Trata a un hombre tal como es,
y seguirá siendo lo que es;
trátalo como puede y debe ser,
y se convertirá en lo que puede y debe ser.
Johann Wolfgang Goethe
(1749-1832)
Desde las aportaciones de Kandel (2007a, 2007b) resulta inevitable reconocer el papel decisivo que la experiencia tiene en el aprendizaje, a la par que hemos podido pensar la psicoterapia como una re-escritura profunda de la experiencia que contribuye a cambiar nuestras funciones cerebrales, a nivel de las sinapsis y las estructuras neurales, mediante mecanismos de acción en los que participa la emoción, la conexión interpersonal, las pre-representaciones de la experiencia aún no formulada y el lenguaje, como vehículo de formulación de la experiencia que deviene así compartida en la codificación social y cultural. La psicoterapia es una clase de experiencia compleja en la que puede tener lugar el encuentro (y la conversación entre dos personas), que no solo establecen contacto visual y verbal, sino que principalmente implica una resonancia emocional, siempre presente. Nacemos orientados a conectarnos con otros semejantes y con un universo de posibilidades comunicativas, y devenimos humanos en la efectuación de ese potencial. La conexión/resonancia es mutua y bidireccional, aunque no tenga la misma complejidad y significación procesal y evolutiva en los partícipes. La mutua influencia crea y transforma la experiencia, y, en consecuencia, su huella neural.
Nacemos con una dotación genético-biológica y en un contexto complejo y cambiante, social, cultural y familiar, en el que nuestros procesos adaptativos se configuran (se inhiben o potencian) a través de las experiencias vividas, de las que somos agentes y partícipes.
En nuestro afán por comprender, simplificamos la complejidad humana categorizando las clases de experiencias vividas en dos ámbitos principales: cognición y emoción. Y ahí nos topamos con la pregunta en torno a la que gira este debate: ¿A través de qué tipo de experiencias puede ser influido el ser humano para su cambio? ¿Mediante vivencias en las que damos un salto cualitativo en nuestra comprensión de la experiencia? ¿A través de la apertura a reconocer(nos) en la emoción vivida? ¿Se trata de Sentir antes que pensar-comprender, o Pensar-comprender para poder reconocer(nos) en el sentir?
Cualquier reflexión sobre la experiencia invoca el papel y función de la memoria. Nuestra capacidad para “pensar” la experiencia conforme ésta se da es muy limitada. Pensar la experiencia, con afán de comprender, implica evocar, “recordar”, pero recordar es re-escribir la experiencia al activarse de nuevo la red neural que participa de las huellas de experiencias anteriores. Recodar es construir de nuevo cuando nos activa un estímulo evocador, en el que la necesariamente nueva experiencia (actual) discurre parcialmente por los cauces de otras experiencias (pretéritas). Cada vez que un recuerdo toma forma en la conciencia subjetiva y puede ser usado como contenido auto-narrativo o auto-explicativo, se trata de una construcción nueva, que surge en el procesamiento de la experiencia presente. Revisando la metáfora arqueológica de Freud en su destacado trabajo “Construcciones en el análisis” (1937), no nos topamos con los restos del pasado, los construimos con un sentido que emerge en el presente, aunque necesitemos situarlos en una narrativa histórica.
¿Qué somos, sino una narrativa constantemente re-significada? La construcción de la experiencia de nosotros mismos se apoya en lecturas ajenas que nos sitúan ante el espejo en el que podemos mirarnos y reconocernos. Tan pronto como poseemos la madurez neural para percibirnos como un ser singular reflejado en el espejo, empiezan a cobrar un sentido subjetivo las experiencias que hasta entonces han sido nuestro estímulo y conexión con el entorno comunicativo (intersubjetivo). Desde los primeros minutos de nuestra existencia biológicamente separada de la de nuestra madre —y quizás también en el entorno prenatal— podemos ya usar y participar en un sistema complejo de conexión intersubjetiva (Meltzoff y Moore, 1977, 1989, 1998) sobre el que se desarrollará más tarde todo el edificio de nuestra capacidad funcional y de nuestra identidad, así como la naturaleza social y cooperativa de nuestra especie (Tomasello, 2007, 2010). Durante las diferentes etapas de nuestro desarrollo psicológico (afectivo-social, motor, cognitivo-lingüístico) las conexiones intersubjetivas que han sido esenciales (porque son de las que hemos dispuesto) y la provisión y frustración ambiental de nuestros diferentes sistemas de necesidades, junto con nuestra propia capacidad emergente de agencia, serán determinantes de la calidad de la experiencia. Permanecemos en una re-escritura constante de nuestra subjetividad a lo largo de las tramas vinculares y de significación social-contextual que nos toca vivir y habitamos. No somos un “depósito” de experiencias, un saco que se va llenando poco a poco, y cuyo contenido problemático permanecerá escindido, disociado o reprimido. Somos cauces para cada nuevo momento de experiencia, que tiene lugar en la trama intersubjetiva actual, fugaz en su presente, plural en sus posibilidades próximas, aunque usemos la ficción (necesaria) de construir constantemente un relato coherente de (parte de) lo vivido para mantener la integración de nuestra identidad.
Somos (nosotros mismos) a través de experiencias en las que podemos reconocernos, y los ecos de tramas vinculares anteriores nos permiten habitarnos en los vínculos presentes (utilizables en lo real o fantaseados).
Eludiré justificar cada una de estas premisas, en la medida que son ya ampliamente conocidos los principales argumentos y evidencias científicas y clínicas que dan cuenta de nuestra intersubjetividad esencial y del papel que desempeña la conexión emocional en el ser humano (véase Coderch, 2010, 2012; Riera, 2011; D.N. Stern, 1985), por lo que podremos pasar a nuestro objeto principal de debate que es reflexionar acerca de qué contribuye al cambio psíquico en el marco de la relación terapéutica y analítica. Las reflexiones que expongo a continuación, surgen desde el paradigma propio que denominamos psicoanálisis relacional.
Empecemos señalando lo obvio: la relación terapéutico/analítica es una relación, aunque tal relación se intente reducir en complejidad a través de la configuración de un setting. La “relación”, en su complejidad actual, y en todos los órdenes de evocación que arrastre al ser vivida por sus partícipes, es la trama a través de la cual tendrá lugar cualquier proceso de influencia o significación. Es decir: “En el principio está la experiencia”, y la experiencia está siempre connotada emocionalmente antes de que la percibamos como tal experiencia “pensada”, gracias a la pronta activación del circuito amigdalino. Ciertamente si nuestro procesamiento emocional no se traduce —aunque sea con demora— en contenidos procesables en nuestra actividad consciente, las derivaciones somáticas de la emoción pueden traernos algunas “complicaciones”, tanto somáticas como psíquicas.
Lo que aportamos —como terapeutas o analistas— es que brindamos un contexto significativo de relación, filtrado por el encuadre, pero no por eso carente de sentido y significado relacional. Sin pretender entrar en el debate sobre las (para mí) artificiosas diferencias entre psicoterapeuta y analista, entiendo al analista-psicoterapeuta como una persona en un rol profesional comprometido con el descubrimiento y el cambio en la intersubjetividad, a quien le tocará hacer en ocasiones de “gestor”, una suerte de facilitador, “co-piloto”[2] del cambio, también como un “Marcador” contingente de la emoción, el pensamiento y la acción, permitiendo que se despliegue el “espacio potencial” donde los significados pueden construirse y devenir subjetividad, siendo la relación con el analista-psicoterapeuta a la vez escenario y catalizador del cambio.
Se trata de una “relación real”, no virtual, aunque las redes de significación que se movilicen atraviesen los planos imaginario y simbólico. Sin la relación, que es en esencia real, el tejido del cambio se desmorona, le falta la trama, la urdimbre afectivo-social. En la psicoterapia y el análisis, el déficit de relación (real) puede también suplirse con una fantasía de relación, pero en última instancia el vínculo a posteriori se apoya en los elementos reales que lo hicieron posible. Es larga ya la lista de evidencias que apoyan el que el proceso de cambio continúe tras la interrupción (o finalización) de los tratamientos. También que para poder observar los cambios más significativos hemos de adoptar una perspectiva temporal dilatada tras la finalización. Pero estos cambios son posibles por el tejido relacional construido que se ha metabolizado en una relación interiorizada, que puede mantenerse en el vínculo con un terapeuta interno, que es una integración del terapeuta-analista del que se dispuso en lo real y del que construimos en uno mismo en dicha relación de trabajo.
La relación terapéutica no es el fruto de una actitud técnica o estratégica, sino una construcción compartida en la experiencia que tiene lugar entre las personas que son el “terapeuta” (o analista) y el “paciente”. La “relacionalidad técnica” resultará entonces tan artificial como la consabida “neutralidad analítica”. La principal dificultad que enfrentan psicoterapeutas y analistas es que, aunque mantengan sus “rituales” no pueden refugiarse detrás de un esquema técnico prescriptivo, sino que han de estar disponibles para el surgimiento de lo espontáneo (Hoffmann, 1998) y la improvisación (Ringstrom, 2001) donde el “error” (técnico, o sea, humano) puede ser redefinido como oportunidad, en el marco del respeto que merece a las personas implicadas (el paciente, y él o ella mismos).
Es una pura ilusión que nuestra comprensión del otro derive de desvelar lo oculto y “comprender” el significado. Usamos las teorías para defendernos de la experiencia, pues la resonancia “directa” en la que participamos nos atraviesa, escapando a nuestro control racional. Por eso nos apoyamos en el conocimiento teórico de la psicodinamia y técnico del proceso de cambio para adquirir funcionalidad en nuestra práctica. Finalmente nos identificamos con la teoría, cerrando el círculo: observamos aquello que creemos conocer, aunque estéticamente aceptemos la incertidumbre. Pero, ¿Conectamos así con el otro que sufre (Orange, 2013) o nos defendemos del sufrimiento ajeno y propio? Ambos tenemos que habitar-nos en la experiencia.
Es pertinente recuperar el sentido pleno que tiene el término insight[3]. La experiencia del insight, suele ser entendida como un fenómeno cognitivo en el que se llega a la solución o comprensión de un conflicto en asociación con una vivencia afectiva de sorpresa y certeza ante el descubrimiento. En el contexto psicoterapéutico y psicoanalítico, la acepción dominante implica el acto de devenir conscientes de algo que resulta clave para el proceso de transformación, a través de conocer mediante una mirada hacia dentro, en profundidad. Hacer insight implica que ese conocimiento (principalmente experiencial, pero fijado como comprensión) nos cala, toca, nos lleva a algún plano de la acción (que no de acting) que resulta así transformadora, al condensar emoción, comprensión y acción.
¿Cuál es el papel de la interpretación en la facilitación o producción del insight? Usemos la metáfora de Freud cuando nos da su perspectiva del papel que juega la “construcción” en el proceso analítico. Como arqueólogos construccionistas que somos, nuestro proceso de búsqueda habrá de renunciar a la falsa objetividad de la “verdad histórica”, aceptando la cambiante falibilidad de la “verdad narrativa”. Freud indagaba lo inconsciente que podía ser desenterrado, que supone que está ahí, siquiera fragmentario, para ser recuperado para la conciencia, como “construcción” evocadora de una pieza del pasado (Freud, 1937):
“Todos sabemos que el analizado debe ser movido a recordar algo vivenciado y reprimido por él, y las condiciones dinámicas de este proceso son tan interesantes que la otra pieza del trabajo, la operación del analista, pasa en cambio a un segundo plano. El analista no ha vivenciado ni reprimido nada de lo que interesa; su tarea no puede ser recordar algo. ¿En qué consiste, pues, su tarea? Tiene que colegir lo olvidado desde los indicios que esto ha dejado tras sí; mejor dicho: tiene que construirlo. Cómo habrá él de comunicar sus construcciones al analizado, cuándo lo hará y con qué elucidaciones, he ahí lo que establece la conexión entre ambas piezas del trabajo analítico, entre su participación y la del analizado […]” (pp. 260-261).
“Todo lo esencial se ha conservado, aun lo que parece olvidado por completo; está todavía presente de algún modo y en alguna parte, sólo que soterrado, inasequible al individuo. Como es sabido, es lícito poner en duda que una formación psíquica cualquiera pueda sufrir realmente una destrucción total. Es sólo una cuestión de técnica analítica que se consiga o no traer a la luz de manera completa lo escondido […] Yo opino que construcción es, con mucho, la designación más apropiada. Interpretación se refiere a lo que uno emprende con un elemento singular del material: una ocurrencia, una operación fallida, etc. Es construcción, en cambio, que al analizado se le presente una pieza de su prehistoria olvidada (…)” (p. 262).
Pero tales “esenciales” no se han conservado, solo quedan “huellas” en redes neurales que la experiencia actual puede activar parcialmente de nuevo, mediante experiencia consonante. No habrá tal hallazgo de la “pieza de su prehistoria olvidada”, sino experiencia actual, que percibimos como cognición corporeizada, donde la emoción y la acción adquieren un sentido nuevo y presente. Si releemos a Freud, recuperándolo a la luz de los conocimientos presentes, la interpretación (o construcción) no será la exégesis del “hallazgo” del contenido de conflicto reprimido y su significado en la dinámica psíquica, sino que el texto (y el contexto) de la interpretación teje una trama donde se neo-construye la identidad presente, sentando las bases para su trabajo posterior. La interpretación, concebida originalmente como un desvelamiento de significado para el neurótico, deja de ser la aportación del significado desde un lugar teórico en el que se meta-comprende todo, para proponer la constatación de que la persona puede usar los textos que construye, conjuntamente con los que produce el analista, para desplegar una narrativa auto-atribucional en la que se puede ser con otro que me percibe y me reconoce como sujeto. No vale cualquier narrativa para construir(se). No es un mero texto, ni un “hallazgo”. Es un texto que surge de una relación, donde lo que se meta-comunica es tan importante o más que la carga semántica del intercambio verbal. No se interpreta un significado para otro, sino que se construye conjuntamente, tal vez como mero acompañamiento en el que la interpretación solo puede ser subjetiva, en el reconocimiento intersubjetivo. Para que tenga lugar la “construcción” de la que nos habló Freud, se requiere la participación mutua presente, un sujeto y un otro como espejo, quienes se significan en la resonancia emocional, que testimonia que hay un vínculo, sea reflejo, idealizador, identificatorio, diferenciador…
Lo que “se llevan” del trabajo terapéutico-analítico tanto el “paciente” como el “terapeuta” es una experiencia compartida, aunque asimétrica, no por jerarquía, sino por inevitable diferencia, pues ambos están comprometidos en eludir la colusión y salvaguardar la singularidad, aunque la responsabilidad le atañe al clínico.
La relación analítica-terapéutica puede ser traumática si falla la sintonía emocional y/o promueve la adaptación patológica del “paciente” al “terapeuta”. El terapeuta-analista siempre está en riesgo narcisista, riesgo de una deriva inconsciente que le “desconecta” de la conexión emocional con el otro, si sus necesidades narcisistas no están aceptablemente satisfechas o transformadas (Kohut, 1966). Pero, como sucede con el insight, el narcisismo (del terapeuta-analista) tiene dos caras, la que puede interferir perturbadoramente en el proceso del paciente “expulsándolo” de la relación transformadora, y la que sostiene el proceso, brindando el necesario soporte vincular para la gratificación y transformación de sus necesidades narcisistas.
El terapeuta-analista usa su narcisismo, hasta donde está integrado y promueve el despliegue saludable de su creatividad, en la relación con el “paciente”. Primero necesita construir un entramado o base con el que sostener facetas de su identidad para ser usadas por el otro, evitando convertirse (identificarse) con un “Gurú” transformador, pero disponible para el uso del objeto propuesto por Winnicott (1971), y las funciones de objeto del Self (Kohut, 1986a, b) y objeto transformacional (Bollas, 1991) que la persona requerirá usar en proceso de cambio. Estas potencialidades, inherentes a todo vínculo de suficiente calidad las habrá completado el terapeuta-analista en su propio desarrollo como tal, donde estarán presentes las marcas de su biografía (historia personal), determinantes de su elección profesional, la manera en la que ocupa y usa su posición y la elección de la Teoría que usa para gratificar sus necesidades de idealización/identificación. El terapeuta-analista está presente y participa en el proceso de transformación, que está muy bien descrito en las palabras de Frank M. Lachmann:
“El proceso de transformación es bi-direccional y co-creado por el terapeuta y el paciente. Desde esta perspectiva las formas de narcisismo maduras o transformadas: empatía, humor, creatividad, reconocimiento de la transitoriedad de uno mismo y sabiduría, no son un punto final o metas del análisis sino que están enclavadas en el proceso terapéutico siempre continuo, y están presentes, más o menos, en todo el tratamiento de principio a fin. Por supuesto, el analista es el que más a menudo contribuye a la comprensión empática mientras que el paciente contribuye con una disposición a ser empáticamente comprendido. Esta co-creación de empatía configura directamente el ambiente afectivo del tratamiento y gradualmente puede transformar la experiencia analítica de ambos participantes” (Lachmann, 2007, p. 44).
Usando la conocida expresión de Alexander, la experiencia emocional puede ser correctora, pero no porque la apliquemos con carácter prescriptivo o mediante un rol inducido desde el terapeuta-analista, sino porque se trata de una relación genuina que se vive en la mutualidad de experiencia (Aron, 1996), en el marco de un encuadre. Muy frecuentemente la experiencia relacional que se vive en la relación terapéutico-analítica resulta ser la más cualificada para el crecimiento personal, el cual tiene lugar en un marco de sostenimiento y contención, como un recorrido acompañado a través de una frontera que discurre paralela a la calidad con la que ambos participes procesan sus experiencias de apego, siendo uno de ellos, el analista-terapeuta, quien tiene la responsabilidad de mantener un marco (encuadre, setting) que haga posible sostener la experiencia.
Este marco, más que un escenario de formas, ha de ser un contexto de seguridad que brinde contención —pero no bloqueo— de las ansiedades básicas, que sostenga y acompañe dentro de los límites de disponibilidad que tenga la persona que es el terapeuta, ambos en mutualidad de experiencia pero aceptando el terapeuta la asimetría de rol que libera al “otro que sufre” de la reciprocidad, a la par que vela por no bloquear ni sustituir la autonomía de esa persona para vivir su vida como sujeto. Esencialmente, la persona que es el “paciente” necesita un otro disponible para ese recorrido de experiencia, que principalmente será emocional, aunque se perciba como un recorrido de descubrimiento y comprensión. Lo que se transforma es el afecto y lo que se “transfiere” es un patrón de relación intersubjetiva. Lo que aquilatamos en la experiencia (cognición corporeizada) sucede en cascada a dichas transformaciones, del afecto y del patrón relacional. La relación es el contexto de manifestación de la transformación, afectivo-relacional. Pensarla, comprenderla, son facetas a posteriori de la experiencia, y aunque nos figuremos que la percibimos instantánea, es un mero uso de las “etiquetas” que restablecen la armonía perceptiva. Probablemente la experiencia que sigue moviendo el proceso de transformación es “experiencia no formulada” (D.B. Stern, 1983), que sigue disponible para el cambio.
El insight no puede ser artificialmente reducido a su dimensión cognitiva, requiere ser comprendido en el marco de los fenómenos de cognición corporeizada, donde la simulación encarnada que se activa en la conexión intersubjetiva hace posible integrar procesos de emoción, cognición y acción que conforman el fenómeno que denominamos insight. La interpretación, principalmente subjetiva, puede jugar un papel en el proceso de fijar la significación de la experiencia e incardinarla en la propia narrativa, compartida a través del lenguaje, pero no es el factor desencadenante y causal del proceso del insight, donde a veces puede ser un estímulo más, a veces un catalizador, otras una consecuencia que contribuye a fijar la experiencia. La experiencia siempre es emocional, y la relación intersubjetiva es su principal ámbito generativo. Pero la “experiencia emocional” no es la estrategia, no podemos convertirla en el centro de la técnica porque simplemente lo es todo: es origen, contexto de manifestación y consecuencia de toda faceta de lo que denominamos subjetividad. Nosotros, como terapeutas-analistas solo podemos procurar estar disponibles para una relación que puede devenir transformadora.
[1] Agradezco la invitación que me hace Sacha Cuppa, en nombre del Consejo Editorial de Temas de Psicoanálisis, a pronunciarme en este debate, en el que se plantea que “Ha habido y hay en el Psicoanálisis una discusión/debate/polémica sobre la primacía terapéutica entre el insight y la experiencia emocional”. Y me pide que escriba en respuesta a estas cuestiones “¿Considera que es válida o tiene fundamento tal discusión? ¿Cómo se posiciona ante esta polémica en función de su experiencia clínica?”, otorgándome libertad para tratar este tema en sus diferentes conexiones. He optado por dar una respuesta experiencial, desde mi perspectiva del psicoanálisis relacional, eludiendo la prolijidad de las citas académicas, que a propósito de este tema podrían ser muy numerosas, y en línea con trabajos míos anteriores (Ávila, 2005, 2009, 2013).
[2] Feliz expresión que Rosa Velasco (SEP) usa en su trabajo de 2011: “Memoria y conocimiento relacional implícito”, en la revista Temas de Psicoanálisis.
[3] El Oxford define insight como “La capacidad de obtener una comprensión profunda, aguda e intuitiva de una persona o cosa” (The Oxford English Dictionary (1989), p. 1264). Freud no utilizó este término como concepto técnico, sino coloquial (Einsicht), que fue usado como tal por T. French (Sandler, Dare y Holder, 1992, p. 192).
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Resumen
La psicoterapia es una experiencia compleja que implica principalmente resonancia emocional. Las evidencias sobre memoria, cognición y emoción que han aportado la neurociencia y la investigación del desarrollo contemporáneas perfilan un escenario en el que el cambio psíquico está determinado por la calidad de la relación intersubjetiva que puede vivirse en el marco de la relación terapéutico-analítica, en la cual se viven experiencias que transforman tanto el afecto como los patrones de relación. El insight puede ser conceptualizado como un fenómeno de cognición corporeizada, que integra emoción, cognición y acción. La interpretación queda relegada a un uso subjetivo necesario para la resignificación narrativa que el sujeto ha de construir para mantener la cohesión de su identidad. Al terapeuta-analista le toca estar disponible para participar en una relación que puede devenir transformadora.
Palabras clave: cambio psíquico, experiencia emocional, insight, proceso psicoterapéutico, psicoanálisis relacional.
Abstract
Relationship, a decisive context for transformation. Reflections on the role of emotional experience, insight and interpretation in psychic change. Psychotherapy is a complex experience that implies emotional resonance. Evidences from neuroscience and contemporary developmental research on memory, cognition and emotion delineates a scenario on psychic change determined by the quality of intersubjective relationship observed in the analytic-therapeutic setting, where transformative experiences can be lived through affective and relational patterns. Insight can be defined as an embodied cognition that integrates emotion, cognition and action. Interpretation is relegated to a subjective use that is needed to maintaining self-identity cohesion, a permanently constructed self-narrative. The analyst-therapist is responsible to be open to participate in a relationship that may become transformative.
Key Words: emotional experience, insight, psychic change, psychotherapeutic process, relational psychoanalysis.
Alejandro Ávila Espada
Catedrático de Psicoterapia, Universidad Complutense de Madrid.
Presidente de IARPP-España.
Presidente de Honor del Instituto de Psicoterapia Relacional.
Dirección de contacto: avilaespada@psicoterapiarelacional.es
Más información en:
www.psicoterapiarelacional.es/Páginaspersonales/AlejandroÁvilaEspada.aspx.