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Nota introductoria de TEMAS DE PSICOANÁLISIS:

Este trabajo fue presentado en el Congreso Ibérico de Psicoanálisis de 1991, y publicado ese mismo año en el Anuario Ibérico de Psicoanálisis, con una difusión limitada. Cuando en el equipo de TEMAS DE PSICOANÁLISIS decidimos publicar un dossier sobre Insight y experiencia emocional, enseguida recordamos su interés, y pensamos que era una oportunidad para darlo a conocer. Lo publicamos, ligeramente modificado por los autores, a los que agradecemos su colaboración.

 

“Tengo muy claro que el objeto del análisis soy yo, pero lo que me hace venir es la enfermedad» (un paciente en un momento de su análisis)

 

Según los diccionarios, función es la acción o servicio propio y específico que se espera de alguien (en nuestro caso del psicoanalista) y trabajo lo que ese alguien debe hacer o se espera que haga para que se cumpla su función. El método psicoa­nalítico se inició, hace ya casi un centenar de años, como un método terapéutico y es lo que a nuestro entender sigue siendo fundamentalmente, aparte de que también sea, como ya lo definía el propio Freud, un método de investigación y una fuente de conocimiento psicológico. El paciente que pronunció la frase que encabeza este trabajo lo formulaba muy claramente al responder a una pregunta que el analista le hizo cuando aquél se estaba ufanando de colaborar al análisis porque “como usted verá, le estoy diciendo todo cuanto se me ocurre sobre mi enfermedad”. El paciente llevaba años de análisis y era evidente que, en aquel momento, decir cuanto se le ocurría sobre su enfermedad estaba al servicio de la resis­tencia, de modo que el analista optó espontá­neamente por preg­untarle: “Pero ¿se analiza usted o su enfermedad?” La respuesta expresaba claramente que quien se analiza es el paciente como persona pero también que la motivación del análisis era la enfermedad (el sufrimiento). Creemos que esta afirmación es generalizable a todo tipo de análisis, puesto que, como dice Vann Sprüiell (1984), “sin motivaciones terapéuticas, la empresa psicoanalítica sería insoportable”. Para nosotros, pues, la función del análisis es fundamentalmente terapéutica, por lo menos en la medida en que lo es en el fondo su motiva­ción, y el trabajo del analista no debiera perder completamente de vista esa característica fundamental de la experien­cia psicoanalítica. Hanna Segal (1962a) escribe: “El psicoanalis­ta que se pone a tratar pacientes no debe perder nunca de vista el hecho de que su relación contractual con el paciente es terapéutica. No podemos prometer mejoría ni curación, pero en nuestra aceptación del pa­ciente y de los honorarios que nos paga está implícita nuestra opinión de que el psicoanálisis es el tratamiento de elección para él”.

No obstante, el hecho de que, tan próximo ya el cen­tenario del inicio de la travesía psicoanalítica, nos reunamos ahora para pensar conjuntamente sobre la función y el trabajo del analista es índice de que estos conceptos precisan todavía de un mayor grado de definición y concreción y de que no se ha alcanzado aún un acuerdo general sobre su significado y su contenido, a pesar de los esfuerzos realizados en tal sen­tido, incluso en algunos de los congresos de la IPA (Sym­posium on the Theory of the Therapeutic Results of Psychoana­lysis, Marienbad, 1936; Symposium on the Curative Factors in Psychoanalysis, Edinburgo, 1961; The Psychoanalist at Work, Madrid, 1983).

Hemos creído conveniente aportar a este debate una refle­xión personal desde nuestra propia experiencia y desde nuestra trayec­toria profesional que, como ocurre casi siempre en el proceso de la experiencia, va desde el entusiasmo sentido inicialmente por unos planteamientos transmitidos por tradi­ción hasta la recon­sideración de los mismos tras los avatares de la experiencia vivida, con sus satisfacciones e insatisfac­ciones, sus ilusiones y desilusiones, sus éxitos y fracasos, sus compromisos y sus medias tintas. Solo desde la perspectiva de la reflexión sobre la propia experiencia nos parece posible aportar algo mínimamente interesante a un tema que ya está tan debatido desde el punto de vista intelectual y erudito. Fair­bain (1958) opina que en la experiencia individual de cada analista se repite un ciclo que va desde un fervor inicial casi “religioso” a un fervor “científico” que va dejando paso, finalmente, a un interés por lo humano. “Si la preocupación científica es demasiado exclusiva, hay mucho riesgo de que el factor humano en la situación terapéu­tica (representado por la individualidad, el valor personal y las necesidades del pa­ciente) se sacrifique al método, que llega así a tener mayor importancia que los objetivos a los que intenta servir”.

Creemos que la relativa indeterminación en que permanece la función del psicoanalista se explica por factores diversos, entre los que vamos a destacar dos. En primer lugar la complejidad de la naturaleza humana y de la multiplicidad de funciones y traba­jos que caracterizan las relaciones humanas (familiares, so­ciales, económicas, éticas, estéticas, etc.). En segundo lugar la complejidad, más específica por lo que se refiere a la experien­cia psicoanalítica, de la función humana del analista que con­siste en acercarse a la condición del hombre con la intención y el deseo de comprenderla y con­tribuir a mejorarla en la medida en que sea posible. Si este acercamiento se efectúa desde posi­cionamientos poco modestos en sus pretensiones e imbuidos de supuestas trascendencias, como le puede suceder al sacerdote, al filósofo, al moralista o, en general, a todos quienes se sientan investidos de algún valor o espíritu misional, la función psicoa­nalítica corre el riesgo de degenerar. Y todos sabemos que en una profesión sumida constantemente en las ansiedades profundas de la rela­ción personal nos acecha el riesgo de sentirnos algo sacerdotes, algo filósofos, algo moralistas o algo investidos de “algo”, sin que lleguemos claramente a darnos cuenta de ello. A los profesionales que tengan bien definida su función (el ebanis­ta, por ejemplo, cuya función consiste en construir muebles) no se les ocurre pensar en su trabajo como algo que suponga una misión en este mundo, pero las “profesiones im­posibles” pueden sentirse tentadas de revestirse de espíritu misional y creerse llamadas a conducir el destino de los hombres hacia un ideal abstracto de índole religiosa (Dios), médica (la Salud) o filosó­fica (el Conocimiento, la Verdad o la Belleza), por ejemplo. La tendencia a la idealización de universales abstractos está presente desde Platón y en el psicoanálisis se ha manifestado siempre que se ha querido universalizar como único y exclusivo un determinado criterio parcial de mejoría, convirtiéndolo así en objetivo ideal del análisis. Este tipo de idealización de un aspecto parcial de la teoría analítica llevó a Reich al invento del orgón, por citar un caso extremo. En la actualidad estamos acostumbrados pensar, por ejemplo, que el objetivo del análisis es la ver­dad, a menudo sin molestarnos en definir o concretar qué se entiende por verdad, con lo que cada verdad a alcanzar en el análisis tiende a constituirse en Verdad abstracta. Podemos aceptar como uno de los objetivos del análisis el acercamiento a la verdad en el sentido que le da Bion de acercarse a las motiva­ciones verdaderas de nuestra conducta y renunciar a las mentiras implícitas en los mecanismos de defensa o en el que le da Segal (1962b) cuando dice: “la tarea del analista es hacer abandonar gradualmente al paciente el principio del placer por el principio de realidad, es decir: la verdad”. Pero a menudo observamos que la verdad se convierte en la Verdad (en mayúscula) cuando es representada por la forma de pensar de una determinada escuela psicoanalítica y entonces puede observarse la tendencia implícita en toda escolástica a investirse de espíritu misional en la defensa y transmisión de la Verdad. La propia Segal da esta impresión, en un momento que está replicando a alguien que discute su comunicación sobre los factores cura­tivos del psicoanálisis podemos suponer que de una forma momentáneamente apasionada: “El psicoanáli­sis es específicamente diferente de otras psicote­rapias en que nosotros nos constituimos como personas que buscan la ver­dad…”, aunque enseguida añade la frase que hemos citado antes en que la verdad queda reducida al principio de reali­dad.

Posiblemente, esta tendencia de las profesiones im­posibles a convertirse en defensoras de una Verdad idealizada está relacio­nada con la tendencia de quienes las ejercen a refugiarse defen­sivamente en actitudes colectivas de arrogan­cia que se reflejan en la organización y mantenimiento de grupos profesionales ortodoxos, heterodoxos y hasta cismáti­cos. Estos grupos tienden a creerse poseedores únicos de la Verdad y pueden adoptar actitudes idealizadoras, encas­tillándose en “espléndidos aislamientos”, o beligerantes, lanzándose a una especie de cruzada o guerra santa desde un posicionamiento de superioridad dogmática. Pudiera ser que el ebanista que construye muebles fuera una persona arrogante y narcisista, pero su carácter no influirá directamente en el fruto de su trabajo porque la función del mismo es clara y sencilla y de provecho tangible; no tiene el carácter de misión y opera sobre objetos inanimados: de la mesa que tiene que con­struir se sabe la función que debe cumplir. Si se empeñara en construir mesas con patas de diferente longitud, por ejemplo, no vendería ninguna y si además quisiera razonar su pretensión y defenderla con espíritu catequético, sería desdeñado y apartado profesionalmente por loco o excéntrico. Sin embargo, la función de los oficios imposibles tiende, si no se es atentamente críti­co, a dotarse de una misión oscura pero enaltecida porque opera sobre objetos provistos de ánima. Si el alma, el espíritu, la mente o la salud mental son una abstracción, como lo es la Verdad, la Belleza o el Conocimien­to, centrar esencialmente en alguna de ellas y en sus destinos la función de nuestro trabajo también es una abstracción y nos impide darle a dicha función un sentido humano concreto.

Nos parecen, pues, poco pragmáticas y hasta peligrosas las definiciones de la función psicoanalítica que remitan a la Salud, el Conocimiento, la Verdad, la Belleza u otras abstracciones similares. Naturalmente, el conocimiento, el descubrimiento de verdades o la capacidad de disfrute estético son funciones humanas complejas que debieran salir reforzadas después de una experiencia psicoanalítica, pero no creemos que sirvan para definir la función ni el trabajo del psicoanalis­ta. A nuestro entender, los psicoanalistas, al igual que el carpintero o el ebanista, debemos partir de una posición más sencilla y de una pretensión de utilidad más que de cumplimiento de una misión. La función fundamental de la práctica psicoanalítica ha sido y seguirá siendo la terapéutica. Nadie emprende una experiencia psicoanalí­tica sin una motivación terapéutica, ya se formule ésta como deseo de liberarse de algún sufrimiento, de algún síntoma o de alguna inhibición. Ni siquiera el llamado “análisis didáctico”, que en los inicios de la historia del psicoanálisis pudo presentarse como un análisis motivado casi exclusivamente por la necesidad de que el futuro psicoanalista se familiarizara con su propio inconsciente, puede con­siderarse hoy día exento de motiva­ción terapéutica. La ex­periencia ha demostrado que todos quienes ponen o ponemos en la empresa psicoanalítica personal la energía y el esfuerzo suficientes para llevarla a cabo lo hacen o lo hacemos motiva­dos, cuando menos, por la conciencia de limitacio­nes per­sonales y por el sufrimiento que ello conlleva. Las demás razones que puedan aducirse tendrán sus fundamentos, pero se utilizan como racionalizaciones para ocultar o negar el hecho básico e incontrovertible de que todo psicoanálisis tiene una función terapéutica. La sobrevaloración de los factores más abstractos de la función analítica suele ir acompañada de una subvaloración de la función terapéutica, que queda relegada y considerada como un subproducto del proceso analítico, un produc­to colateral o secundario que puede ser bienvenido y aplaudido pero que no constituiría en sí la función del psicoanálisis. Esta actitud tiene consecuencias prácticas, sobre todo en las indicaciones del análisis. Si, como decía Segal en la frase ya citada, nuestra aceptación de un paciente implica la creencia de que el análisis es el tratamiento de elección para él y si subvaloramos la función terapéutica del análisis en aras de sus funciones más abstrac­tas, podemos encontrarnos ampliando las indicaciones del psicoanálisis hasta límites inusitados, porque ¿a quién no le vendrá bien adquirir conocimiento o buscar la verdad o la belleza? Tampoco creemos que la función terapéutica del análi­sis deba entenderse como sinónimo de curación. En ese sentido no debe haber confusión, como tampoco la hay en otras terapéu­ticas médicas, al menos en la cabeza del médico mediana­mente sensato. Puede y suele ocurrir que el paciente se confunda esperando milagros donde no puede haberlos, pero el psicoana­lista, como el médico sensato, debiera comportarse prudentemente y no esperar curaciones imposibles ni, mucho menos, fomentar falsas esperanzas, lo que equivaldría a aliarse con la mentira en contra de la verdad. En muchos casos la función terapéutica del psicoanálisis tiene que limitarse a contener una mala evolución, puesto que es frecuente que no pueda hacerse mucho más. La función terapéutica debe en­tenderse en relación a si la calidad de vida y la calidad relacional del paciente son mejorables o no. El propósito del tratamiento psicoanalítico (Rycroft, 1956) es “establecer, restaurar o incrementar la capacidad del paciente para las relaciones objetales y, a partir de ahí, corregir diversas distorsiones” (nosotros añadiríamos, si es posible). En forma parecida, Rosenfeld (1987) habla de “aumentar la capacidad del paciente para las relaciones objetales y reforzar su Yo y las funciones de éste, así como su capacidad para la integración y, especialmente, para el crecimiento mental”. Hacemos nues­tras estas definiciones cuando nos referimos a la función terapéutica del psicoanálisis.

La postergación del carácter terapéutico del psicoanáli­sis puede llevar a sobrevalorar la importancia relativa de la inter­pretación como vehículo transmisor del conocimiento (del insight) en detrimento de la importancia de la relación psicoana­lítica y de los aspectos formales del setting necesa­rios para que esta relación sea posible y se mantenga. Sabemos que ambos factores técnicos son indispensables para que se cumpla la función del psicoanalista, que están inter­relacionados y que son interdependientes, que no hay interpretación sin setting ni setting sin interpretación, pero creemos que su valoración relativa depende en el fondo de que se considere que la función esencial, definitoria, del análi­sis es la de fomentar conocimien­to desvelando lo inconsciente (“hacer consciente lo inconsciente”) o la de proporcionar un medio terapéutico que alivie el sufri­miento en el seno de una relación objetal y desvele capacidades inhibidas en su desa­rrollo cuando son todavía recuperables (“donde había Ello que haya Yo”). Proporcionar este medio terapéutico es la función primordial del setting. “Los diversos procedimientos técnicos del analista están ideados para establecer una forma especial de relación entre sí mismo y el paciente. Lo primero que hace el analista es proporcionar un setting en el que pueda desarrollarse esta relación. Este setting comprende entre otras cosas […] al propio analista” (Rycroft, 1956). Creemos que la revalorización del setting psicoanalítico equivale en este sentido a volver a poner los bueyes delante de la carreta. La función es imposible si faltan los bueyes o la carreta (el setting o la interpretación), puesto que los dos son elementos necesarios; pero los bueyes van delante de la carreta (“lo primero que hace el psicoanalista es proporcionar un set­ting”… y mantenerlo, construirlo y reconstruirlo constante­mente). También, en situaciones especiales y extraordinarias (los llama­dos parámetros psicoanalíticos) sería posible la función con los bueyes detrás de la carreta, pero entonces los bueyes tendrían que empujar ciegamente, el esfuerzo sería mayor, el rendimiento menor y la actitud tozuda y dogmática. Desde este punto de vista lo esencial de la función psicoana­lítica es la relación terapéu­tica en el marco del setting psicoanalítico y lo colateral o secundario sería el conocimiento proporcionado por la inter­pretación como vehículo de la comprensión. En este sentido precisa Etchegoyen (1986) que “el insight debe ser algo que surja por obra de nuestra labor sin que nosotros lo busquemos directamente”. En conjunto sería la situa­ción psicoanalítica, que incluye setting, interpretación y también elaboración y todo aquello que forma parte del proceso psicoanalítico, lo que conduciría hacia el cambio terapéutico entendido en sen­tido amplio.

Si valoramos como esencial la función terapéutica del análisis, es evidente que debemos considerar la actividad inter­pretativa como consustancial a la actividad del psicoana­lista, o sea, a su trabajo, pero no necesariamente a su fun­ción; es decir, que la interpretación es parte necesaria del trabajo del psicoa­nalista, pero la organización y mantenimien­to del setting es imprescindible para que se cumpla su fun­ción. Es evidente que hay muchos momentos en que el proceso psicoanalítico prosigue sin que haya interpretación, al menos verbalizada, pero nunca sin que haya setting. La palabra interpretación se usa en dos sentidos que conviene diferen­ciar: en el de buscar una explicación a lo observado en la relación psicoanalítica y en el de comunicar verbalmente esa explicación al paciente. El psicoanalista no puede dejar de interpretar (en el sentido de buscar una ex­plicación a lo que observa en el curso de su trabajo) en términos de sus supuestos teóricos básicos (inconsciente, transferencia, conflicto intrapsíquico, resistencia, defensas. etc.), pero solo inter­pretará (en el sentido de comunicárselo verbalmente al paciente) aquellas “interpretaciones” (explicaciones de lo obser­vado) cuya comunicación ayude al paciente a sentirse más compren­dido y a sentirse comprensible, elementos esenciales para el mantenimiento del setting. El psicoanalista puede adquirir conocimiento del paciente sin comunicarle su inter­pretación y tendrá que aquilatar en todo momento cuándo, cómo y cuánto puede interpretar (comunicar) al paciente de lo que cree haber compren­dido. Una comunicación excesiva o extem­poránea de la actividad interpretativa del analista que abrume al paciente con material incomprensible para él tendrá el efecto de hacerle sentirse incomprendido y más todavía si la interpretación es especulativa o incierta y se formula en tono dogmático, pues entonces no solo se sentirá incomprendido, sino mal comprendido y hasta acusado o perseguido. Los efectos de esta situación pueden ser destructivos para el setting, entendido como matriz de la relación terapéutica o sustrato vincular básico mantenedor de ésta. Este tipo de inter­pretaciones desborda los límites contenedores del setting, definidos normalmente por la comprensibilidad, los sobrepasa y se convierte así en actuación. Aparte de su función de comu­nicar conocimiento, la interpretación ha de tener siempre la función, no menos importante, de transmitir comprensión al servicio de mantener el setting psicoanalítico. Rycroft (1956) dice: “Además de su función simbólica de comunicar ideas, las interpretaciones tienen también la función-signo de transmitir al paciente la actitud emocional del analista hacia él. Se combinan con el setting material proporcionado por el analista para constituir la contribución efectiva del analista…”. Naturalmente, el que una interpretación transmita al paciente el sentimiento de ser comprendido no depende de que la inter­pretación sea agradable; por muy difícil que sea de encajar para el paciente la interpretación del contenido hostil y destructivo de una fantasía inconsciente, por ejemplo, es muy posible que el paciente se sienta más comprendido que si el analista quisiera pasar por alto tal contenido, lo cual no dejaría de ser también una actuación por parte del analista. En palabras de Rosenfeld (1987), “la principal función terapéutica del analista consiste en ayudar al paciente a poner en palabras y en pensamientos conscientes los sentimientos inconscientes y las fantasías primitivas que le preocupan […] Según mi experiencia, es cuando el paciente se siente aceptado y ayudado en el análisis y siente que tiene un espacio para pensar y progresar, que la envidia disminuye gradualmente […] Una excesiva acentuación de la interpretación de la envidia o una sobrevalorización de la contribución del analista en relación a la del paciente es una causa frecuente de impasse”. Para que el proceso psicoanalítico sea mínimamente compren­sible el analista debe tener “capacidad de articular el mate­rial conceptual (en varios niveles de pensamiento) en lenguaje cotidiano que evite los inconvenientes y fallos de los clichés psicoanalíticos” (Calef y Weinshel, 1980). El sentirse com­pren­dido y aceptado, sin propósitos moralistas ni de ninguna otra índole que no sea la terapéutica, es necesario y esencial para el mantenimiento y consolidación de un setting verdadera­mente psicoanalítico. El paciente que no se siente comprendido puede atacar el setting, puede desesperarse o puede intentar recon­ciliarse con el analista idealizándole a él y al método para preservar así el setting, aún a costa de convertirlo en un setting inauténtico. Esta última posibilidad es la más peligrosa, pues, si pasa inadvertida para el analista, se constituye en el origen de un proceso colusivo a través de una mutua idealización del método y de las personas y lleva a la adquisición de una pseudo-identidad (en el caso del análisis didáctico de una pseudo­-identidad de psicoanalista) que, como todas las pseudo-identidades, tiene que escudarse protectora­mente tras posturas de arrogancia, idealización y dogmatismo para no dejar al descubierto su fragi­lidad e inconsistencia.

El paciente que inicia un psicoanálisis suele hacer todo lo posible para encontrar en el analista una imagen regresiva y proyectiva de su ideal narcisista de omnipotencia y omnisciencia, fraguado en la identificación primitiva con el objeto interno idealizado. Pero el analista tiene la responsabilidad de no identificarse con las proyecciones del paciente y de mantener, con claridad y firmeza, una actitud de investigación y de inter­rogación abierta y compartida. Cuando comunique algo a través de la interpretación, tiene que procurar que ese algo provenga del paciente, que sea comunicado por él, aunque lo sea, naturalmente, en la forma oscurecida e indirecta propia de la comunicación inconsciente. También debe cuidar de que la comunicación que transmite con la interpretación resulte mínimamente clara y comprensible. Lo que, siendo oscuro para el paciente, sigue siendo oscuro para el analista, será mejor no introducirlo como interpretación más o menos esotérica, sino, en todo caso, como estimulación para el pensamiento y el trabajo compartido. De lo contrario, la interpretación oscura e incomprensible puede ser tomada por el paciente como una confirmación de la omnisciencia del analista, con el con­siguiente refuerzo de la idealización o, como ya decía Freud, de las resistencias en general. Para Calef y Weinshel (1980) la función del analista es la de actuar “como conciencia del análisis, como mantenedor del proceso analítico y del trabajo analítico frente a las resistencias y dificultades ine­vitables”. Folch (1978) habla de interpretaciones monovalentes y saturadas como interpretaciones que transmiten “certeza y verdad” y que, en vez de promover pensamiento, promueven sometimiento, idealización o rechazo y autoafirmación, a la vez que tampoco ayudan a pensar al analista, quien tiende a cerrarse en sus “verdades” y a transmitirlas-imponerlas al analizado. En­contramos una reflexión parecida en un reciente artículo de Schwaber (1990) cuando distingue entre aquellas interpretaciones que pretenden ayudar al paciente a llegar a la verdad, previa­mente conocida por el analista que quiere transmitirla al pa­ciente, y aquellas otras que se van cons­truyendo conjuntamente con el paciente a partir de una pregun­ta a la que el analista todavía no tiene respuesta. Para Schwaber es el segundo tipo de interpretaciones el que se centra más en la realidad psíquica del paciente y nos puede abrir nuevas perspectivas de la experiencia humana, a las que a veces permanecemos ciegos con el primer tipo de interpretaciones. El trabajo analítico requiere “una dis­posición a vivir y trabajar con ambigüedad durante largos perío­dos de tiempo, sin recurrir a acciones que pudieran reducir prematu­ramente esa ambigüedad” (Calef y Weinshel, 1980). El paciente, cuando se siente comprendido y no se favorece el desarrollo de sus resistencias, se va abriendo y entregando a una experien­cia que presiente primero y luego siente en sus características peculiares y únicas: la experiencia del setting psicoanalítico, diferente de cualquier otro setting, y que depende fundamentalmente de una actitud mental del analista que no es otra que la de intentar comprender al margen de la om­nipotencia y la omnisciencia y de ir abriendo siempre vías de interrogación y comprensión en vez de cerrarlas. De esta actitud mental, que es en el fondo la función psicoanalítica, se despren­den las necesidades formales del setting. Lo que promueve el análisis, el setting y la interpretación es la actitud mental del analista, sobre todo cuando estimula una actitud mental similar en el analizado; la interpretación promueve la continua construc­ción del setting y el setting promueve la continua construcción de la interpretación. En esta unión dialéctica se unen también, indisolublemente, la función psicoanalítica del analista y la del paciente, dando lugar la unión de las dos a la función del análisis. Cuando el analista tiende a olvidar que el proceso analítico se basa en esta unión dialéctica de dos funciones psicoanalíticas, la del paciente y la propia, y se refugia en las interpretaciones saturadas y transmisoras de verdad, tiende en ocasiones a concebir la interpretación, el habla del analista, como un habla oracular que puede explicar lo que no puede tener aún explicación. A veces los analistas necesitamos creernos oracu­lares, faros que iluminan, portadores de la sabiduría de los misterios del inconsciente, cuando la realidad es que, por muchos conocimientos que tenga el analista y por mucha com­prensión que haya adquirido en su análisis y en su formación, en el mejor de los casos solo sabrá de su paciente cosas generales de la condición humana y de su funcionamiento. En realidad el analista no sabe, es el paciente quien sabe y la maestría del analista consistirá en facilitar que el paciente le vaya comunicando lo que sabe. El habla interpretativa consiste sencillamente en desvelar y vincular aspectos, pen­samientos, sentimientos del paciente. Vincular pasado y pre­sente, sueño y vigilia, interno y externo, existencia en la sesión y fuera de ella es lo que hacemos con el habla inter­pretativa en los casos más favorables. Calef y Weinshel (1980) lo expresan gráficamente diciendo: “El futuro analista debiera asumir el rol de un Dr. Watson con el Sherlock Holmes del paciente para evitar así el pre-vaciado de las funciones analizadoras de los pacientes y retener a la vez su función de conciencia del proceso analítico”. Ya treinta años antes Balint (1950) escribía que la principal función del analis­ta consistía en “crear una atmósfera apropiada para que el paciente pudiera abrirse y evitar la creación de una atmósfera que haga que el paciente se cierre”, e incluso el propio Freud en 1909 decía que el propósito del trabajo analítico no es producir convencimiento: “solo está destinado a introducir en la con­ciencia los complejos reprimidos, a avivar la lucha en torno de ellos sobre el terreno de la actividad anímica inconsciente y a facilitar la emergencia de material nuevo”.

Creemos que una de las funciones fundamentales de la inter­pretación consiste en movilizar el mundo interno del paciente para que éste pueda establecer un contacto más amplio y profundo con él. Si bien esto puede conseguirse más y mejor con las interpretaciones transferenciales, también creemos que no siempre es así y que no siempre es necesario ni conveniente que sea así. En algunas ocasiones la interpretación transferencial, aunque parezca formulada de acuerdo con las reglas del mejor arte psicoanalítico y más aún si no es más que un remedo caricaturesco de interpretación transferencial, favore­ce la organización defensiva del paciente, a veces porque el analista recurre a la interpretación saturada por sentirse o temer sentirse desbordado por el material emergente. Tales interpretaciones de carácter consciente o inconscientemente defensivo cierran o bloquean el acceso a un área de la mente que el paciente había empezado a abrir espontáneamente y, entonces, la interpretación se torna omnisciente y cierra el paso a la expresión genuina de nuevo material. La mejor técni­ca es a menudo la que permite avanzar junto al paciente, aunque sea tanteando a ciegas sin pretender saber de antemano a dónde vamos a parar. Así, por ejemplo, un paciente que ha llegado algo tarde a la sesión la inicia con fantasías refe­rentes a protegerse del frío y de los vendavales. El analista le interpreta (transferencialmente, por lo menos en aparien­cia) su deseo de protegerse de las interpretaciones airadas que imagina que va a hacerle en relación a su retraso. El paciente asiente, se extiende sobre el tema y, al cabo de un rato de labor aparentemente colaboradora, relata una fantasía en la que se siente perdido mientras intenta hacerse escuchar por un policía que no le oye y a quien quisiera pedirle ayuda. El analista, atento a este material, abandona la línea inter­pretati­va que estaba siguiendo y le dice sencillamente al paciente que parece que se siente perdido, como si quisiera decir algo y el analista no se enterara. Solo entonces el paciente puede explicar que esta mañana habían operado de urgencia a su padre y que teme por su vida, con lo que, naturalmente, el trabajo analítico toma un sesgo mucho más autén­tico y profundo sin necesidad de que sea formalmente “trans­gerencial”.

Al contrario del ejemplo anterior, en el que una inter­pretación formalmente transferencial facilitaba la resistencia del paciente, en la ilustración clínica que presentamos a continuación puede verse el carácter de construcción conjunta del proceso psicoanalítico y, especialmente, cómo una inter­pretación no transferencial en principio es completada por el propio paciente dándole el carácter directamente transferen­cial, lo que permite proseguir más fecundamente el trabajo analítico en la transferencia. Se trata de un varón joven, a quien se le murió el padre cuando iniciaba su adolescencia. Se encontraba en un momento del análisis en el que era evidente su impresión de estar personalmente empobrecido en relación a los muchachos de su edad que contaban con la ayuda y la presencia viva de un padre, lo que les permitía una iden­tificación positiva y una capacidad creadora en el trabajo y en las relaciones con el otro sexo de la que él se sentía privado. Inició la sesión con el siguiente sueño: “Tenía un piso solo para mí, un piso que era como si estuviera dentro de la casa de mis padres. Allí estaba A, un amigo mío que ya ha acabado la carrera y que en el sueño había embarazado a una chica y la abandonaba. Después aparecía un grupo de chicos que eran todos amigos del hijo de A (que era como si ya hubiera nacido y crecido) y buscaban a A para recriminarle su conduc­ta. Yo quería ocultar a A para protegerle, pero al fin tenía que reconocer que estaba allí”. Las asociaciones del paciente tenían que ver directamente con sus deseos de relacionarse con una chica y su temor a ser rechazado y aparecer como un pesado que quiere engancharse a una chica, temor que le lleva a inhibirse y no hacer nada: él no ha acabado la carrera ni se relaciona con chicas ni, mucho menos, las embaraza. El analista no interpretó, sino que le preguntó qué pensaba de ese padre que abandona al hijo y al que él quiere proteger en el sueño ocultándolo. El paciente respondió que había odio entre el padre y el hijo, que el hijo sentía rabia porque el padre le había abandonado y que, no obstante, le buscaba a través de los amigos. El analista formuló entonces una interpretación (no transferencial en sentido estricto, pero sí claramente dirigida hacia el conflicto en el mundo interno) centrada en lo difícil que debía ser para el paciente compaginar esa rabia contra el padre que le abandonó (murió) con su deseo de en­contrarle vivo dentro de él (dentro de su casa, que a su vez está dentro de la casa de los padres) y protegerle de la rabia del hijo que le buscaba y poder ser así, como el amigo o los amigos que tienen padre y pueden estudiar, trabajar y ser a su vez padre (embarazar a una mujer). El pa­ciente, emocionado y con vehemencia, recordó que su padre le enseñaba muchas cosas, que era un hombre muy capaz y creativo y exclamó: “¡Es que yo deseo, como a veces me pasa también con usted, que él me hubiera enchufado la fuerza para tirar adelante!”. Tenemos aquí un ejemplo de una interpretación que no es formal­mente trans­ferencial, puesto que va dirigida al contenido del sueño y, por tanto, al mundo interno del paciente, pero que podríamos considerar como transferencial en dos sentidos. En primer lugar porque es efectiva: promueve el contacto sentido y comprendido (insight) con objetos internos y con fantasías fundamentales de amor y odio, de deseo y temor, de agradecimiento y de protesta. Y en segundo, porque este contacto emocional y cog­nitivo a la vez, aunque no esté formalmente referido a la rela­ción transferencial con el analista, solo es posible en el seno de la relación transferencial implícitamente consolidada en el setting psicoanalítico cuando el paciente, como consecuencia de todo el trabajo analítico realizado con el analista, siente que tiene un “piso”, un lugar, un espacio solo para él dentro de la casa-análisis que representa en la fantasía inconsciente trans­ferencial la casa de los padres que le cuidan y le ayudan a crecer. La interpretación directamente dirigida al mundo interno, al “contenido”, cuando está formulada en el setting psicoanalítico debidamente consolidado, puede considerarse como transferencial sin necesidad de que esté manifiesta­mente formulada en términos de transferencia. A veces, la formulación forzada en términos de transferencia personalizada en el analista solo sirve para convertir la interpretación en una caricatura de sí misma. En el ejemplo que estamos con­siderando es el propio paciente quien completa la interpretación del mundo interno dándole el contenido transferen­cial directamente relacionado con el analista al decir: “¡Es que yo deseo, como a veces me pasa también con usted…!” En este momento el analista, sintiéndose tal vez como obligado a introducir él mismo la “transferencia formal”, remata la labor interpretativa de la sesión relacionando el sentimiento de abandono y la rabia con las próximas vacaciones “vividas como un abandono que le hace sentir rabia justamente por la necesi­dad que siente del análisis”. El paciente queda en silencio, comenta en un tono apático que sí, que todo se le hace más difícil con las vacaciones y se acaba la sesión sometiéndose de nuevo a la interpretación supuestamente transferencial. En la sesión siguiente vuelve a estar apático y habla en un tono desesperanzado, muy frecuente en él, de un jefe dictador que le manda y al que él se somete pasivamente pero sin sentir ningún entusiasmo por el trabajo. Ha soñado que hacía de secretario en algún sitio y que su trabajo consistía en hacer lo que le decían, sin pensar. Añade: “En cierta forma el sueño me hace pensar en el análisis. Yo vendría aquí de secretario. Espero que usted me diga o me mande algo: mira, por aquí no vas bien; tienes que ir por allá, etc…. Pero no tengo ini­ciativa… Voy al trabajo forzado, con sen­timiento de inu­tilidad, ganas de dejarlo, de marcharme de casa…” Posible­mente, la última interpretación formalmente “transferencial” del analista en la sesión anterior refiriéndose a las vacacio­nes fue sentida como una coartación a su iniciativa (verdade­ramente rica y espontánea cuando estaba hablando de su deseo de recibir empuje de un padre-analista) proveniente de un jefe dictador más que de un padre atento a su crecimiento y a su autonomía. Sintiéndose así incomprendido y poco respetado en su autonomía y en su capacidad de iniciativa, opta por some­terse sin pensar y hasta sintiendo ganas de marcharse. Sería también un ejemplo de cómo una experiencia de incomprensión trastorna y hasta amenaza el setting.

Como ilustración final comentaremos a continuación dos sesiones supervisadas a una psicoanalista en formación avan­zada que tenía ya una larga experiencia en el campo de la clínica psicoanalítica. Las características del paciente, de personalidad típicamente esquizoide construida sobre unas experiencias infan­tiles de indudable sufrimiento y privación afectiva, aunque sin traumatismos groseros, firmemente motiva­do en su búsqueda de ayuda terapéutica psicoanalítica tras varias experiencias psi­quiátricas y psicoterápicas y dotado de aquella sorprendente capacidad de insight parcial que muestran algunos esquizoides, le hacen especialmente adecuado para ilustrar la importancia del setting en el proceso psicoanalí­tico. Las sesiones que presen­tamos se realizaron cuando el paciente se acercaba ya al primer año de análisis y están separadas entre sí por un par de semanas. Ambas corresponden a un jueves, último día de la semana analítica para el paciente, que tiene sesión de lunes a jueves.

La primera es una sesión que se hizo a una hora diferente de la habitual de los jueves porque unos días antes el pa­ciente se había referido a que razones concretas de trabajo le impedirían venir ese jueves si no se cambiaba la hora. La analista, valoran­do la dificultad del paciente para pedir y la regularidad y puntualidad que había mostrado a lo largo del análisis (en este sentido no se trataba de un paciente ac­tuador) le había facilita­do un cambio de hora para aquel día. La razón manifiesta del cambio era que el paciente había sido delegado por su empresa para que la representara en unas elecciones corporativas de cierta importancia, lo que vivía como una situación nueva y de responsabilidad y confianza.

La sesión se inicia hablando el paciente lentamente en su característica postura de lactante: piernas y brazos flexiona­dos y como suspendidos en el aire. Se refiere a que ha llegado el día de las elecciones y a su temor de no saber cumplir bien con su responsabilidad porque “las cosas nuevas siempre me cuestan de aprender…” “Me siento tenso… temo no corres­ponder a la confianza que se me ha dado… no saberlo ha­cer…” La analista, pensando en la ambigüedad del mensaje, que igual puede referirse a la responsabilidad laboral que a la respon­sabilidad en su análisis, le relaciona la tensión ante “las cosas nuevas” con la situación nueva aquí, en esta sesión que no se hace a la hora habitual. El paciente niega: “No veo la relación; también los martes vengo a esta misma hora de hoy”. Y hace un comentario quejoso sobre la incomodidad que supone levantarse tan pronto, comentario que la analista siente como despreciativo, como si el paciente estuviera despreciando el esfuerzo de ella al cambiarle la hora para reconocer tan solo su propio esfuerzo al levantarse más tem­prano. No obstante, refrena su sentimiento contratransferen­cial y, consciente de la personalidad esquizoide del paciente, puede reflexionar que quizás no se trata tanto de una negación despreciativa, que en última instancia hubiera podido inter­pretarse como un ataque destructivo o envidioso al vínculo con un analista que ofrece y da lo que el paciente necesita en una situación aparentemente razonable, sino de una incapacidad esquizoide para reconocer una relación vincular entre la tensión y la situación nueva en la transferencia. De esta manera la analista, no abocando su contratransferencia al paciente y refrenando su tendencia inicial a convertirla en interpretación o, mejor dicho, a actuarla (lo que hubiera resultado acusador y de posibles efectos destructivos para el setting), puede llegar a decirle al paciente que la situación nueva, ante la cual se siente tenso y con temor a no saber corresponder, es la de haberse sentido escuchado en su demanda de cambio de hora. Observemos que una interpretación aparente­mente sencilla requiere una elaboración compleja desde el sentimiento contratransferencial inicial de la analista hasta su formulación en una interpretación que aúna la ansiedad y los mecanismos de defensa, elementos clásicos de toda inter­pretación de conflicto, a la definición de un estado mental, implícita en el “haberse sentido escuchado”. Entendida de esta manera, la interpretación es más que una interpretación de conflicto: es una interpretación del estado mental del paciente integrado en la situación del setting y su valor no radica tan solo en la comprensión o insight que el paciente pueda adquirir, sino también, y quizás sobre todo, en el valor que tiene para el mantenimiento del setting.

Tras esta interpretación, el paciente dice que recuerda algo de lo que la analista le dijo ayer y que se refería a que, cuando está tenso, le es muy difícil estar atento a lo que se le enseña y aprender: “Y yo normalmente estoy ten­so… desde hace mucho tiempo lo estoy… siempre he tenido muchas dificultades para aprender”. Con este recuerdo y al­gunos comentarios que añade, el paciente parece responder a la sensibilidad de la analista reconociendo y agradeciendo lo que se le da y confirmando que su negación inicial no era tan destructiva como pudiera parecer, sino más condicionada por el temor y la ansiedad de no saber corresponder a la confianza, valoración y responsabilidad que se le otorga atendiéndole, escuchándole y enseñándole a aprender en la empresa psicoana­lítica. A este sentirse escuchado y atendido (que forma parte constitutiva del setting) corresponde agradeciendo y mostrando que él también escucha, al recordar lo que la analista le había dicho ayer. No obstante, más adelante muestra también que, como es de esperar de su condición esquizoide-nar­cisista, este reconocimiento no está exento de conflicto, tal como ya se apuntaba al inicio de la sesión:

P: Ahora me siento mal… Me hace sentirme mal el sentirme necesitado.

A: ¿Sentirse necesitado…?

P: Necesitado de su ayuda.

Silencio

Después de unas consideraciones del paciente sobre si el trabajo de la analista se valora con referencia al dinero o a la relación personal (“Hay otros trabajos que son más fáciles de valorar… Sabes lo que te puede costar… pero aquí no creo que el dinero sea lo más importante…”), el paciente dice:

P: Ahora me acuerdo de mi padre… Mientras yo valoro más la relación personal, mi padre lo consideraría una pérdida de tiempo y dinero. Mi padre consideraría que es un timo eso de que tengas que pagar para que te escuchen, cosa que en todo caso igual puedes conseguir en el bar con los amigos. Quizás por eso no le he dicho a mi padre que vengo aquí.

La analista responde con una interpretación aparentemente correcta de la defensa disociativa. “Mientras que por un lado está el José (supuesto nombre del paciente) que valora y aprecia la atención personal que se le da en el análisis, por otro lado me hace saber que dentro de él hay también un José que, como el padre, desprecia al análisis y a la analista diciendo que es un timo eso de pagar para que le escuchen”.

Aunque la interpretación pueda parecer correcta, la respues­ta del paciente da que pensar.

P: Es que mi padre incluso considera un timo tener que ir al médico si le duele el estómago. Por otra parte, es natural tener necesidad de otros, pero aquí me siento herido en mi amor propio.

Claro que la respuesta del paciente es defensiva, pero también, como siempre ocurre, es comunicativa. Quizás contiene un elemento de protesta porque la interpretación ha puesto el acento en su parte despreciativa llevándole a reintroyectar lo que él había disociado de sí mismo depositándolo en el padre por iden­tificación proyectiva. Si se siente herido en el análisis (“aquí me siento herido en mi amor propio”) es porque sentirse necesita­do en el análisis es más doloroso, ya que en el análisis se encaran necesidades más primitivas y regresi­vas, pero también porque le parece que se ignora el esfuerzo que él hace por diferenciarse de ese José-padre despreciativo y desvalorizador, de esa parte de él mismo con la que se siente en conflicto y que a él le parece que amenaza el set­ting psicoanalítico que tanto necesita. Podemos imaginar que el paciente, cuando dice que su padre incluso considera un timo tener que ir al médico si le duele el estómago, está recalcando su intención de diferenciarse del padre, como si dijera “Yo no soy mi padre. Yo vengo aquí a pedir ayuda y mi padre no vendría”. En cambio, la interpretación prematura de la identificación proyectiva señala más hacia la confusión con el padre que hacia la diferenciación. Hubiera sido mejor, probablemente, señalarle primero su intento de diferen­ciación para trabajar luego que intenta diferenciarse (alejarse) de algo que es parte de él mismo y que proyecta al padre para no sentirse él en conflicto consigo mismo. La cuestión es que, a partir de este momento, se produce un desfasamiento entre analis­ta y paciente y un fenómeno curioso: la analista, que había sometido tan sensiblemente su contratransferencia ini­cial a una autocrítica que le había permitido transformar en comprensión del paciente una reacción que hubiera podido llevarla a una inter­pretación acusadora, siente en este momento una tendencia contratransferencial a acusarse culpabilizadora­mente a sí misma. Empieza a pensar que quizás no hizo bien ofreciéndole al paciente el cambio de hora, que quizás se precipitó, etc. Alarmada por esta repentina duda “técnica” (fijémonos que ahora no duda de las intenciones inconscientes del paciente, sino de las suya propias contrastándolas con supuestas “normas” psicoanalíticas, como si repentinamente identificada con el paciente temiera que fuera ella misma la que había sido incapaz de aprender en el setting institucional de la formación psicoanalítica), formula una interpretación confusa que, considerada a posteriori parece claro que tiene un contenido acusador para el paciente, como si éste hubiera de sentirse culpable de haber conseguido un cambio de hora y de no aprender más del trabajo analítico, cuando de hecho el sentimiento de culpa no es el del paciente, sino el de la analista que se juzga repentinamente a sí misma respecto de unas “normas técnicas” sobrevaloradas y superyoicas. En esta ocasión la “interpretación” (entendida como la explicación que el analis­ta se da a sí mismo de lo que observa) no es elabora­da y se la convierte inmediatamente en interpretación (enten­dida como formulación verbal que se comunica al paciente). Es actuada y, en consecuencia, el resultado es una identificación proyectiva de la analista con el paciente, quien la siente, posiblemente, como una incomprensión, como un desgarro que le separa del objeto necesi­tado y un volverse a quedar solo en su esquizoidia. Consiguiente­mente, tras un silencio tenso, el paciente dice:

P: Estoy desnudo… No sé qué decir… Estoy espeso de ideas… No sé cómo va a ir (se refiere aparentemente al acto electoral en el que tiene que intervenir)… Me siento con irresponsabilidad…

La analista, sobreponiéndose a sus dudas “técnicas” y a su confusión contratransferencial, rectifica la interpretación resaltando el aspecto de auto-responsabilización del paciente y enfatizando que se siente preocupado (no culpable) por no sen­tirse capaz de aprovechar lo que se le ha dado (el cambio de hora). Con esta intervención resitúa la terapia en el sentimiento de preocupación del paciente, de responsabilidad por su in­capacidad, y en su sufrimiento. El paciente ya no se siente con “irresponsabilidad” y solo, sino otra vez con alguien que le acompaña y comprende su deseo de ser respon­sable (en este sentido se reconstruye el setting).

P: (más animado) Es posible que sea así…

Para no alargarnos demasiado, comentaremos tan solo un fragmento de otra sesión del mismo paciente, también en jue­ves, que nos parece ilustrativa de cómo algunos pacientes intentan preservar y salvar el setting cuando lo sienten amenazado. El paciente se mantiene largo rato en silencio, en su característica postura de lactante, y la analista hace diversos y variados intentos, a los que el paciente responde lacónicamente con negativas que parecen querer cerrar el diálogo. Después de un intento de interpretación formalmente transferencial del conflic­to, se produce un nuevo silencio y la analista, espontáneamente, dice: “Parece que hoy no le sirvo”. El paciente abandona su actitud negativista para responder rápidamente y con convicción: “Ciertamente, hoy no me sirve”. La analista vuelve a intentar interpretaciones trans­ferenciales en relación a las vacaciones (es la primera semana después de las vacaciones de Semana Santa), tras lo cual se reproduce el negativismo y los silencios del paciente. La analista se siente como desesperada, sus intentos de reanudar el diálogo psicoanalítico fracasan y, cuando parece que la sesión está perdida y se da cuenta de que se está poniendo intransigente y exigente, el paciente la sorprende con la siguiente perorata:

P: De todas maneras, no puedo decir que no me sirve: es un no servirme, pero sirviéndome. Supongo que es una lotería que te toquen los padres que te tocan… y quizás también lo es para ellos el que les toquen los hijos que les tocan… Los padres se relacionan con los hijos que imaginan que tienen y no con los que tienen en la realidad… Quizás a los hijos también les pasa que esperan de los padres algo que no pueden dar… Los padres son lo que son, pero a unos hijos les parecen más válidos, mientras que a otros los mismos padres les pueden parecer menos válidos. (Va hablando en estos términos lenta y pausadamente, pero seguido). Está claro que a veces esperas cosas de los padres que no te pueden dar.

El paciente salva la situación preservando por encima de todo el setting. Aunque no sirva, sirve: tanto los padres (anali­stas) como los hijos (pacientes) tienen defectos, insuficiencias y limitaciones, pero deben tolerarse los unos a los otros. Y, como si estuviera consciente de que ha desespe­rado a la analista, rectifica la situación hablándole de lo que al principio de la sesión había anunciado que no tenía ganas de hablar. Indudable­mente, en esta secuencia cabe la posibilidad de que el paciente haya comunicado lo que no quería comunicar hoy como resultado del insight que le hubie­ran proporcionado las interpretaciones, pero en el contexto general de la sesión y del curso y las carac­terísticas del análisis de este paciente nos inclinamos por creer que el cambio de la actitud del paciente en ese momento se debe más a la amenaza que supone haberse sentido incomprendido que a lo contrario. Como para confirmarlo, el paciente acaba la sesión haciendo un comentario amargo de que ya hace mucho tiempo que los padres dejaron de ocuparse de él, desde que a los once años le enviaron al internado. Este comentario final del paciente remite a un episodio central en su experiencia inter­na y externa, a una anécdota biográfica que vehicula de forma manifiesta una gran cantidad de sufrimiento y resentimiento, pero que también fun­ciona posiblemente como un recuerdo en­cubridor de sufrimientos y resentimientos más primitivos en relación a conflictos y priva­ciones afectivas más arcaicos. No obstante, en este momento parece confirmar que la experiencia de separación vivida no solo en la interrupción por vacacio­nes, sino también en todas las interrupciones que forman parte del setting (fines de semana, final de cada sesión), así como en el sentimiento de separación y desgarro que implica sen­tirse incomprendido, son vividas con la amargura de sentirse rechazado y alejado, de sentirse vivido como una carga por sus padres o por la analista. Pero también hay que tener en cuen­ta, y esto parece claramente ilustrado por este paciente, como en general por todos los esquizoides, que la amargura y el resentimiento, aunque puedan tener un aspecto agresivo y destructivo, encubren precisamente un anhelo muy vivo de ser queridos y también comprendidos y que la comprensión en la relación psicoanalítica es para ellos más una confirmación de la posibilidad de ser queridos que una fuente de conocimiento o insight. Si el analista no tiene suficientemente en cuenta esta función de la comprensión y de la interpretación en el man­tenimiento del setting, el desgarro puede hacerse in­sufrible hasta el punto de romper la relación.

Como recuerdo y homenaje a Alberto Campo, querido y des­tacado compañero y maestro que nuestra Sociedad ha perdido recientemente, quisiéramos poner fin a este trabajo con unas palabras suyas: “El timing, otro aspecto importante de la adecua­ción de la interpretación y que depende tanto de la apreciación del terapeuta (a veces de sus conflictos, como se verá más adelante) como de su capacidad de contacto y compren­sión del paciente, parece tener, en ocasiones, unas carac­terísticas de “arte” que no se aprende […] La tolerancia y la paciencia son dos cualidades fundamentales para poder tratar los niños (y, por qué no, los adultos)”.

Resumen-conclusión

A modo de conclusión quisiéramos decir que la función del psicoanalista es diversa y compleja y que, a nuestro entender, el aspecto que debe regirla como directriz fundamental es el tera­péutico. Salvando las dificultades y limitaciones que encierra toda definición, nos adscribimos en términos genera­les a la que formula Rycroft respecto de la función terapéutica del psicoana­lista: “establecer, restaurar o incremen­tar la capacidad del paciente para las relaciones objetales y, a partir de ahí, corregir diversas distorsiones”. Para que se cumpla la función terapéutica, el trabajo del analista debe ir dirigido esencialmente a la construcción, consolidación, mantenimiento y recons­trucción del setting, entendido, para decirlo en dos palabras, como sustrato vincular básico mantenedor de la relación psicoanalítica. Para ello es funda­mental la comprensión del mundo interno en la dinámica rela­cional de la transferencia y esta es la función principal de la actividad interpretativa: fomentar y facilitar la compren­sión del mundo interno en la relación psicoa­nalítica rigurosamente limitada a y contenida en el setting. Para nosotros el criterio primordial para que una interpretación sea psicoana­lítica no es tanto que se pueda calificar de profunda o trans­ferencial o verdadera, sino que facilite y promueva el cumplimiento de la función terapéutica como la hemos definido a lo largo del trabajo.

 

Referencias bibliográficas

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Comentarios de los autores para esta reedición (2013)

Comentario de Rogeli Armengol:

Han pasado más de veinte años desde la publicación de este trabajo y nadie se sorprendería de que si en la actualidad se escribiera de nuevo aparecerían algunos cambios y diferencias. Pero a pesar de ello, el tono y la mayor parte del contenido entiendo que se formularían de forma muy parecida.

Solamente desearía formular tres precisiones. Puesto que en el trabajo se habla de enfermedad y de terapéutica, en este momento opinaría acerca de las indicaciones psicoanalíticas y diría que el análisis más que trastornos mentales puede y debe tratar el sufrimiento mental que se deriva de las dificultades de la vida. En segundo lugar afirmaría que el número elevado de sesiones semanales exigidas por el psicoanálisis tradicional no se ha demostrado que sea conveniente o necesario. Más bien sucede lo contrario. Según mi experiencia en la mayoría de los casos una sesión semanal o incluso menos puede ser suficiente. Finalmente, no estaría de acuerdo en que la interpretación transferencial pueda ser útil en algunos momentos puesto que en muchas ocasiones se puede observar que al paciente le comporta confusión, inseguridad e incluso sumisión innecesarias.

Comentario de Víctor Hernández:

También es mi opinión que este trabajo del año 1991 podría reescribirse de forma muy parecida, o sea, sin grandes cambios. Por eso lo reeditamos. Para hacer nuevas precisiones creo que se requeriría un nuevo espacio o trabajo en el que se pudieran precisar más claramente diferencias conceptuales, que están precisamente muy de actualidad y que tienen mucha relación con el contenido esencial de nuestro artículo, que, al releerlo, me parece que venía a ser un intento de desmitificar, relativizándolo, el concepto de “interpretación”.