(Capítulo VI de The  Origins of Love and Hate, publicado en 1935)

Traducción de Víctor Hernández Espinosa

 

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Para que se comprenda la importancia histórica de la obra de Suttie, revolucionaria en su tiempo y contemplada ahora casi como un manifiesto precursor de los principios generales en que se basa la actual corriente de pensamiento propia del movimiento conocido como “psicoanálisis relacional”, me limitaré a reproducir algunos párrafos del prólogo de Bowlby que aparece en la reedición de 1988   (Free Association Books, London) de “Los Orígenes del Amor y del Odio”, originariamente publicado en 1935, un año antes de la prematura muerte de su autor.

“Este era el modelo (se refiere a la teoría libidinal de Freud) que Suttie en Londres y Sandor Ferenczi, con Imre Hermann y Alice y Michael Balint en Budaapest criticaban durante los años treinta Todos ellos concebían al niño pequeño esforzándose desde el principio para relacionarse con su madre y pensaban que la salud mental era expresión del éxito o fracaso de esta primera relación. Así nació la versión psicoanalítica de las relaciones de objeto.”….

Más adelante, Bowlby cita un fragmento de otro capítulo de la obra de Suttie: “… el niño nace con un simple “attachment” a la madre, que es la única fuente de alimento y protección… la necesidad de la madre se le presenta primariamente al niño como una necesidad de compañía y un malestar en la soledad”…

Finalmente, Bowlby afirma: “El libro de Suttie sigue siendo una presentación firme y lúcida de un paradigma que, después de medio siglo de discusiones, marca el camino de la investigación productiva y es cada vez más reconocido como una guía útil para la terapia”.

Como traductor añadiré al texto alguna nota a pie de página para destacar la aparición de conceptos y terminología que fueron ulteriormente aprovechados y desarrollados por  otros psicoanalistas bien conocidos.

Víctor Hernández

 

Como sugerí en la Introducción, la ciencia moderna tiene una aversión positiva a todo lo que sepa a sentimentalismo. Esta aversión, aunque metodológicamente justificable en ciencias físicas, ha llegado en psicología a un extremo de absurdidad (behaviorismo, p. ej.) que deja entrever un prejuicio antiemocional básico. Parece increíble que una emoción tan inofensiva y afable como la ternura, verdadero fundamento de la sociabilidad, pueda ser objeto de un tabú. Aunque nuestras religiones exaltan el amor por encima de todas las virtudes y condenan la vida carente de amor, nuestros prejuicios siguen manifiestamente centrados en la moralidad sexual y la preocupación de nuestras leyes gira alrededor de la propiedad. A mayor abundancia, Freud se esforzó en mostrar la ternura como un derivado de la sexualidad (inhibida en su fin), facilitando así que cualquier incomodidad o intolerancia ante los sentimientos y la sensibilidad pudiera interpretarse como debida a una “desinfección” incompleta de la raíz sexual. Esto cuadra también con el hecho (cierto en nuestra cultura) de que los hombres muestran menos ternura y más sexualidad que las mujeres o que, como diría Freud,  las mujeres están más inhibidas debido a una educación más represora y a las especiales dificultades de las niñas para sexualizar el amor a la madre. (Esto, sin embargo y dicho sea de paso, implicaría que los hombres tienen menos intereses culturales sublimados, puesto que disponen de más facilidades sexuales). En conjunto, la creencia de que la ternura es más o menos un artefacto y el amor asexual un mito de los idealistas está firmemente establecida en nuestra tradición y en nuestra vida cotidiana. La idea de que la ternura es una realidad primaria independiente  sometida a represión podría seguir pareciendo errónea y hasta absurda si no se apoyara en pruebas evidentes. ¿Dónde podemos encontrarlas?

El ejemplo más típico (prototípico, en realidad) se encuentra en las bandas juveniles que idealizan lo que se llama eufemísticamente “masculinidad” en contraste con las “chiquilladas”. Los ideales de estas comunidades son intensamente antifeministas, como lo indican epítetos tan ofensivos como “niñatos”, “lloricas”, “niños de mamá”, etc; su ideal del Yo mantiene como virtudes positivas la “firmeza”, la agresividad, la dureza, etc. El poder, la violencia, el engaño y el delito fascinan tanto a estos chicos que (cuando, a su debido tiempo, llegan a Fleet Street)[1] califican de “atrevido” a cualquier asaltador y de “inteligente” a cualquier estafador. Este estado de mente es una reacción en contra de los sentimientos relacionados con la madre y con la guardería, de las cuales acaban de salir (en el sentido mental), probablemente en contra de su voluntad. Cabe pensar que toda esta formación caracterológica es una venganza y un rechazo del “destete” materno, basado en el principio defensivo de la zorra que rechazaba las uvas porque “estaban verdes”.

Otro aspecto de esta fase del desarrollo del carácter, digno de destacar desde el punto de vista social, es la tendencia a formar “hermandades” o sociedades secretas. Cabría suponer que la necesidad social de estos jóvenes repudiados desde la guardería les impulsa a agruparse como una “banda fraternal” unida por un duelo común (véase el cap. VIII para más consideraciones sobre este fenómeno social y la opinión de Freud sobre  la exclusión social). Existe una tendencia general a “racionalizar” el proceso de socialización a partir de las ventajas materiales (en términos de eficiencia) que aporta la cooperación, pero estas “hermandades” secretas, juveniles o adultas, no tienen ningún propósito práctico. De hecho, el propósito declarado por la mayor de estas sociedades “secretas” (la masonería) es la “hermandad” en sí misma. También está confirmado que las bandas o sociedades juveniles se forman primero y deciden sus objetivos después, como tan humorísticamente le urge el práctico Huckleberry Finn al romántico Tom Sawyer. En realidad, la integración social es un fin en sí misma y no sólo un medio para fines prácticos: las hermandades se constituyen por sí mismas.

Estos chicos, cuando se hacen mayores y “civilizados”, siguen siendo inhibidos en la expresión de los sentimientos y se turban cuando reciben un trato cordial. Los sentimientos les hacen esquivos, los consideran “tonterías”, hasta el punto de que las expresiones de aprecio y estima tienen que disfrazarse con más cuidado que si se tratase de un chiste obsceno. Un modo frecuente de disimular los sentimientos cálidos y tiernos es el uso de la ironía. A veces se recurre a epítetos ofensivos como si fueran términos cariñosos. Bromas tontas y rudas o de mal gusto sirven también para expresar y disfrazar el afecto. ¿Cómo interpretar esto? ¿Cómo homosexualidad inhibida en su fin reforzada por instintos de destrucción e inhibida como un juego sádico? ¿Son este tipo de burlas simple odio reprimido y liberado bajo la excusa de “sólo era una broma”? A menudo es así, pero me parece que esta explicación no vale para todos los casos. El  afecto, que no es sexual o cuya sexualidad ha sido eficazmente reprimida como algo vergonzoso,  es rechazado con malestar y con protestas como “no seas tonto” si se ofrece demasiado efusivamente.  ¿Por qué una emoción inofensiva y tan convencionalmente inocente es objeto de un auténtico tabú? ¿Es tan implacable la censura fóbica de los derivados homosexuales que incluso los más “desinfectados” son repelidos como corruptos? De ser así ¿cómo es que algunas actividades humanas se escapan del tabú y, sobre todo, por qué es el tabú de la ternura tan variable en cuanto a su incidencia entre individuos diferentes, entre uno y otro sexo o entre diferentes culturas?

Antes de contestar a estas preguntas veamos más ejemplos de aversión y ocultación del sentimiento y de indulgencia indirecta y subrepticia. En el supuesto de que hubiera una reacción social contra la ternura y el sentimiento en general, sería de esperar que estas fuerzas buscaran válvulas de seguridad y se expresaran  bajo diversos disfraces y excusas evadiendo la prohibición. De hecho, en realidad se encuentran muchos indicios de ello, lo que muestra la fuerza de este tabú y, consiguientemente, la importancia de los impulsos sometidos a él.

¿Cómo puede mantenerse tan bajo el sueldo de las enfermeras en vista de las horas que dedican y la naturaleza de su trabajo? Es de suponer que existe una remuneración invisible: el derecho a actuar generosa y tiernamente (aunque no se deba mostrar emoción alguna). A las madres de los niños pequeños se les permite mostrar ternura, pero se  desaprueba el lenguaje del “gu-gu, ga-ga”. Nos resulta embarazoso. ¿Por qué? Porque existe un tabú de la ternura o de cualquier otra cosa con sabor a infantilismo. Puede ser que un hombre muestre un interés condescendiente hacia los niños (bajo el disfraz de divertirlos), pero ¿cuántos hombres pueden mostrar una verdadera ternura hacia los bebés? No obstante, algunos niños pequeños juegan con muñecas y, como muestro en otro lugar, la envidia de la maternidad es uno de los factores más potentes en la evolución de la cultura. Lo mismo ocurre con las mascotas, donde encontramos una mayor permisión de la ternura, pero sólo bajo condiciones, pues también aquí se observa que, en nuestra cultura,[2] el tabú de la ternura es más intenso en los hombres que en las mujeres. (Este hecho está correlacionado con el de que tabú del sexo sea mayor en las mujeres, pero no en el simple sentido de una mayor inhibición del fin sexual en las mujeres. Me atrevería a decir que los hombres han sustituido el amor por el sexo. Incluso los psicoanalistas lo están reconociendo ahora). El perro puede asemejarse al hombre en una actitud de dignidad “reservada”. Hasta la relación del perro pastor con su dueño está sublimada (¡) como una mera colaboración con intereses prácticos. Sin embargo en esta relación, cuando no está prohibido, el perro se muestra muy agradecido por cualquier pequeña caricia. (Entre paréntesis, los freudianos podrían atribuir el apego del hombre a los animales a la sexualidad reprimida y desviada (“fetichismo de la piel”), pero ¿cómo explica el psicoanálisis el apego recíproco del animal al hombre? Ciertamente, no puede reducirse a la sexualidad y sí que está relacionado con el tratamiento que el animal ha recibido desde muy pequeño). Volviendo a lo anterior: el afecto exuberante de un cachorro puede ser tolerado o ignorado; después de todo, no somos responsables de sus ridículos jugueteos y nuestra dignidad no queda afectada. Sin embargo, es   poco “varonil” querer a los gatos, aunque esta indulgencia está condescendiente e irónicamente permitida a las mujeres que están solas.

Ya he mencionado el afán de ternura, que forma parte de la vida amorosa. También aquí encontramos una actitud social de tolerancia despreciativa hacia los amantes. ¿Se debe a la  condena de lo sexual, a la envidia o al reconocimiento de la naturaleza regresiva del componente sentimental del amor humano en contraste con el apasionado? Nos desentendemos  de la “debilidad” o la “locura” de los amantes aplicándoles epítetos despreciativos (“amartelados”). Les consideramos “locos de amor” y en general mostramos menos respeto, si es que no menos reprobación activa, a la ternura que al sexo en sí. En realidad, en este caso disculpamos la ternura o el sentimentalismo en función de sus intenciones y tendencias sexuales.

Los ejemplos de conducta social inhibida e incomodidad embarazosa ante emociones inofensivas podrían multiplicarse indefinidamente si dispusiéramos de espacio suficiente. La necesidad insatisfecha de ternura y de expresión de sentimientos resultante de esta inhibición social constituye el impulso principal al alcoholismo. En un próximo capítulo hablaré del hambre de amor como motivo para la “huída a la enfermedad” y de la extensa incidencia de trastornos de este origen. Los sentimientos incontrolables que surgen en los grandes desastres buscan salidas religiosas o quasi-religiosas porque son admitidas sin chocar con los prejuicios populares. No obstante, incluso la cristiandad carga con el estigma de débil e infantil porque cultiva abiertamente los sentimientos tiernos. La misma tendencia se aprecia en los idealismos nacionales. La práctica económica y los ideales de la vida cotidiana expresan nuestra admiración por los hombres hechos y duros, de “alma de acero”. Se ha acuñado un rico vocabulario para diferenciar el carácter y los comportamientos  emocionalmente sensibles de los que no lo son, siendo  estos  últimos a los que se les otorga mayor valor. Todo apunta a una antipatía cultural hacia una serie de sentimientos y emociones que son socialmente inofensivos.

Si tenemos en cuenta que el teatro, la música, etc. tienen la función de satisfacer intereses y necesidades emocionales no gratificados en la vida cotidiana (del mismo modo que los sueños “cumplen” deseos frustrados), hay que inferir que las privaciones impuestas a los sentimientos tiernos son casi tan importantes como las que se imponen al sexo. En realidad, parece posible que en el sexo se busque un refugio para los sentimientos y el sufrimiento tiernos  y que esta huída se exprese en la intolerancia de algunas personas a la “buena” música  y la complacencia en la excitación del jazz. En todo caso, esta esfera de actividad aporta pruebas a favor de la hipótesis que proponemos en los siguientes términos: “¿El sentimentalismo enfermizo y desordenado del teatro,  de los conciertos victorianos y  de las pantomimas de la época de preguerra expresan la sexualidad que se ha inhibido en su fin bajo la represión de aquellos tiempos o es la ebullición de sentimientos tiernos que son igualmente reprimidos en una comunidad puritana y patriarcal?”

En el supuesto de que se pudiera responder afirmativamente a esta pregunta,  deberíamos considerar qué fuerzas y mecanismos podrían conspirar para inhibir un impulso  aparentemente inofensivo  e incluso valioso. A título de ensayo propongo la siguiente respuesta a esta pregunta.

Lo que llamamos sentimientos y afectos tiernos no se basan en el deseo sexual, sino en la relación preedípica emocional y de contacto cariñoso con la madre y en la necesidad instintiva de compañía que es característica de todos los animales que pasan por una fase de infancia dependiente de los cuidados y atenciones propios de la crianza. En nuestra cultura especialmente la brusquedad de la educación de la limpieza, las frecuentes y prolongadas separaciones de la madre y el niño y la propia intolerancia de las madres a la ternura (resultante de su crianza “puritana”) precipitan un “nacimiento psíquico”[3] que se acompaña de ansiedad, posesividad y agresividad, como se refleja en nuestras  actitudes y costumbres culturales y económicas. Este proceso de parto o destete psíquico es intensamente doloroso aún cuando no esté agravado por los celos hacia un suplantador. La medida de este dolor se refleja quizás en los recuerdos conscientes de errores groseros y actos impulsivos que, aún años después de haber sucedido, se acompañan todavía de intensos sentimientos de vergüenza. Si todavía lamentamos esas tonterías, más que si fueran delitos, es porque nos exponen al ridículo y nos muestran como niños a los ojos críticos de los adultos. A mi parecer, estos recuerdos dolorosos pueden actuar como recuerdos encubridores de todos los rechazos y prohibiciones que acompañan al destete psíquico.

En este proceso el sufrimiento puede ser mucho mayor que el que acompaña a la represión sexual. En el caso del destete psíquico al niño se le priva de algo que ha disfrutado desde “tiempo inmemorial”, mientras que en la represión sexual simplemente se le prohíbe algo que está reservado a los “adultos”. A la rabia que acompaña a la frustraciónde los sentimientos de ternura se añade el dolor de la pérdida de la madre y, sobre todo, la ansiedad causada por su cambio de actitud. Se daña el verdadero fundamento del sentido de seguridad. El niño descubre a la postre que  lo que ha aprendido dolorosa y obedientemente no satisface a los padres que exigen estos sacrificios, que sus modos infantiles de complacer ya no son aceptables y que no hay realmente nada de lo que  pueda depender. La raíz misma del sentimiento de seguridad y de justicia queda afectada por la negación de caricias al niño y por el rechazo de las que él ofrece, pues no hay que olvidar que el tacto es más fundamental para el sentido de seguridad que la vista o el sonido[4]. Este hecho debe tener alguna importancia en el análisis profundo, en el que el médico evita deliberadamente ser tocado, visto u oído. Pero su influencia debe ser máxima en la determinación de la cultura y el carácter, puesto que de él dependen las primeras orientaciones del idealismo y las ambiciones del yo.

Parece probable que este parto psíquico sea relativamente indoloro e inofensivo bajo una sola condición: que los recursos del niño en cuanto compañía e interés lúdico se incrementen “pari pasu” con la separación de la madre y la pérdida su interés directo en las caricias de ella. Cuando la separación se adelanta a la sustitución, aparece ansiedad y rabia. Si el interés en el self, compartido desde el principio con la madre (Narcisismo; capítulo II) no se  desarrolla en un círculo seguro y creciente antes de que estén seriamente amenazadas la ternura directa y la relación amorosa de la crianza la ansiedad es inevitable y entonces el niño se apartará del desarrollo basado en el Interés-Compañía para insistir y aferrarse a la Compañía-del-Amor, igual que un ejército retrocede para defender sus bases de aprovisionamiento cuando están amenazadas. Es decir, que el niño renunciará fácilmente a satisfacciones y seguridades más primitivas siempre que se le ofrezca un sustituto más social e igualmente seguro. Pero algunas circunstancias y ciertas peculiaridades de temperamento hacen que la madre acelere indebidamente el parto psíquico. Al niño pequeño se le retiran una a una las atenciones de que disfrutaba y su mente lo vive como una retirada del amor y, lo que es todavía más importante, como una prueba significativa de que su amor y él mismo no son queridos o bienvenidos por la madre[5]. Entonces puede ocurrir (1) que el niño desarrolle compañías e intereses que sustituyen al enamoramiento normal, (2) que luche por sus “derechos”, (3) que busque regresiones o sustitutos subrepticios (delincuencia y psicopatía), o (4) que se someta y evite el dolor de la privación mediante la represión (el tabú de la ternura). En el último caso las reacciones evitativas tienden a extenderse (como la fobia propiamente dicha) con la finalidad  de excluir todo recordatorio de pérdidas penosas y toda tentación de dejarse llevar por atractivos o indulgencias peligrosas. Este contrarrechazo del amor o autodestete de lo afectivo tiene un propósito evidentemente defensivo. En mi opinión, esta indiferencia protectora es esencialmente una forma de autocomodidad racionalizadora, un autoaislamiento de la necesidad de amor mediante el cultivo de una “timidez amorosa”  (loveshyness) que demanda empero una ceguera psíquica a cualquier tipo de situación emocional, un rechazo a participar en las emociones[6]. Esto puede llegar a tal grado que el individuo no sólo se “acoraza” contra el atractivo y el sufrimiento de los otros, sino que teme apelar a su simpatía y, por ejemplo, puede llegar a ocultar “enfermedades” por miedo a molestar u organizar situaciones o escenas perturbadoras o incómodas. Aunque la privación de amor está reconocida como inevitable, el anhelo o deseo del mismo sigue siendo tan penoso que todo el conflicto queda excluido de la mente. Todo lo que tienda a hacer resurgir el deseo de amor (sentimientos, emociones) es vivido de la misma forma que el pudoroso vive una sugerencia erótica. El tabú que recae sobre los deseos regresivos se extiende a todas las manifestaciones afectivas hasta que no se pueden ofrecer ni tolerar manifestaciones de afecto.

Por lo tanto, parece probable que la represión del afecto sea un proceso que se vaya acumulando de una generación a otra. La madre que sufrió falta de amor y que, en consecuencia, es intolerante a la ternura se mostrará impaciente ante la dependencia, la regresividad y las reclamaciones de amor de sus hijos; su suspicacia y ansiedad producirán en ella un sentimiento (arraigado en su autodesconfianza) de que los niños son naturalmente malos (¡San Agustín!) y que se les ha de “hacer” buenos desaprobando y frenando toda muestra de “infantilismo”. Esto crea en los niños una correspondiente ansiedad y deseo de conseguir más aprobación y reconocimiento. Los niños aprenden demasiado pronto que el amor hay que merecérselo o ganárselo y la ansiedad excesiva puede llegar al punto del desespero.

Esto constituye por un lado una tentación para abandonar la lucha en favor de sueños regresivos (Dementia Precox) o para cultivar el invalidismo (Histeria); por otro, estimula la aparición de competitividad celosa y búsqueda de poder, posición “prestigio”, posesión. El amor se ha hecho ahora agresivo, ansioso, ávido, posesivo. Sin quererlo, la madre ha transmitido sus propias inhibiciones (sobre el sentimiento de ternura) a sus hijos, ha sustituido el ideal del compañerismo por el del deber y ha establecido una moral de la culpa y la desconfianza en lugar de la de la benevolencia y confianza, que es la que se hubiera desarrollado naturalmente.

Así se desarrolla un  carácter “duro”, puritano,  intensamente celoso e intolerante, ya que,  ciertamente, las complacencias a que nos hemos visto obligados a renunciar nosotros mismos no se las vamos a tolerar a ninguna otra persona. Estamos celosos del niño al que aparentamos desvalorizar, tememos que sea un “consentido” y forzamos a nuestros propios niños a crecer demasiado deprisa sin darles tiempo a que superen su “infantilismo”. Los hacemos “serios” – prefiriendo el “éxito” al disfrute – competidores eficientes  en la lucha por la existencia, pero lo hacemos de tal forma que la intensidad del tabú a la ternura parece incrementarse hasta un punto difícilmente compatible con el mantenimiento de la vida social.

Esta filosofía de la vida está idealizada en el estoicismo, que busca abiertamente protegerse del sufrimiento absteniéndose de deseos que nos expongan a la privación y el rechazo o, más típicamente, produciendo un materialismo competitivo que excluye los intereses culturales y lúdicos como triviales o incluso pecaminosos (si la culpa tiene un papel importante, como ocurre en el puritanismo). La tendencia de estos modos de vida es a irse incrementando, puesto que en ellos no se puede obtener ninguna satisfacción natural. Los estoicos se convierten en cínicos y los puritanos en ariscos intolerantes, anticristianos en los aspectos más esenciales, y favoritos implacables de un dios sin piedad.

Para tener una idea más clara de la naturaleza de este tabú de la ternura podemos recurrir a una analogía con las ondas del éter, que forman una serie continua según su longitud de onda y producen en diferentes puntos de la escala los efectos que conocemos como Calor Radiante, Luz, Magnetismo, ondas sin cables, ciertas radiaciones de las alteraciones atómicas, etc. Sólo unas pocas son perceptibles por los sentidos; la mayoría únicamente se aprecian indirectamente. Igualmente podríamos imaginarnos las  “energías” mentales humanas oscilando a lo largo de un espectro que iría desde las experiencias  sensoriales del apetito, la gratificación y relaciones orgánicas tales como la succión y el coito, hasta las reacciones más abstractas de interés cultural (culminando quizás en la  matemática pura) pasando por emociones definidas y primitivas como el odio, el miedo, la tristeza y la alegría, de las que estamos bien conscientes, y una serie  de reacciones afectivas de las que no tenemos conciencia habitualmente y que, debido a su vaguedad y a que las personas mentalmente normales suelen darlas por supuestas, son muy difíciles de nombrar o reconocer y que representan reacciones a una serie de situaciones que ocurren en la vida cotidiana que no se distinguen claramente y que, por tanto, resulta difícil pensar o hablar de ellas. No son del todo “emocionales”, pero son más vitales y más abstractas que los objetos –de- interés, que no tienen importancia para los apetitos corporales. De hecho, forman una especie de trasfondo vital de entusiasmo[7] para todas las actividades sociales y culturales más que una experiencia corporal u objeto de interés mental y dependen totalmente de que sean compartidas. Quizás la mejor palabra para referirse a este nivel de respuesta (compañerismo) sea sentimiento o “significado” o también podría decirse que representa la simpatía inconsciente entre quienes participan del interés cooperativa y competitivamente.

Es en este terreno de la interrelación de significado o sentimiento, además del del aprecio directo cordial y personal, donde se manifiesta el tabú de la ternura. No se trata tanto de una clara falta de sentimiento (como en la idiocia) ni de un retraimiento (como en la demencia precox), sino de una inhibición que amortigua la sensibilidad social del individuo y puede llegar a ser conocida y deplorada por él. No tolera las relaciones cálidas o efusivas. Da a todos sus amigos la imagen de contacto “frio”, se refugia en relaciones formales y en intereses y sensualidad abstractos y, por lo general, no le gusta la “buena” música ni la “buena” literatura, aunque está clara u oscuramente, consciente de sufre una carencia. Es un amigo o conocido incómodo y un hombre infeliz.

Aparte de estas variaciones individuales en cuanto a la sensibilidad y espontaneidad de los sentimientos, existen a este respecto amplias y generales diferencias entre las personas de culturas diversas. Por ejemplo, el tabú sobre las relaciones amistosas puede ser explícito aun cuando la permisividad sexual se considere inofensiva. El profesor Malinowski  relata que en las Islas Trobriand es corriente que las personas que se quieren duerman juntos aunque, por otra parte, se considere impropio que se muestren demasiado amistosas (preparando comida, por ejemplo) antes del matrimonio. Consideran esta conducta como nosotros consideraríamos las relaciones sexuales prematrimoniales. Es de suponer que, si su civilización fuera como la nuestra, la factura de un restaurante parecería razón suficiente para el divorcio: los periódicos del domingo publicarían el menú y los obispos hablarían de la decadencia de la moralidad y de los peligros del neopaganismo. Sin embargo, no llevan el tabú de la ternura hasta el extremo de sus vecinos los Dobuans, cuyo ideal de conducta cívica los calificaría en nuestro país para Broadmoor.[8] Los Dobuans profesan una actitud ética que justificaría la metapsicología freudiana. Consideran que la única finalidad que vale la pena en la vida es conseguir lo mejor de los vecinos y que los únicos medios para hacerlo son la fuerza, el fraude y la seducción sexual.

Un estudio de las condiciones de la crianza en estos pueblos muestra un seudomatriarcado, un estado de cosas en el que, a pesar de que la propiedad se hereda por línea materna, la madre no puede tener confianza ni estabilidad ni dignidad ante los ojos del niño. El paso del mundo amable y protegido de la infancia a la ruda competitividad de la vida adulta de este pueblo tiene que acompañarse de sufrimientos, resentimientos y nostalgias regresivas   para las que  las madres no están preparadas. No tenemos espacio para analizar los efectos de las complejas condiciones de la crianza, pero las observaciones realizadas son compatibles con la opinión  de que el carácter racial de esta gente no es tanto producto de la liberación de la maldad natural como del aprendizaje de la dureza y de la represión del carácter amistoso y generoso (natural) de la infancia que no puede sobrevivir en condiciones ultracompetitivas.

En el otro extremo del carácter racial encontramos ciertos pueblos africanos cuyos niños, según nos explica Audrey Richards, casi nunca se pelean. Difícilmente podría decirse de ellos que estuvieran sometidos a ningún anhelo de destetarlos, están protegidos de la ansiedad y de los celos con los cuidados más refinados y no se les somete a la educación de los esfínteres porque –dicen las madres– “sería muy cruel; ya aprenderán por sí solos a su debido tiempo”.

En esta cultura el tabú del sexo y su secretismo es también extraordinariamente leve, tanto que la diferencia (respecto del carácter de los dobuan) no puede deberse a este factor. En mi opinión, el niño puede llegar a la madurez sin  las ansiedades, resentimientos y  nostalgias regresivas de un estado de felicidad perdido, etc. y sin tenerse que inmunizar o protegerse de los sentimientos tiernos. Cuando el niño no ha sido herido por la falta de amor o por el rechazo del que él ofrece, no necesita desarrollar un carácter “duro” y “frío”, despreciativo de entusiasmos e incapaz de lealtades: no desarrolla una inhibición defensiva de los sentimientos y de la sensibilidad a ellos.

Por otra parte, las personas de carácter menos defendido y reservado suelen ser mucho mejores padres. Al no tener que reprimir resentimientos ansiosos por la infancia perdida, estos adultos no sienten aversión a los niños ni les resulta incómodo atenderlos, Tienen una mente infantil o femenina que les permite contactar mejor con los niños. No es que les falte fuerza, resolución ni capacidad de penetración mental; simplemente, no se han desconectado de  lo que nuestra cultura nos enseña a despreciar. ¿No nos habremos equivocado al valorar  el descuido o la supresión de la mentalidad abierta del niño en favor de la maduración y la hombría considerando como algo bueno una cualidad negativa (una reacción defensiva) del mismo modo que el fascismo idealiza la agresividad? Haberlo hecho así ya nos da una idea sobre el origen de las diferencias sexuales del temperamento.

Estos rasgos sexuales “secundarios” se han considerado generalmente como el resultado de los caracteres fisiológicos del organismo, pero muchos hechos sugieren que este factor del desarrollo del carácter tiene una influencia mucho más limitada de lo que hemos supuesto tácitamente. En mujeres fisiológicamente femeninas es posible observar rasgos mentales muy “masculinos” (según se les concibe ordinariamente) y viceversa. Además, las diferencias de carácter entre hombres de diferentes culturas son similares o incluso mayores que las observadas en el carácter convencionalmente femenino. Hablando en general,  las mayores diferencias se encuentran en culturas patriarcales en las que la mujer es la protegida o el juguete del hombre. En las culturas matriarcales, como la de los antiguos Teutones no se diferenciaba entre las virtudes propias de los hombres y las de las mujeres. En las fuentes originales  se describe a Brunilda como igual a Sigfrido en todos los aspectos.

Cabe dentro de lo posible que las características de nuestro modo de crianza, al que he caracterizado  vagamente por el tabú de la ternura, hayan creado una diferenciación mental artificial y, consiguientemente, una barrera emocional entre los varones adultos por un lado y las mujeres y los niños por otro. Naturalmente, de acuerdo con sus funciones de crianza, las mujeres nunca pueden perder el contacto con los niños tanto como los hombres. Además de la expectativa de tener hijos propios, el desarrollo de las niñas se diferencia del de sus hermanos porque ni los deseos edípicos ni las costumbres pueden producir nunca el mismo tipo de clivaje entre  ellas y sus madres e incluso puede ser que colaboren con éstas en el cuidado de los niños pequeños. No es necesario postular un instinto de maternidad cuando observamos que la disposición y los hábitos se desarrollan sin obstáculos desde la infancia y que también deben influir en la formación del carácter general de las mujeres.

La cuestión es que, en mi opinión, el tabú que recae sobre las actividades, las gratificaciones y las relaciones infantiles con la madre, así como  la desaprobación de la regresión se extienden a sentimientos y actitudes mentales inofensivos e incluso necesarios y crean diferencias artificiales entre hombres y mujeres, haciéndolos malos camaradas, relegando a la mujer a la dependencia de sus hijos y ampliando más la brecha y agravando los celos. Pero sus peores efectos consisten en separar a los padres de los niños. El progenitor, resistiéndose y defendiéndose inconscientemente de deseos regresivos, se muestra impaciente con el infantilismo y fuerza al niño a crecer y a abandonar su relación emocional, ingenua e incauta, con el ambiente social. Estos progenitores, a la vez que deniegan el “derecho a la niñez”, les presentan a sus hijos como objetivo de la vida una forma de relación adulta que, para la mente del niño, es poco atractiva e incluso causa de ansiedad y depresión. Podríamos imaginarnos al niño pensando “Si esto es todo lo que la madurez puede ofrecer, mejor quedarme dónde y cómo estoy”. Así, una intolerancia puritana a la ternura incrementa la regresividad inconsciente que odia e interpone obstáculos morales innecesarios en el camino de la maduración que quiere acelerar. Fuerza a que el desarrollo proceda mediante un cambio violento con represión en vez de ser un proceso gradual. No produce mentes realmente maduras, sino simplemente rigidez y cinismo con un núcleo de infantilismo ansioso y rabioso. Se pierde la generosidad del niño sin adquirir la estabilidad y la integración propias del adulto.

En todo caso, la noción de un tabú de la ternura, relacionado como está con la hipótesis general de la naturaleza del amor que se propone en este libro, arroja una luz nueva sobre ciertos hechos de la diferenciación del carácter entre hombres, mujeres y niños y entre razas diferentes, y los sitúa en una nueva relación. Es una perspectiva que justifica seguir trabajando en ella.



[1] N del T.- Calle de Londres donde se concentran la mayoría de oficinas de la prensa inglesa.[2] N. del A.-  Las mascotas son niños adoptados que han de seguir siéndolo.

[3] N. del T.-   Es una terminología utilizada posteriormente (1973) por Margaret Mahler en su descripción de los procesos de autismo-simbiosis-individuación.

[4] N. del T.-  Aquí y más adelante aparecen claramente establecidas las bases de la posterior teoría de Fairbairn sobre la personalidad esquizoide y la necesidad del niño de sentirse amado y de sentir que su amor es acpetado.

[5] Véase la N. del T. número 4.

N. del T. Estos párrafos se adelantan a conceptos psicopatológicos propios de lo que hoy se conoce como patología del espectro autístico. El término “loveshyness” reaparece en el año 1987 como “acuñado” por Brian Gilmartin, quien lo describe como un síndrome  y lo relaciona con el síndrome de Asperger.

[7] N. del A. El entusiasmo y su opuesto, el aburrimiento, no deben considerarse simplemente como incrementos o disminuciones de interés en las cosas, sino dependientes en gran parte de la relación social que apoya este interés. El liderazgo depende mucho de esto.

[8] N. del T.  Supongo que se refiere a un hospital psiquiátrico de alta seguridad existente en el condado de Bekshire.