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El mundo iba saliéndose de mí.
El mundo estaba cada vez más fuera de mí.
Había que conquistarlo
(Felipe Benítez Reyes, La propiedad del paraíso)..

¿Se puede recordar el momento exacto en el que se deja atrás la infancia, grabar en la memoria el instante primero en el que uno deja de ser niño para adentrarse en un sendero nuevo que nos conducirá inevitablemente a la edad adulta? ¿O verdaderamente esa escena única no existe y ese paso se configura más bien a partir de una sucesión de pequeños, imperceptibles cambios que van alejándonos poco a poco de ese espacio al que denominamos niñez para lanzarnos, con más o menos fuerza, a otro territorio inexplorado que llamamos adolescencia y que desemboca, finalmente, en la vida de los mayores?

La novela de adolescencia, más conocida como novela de iniciación, formación, peripecia, aprendizaje o bildungsroman –a partir del término “bildung” que en alemán tiene una doble acepción de formación espiritual y física y que, a partir de la filosofía moderna alemana[1] da como resultado la que se considera novela fundacional del género, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe– ha querido dejar constancia literaria de ese momento específico o de esos sucesivos instantes y lo ha hecho a través de la creatividad de un sinfín de escritores de variada procedencia, época y tendencia literaria.

Son tantos los ejemplos que, en ocasiones, cuando uno empieza a bucear en el género, duda de que exista como tal y empieza a plantearse si toda novela no es, de algún modo, novela de formación. Al fin y al cabo, hay un incalculable número de novelas que narran ese cambio vital en el héroe y, si repasamos la narrativa clásica o tradicional, casi podría decirse que la novela consiste precisamente en eso, en el relato de las peripecias o aventuras de un héroe o heroína que arranca la trama con unas características determinadas y que, a partir de las vivencias relatadas al lector en sus páginas, termina convertido/a en un personaje diferente. Podría afirmarse, siempre que no nos ciñamos a una normativa muy estricta en cuanto a los géneros literarios, que el Lazarillo es una novela formativa, como lo podrían ser los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Proust, pasando por La educación sentimental de Flaubert, el Rojo y negro de Stendhal, Las ilusiones perdidas de Balzac o El adolescente de Dostoievski, por poner solo algunos ejemplos de grandes nombres de la literatura universal. Precisamente las páginas de El guardián entre el centeno arrancan con una referencia a otro gran clásico de la novela de aprendizaje, David Copperfield de Dickens: “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso […]” (pp. 11), guiño literario de Salinger a sus lectores a quienes el narrador, negándoles la tradición, en realidad, les está situando en ella. Otro gran clásico de la literatura anglosajona, Matar un ruiseñor de Harper Lee es, sin duda, una novela sobre la pérdida de la inocencia y la entrada en la edad adulta. Entre los grandes nombres de la literatura americana, ¿quién podría negar que Philip Roth no aventuró una forma de novela formativa en El lamento de Portnoy, una de sus primeras creaciones literarias y uno de sus relatos más autobiográficos antes de crear a su inolvidable alter-ego Nathan Zuckerman?[2]

Sin embargo, lo que caracteriza esencialmente el tipo de novela del que quiero hablar es que los hechos relatados son esencialmente los años, meses, semanas o días formativos y los que, por consiguiente, coinciden con la última infancia, adolescencia o primera juventud del protagonista del relato.

Así que para no perdernos en digresiones de géneros literarios –nada más lejos de la pretensión de estas líneas–, me interesa centrarme, sobre todo, en la novela que trata esa iniciación que supone, por encima de cualquier otra cosa, primer paso en la entrada del mundo adulto y, asimismo, en algunos rasgos muy característicos de estas novelas y más ligados a la evolución psicológica del héroe adolescente: la narración como posicionamiento en el mundo frente a los modelos adultos, la inevitable soledad del protagonista, el egocentrismo que se materializa a través de una narración siempre desde el yo y, por último, la condición de búsqueda de voz propia de la novela de adolescencia.

En primer lugar y para empezar, el héroe del bildungsroman responde a la necesidad de un posicionamiento vital diferencial con respecto a los progenitores y modelos adultos y, en general, con respecto al destino que le tiene reservado su familia, su origen o su condición. Así, la novela de formación se convierte en una novela de rebeldía o, por lo menos, un intento de rebeldía. Rebeldía frente a unos padres, en muchas ocasiones ausentes y, en muchas otras, omnipresentes. Y, en caso de que esos padres no aparezcan, rebeldía frente a los modelos sustitutos, frente a las pautas que estos marcan o imponen, frente a los códigos de un mundo en el que se entra casi siempre sin desear entrar del todo. Esa ambivalencia entre la necesidad de ser distinto en el mundo nuevo que se abre como una promesa y la tremenda angustia que produce en el personaje principal la pérdida de ese lugar seguro del que se parte –por difícil que haya sido en muchas ocasiones esa infancia pretérita– caracteriza la trama de la novela de adolescencia.

Como ejemplos me ceñiré a las tres novelas emblemáticas o fundacionales del género:

Siguiendo con Wilhelm Meister, el héroe de Goethe, la novela narra la historia de un joven burgués a quien los negocios no acaban de producirle la satisfacción que él espera de la vida y que, aburrido de su modo de vida, decide unirse a una compañía de cómicos y probar suerte en el teatro. La novela acaba siendo así el relato del camino formativo de un joven que busca un cambio renovador en su vida al no encontrar su lugar en la labor que de él espera su entorno y que, tras intentar realizar su propósito de cambio individual a través de la vocación teatral, decide finalmente que su realización llegará mediante una tarea de servicio a la sociedad en la que vive. Esa búsqueda del lugar en el mundo será una constante en toda novela de adolescencia.

En Retrato del artista adolescente de James Joyce, otro gran clásico del género, se narran los años de formación en distintos colegios religiosos de Stephen Dédalus, el primogénito de una familia irlandesa de clase media, un niño sensible y algo taciturno, egoísta e inteligente, egocéntrico y reservado, el niño que será adolescente en la mayor parte de la novela y cuyas sucesivas crisis en el camino hacia la edad adulta le alejarán de la incipiente vocación religiosa a la que parece estar destinado. Retrato del artista adolescente es la historia de una fe perdida, de unas creencias abandonadas, de un niño que quiere creer en el dios que los adultos le muestran pero que, al hacerse hombre, renegará para siempre de esa voluntad, para trasponer toda su fe en otra divinidad muy distinta, la del arte. El retrato de Stephen Dédalus (ese Dédalo encerrado en el laberinto de su propia formación), es completamente distinto, en su desenlace, al de Goethe, quien aunó en su Meister personaje y mundo, individuo y sociedad, generando la armonía de un final feliz, –“Ignoro cuál es el valor de un reino –contestó Wilhelm–, pero sé que he conseguido una dicha que no merezco y que no cambiaría por nada del mundo.” (pp. 692). Así se cierra la novela,  en el que una comunidad fraternal y cuasi perfecta acogía en su seno al héroe que había finalmente recorrido el camino de su propia formación, mientras que el Stephen de James Joyce debe abandonar todo lo que ha sido para poder volar hacia una edad adulta independiente y libre: “Madre está poniendo en orden mis nuevos trajes de segunda mano. Y reza, dice, para que sea capaz de aprender, al vivir mi propia vida y lejos de mi hogar y de mis amigos, lo que es el corazón, lo que puede sentir un corazón. Amén. Así sea. Bien llegada, ¡oh, vida! Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza” (pp. 287-88). Stpehen Dédalus, por tanto, debe buscar lejos de lo que ha sido hasta entonces su mundo, su lugar y romper con ese hogar en el que una madre entregada hasta el final, le prepara el equipaje con el que ha de partir a conquistar su espacio propio.

Esa libertad busca también un personaje más cínico y por consiguiente, más moderno, el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, expulsado de la escuela, vagabundo por las calles de Nueva York, inmune a los discursos de sus benefactores y mentores, en busca de algo que le permita no entrar en ese mundo adulto que considera falso, putrefacto incluso, cargado de hipocresía y de códigos que no quiere compartir. En el personaje de Salinger, eso sí, se descubre de una manera mucho más evidente para el lector, la ambivalencia entre la infancia y la edad adulta a la que debe incorporarse. Así como los protagonistas de Goethe y de Joyce transmiten un anhelo de crecimiento que el entorno no favorece, Holden Caulfield recorre las páginas de la novela solo y él mismo se nos muestra, una y otra vez, inseguro en su camino de rebeldía. Más allá de su cinismo e irreverencia, Holden esconde el terror del adolescente que no quiere entrar en el mundo adulto y que añora, por encima de todo, el seguro terreno de la infancia, representado en la novela a partir de los dos hermanos del protagonista: Allie, el hermano fallecido a consecuencia de una leucemia, y la hermana menor, Phoebe, casi una metáfora de la pureza que Holden está condenado a perder. En el caso de Holden, finalmente, le recuperamos en el momento narrativo presente a punto de regresar a la escuela, apenas un año después de los hechos relatados y se diría que conforme con lo que la sociedad espera de él. Sin embargo, son precisamente las palabras que acabaron por dar título a la novela, las que nos transmiten las vivencias internas reales del protagonista, ese afán por perpetuarse en una infancia que sabe ya arrebatada,  ese miedo al futuro, esa soledad que, como señalaré más adelante, caracteriza profundamente a los personajes de estas novelas: “[…] muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde estoy y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura” (pp. 230-31).

Aprovecho esta cita de Salinger, para entrar en el tema de la soledad que acabo de mencionar y que me parece que constituye uno de los grandes rasgos característicos de la novela de adolescencia. Soledad como esencia adolescente y esencia, por tanto, de la novela de adolescencia. Inevitablemente, si la búsqueda de ese lugar en el mundo adulto se caracteriza por una diferenciación del modelo a seguir, el protagonista del bildungsroman se queda solo. No hay modelo, porque el modelo repugna, pero la alternativa muchas veces no es sencilla y, por tanto, el personaje está solo frente al mundo que quiere conquistar. Para no repetirme con los ejemplos, utilizaré otras novelas que son claramente novelas de iniciación para ilustrar esa soledad que parece inherente al rito iniciático, como si éste tuviera que ir acompañado, inevitablemente, de la toma de conciencia de la soledad del individuo. Esa soledad se ve acrecentada, además, por el aislamiento propio del que se siente diferente. Y es que la gran mayoría de protagonistas del bildungsroman tienen una aguda conciencia no sólo de hallarse en un punto dispar con respecto al mundo adulto, sino también de ser distintos de algún modo al grupo de adolescentes del que se supone que deberían formar parte.

Son múltiples los ejemplos de ese profundo desarraigo en relación al que se supondría grupo de iguales:

En Nada, la que fuera primera y gran novela de Carmen Laforet y bildungsroman por excelencia, su protagonista, Andrea, no acaba de encajar en ningún sitio, ni en su familia de acogida –la familia materna a cuyo domicilio llega cuando arranca la novela y que es co-protagonista de la trama–, ni en la universidad, ni tan siquiera con los amigos que va haciendo a lo largo de la narración. Andrea es, tal como la han definido numerosos críticos literarios, la “chica rara” (así la bautizó Carmen Martín Gaite). Como chica rara que es, Andrea compartirá con los personajes protagonistas del resto de novelas su condición de estar fuera de lugar, de ser excesivamente salvaje o su actitud poco acorde con lo que el entorno espera de ella. Nada más arrancar la novela, Andrea debe sufrir las recriminaciones de su tía Angustias en ese sentido: “Eres muy salvaje y muy provinciana, hija mía […] Estás en medio de la gente, callada, encogida, con aire de querer escapar a cada instante” (pp. 32). Pero la sensación de extrañeza que acompaña a Andrea en sus salidas con la tía Angustias, también le acompaña en compañía de su bohemio tío Román: “Yo me daba cuenta de que él me creía una persona distinta; mucho más formada y tal vez más inteligente y desde luego hipócrita y llena de extraños anhelos. No me gustaba desilusionarle, porque vagamente yo me sentía inferior; un poco insulsa con mis sueños y mi cara de sentimentalismo, que ante aquella gente procuraba ocultar” (pp. 39). Tampoco la Universidad le concede, de entrada, una tregua a esa condición de extraña que la acompaña: “Yo me sentaba siempre en el último banco […]” (pp. 62). Solitaria, ajena al entorno, aislada del ambiente estudiantil, Andrea proyecta también hacia los demás una imagen de peculiaridad. Así, un compañero de clase, Gerardo, le dice: “Quisiera ser amigo tuyo. Eres una peque muy original” (pp. 117). Del mismo modo, Pons, cuando la invita al estudio de pintura de su amigo Guíxols, le dirá: “Pero yo he hablado tanto de ti, he dicho que eras distinta […]” (pp. 152). Esa particularidad la convierte, a ojos de los otros, en una persona atractiva. No sólo en el caso de los hombres sino incluso a ojos de la que será su mejor amiga. Así, Ena, en el momento de la novela en que más se han distanciado, le confiesa: “Tu tío es una personalidad. Sólo con la manera de mirar sabe decir lo que quiere. Entender […] parece algo trastornado a veces. Pero tú también, Andrea, lo pareces. Por eso precisamente quise ser tu amiga en la Universidad. Tenías los ojos brillantes y andabas torpe, abstraída, sin fijarte en nada […]” (pp. 163). Sin embargo, esa condición especial que la hace atractiva a ojos de una Ena protegida por una realidad completamente distinta a la de Andrea, es para la protagonista de Nada una vivencia que la aísla de su entorno, la diferencia y le impide fundirse con él.

Otro bildungsroman con protagonista femenino y que se desarrolla, al igual que Nada, en una Barcelona de postguerra, aunque una postguerra mucho más tardía, Julia, de Ana María Moix, nos muestra también un personaje principal que no logra encontrar su sitio ni entre los suyos ni en el entorno que le tiene que suponer camino formativo y, desde luego, en el caso de la novela de Moix, el dolor que sufre la protagonista por esa identidad diferencial, es mucho más evidente y se le muestra al lector de manera mucho más descarnada, llegando incluso a manifestarse físicamente –también el protagonista de El guardián entre el centeno acabará internado en algo parecido a un sanatorio para curarse de esas dolencias que le hacen especial– . La diferencia de Julia, o lo que ella siente como diferencia, la convertirá en un personaje extranjero en el mundo: “Una pregunta […] delicada: su hija […] ¿es muda?” (pp. 139), le pregunta la directora del colegio a su madre. Y así, la protagonista de la novela de Moix es aceptada sólo superficialmente en el mundo de los otros porque, a la hora de la verdad, sigue siendo una extraña callada y solitaria que no acaba de encajar en el entorno: “Si le preguntaban algo contestaba con las palabras imprescindibles. Al cabo de una semana, en el colegio, le llamaban la que no habla” (pp. 139). Y finalmente, aislada del entorno, Julia pasa a sentirse tan diferente como anormal: “Pensaba que algo anormal había en ella, algo que la diferenciaba […]” (pp. 194). Esa anormalidad puede llegar a manifestarse físicamente y la mala salud acaba convirtiéndose, como les ocurrirá a otros protagonistas, en rasgo distintivo: “El médico la obligó a permanecer en cama hasta que desaparecieran las fiebres […] Le hicieron análisis y exploraciones en el estómago. No he visto nada anormal, explicó el médico. Una ligera anemia que hemos de vigilar y trastornos nerviosos que desaparecerán en cuanto se recupere” (pp. 181). Ana María Moix mantuvo un intenso epistolario con la escritora Rosa Chacel y en una de sus cartas, le confiesa: “Dicen que soy un monstruo; me irrita, pero algo de eso debe de haber; no sé si para bien o para mal […] El caso es que me gusta la gente y diariamente veo a varias personas, pero me parecen de otra especie, como si estuvieran en otro mundo” (Carta de Ana María Moix a Rosa Chacel fechada entre el 9 y el 11 de abril de 1967, pp. 289-293), palabras en las que queda claramente enunciada la incapacidad de autora-personaje para conectar con el mundo circundante.

Como contrapunto a esa identidad diferencial tan dolorosa y tan incapacitante, quisiera poner como ejemplo un tipo de protagonista en el que ese aislamiento resulta, en cierto modo, provocado por un distanciamiento con respecto al entorno menos traumático. Manuel Azaña, además de presidente de la segunda república española, fue también un inteligente observador de la realidad que le tocó vivir, un renovador de las letras y un intelectual que nos dejó, entre otras obras, una primera novela claramente de formación, El jardín de los frailes, en la cual recogía sus años adolescentes y formativos en un colegio interno a través de una narración que viene a ser un paralelo temático en lengua española del Retrato del artista adolescente de James Joyce. La novela ha quedado sepultada por la fuerza de los hechos históricos que protagonizó su autor, probablemente demasiado trascendentes para que esta breve novela de formación pudiese ser estudiada como lo que fue, el bildungsroman de la generación que protagonizó la vida cultural, social y política del primer tercio del siglo XX en España. Pero en ella, como novela de iniciación que es, el lector encuentra en el protagonista a un joven inteligente y sensible, solitario y, me sirvo de esta novela para añadir un rasgo más a la personalidad de los protagonistas del género: distante. Hay un punto claro de egoísmo y arrogancia, de altivez y orgullo en esa diferencia que, aun provocando en todas las novelas la soledad de su protagonista, en muchas de ellas se mezcla con un cierto orgullo diferencial. Así, el protagonista de El jardín de los frailes observa desde la distancia y se reconoce a sí mismo egoísta: “Vivía para mí solo. Amaba mucho las cosas; casi nada a los prójimos” (pp. 20). Esta altivez, además, distancia al protagonista de El jardín de los frailes de su grupo de pares o iguales: “Hay que ser un bárbaro para complacerse en la camaradería estudiantil” (pp. 24) y es un rasgo inequívoco del carácter del adolescente en evolución.

Así, pues, la soledad no puede separarse, en muchos casos, de una cierta arrogancia que es, también, característica del incipiente adulto. Una arrogancia que también podemos definir como egocentrismo y que quizás, literariamente hablando, tiene su mejor reflejo en la forma narrativa que adopta prácticamente en el cien por cien de los casos la novela adolescente: la narración desde el yo, algo íntimamente ligado a la condición casi siempre autobiográfica de estas novelas.

Pero antes de adentrarme en ese “yo” narrador y sus implicaciones literarias, quisiera apuntar otro elemento clave de la soledad del narrador protagonista de la novela de adolescencia: en los pocos casos en los que ese paso se consigue compartir con el otro, ese otro parece condenado a quedarse en el camino. Es decir, el compañero adolescente parece no tener cabida en el mundo adulto al que hay que llegar y forzosamente, se pierde en el paso.

En otra novela de adolescencia de pluma catalana, Primera memoria, de Ana María Matute, precisamente el tránsito a la edad adulta de la protagonista consiste en la traición contra el que ha sido su amigo, compañero, alma gemela en el verano que ocupa el relato de la novela: Manuel, hijo ilegítimo y amigo íntimo de Matia, la nieta de la terrateniente de la isla y personaje principal de Primera memoria. Es Manuel quien juega el papel fundamental en la formación dolorosa de Matia. Con él vive el amor adolescente, por él conoce Matia los límites de su arrojo y su grado de deserción. Manuel es el único espíritu noble que Matia conoce, el único espíritu al que se siente cercana y con él conoce la fusión con el otro, la absoluta conexión con otra persona distinta a una misma, algo, por supuesto, muy propio de la adolescencia: “Nunca nos citamos a determinada hora, en ningún momento. Simplemente nos encontrábamos. Manuel, que no se tomaba nunca un descanso, ni hablaba con nadie, abandonaba todo para venir conmigo. Yo dejaba a Borja, olvidaba mis clases, mi lectura o cualquier orden de la abuela. Caminábamos uno al lado del otro, hablábamos o nos tendíamos de bruces, como aquella primera tarde, bajo los árboles del declive” (pp. 154-55). Pero ni el descubrimiento de esa hermandad espiritual ni la pureza infantil de sus sentimientos, pueden hacer nada frente a la intrusión de un orden de valores que parece regir el mundo al que Matia se ve irremediablemente conducida. Aunque en Manuel Matia ha logrado que su anhelo más secreto se cumpla: “Acaso, sólo deseaba que alguien me amara alguna vez. No lo recuerdo bien” (pp. 73), la traición de Borja –primo de Matia y nieto también de la terrateniente, poderosa doña Práxedes–, quien acusa a Manuel de haberle obligado a robar a su abuela,  barre cualquier posibilidad de redimir su adolescencia y mantener la inocencia.

Sin llegar a traicionar ni aniquilar el amor o la amistad que le une a ese otro con el que se ha fusionado, el protagonista de El guardián entre el centeno de Salinger, convierte también a su hermana, Phoebe, en un compendio de virtuosismo y bondad, inteligencia y sensibilidad, un personaje que vuelve a ser más metafórico que real y que es un asidero al que aferrarse para no adentrarse en el camino hacia el mundo adulto: “No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro que es listísima. Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado más que sobresalientes […] Pero no saben cuánto me gustaría que conocieran a Phoebe. Es pelirroja, un poco como era Allie, y en el verano se corta el pelo muy cortito y se lo remete por detrás de las orejas. Tiene unas orejitas muy monas, muy pequeñitas. En el invierno lo lleva largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y otras se lo deja suelto, pero siempre le queda muy bien. Tiene sólo diez años. Es muy delgada, como yo, pero de esas delgadas graciosas, de las que parece que han nacido para patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida para ir al parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría mucho conocerla. En el momento en que uno le habla, Phoebe entiende perfectamente lo que se le quiere decir. Y se la puede llevar a cualquier parte” (pp. 97). Aunque precisamente será Phoebe el personaje que redirija al protagonista por la senda de la madurez, es evidente que la hermana pequeña de Holden tendrá que quedar circunscrita a la infancia del protagonista.

Pero si bien Phoebe es amnistiada en el proceso de análisis destructivo que realiza Holden en El guardián entre el centeno, no ocurre lo mismo con Sally Hayes, la que ha sido novia cuasi infantil o idolatrada princesa del protagonista y con quien busca desesperadamente encontrarse en Nueva York. El encuentro entre ambos que tiene lugar en la novela concluye con Holden insultando a Sally sin razón aparente y, por tanto, incluyéndola entre los antagonistas a los que debe hacer frente que no son otros que los que configuran el mundo adulto. Sally Hayes no puede seguir acompañando a Holden en su supuesta búsqueda de autenticidad porque, de hecho, viene a ser un personaje del pasado infantil del protagonista y, como tal, debe quedar atrás.

Así, las adolescencias de Matia o la de Holden, como ejemplos de tantos otros personajes principales de la novela de aprendizaje, vienen determinadas por una fusión con otro que ha de romperse, ese otro al que hay que abandonar en el camino hacia la vida adulta.

Recuperando ahora ese egocentrismo adolescente que mencionaba unas líneas más arriba, me gustaría hacer un apunte estrictamente literario y señalar cómo la novela de adolescencia gira en torno a un único eje protagónico, el narrador, casi siempre un narrador en primera persona que relata sus vicisitudes en su evolución formativa. Son novelas que, por consiguiente, se caracterizan por ese protagonismo de la voz interna, de la perspectiva única, del punto de vista circunscrito a los ojos de aquel que se forma y el resto de personajes y de escenarios, supeditados a esa heroína/héroe alrededor del cual se configura la trama. Aunque no todas las novelas optan por la primera persona, sí optan todas ellas por dar protagonismo a la perspectiva de la persona en formación. Esa perspectiva única desde la que ver el mundo es, a mi modo de entender, rasgo también esencialmente adolescente. Es cierto, también, que, como ya he señalado, la gran mayoría de estas novelas tienen apuntes autobiográficos muy claros y, en muchas ocasiones, la ficción bebe tanto de las fuentes reales del artista que es difícil distinguir al narrador del autor. Tal como ha quedado ejemplificado en las cartas personales de Ana María Moix, tan parecida su voz a la de su personaje Julia, muchos autores vierten en sus novelas de adolescencia, la auténtica adolescencia vivida por ellos, más o menos ficcionalizada, más o menos convertida en creación artística. Aunque, como muchos autores señalarán, en el momento en que se ponen detrás del narrador, dejan de ser ellos mismos para pasar a ser otros, aquellos que relatan, similares, sin duda, a aquellos que viven, pero diferentes en cuanto a la perspectiva que toman en relación a los hechos narrados.

Soledad Puértolas, una de las autoras que más ha profundizado en lo que también se ha venido a llamar auto-ficción o ficción del yo, titula uno de sus libros de memorias (o relatos) como Recuerdos de otra persona, y en el prólogo que precede a esa recopilación de artículos sobre hechos vividos (o no), se pregunta: “¿Soy yo quien firma estos textos? […] ¿Estoy hablando de mi infancia, de mis ciudades, de personas que conocí? Al hablar, y mucho más al escribir, nos separamos de la vida, de la realidad, creamos otra realidad, de manera que soy yo y no soy yo, es mi infancia y no es mi infancia, son y no son mis ciudades […]”.

Al fin y al cabo, ¿no tenemos todos algo de narradores de ficción cuando relatamos nuestras vivencias, aunque éstas no formen parte de ningún material literario ni vayan a constituirse en una novela?

Por último, quisiera señalar que puesto que de literatura, creatividad y arte hablamos, las novelas de adolescencia, en general, se convierten en novelas de artista y suelen transmitir ese posicionamiento vital como una búsqueda también de voz y estilo propios en cuanto a creación literaria. Me atrevería a aventurar que quizás la novela de formación sea la primigenia expresión de la individualidad del novelista en tanto artista, su primer medio de expresar esa voz propia inherente a la búsqueda de todo creador, esa voz poética única. No es de extrañar, por tanto, que muchas de estas novelas sean primeras novelas, como si el novelista, a la hora de crear ese lenguaje que quiere que sea sólo suyo, encontrase, a través del relato de esa búsqueda que le convirtió en adulto y, tarde o temprano, también en escritor y artista y creador, la mejor fórmula para definir su posicionamiento ante el mundo y, a su vez, ante la literatura de la que quiere formar parte. Y el relato de esa búsqueda es, en realidad, la novela de adolescencia. Al fin y al cabo, más allá de que el adolescente quiera o no convertirse en creador literario, ¿no es precisamente una voz propia lo que busca en su tránsito hacia el mundo adulto?

Hay otros temas recurrentes en la novela de formación o de adolescencia que han quedado sin analizar en este artículo: la estrecha relación de los protagonistas con los mentores o modelos, por ejemplo, o la fuerza del espacio vital y ese antagonismo entre los interiores, muchas veces claustrofóbicos –colegio, internado, hogar familiar– y los exteriores como paradigmas de libertad anhelada.

Sin duda, el género da para un análisis desde múltiples enfoques, pero confío en que los puntos tratados despierten interés no sólo por el bildungsroman como forma narrativa sino, sobre todo, por las novelas citadas y sus autores.

 


[1] En dos de los grandes filósofos del XVIII, Herder y Kant, encontramos este concepto de bildung o formación del ser humano. Así, para Herder la humanidad le ha sido concedida al hombre sin acabar y, por tanto, es una tarea a finalizar, una tarea propia de cada individuo para alcanzar su categoría humana. Para Herder,  sería a través del lenguaje cómo el hombre otorga imagen (Bild) al mundo a la vez que se da a sí mismo forma (Bild) y lugar dentro de ese mundo. Esa relación entre la identidad del individuo y lo circundante, es decir, lo otro, constituye la gran aportación de Herder a la teoría de la bildung o formación. Para Kant, por su parte, la bildung consiste, por un lado, en la percepción de sí mismo como objeto a partir de un distanciamiento que implica, a su vez, la percepción del entorno, de los otros objetos, único modo de percibirse a sí mismo.

[2] Un interesante artículo aparecido en el periódico británico The Guardian, analizaba la pasión de los novelistas americanos por el género que comúnmente en crítica literaria anglosajona se suele llamar coming-of-age novel. Ver http://www.guardian.co.uk/books/booksblog/2010/aug/17/american-coming-of-age-novels

 

Referencias bibliográficas

Azaña, M. (1997),  El jardín de los frailes, Madrid, Alianza Editorial.

Benítez Reyes, F. (1995), La propiedad del paraíso, Barcelona, Tusquets Editores.

Goethe, J.W. (2000), Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, Madrid, Cátedra, Edición de Miguel Salmerón.

Joyce, J. (1989), Retrato del artista adolescente, Madrid, Alianza Editorial.

Laforet, C. (1988), Nada, Barcelona, Destino.

Matute, A.M. (2001), Primera memoria, Barcelona, Destino.

Moix, A.M. (2002), Julia, Barcelona, Lumen.

Moix, A.M., y Chacel, R. (1998), De mar a mar. Epistolario, Edición de Ana Rodríguez Fischer, Barcelona, Ediciones Península.

Puértolas, S. (1996), Recuerdos de otra persona, Barcelona, Anagrama.

Salinger, J.D. (2010), El guardián entre el centeno, Madrid, Alianza Editorial.

Salmerón, M. (2002), La novela de formación y peripecia, Madrid, A. Machado Libros.

 

Aránzazu Sumalla

Licenciada en Psicología y en Filología Hispánica.
Doctora en Filología Hispánica. Autora de la tesis doctoral La novela de formación en la narrativa española contemporánea escrita por mujeres.
Trabaja como editora.
Correo electrónico: asumalla@hotmail.com