Me resulta difícil presentar a Julio Cortázar en unas breves líneas, no solo por la importancia capital del escritor en la literatura, sino también porque probablemente nuestros lectores latinoamericanos tienen un mayor conocimiento de su obra y su persona.
Quisiera destacar el vínculo entre los relatos cortos y los sueños en Cortázar ya que sus cuentos nacen muchas veces de sus propios sueños y pesadillas, donde existe una frontera ambigua entre lo fantástico y lo real. El relato La noche boca arriba cuyos sueños transcribo pertenece a la colección de relatos Final del juego e incluye elementos que reflejan el absurdo, la alterabilidad del tiempo, la angustia ante la muerte y muestran su particular uso de la imaginación con una riqueza extraordinaria.
En este año 2012 se han cumplido 50 años del “boom” literario latinoamericano. Cortázar pertenece a ese movimiento. Con él Vargas Llosa, Fuentes, Cabrera Infante, García Márquez, Onetti, Neruda, Borges, y muchos más. Resultó una generación muy fecunda e innovadora. Cortázar decía una y otra vez que la revolución de las cosas debía empezar por la revolución de las palabras. En ese espíritu de fantasía creadora su literatura tuvo gran impacto y reconocimiento internacional incorporándose a la colección de clásicos hispánicos.
Cortázar, aunque de nacionalidad argentina, nació en Bruselas en 1914, cuando se había iniciado la primera guerra mundial en Europa. La familia se trasladó a distintos países llegando Julio a Buenos Aires a los cuatro años. Vivió desde niño en Argentina y allí realizó sus estudios y compuso sus primeros sonetos y poemas. En 1951 viajó a París becado por el gobierno francés. Allí se quedó. Desde el año siguiente trabajó como traductor en la Unesco.
La noche boca arriba es un relato corto que Cortázar escribió en 1952 en el que se entremezcla sueño y realidad en su protagonista que sufre un traumatismo. Cortázar a menudo ha utilizado sus propios sueños como fuente de inspiración. Es difícil precisar la génesis de este relato pero su interés por sus propios sueños y un accidente de moto circulando en vespa por Paris podrían ser los antecedentes del cuento cuyos sueños transcribo. El protagonista vive el accidente e ingreso hospitalario en la realidad y a la vez se sumerge en la historia azteca del fuego y del sacrificio a través de los sueños.
Entrelaza sueño y realidad yendo y viniendo de la situación traumática. De la dura realidad –accidente de tráfico en el suelo de cemento tras el golpe, en la avenida o en el quirófano o en la sala del hospital– a la fantasía: una guerra que llama florida y que sitúa entre los aztecas, precursores de la civilización en los países de América del Sur y “motecas” neologismo creado por Cortázar .
Se trata de un relato redondo en el que acaba concluyendo que el sueño maravilloso era la realidad que había vivido previa al accidente circulando “por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas”. Y el sueño sería entonces lo real.
Cuando Cortázar habla de ese viaje en vespa por París, quizás está hablando de un estado previo al accidente muy excitado, con un estado de su mente muy omnipotente, que le impide prevenir el peligro y luego le lleva entrar al sueño defendiéndose de ese estado, que no concluye, sino se va mezclando, yendo y viniendo, primero inmóvil, luego corriendo, luego en la oscuridad. La vida ha estado en riesgo y por eso quizá dice que es la realidad la que ha sido un sueño. Nos podríamos preguntar si se trata de defensas maníacas que se tratan de contener.
Los sueños están impregnados de detalles sensoriales como los olores y los ruidos y las sensaciones cenestésicas y posturales en el protagonista que vive todo el relato estando inmovilizado boca arriba. Este predominio de lo sensorial, está determinado por un impacto intenso que queda muy bien reflejado en el cuento ligando la sensorialidad a imágenes arcaicas de persecución, guerra y cautiverio, con imágenes de teocalli, el monolito azteca que expresa el triunfo del sol.
En el relato se pueden diferenciar cuatro sueños distintos, que transcribo a continuación, entrelazados entre sí, alternándose la historia del motociclista con los sueños del “moteca”, que es el mismo personaje en la realidad soñada. Cada vez que el protagonista despierta llama pesadilla a la vida real, vigilia en una realidad simétrica.
Sueños de La noche boca arriba
Primer sueño
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-.
Segundo sueño
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-.
Tercer sueño
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados.
Cuarto sueño
Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Referencias bibliográficas
Cortázar, Julio, (1952) La noche boca arriba y otros relatos, Paris, Librairie Générale Française, 2003.
Cortázar, Julio, (1959), Las armas secretas. Edición a cargo de Susana Jafkalvi, Madrid, Cátedra, 1978.
Cortázar, Julio, (1963) Rayuela. Edición a cargo de Andrés Amorós, Madrid, Cátedra, 1984.