sesión, de una validez para describir comprensivamente esos fenómenos, de una validez para explicarlos (genéticamente), de una validez para que el paciente se sienta comprendido, etcétera. Y también de una validez convergente que sería el grado en que esa teoría es congruente con otras teorías validadas extraclínicamente.

Hay teorías psicoanalíticas que son más válidas para cumplir uno de esos objetivos que para alcanzar otros. Por ejemplo, una teoría puede ser válida porque le sirve al analista para comprender mucho a los pacientes, pero menos válida para que el paciente se sienta comprendido. O al contrario: la teoría de que los aspectos agresivos del paciente se deben fundamentalmente a las carencias y agresiones experimentadas en su infancia tiene una gran capacidad para conseguir que el paciente se sienta comprendido, pero no la tiene para que el analista comprenda (el analista y, con su ayuda, el paciente) lo que pasa en la sesión.

Vale la pena señalar que buena parte de las teorías psicoanalíticas son descriptivas: nos permiten, utilizando la hipótesis del inconsciente con un bajo nivel de inferencia, describir los fenómenos de la sesión de una manera comprensiva. Nos permiten observar y reconocer fenómenos. Nos permiten ayudar al paciente a observarse y a reconocerse mejor. Mediante sus teorías y técnicas, el analista ayuda a su paciente a observar y a reconocer patrones de relación e interacción, y de funcionamiento mental, que el paciente no podía observar ni reconocer por sí mismo: que eran inconscientes –o insuficientemente conscientes– para él. Pienso que el desarrollo de unas teorías descriptivas cada vez mejores constituye la parte fundamental de la investigación clínica psicoanalítica. Y que estas teorías descriptivas son las que mejor pueden ser validadas por el método psicoanalítico, ya que es en el marco del tratamiento analítico donde mejor se puede “poner a prueba” su capacidad de generar comprensión psicoanalítica en el analista y, a través de él, en el paciente. El método psicoanalítico permite evaluar la capacidad del paciente de reconocerse en dichas descripciones, la capacidad de dichas descripciones de ayudar al paciente a sentirse comprendido y a comprenderse, y las consecuencias que tiene todo ello en la dinámica de la relación.

Pero el método clínico de investigación psicoanalítica no puede validar suficientemente todas las teorías. Se puede pensar que las teorías explicativas, etiológicas o genéticas difícilmente pueden validarse en el campo de la investigación clínica, en tanto que surgen como derivaciones y extrapolaciones, en el tiempo y fuera de la sesión, de las observaciones y teorizaciones de los fenómenos de la sesión. Requerirán, pues, investigaciones complementarias de tipo correlacional y extraclínico, así como observaciones sistemáticas. Es de prever que este tipo de investigación complementaria jugará progresivamente un mayor papel en la consecución del consenso entre hipótesis o teorías explicativas o genéticas rivales.

El método clínico de investigación psicoanalítica siempre necesita y depende de la discusión crítica. La discusión crítica es el caldo de cultivo a partir del cual se aceptan nuevas teorías y técnicas en la comunidad psicoanalítica. O dicho de otra manera: el cambio de teorías y técnicas es el fruto del consenso no forzado (Rorty, 1991) entre psicoanalistas, resultado de la combinación entre discusión crítica y experiencia clínica. La discusión crítica puede evitar que las hipótesis se conviertan en convicciones, las cuales, después, infiltren la observación y finalmente se conviertan en confirmaciones[11]. El uso de las nuevas teorías y de los nuevos procedimientos técnicos se extenderá, en la medida que otros analistas sean persuadidos –a través de la discusión crítica y de su experiencia clínica–, de la mayor utilidad de determinada teoría o técnica para obtener los tres objetivos mencionados. La evolución de las teorías psicoanalíticas se corresponde con el modelo que Stephen Toulmin (1977) propuso para la evolución de las teorías científicas y que establece analogías con la evolución darwiniana de las especies. Las diferentes teorías analíticas compiten entre sí, y sobreviven las más aptas, las que mejor se adaptan a las necesidades de comprensión tanto de los clínicos como de los pacientes, jugando la crítica una función selectiva fundamental.

Por tanto, la manera en que la comunidad psicoanalítica tolera, estimula y facilita dicha discusión crítica es un determinante fundamental en el progreso del psicoanálisis, entendido como aumento de la validez –es decir, el grado en que sirve para alcanzar sus objetivos[12]– de sus teorías y técnicas.

La lectura de Revolution in Mind: The Creation of Psychoanalysis da cuenta de las muchas dificultades que llevar a cabo tal discusión crítica. Pero muestra también que ha sido posible. Como ejemplo de estas dificultades puede servir las críticas de Karen Horney a los fundamentos del psicoanálisis –al marco común psicoanalítico–, rechazando la teoría de la libido, el complejo de Edipo e incluso la transferencia. Por una parte, dichas críticas desembocaron en la lamentable marcha de Horney de la IPA. Por otra, tal como escribió F. Alexander, Horney se peleaba con un “espantajo” creado por ella: “un Freud caricaturesco y unidimensional” que le servía para presentar mejor sus propios puntos de vista. Horney no sólo seguía un desgraciado modelo de discusión todavía practicado hoy día –caricaturizar las opiniones del oponente– sino que “al pelearse con un espantapájaros –escribe Makari–, había creado una teoría plagada de lo opuesto a los errores: no verdades, sino errores diferentes” (Makari, 2008/2012, p. 624). Eso le impidió elaborar la tensión esencial – si se quiere, el conflicto dialéctico inherente al psicoanálisis– entre biología y ambiente, presente y al pasado, familia y la cultura, etc.

Y sin embargo, aun en el caso de Horney, sus críticas contribuyeron con el tiempo a la evolución del psicoanálisis, de manera que hoy seguramente la mayoría de psicoanalistas comparten algunas. Abundan en la historia del psicoanálisis casos en los que se ha asumido a porsteriori innovaciones y críticas en su momento rechazadas, sin reconocer a los pioneros que las expusieron a costa de su marginación.

Y Makari nos recuerda que Freud asumió muchas de las críticas que le hicieron. A veces, sin reconocerlo, hizo suyas las posiciones de sus adversarios, recreándolas. Aprendió de sus polémicas con Adler, Jung y Rank, que influyeron en los cambios que fue introduciendo en su teoría.

Frente a la “leyenda antifreudiana”, Makari nos muestra cómo la comunidad psicoanalítica pudo ir creando un espacio de discusión crítica que, a pesar de todas las dificultades, ha permitido evolucionar y progresar al psicoanálisis. Se trata de un espacio frágil. En los años treinta se consolidó, pero en los años cuarenta, cuando acaba la historia de Makari, la comunidad psicoanalítica se dispersó en diversos grupos con poca interacción entre ellos, disminuyendo el espacio de discusión crítica.

En todo caso, la propia evolución del psicoanálisis desmiente la imagen de una ortodoxia rígida. La historia del psicoanálisis no es sólo una historia de divergencias, es también una historia de convergencias, de “consensos no forzados”. En ocasiones ese consenso será parcial y no inmediato, pero existen muchos ejemplos de innovaciones que se han ido imponiendo mayoritariamente a lo largo del tiempo.

Finalmente, el balance de Makari es positivo y el lector psicoanalista puede sentir, a pesar de todo, cierto orgullo de pertenecer a esa tradición que ha producido la imagen más compleja y profunda de la vida psíquica, de la experiencia interna, hasta el día de hoy:

Después de medio siglo de trabajo, el psicoanálisis produjo la descripción sistemática más rica de la experiencia interna que el mundo occidental hubiera conocido. Sus teorías abarcaban cuestiones fundamentales como sexo, amor y muerte; infancia, parentalidad y familia; crueldad, miedo, celos, envidia y odio; identidad, conciencia y carácter; deseo y duelo. Además, se había creado un nuevo espacio social para un examen profundo de la vida mental a través del uso de métodos que también podían mitigar el sufrimiento psíquico. Y aun así, estas ideas no eran verdades atemporaleas, inmunes al influjo social (Makari, 2008/2012, p. 627).

 

La construcción interminable

Recorriendo Revolution in Mind: The Creation of Psychoanalysis podemos encontrar a Otto Fenichel en los años 30 previniendo a los analistas de no volverse rígidos e inertes y criticando a los analistas que se muestran fríos como “cirujanos”. Los analistas –decía Fenichel– no deben intentar ser espejos: “El paciente siempre debe ser capaz de confiar en la ‘humanidad’ del analista”. Y uno piensa que parecidas advertencias y críticas se las ha escuchado en el presente a algunos analistas relacionales refiriéndose a los de otras tendencias.

También puede encontrar a Sándor Radó, Lawrence Kubie y Franz Alexander, tratando de hacer al psicoanálisis más científico, integrándolo y haciéndolo converger con los avances de la biología, la medicina y otras psicologías. Y uno vuelve a tener la impresión que algo muy parecido están tratando de hacer hoy algunos analistas con las neurociencias.

Se diría que tanto la distancia emocional del analista como la fundamentación o validación extraclínica del psicoanálisis son, entre otras, cuestiones ineludibles que cada generación de analistas y cada psicoanalista en particular debe afrontar. Por eso hay polémicas que parecen eternas.

Sí, cada analista y cada generación de analista debe enfrentarse a esas tensiones esenciales derivadas de esas tendencias opuestas inherentes a nuestra disciplina y profesión. La comunidad psicoanalítica –a través de sus sociedades y sus instituciones– debe facilitar a través de una discusión crítica alcanzar la tensión óptima entre marco común y crítica, entre tradición e innovación, entre todas las tendencias opuestas que mencionábamos al comienzo. Tanto a nivel comunitario como individualmente, continuamos elaborando interminablemente el psicoanálisis, recreándolo y creándolo. Renovando y regenerando la tradición para que no muera: teórica, técnica e institucionalmente. Continuamos construyendo el psicoanálisis.

 


[1] Kuhn reformuló posteriormente esta tensión esencial, como tensión entre la ciencia estable o normal y la ciencia “en revolución”, revolucionaria (Kuhn, 1962/1979).

[2] “Solo las investigaciones cimentadas firmemente en una tradición científica pueden ser capaces de romper esa tradición y dar luz a otra nueva” (Kuhn, 1959/1983).

[3] “No se puede hacer una evaluación racional de doctrina alguna sin un rico conocimiento de su desarrollo histórico (y de la historia de sus rivales)” (L. Laudan, 1986).

[4] La historia del psicoanálisis no se parece, ciertamente, a la historia de las llamadas ciencias naturales.

[5] Partiendo de una perspectiva histórica y social, Kuhn mostró que no existe la Ciencia. Existen versiones discontinuas de la ciencia y que, por tanto, lo que llamamos ciencia obedece a un contexto de estabilización de la misma que tiene una serie de momentos que la llevan a consolidarse.

[6] Lo que Frank (1988) llamaría ofrecer al paciente una relación de ayuda, a través de una relación de confianza, emocionalmente significativa.

[7] Propongo considerar estas tres “funciones” o “tareas”que debe saber hacer un terapeuta psicoanalítico como objetivos fundamentales de esa tecnología clínica que es el psicoanálisis. Para el psicoanálisis estos objetivos se consiguen a través de un método de observación y de escucha –que es también una manera de relacionarse con el paciente (Echevarría, 2004)– y de la comprensión que ofrecen las teorías que ha ido desarrollando y validando, así como de técnicas que sirven también para que el paciente se sienta también comprendido.

[8] Aunque posteriormente, en 1969, Kuhn decidió separar el concepto original de paradigma del resto de los elementos compartidos por una comunidad, usaremos “paradigma” en el sentido original.

[9] La disparidad no sólo era teórica o técnica: se daba entre médicos y legos, entre judíos y cristianos, entre partidarios de la etiología sexual y no partidarios, entre locos y cuerdos.

[10] Al igual que cualquier otra tecnología, la validez del psicoanálisis se evalúa en relación al grado en que sirve para cumplir sus objetivos. Hay que hablar, por lo tanto, de validación a través de la experiencia y no de verificación experimental de las teorías. Es importante tener en cuenta que de la consecución de los mencionados objetivos se deriva un potencial terapéutico: comprenderse mejor y la experiencia de sentirse comprendido –en tanto que conduce a una mayor integración de la personalidad– tiene efectos terapéuticos en el sentido de un alivio y supresión de los síntomas psicoapatológicos de muchos trastornos mentales. La validez, tal como la entendemos, es diferente de la eficacia (Echevarría, 2007).

[11] Así dice Makari, tal como citamos al inicio, refiriéndose a Melanie Klein (Makari, 2008/2012, p. 570).

[12] Incluso los criterios de validación extraclínica deben ser discutidos.

 

Referencias bibliográficas

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Toulmin, S. (1977), La comprensión humana, Madrid, Alianza.

 

Resumen

Thomas S. Kuhn habló en 1959 de una tensión esencial en la actividad científica entre tradición e innovación. A partir de la lectura de Revolution in Mind. The Creation of Psychoanalysis, la excelente historia del psicoanálisis de George Makari, el autor del artículo reflexiona sobre algunas tensiones esenciales que se dan en la comunidad psicoanalítica entre tradición e innovación, ortodoxia y creatividad, reglamentación y libertad, individuo y comunidad, determinado el desarrollo del psicoanálisis.

Considerando que el estudio de la historia del psicoanálisis nos permite reflexionar sobre lo que el psicoanálisis es, el artículo expone una concepción del psicoanálisis como tecnología clínica, y como una tradición psicoterapéutica atravesada por una serie de tensiones esenciales dadas por tendencias opuestas inherentes al mismo, requiriendo la construcción de un espacio –siempre frágil– de discusión crítica dentro de un marco común.

 

Palabras clave: paradigma, tecnología, historia, discusión crítica, tradición, marco común

 

Summary

Thomas S. Kuhn, in 1959, spoke of an essential tension in scientific activity between tradition and innovation. From the reading of Revolution in Mind. The Creation of Psychoanalysis, the outstanding history of psychoanalysis by George Makari, the author of this paper reflects on some essential tensions which occur in the psychoanalytic community between tradition and innovation, orthodoxy and creativity, regulation and freedom, individual and community, given the development of psychoanalysis.

Whereas the study of the history of psychoanalysis allows us to reflect on what psychoanalysis is, this paper presents a conception of psychoanalysis as a clinical technology, and as a psychotherapeutic tradition traversed by a series of essential tensions given by opposing tendencies inherent in it, and which requires the building of a space -always fragile- for critical discussion within a common framework.

 

Key words: paradigm, technology, history, critical discussion, tradition, common framework

 

Ramón Echevarría
Doctor en Medicina. Psiquiatra. Psicoanalista (SEP-IPA). Profesor de la Universitat Ramon Llull y del Institut Universitari de Salut Mental de la Fundació Vidal i Barraquer (Barcelona).
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