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I. Tristeza

Desde siempre la psicopatología ha tropezado con la definición y delimitación de la afectividad, apartado donde se incluye la tristeza[1]. En la afectividad se arraciman diversas vivencias relacionadas con conceptos cuyos significantes pertenecen a dos amplísimos campos semánticos en parte superpuestos, el del verbo ‘sentir’ y el del verbo ‘afectar’, en los que tienen cabida términos y expresiones tales como ‘afecto’, ‘sentimiento’, ‘pasión’, ‘emoción’, ‘humor’, ‘estado de ánimo’, ‘experiencia interior’. A menudo, los términos ‘emoción’, ‘sentimiento’, ‘afecto’, ‘pasión’, ‘estado de ánimo’ o ‘humor’, suelen diferenciarse siguiendo dos coordenadas: la duración y la intensidad. De acuerdo con esto, se dice que la pasión es intensísima respecto a la emoción, más atenuada, o que un sentimiento es pasajero si se lo compara con un estado de ánimo. Según indica el DSM-IV, a diferencia del humor, que suele definirse como un “clima” emocional más generalizado y persistente, el término ‘afecto’ refiere un “patrón de comportamientos observables que es la expresión de sentimientos (emoción) experimentados subjetivamente”[2], como la tristeza, la alegría y la cólera.

Poca cosa de interés se dice hoy día sobre la tristeza. Si tuviéramos que resumirlo, apenas gastaríamos unas líneas: (a) es un afecto o sentimiento que surge directamente de una circunstancia dolorosa; (b) se sitúa en el polo contrario a la alegría; (c) como el resto de afectos o sentimientos, la tristeza es de fiar y revela una verdad del sujeto; (d) suele diferenciarse una tristeza reactiva, otra endógena y una tercera existencial.

Al echar una mirada retrospectiva y leer los textos clásicos, en seguida caemos en la cuenta de cuán discordantes son aquellas visiones de la tristeza y las presentes; más aún, resulta muy sugerente la multitud de matices que los autores clásicos le atribuyen en comparación con el tono monocorde actual. Si a estas consideraciones sumamos lo que nos aporta a diario el diálogo con el doliente, la tristeza se nos figura más bien como una estrella con muchas puntas, las cuales reflejan ámbitos específicos aunque también contradictorios: dolor, nostalgia, aflicción, goce, egoísmo, soledad, ocultamiento, inutilidad, cobardía, cercanía del mal, etc.

Como acabo de indicar, la visión que tenemos de la tristeza y el juicio que nos merece le resultaría chocante a nuestros antepasados. Que una falta moral se haya transformado en enfermedad mental o que los múltiples tonos de la tristeza se reduzcan a la aflicción y al dolor, sería cosa inaudita a los ojos de un antiguo. También le consternaría la atención médico-psicológica que se le dispensa a diario, como si de algo necesario y saludable se tratara. En contraste con nuestro punto de vista, conviene recordar que hasta el siglo XVII o XVIII predominaba ante a la tristeza una actitud muy distinta. Por encima de todo, se trataba de moderarla, a veces de rechazarla, pero en ningún caso de solazarse entre sus brazos. Este patrón clásico, especialmente estoico, se resume en la pauta que Séneca da a su amigo Lucilio: “Humillarte o deprimirte te lo prohíbo”[3].

En lo tocante a la tristeza, ninguna guía mejor que la aportada por poetas, dramaturgos y escritores. A estos profundos conocedores del alma humana –como los calificaba Freud[4]–, añadimos los filósofos morales, tradicionales estudiosos de las pasiones. Poco nos ayuda aquí la psicopatología, cuyas dificultades se inician apenas trata de definirla y se acrecientan cuando pretende dividir las aguas, situando aquí una tristeza normal y allí otra patológica. Como ya se ha dicho, este problema se complica en el mundo de los sentimientos y afectos, donde establecer demarcaciones se antoja más complicado que en el territorio de las representaciones e ideas.

La tristeza nombra un afecto fundamental, común y normal. Como afecto que es, implica fingimiento y produce alteración. En proporciones distintas y con matices que escapan a todo cálculo, la tristeza denota aflicción, pesadumbre, desagrado, languidez, incomodidad, añoranza, soledad, desesperanza, dolor del alma y también gozo. Es frecuente que sobrevenga como reacción ante una pérdida o ante un fracaso significativo, como resultado de la incapacidad de acertar con la buena solución o a consecuencia de una decepción repetida. Como la bruma, la tristeza llega y se adensa. Su presencia deja entrever la flojera del deseo. Pero cuando el triste encuentra compañía, comprensión y algún motivo para renovar los anhelos, su tristeza se esfuma.

Emparentada de forma natural con la melancolía, reina de la duplicidad, comparte con ella también la conjunción de dos extremos. De ahí que se halla hablado de las dos caras de la tristeza, de una tristeza salutífera y otra mortífera, de una noble y otra vulgar, de una activa y otra pasiva. Desde el punto de vista que combina la clínica y la ética, la oposición de más calado es aquella que reflexiona acerca del carácter voluntario o involuntario, es decir, de si condescendemos a la tristeza o si voluntariamente nos sobreponemos a ella[5].

En el fondo de este debate se palpa la dimensión ética que la tristeza y la melancolía tenían para los antiguos, medievales y renacentistas, un asunto que evoca el sin par título de la comedia de Terencio Heautontimorúmenos (El atormentador de sí mismo)[6] y que Cicerón redondea en sus Tusculanas. Sobre este particular, la posición clásica se refleja en el siguiente comentario de Cicerón: “es suma necedad consumirse bajo el peso de la tristeza cuando adviertes que no te reporta ningún provecho”[7]. Esta posición clásica, en especial la de raigambre estoica, tropieza sin embargo con la fuerza y el empuje indomeñable de lo que Freud llamará “pulsión”, esa vertiente de la pasión que desoye los buenos argumentos y escamotea los esfuerzos de la voluntad.

La altura de estos debates, en cuya cima confluyen la ética y la psicología en su sentido más noble, devalúan por contraste aquellas otras disquisiciones que pretenden diferenciar una tristeza activa y otra pasiva, como intenta sin conseguirlo Sartre en su Bosquejo[8]. Tampoco contribuyen gran cosa –pese a la bondad del conjunto de su texto de semiología clínica– Serge Tribolet y Mazda Shahidi, quienes señalan la cercanía de la tristeza pasiva de la depresión y aproximan la activa a la melancolía. A su parecer, la tristeza pasiva se caracteriza por la fatiga, la resignación, el desaliento y la inhibición psicomotriz; la activa, en cambio, se singulariza por el dolor anímico, la limitación del campo de la conciencia y la afectación psicomotriz (melancolía atónita con inmovilidad y, en momentos puntuales, con un eventual rapto o desenfreno motor de tipo ansioso)[9]. Si las aportaciones de los semiólogos recelan de por sí de cualquier elucubración teórica, la neuropsicología cognitivista parece haber encontrado en Antonio Damasio a uno de los mentores en materia de ciencia de las emociones. Siguiendo una inspiración neojacksoniana, Damasio define la emoción como un conjunto de respuestas químicas y neuronales que entretejen un patrón distintivo; esta perspectiva general se completa con otra más concreta según la cual la emoción consiste en la conjunción de tres aspectos de la percepción: un determinado estado del cuerpo, un modo concreto de pensar y pensamientos basados en ciertos temas[10].

 

II. Matices de la tristeza

Como decía, la tristeza atesora muchos más matices de los que capta la moderna psicopatología, demasiado plana en cuanto a los relieves. Es obligado aquí echar mano de los clásicos, en especial de Cicerón y sus Conversaciones en Túsculo, cuya guía seguimos en esta materia: “La compasión es aflicción por el infortunio que otro padece sin haberlo merecido (nadie tiene compasión por los suplicios de un parricida o de un traidor); la angustia es aflicción opresora; el duelo es aflicción por la muerte cruel de un ser querido; la desolación es pena hasta el llanto; el abatimiento, pena trabajosa; el dolor, aflicción que tortura; la lamentación, aflicción con gemidos; la inquietud, aflicción con reflexión; el disgusto es aflicción continuada; el desconsuelo, aflicción con maltrato del cuerpo, la desesperación, aflicción sin la menor esperanza de mejora”[11].

Para representarnos esas caras y variedades, podemos figurarnos una estrella de nueve puntas. Todas ellas comparten la experiencia central de la tristeza, pero a medida que se proyectan adquieren connotaciones diferentes que pueden resultar contradictorias, pero sólo en apariencia:

1) Duelo. La asociación de la tristeza y el duelo por una pérdida se adentra en la noche los tiempos. Son innumerables los estudios clásicos que proponen pautas y recomendaciones para moderarla y afrontarlo. Sin embargo, llama la atención que las teorías medico-psicológicas anteriores a Freud la descuidaran a la hora de indagar el origen de la depresión y la melancolía. El duelo, “la mayor de todas las aflicciones” según Cicerón[12], no se cura sólo con el paso del tiempo. Así lo refiere Ovidio en sus Tristes cuando escribe, de acuerdo con su propia experiencia: “pero mi energía languidece y decae a medida que pasa el tiempo, y afectado por las tristezas anteriores, las heridas que juzgué sanarían a la larga, están recientes como si fuesen de ayer; sin duda los años nos curan los pequeños males, y agravan con su transcurso las grandes aflicciones”[13]. Por haberlo vivido en sus carnes, también Cicerón sabe que el poder balsámico del paso del tiempo sólo se gesta en “la reflexión ininterrumpida”[14] que acompaña al duelo a modo de trabajosa elaboración.

El recuerdo es uno de los procesos implicados en el duelo, uno de sus condimentos imprescindibles. Además del dolor y la pena, la rememoración suscita la añoranza y la nostalgia de ese alguien o de ese algo que ya no está, y tiñe nuestro sentir de una difusa pero intensa mezcla de tristeza y sentimiento de pérdida. Al respecto, Cardano escribió: “Perder significa ser torturado por la nostalgia”[15].

2) Soledad. Seguramente porque el regusto de la tristeza se apura mejor a solas, la tristeza se asoció de siempre a la soledad. Del embrujo de la soledad, cuando es buscada, Robert Burton nos dejó la siguiente metáfora: “La soledad voluntaria es la más común a la melancolía, y seduce suavemente como una sirena, un cuerno de caza, o alguna esfinge a este golfo irrevocable”[16]. Tristeza, melancolía y soledad constituyen una terna intemporal. Cuando Hipócrates describe a Demócrito, una la figuras señeras de la melancolía, destaca lo dado que era a la soledad[17]. Lo mismo se dice de Belerofonte, mencionado por Aristóteles en el Problema XXX, de quien Homero, en la Ilíada, escribe: “Y, puesto que de todos los dioses era odiado, / vagaba solo por la llanura del Aleo, royéndose el corazón, / esquivando la senda de los mortales”[18]. Porque hay algo de la tristeza que no se comparte, un gozo solitario y egoísta: “Con la tristeza/ se puede llegar lejos/ si uno va solo”, escribió Mario Benedetti[19].

3) Creación. Pero de la combinación de la soledad y la tristeza puede surgir la magia de la creación, como se desprende de las palabras de Pessoa: “Escribo, triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre he estado, solo como siempre estaré”[20]. Que la tristeza y la melancolía puedan alumbrar la creación es algo que se deduce del mencionado Problema XXX, uno de los referentes clásicos de nuestra cultura. Pero dicha relación contiene algo ambiguo y contradictorio. Este fondo paradójico y desconcertante se refleja en el texto de Foucault “La locura, ausencia de obra”, primer Apéndice de Historia de la locura, un escrito tan controvertido como el problema mismo que examina[21].

Es un hecho indiscutible que hay tristes inactivos. Pero también los hay que hacen de su tristeza el motor de la creación. Al respecto pueden describirse diversas actitudes o posiciones subjetivas frente a la aflicción, aunque todas ellas desemboquen en la creación: Ovidio, entristecido y abrumado por el destierro y la lejanía de sus allegados, encuentra consuelo en la escritura y redacta Tristes y Pónticas; en pleno duelo por la muerte de su hija Julia, Cicerón creó sus mejores obras filosóficas en el retiro de Túsculo; por más que renegara de su tristeza, la obra de Montaigne comenzó a gestarse a raíz de la muerte de su íntimo amigo Étienne de la Boétie.

La relación del pathos y la creación constituye una de las preguntas intemporales. Entre sus ecos más recientes, en el terreno de la psicopatología de las enfermedades mentales destacan la teoría de genio enfermo (Lombroso) y las correlaciones estadísticas entre escritores, enfermos bipolares y familias con un importante número de tarados (Andreasen y Jamison)[22]. Una forma distinta de enfocar este interrogante, sin duda más clásica, fue de Freud al elaborar una teoría según cual la locura se podía estabilizar mediante la creación y elaboración del delirio. Su ensayo sobre Paul Schreber atribuye con razón el reequilibrio de la psicosis al trabajo delirante. Ampliando esta problemática pathos-creación a las formas discretas de locura, Lacan elaboró una coherente tesis sobre cómo James Joyce fue capaz de sortear la eclosión de la psicosis mediante la plena dedicación a la escritura y la creación[23].

4) Inutilidad. Es una constante en la tradición clásica y en los tratados sobre las pasiones la caracterización de la tristeza como pasión inútil. Así lo hace constar Homero en Ilíada: “aunque los dos estamos afligidos, dejemos repo­sar en el alma las penas, pues el triste llanto para nada aprovecha”[24]. Más que ninguna otra, la tradición estoica alerta con vehemencia contra la ineficacia y la torpeza de la tristeza. Haciédose eco de esa corriente filosófica y echando mano de la prestidigitación retórica, Cicerón enfatiza en sus Tusculanas: “¿Hay algo no sólo más deplorable sino más ignominioso y más grotesco que un hombre abatido, deprimido, derrotado por la aflicción?”[25].

5) Goce. Si causa sorpresa el maridaje del goce y la tristeza es por nuestra estrechez de miras. A veces se separan, como el agua y el aceite; otras entretejen un tupido tapiz, cuyos hilos se entrecruzan hasta percibirse indistintos; las más se mezclan, como los colores en la paleta del pintor. Esa relación no escapa al observador sagaz. Ya en Fedón, Platón puso en boca de Sócrates que un dios intentó separar el goce y el dolor; mas como no lo conseguía, les empalmó en un mismo ser sus cabezas, de ahí que “al que obtiene uno le acompaña el otro también”[26]. Al corriente de este pasaje, Montaigne sacó a colación a Metrodoro, quien decía que en la tristeza hay alguna acción de placer. Al comentar esta unión, Montaigne se sacude el escepticismo y escribe algunas de sus mejores páginas, en las que se muestra con claridad lo que Freud llamará la ambivalencia y se vislumbra un pico de exceso situado más allá del principio de placer. En el ensayo titulado “Nada de lo que experimentamos es puro”, el autor de los Ensayos anotó sobre las palabras de Metrodoro: “Ignoro si querría decir otra cosa; pero no puedo imaginar muy bien que haya intención, consentimiento y complacencia en nutrirse en la melancolía –quiero decir, además de ambición, que también puede mezclarse con ella–. En el seno mismo de la melancolía se da cierta sombra de delicia y delicadeza que nos sonríe y alaga. ¿No hay temperamentos que se alimentan de ella?”[27].

Acerca de esta mezcla de goce, tristeza y dolor, las referencias son inagotables. Lucrecio destacó su amargura (“Del seno del placer nace algo amargo; esto aun en las mismas flores se observa”)[28] y Ovidio su dulzura (“El llanto envuelve cierta dulzura”)[29]. Más claro y rotundo fue Schopenhauer: “Las horas transcurren tanto más veloces cuanto más agradables son; tanto más lentas cuanto más tristes, porque no es el goce lo positivo, sino el dolor, y por eso se deja sentir la presencia de éste”[30].

6) Mal.  Está claro que para Cicerón y sus correligionarios “la aflicción […] es el mayor de todos los males del hombre”[31] y que es deber de cada uno sobreponerse a ella, porque la tristeza no nos es impuesta por la naturaleza sino que somos nosotros quienes consentimos a ella. También los teólogos cristianos miraron con recelo a la tristeza. “Toda tristeza es un mal por su propia naturaleza”, escribió Gregorio de Nisan. Esta contundente sentencia mereció numerosos comentarios, entre ellos los de Nemesio (de Emesa) y sobre todo los de Tomás de Aquino, quien la discute y matiza: “la tristeza del mal es buena”[32].

La cercanía de la tristeza al mal está de continuo presente también en los estudios sobre las pasiones de Descartes, Spinoza o Hume. En su Tratado de las pasiones (1649), Descartes escribe: “La consideración del bien presente provoca en nosotros el gozo, la del mal la tristeza, cuando es un bien o un mal que se nos presenta como perteneciéndonos”[33]. Un siglo después, en Disertación sobre las pasiones (1757), David Hume mantiene las mismas asociaciones: “Cuando un bien es seguro o muy probable, produce Alegría; cuando un mal se encuentra en la misma situación, aparece la Tristeza o la Pena”[34]. Mayor es la enjundia que aporta al respecto Spinoza –“el triste”, según lo pinta Unamuno[35]–, quien en su Ética definía la tristeza como una pasión en la cual “el alma pasa a una menor perfección”. En la Proposición 41, leemos: “La alegría no es directamente mala, sino buena; en cambio, la tristeza es directamente mala”; y en la 42: “La jovialidad no puede tener exceso, sino que es siempre buena; y al contrario, la melancolía es siempre mala”[36].

Pese a descuidar en sus reflexiones el trasfondo del mal que palpita en el sentimiento de culpa y el autorreproche, todas estas referencias enlazan la clínica y la ética. Dicha relación, a la que el psicoanálisis ha contribuido más que cualquier otro discurso, encuentra sin embargo una excepcional trabazón en los comentarios que Henri Ey dedica a la melancolía. Desde la perspectiva de la psiquiatría de las enfermedades mentales, este autor entrevé en ella una “problemática ética patológica”, de la cual afirma que sólo conserva del conflicto moral “la forma de una ley caricatural, la de un mítico «tenerse-que-castigar-por-todo»”[37].

7) Inacción. La oposición de la tristeza y la alegría es habitual en nuestra cultura, como ya se indicó al hablar de Descartes, Spinoza y Hume. Esa contrariedad suele argumentarse, como lo hace Tomás de Aquino, añadiendo a esos términos los de ‘dolor’ y ‘placer’, de manera que el dolor se transforma en tristeza y el placer en alegría[38].

Al analizar estos antagonismos desde el punto de vista de la psicología patológica, en especial cuando tomamos la referencia de la locura maniaco-depresiva, se advierte sin embargo que lo opuesto a la tristeza (y por extensión a la depresión y la melancolía) es la actividad[39]. Así lo señalan muchos los teólogos y monjes medievales al tratar de la acedia o desidia. También lo hace notar Pierre Janet cuando destaca la juntura consustancial de la tristeza y la inacción o morosidad, conexión que de por sí se convierte en el carácter distintivo a medida que se agrava la patología psíquica: “En la inacción morosa, primera forma de depresión, ésta lentifica y limita la acción, pero no la suprime; en la melancolía, la depresión más profunda desemboca en la huida del acto, en su supresión, en la supresión misma de la vida”[40].

Si, por el contrario, observamos el extremo de la crisis maniaca, lo que en ella destaca es la excitación, la tempestad de movimientos y el torrente frenético de palabras, es decir, la actividad furiosa. Se mire como se mire, eso tiene poco que ver con la alegría. Al contrario, el maniaco es también un ser profundamente triste, tanto que para desasirse de su honda aflicción se contorsiona en el filo de la muerte. Por otra parte, el antagonismo entre tristeza y actividad se materializa en la relación inversa entre depresión y trabajo, asunto que tanto preocupa a las autoridades sanitarias.

8) Cobardía. También resulta chocante hoy día unir tristeza y cobardía, tan imbuidos como estamos de la medicalización de la condición humana. Pero cuando la tristeza pertenecía al dominio de la ética, al triste se le veía como cobarde e incapaz de hacer frente a esa pasión, bien fuera por regocijarse en ella o por carecer de entereza para dominarla. Comoquiera que la tristeza es hoy enfermedad, las palabras de Cicerón sobre la incompatibilidad del valor y la aflicción resultan anacrónicas: “El hombre valeroso no sucumbe a estas cosas y, por tanto, tampoco a la aflicción”[41]. Y Séneca, en De la clemencia, afirma con igual contundencia que la tristeza derriba, deprime y encoge las mentes; esto no sucederá al sabio ni siquiera en sus propias desgracias, sino que mantendrá siempre el mismo rostro plácido, impasible, lo que no podría hacer, si se dejase dominar por la tristeza. Por eso, “no puede ser grande y triste un mismo hombre”[42].

Es cierto que estos ideales han sucumbido hace algunos siglos, de tal manera que la enfermedad disculpa la responsabilidad en el regocijo de la propia tristeza. De resultas de esta transvaloración, la depresión se expande a la par que la debilidad del hombre moderno se acrecienta.

9) Mentira. De la teoría freudiana se deduce, como he enfatizado ya, que el fingimiento, el engaño y la mentira son elementos constitutivos de los afectos. Esta concreción deriva de una concepción general según la cual el sujeto se defiende de aquello que le perturba. Para ello pone en marcha mecanismos de defensa inconscientes pero decididos. En el caso más habitual, la neurosis, la defensa (represión) actúa separando la pareja afecto-representación, de manera que la representación se reprime y el afecto se desplaza y asocia a otra representación inocua (desplazamiento obsesivo) o al funcionamiento del cuerpo (conversión histérica). Salvo la angustia, a la que Lacan considera el único afecto incapaz de mentir[43], el resto son decididamente falsarios por haberse emparejando, mediante un “falso enlace”[44], con representaciones que no les pertenecen. Este componente mendaz constituye uno de los campos semánticos del verbo ‘afectar’, que también significa ‘fingir’. Otro tanto sucede en nuestro idioma con el término ‘sentimiento’ (también en francés: sentiment), el cual lleva, como sabemos, la mentira en las alforjas.

Mas el fingimiento, la ocultación y la mentira repercuten tanto en uno mismo como en los otros. Vivimos en un mundo donde el engaño y la doblez son tan habituales como necesarios; de hecho, como advertía Lichtenberg, acercarse demasiado a la antorcha de verdad chamusca muchas barbas[45]. Pensar lo contrario indicaría voluntad de ser ingenuo o algún tipo de alteración, como tiende a considerarlo Tomás de Aquino: “Sería, en realidad, muestra de voluntad desordenada la de quien pretendiera que nada le ocultaran los demás”[46].

Como se ha podido advertir, los matices de la tristeza son muchos y contradictorios en apariencia. En cambio, las posiciones adoptadas por los tratadistas fueron generalmente coincidentes mientras la tristeza permaneció en su tierra natal. Cuando se la desterró al islote de la patología mental, el triste se convirtió en enfermo. Y con ello, su capacidad para hacer frente a la tristeza, se le escurrió como agua entre los dedos. Esta reciprocidad entre enfermedad y dejación de responsabilidad se sustancia en el encumbramiento de la pareja terapeuta-paciente, donde el primero aparece abrumado por el furor sanandi y el segundo, hundido y empequeñecido, se muestra impotente para afrontar un mal de cuya causa y remedio se le ha desposeído.

En contraste con la actual política del síntoma, la actitud clásica ante la tristeza se caracterizó por tres aspectos. En primer lugar, de la tristeza, como del resto de pasiones, es el propio sujeto quien debe responder y hacerse cargo; en segundo lugar, la moderación de las pasiones constituye la regla fundamental a observar; por último, de todas las actitudes posibles, la más despreciable es la que hace de la tristeza un motivo de regocijo o de satisfacción orgullosa, cosa sobre la que prevenía Cicerón cuando señalaba: “Debemos soportar con paciencia nuestro dolor y el dolor que por nosotros se siente, para que no parezca que es a nosotros mismos a quienes amamos”[47].

Todos estos aspectos alcanzaron su máxima expresión en un género literario-filosófico que se llamó consolatio, un discurso de consuelo dirigido a los afligidos por un duelo. En la Consolación a Polibio, escribió Séneca que es cosa natural huir siempre el ánimo de aquello que se acompaña de tristeza; también Séneca, pero en la Consolación a Helvia, alentó a moderar y comprimir la tristeza o flaqueza[48]. El fundamento de estas prescripciones morales lo sintetiza Cicerón: si toda pasión es miseria, la tristeza es, además, tortura, consunción, suplicio, desesperación y deformidad[49]. “¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tris­teza roan tu corazón, sin acordarte ni de la comida ni de la cama?”, leemos en la Ilíada[50].

El mundo de Homero, el de Cicerón, Tomás de Aquino o Montaigne, incluso el de Spinoza, nos resulta hoy muy lejano, demasiado quizá. Buena prueba de ello es la noble actitud con que encararon la tristeza y los mil matices que supieron ver en ella.


[1] Este texto corresponde a una parte del tercer capítulo de un libro sobre la melancolía que espero terminar algún día.

[2] A.P.A.: DSM-IV. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, Barcelona, Masson, 1995, p. 779.

[3] SÉNECA: Epístolas morales a Lucilio, vol. I, Madrid, Gredos, 2000, p. 229 (Carta 31).

[4] Cf. S. FREUD,  “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico” (1916), en Obras completas Sigmund Freud, Volumen 14, Buenos Aires, Amorrortu, 1975, p. 325.

[5] Cf. F. COLINA, “Tristeza voluntaria e involuntaria”, en Escritos psicóticos, Madrid, DOR, 1996, pp. 141-158.

[6] TERENCIO, Comedias. El Heautontimorúmenos. Formión, vol. II, Salamanca, C.S.I.C., 1991.

[7] CICERÓN: Conversaciones en Túsculo, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2005, p. 141

[8] J.-P. SARTRE, Bosquejo de una teoría de las emociones, Madrid, Alianza editorial, 2005 [1939].

[9] S. TRIBOLET y M. SHAHIDI, Nouveau précis de sémiologie des troubles psychiques, Heures de France, 2005, pp. 125 y ss.

[10] A. DAMASIO, En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos, Barcelona, Editorial Crítica, 2005, p. 86.

[11] CICERÓN: Conversaciones en Túsculo, op. cit., pp. 151-152.

[12] Idem, p. 137.

[13] OVIDIO: Tristes. Pónticas, Madrid, Gredos, 2001 pp. 238-239.

[14] CICERÓN: Conversaciones en Túsculo, op. cit., p. 118.

[15] CARDANO, G.: Libro de los sueños, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1999, p. 157.

[16] BURTON, R.: Anatomía de la melancolía, Vol. I, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997, p. 245.

[17] Con el título “La risa de Demócrito”, la supuesta epístola que Hipócrates envió a Damageto puede leerse en L. JOUBERT, Tratado de la risa (Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997, 2002, pp. 178-186).

[18] HOMERO: Ilíada, Madrid, Gredos, 2000, pp. 200-202.

[19] BENEDETTI, M.: Inventario tres, Alfaguara, 2005, p. 183.

[20] PESSOA, F.: El libro del desasosiego, Barcelona, Seix Barral, 1997, p. 60.

[21] M. FOUCAULT, “La locura, ausencia de obra”, en Historia de la locura en la época clásica, vol. 2, México D.F., F.C.E., 1976 [1964], pp. 328-340.

[22] Sobre el genio enfermo, véase C. LOMBROSO, Genio e follia, Milano, Hoepli, 1877 (3ª ed.) y L’uomo di genio in rapporto alla psichiatria, alla storia ed all’estetica, Bocca, Turín, 1894. Con respecto a la creación y el trastorno bipolar: N. C. ANDREASEN, “Creativity and mental illness: prevalence rates in writers and their first-degree relatives”, Am. J. Psychiatry, 1987, 144, pp. 1288-1292; K. R. JAMISON, “Mood disorders and patterns of creativity in British writers and artists”, Psychiatry, 1989, May, 52 (2), pp. 125-34.

[23] Cf. J. LACAN, Le séminaire. Livre XXIII. Le sinthome, París, Seuil, 2005.

[24] HOMERO: Ilíada, op. cit., p. 317.

[25] CICERÓN: Conversaciones en Túsculo, op. cit., p. 158.

[26] PLATÓN, Fedón (60b-c), en Diálogos III (Fedón, Banquete, Fedro), Madrid, Gredos, 1986, p. 31.

[27] MONTAIGNE: Los ensayos, Barcelona, El Acantilado, 2008, pp. 1015-1016.

[28] LUCRECIO: De la naturaleza, Barcelona, Círculo de Lectores, p. 186 (IV, 1130).

[29] OVIDIO: Tristes, op. cit., IV, 3, 27.

[30] SCHOPENHAUER, A.: El amor, las mujeres y la muerte, Madrid, Edaf, 2009, p. 134.

[31] (Tusculanas p. 177):

[32] TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II, Parte I-II, Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 2001, p. 323 (Cuestión 39: “De la bondad y malicia de la tristeza o dolor”).

[33] DESCARTES, R.: Las pasiones del alma, Madrid, Tecnos, 1997, p. 138 (Art. LXI).

[34] HUME, D.: Disertación sobre las pasiones y otros ensayos morales, Barcelona, Anthropos, 1990, p. 139.

[35] UNAMUNO, M.: Del sentimiento trágico de la vida, en Del sentimiento trágico de la vida. La agonía del cristianismo, Madrid, Akal, 1983, p. 89.

[36] SPINOZA, B.: Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Trotta, 2005, p. 212.

[37] EY, H.: Études psychiatriques, Étude n.º 22: Mélancolie, vol. II, tomo III, CREHEY, 2006, p. 125.

[38] Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología II, Parte I-II, Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 2001, pp. 299-310 (Cuestión 35: “Del dolor o tristeza en sí”).

[39] Sobre este particular, antes que cualquier otro, véase F. COLINA, “Trabajo, estrés y subjetividad”, en A. ESPINO (Coord.), Vida Laboral, estrés y salud mental, Madrid, AEN, 2012, p. 64.

[40] JANET, P.: De la angustia al éxtasis, vol. II, México D.F., Fondo de cultura económica, 1992 [1926], p. 530.

[41] CICERÓN: Conversaciones en Túsculo, op. cit., pp. 114-115.

[42] SÉNECA:  De la clemencia, en Tratados, Barcelona, Círculo de Lectores, 1997, p. 72.

[43] Cf. J. LACAN, El Seminario. Libro 10. La angustia, Buenos Aires, Paidós. 2006.

[44] FREUD, “Las neuropsicosis de defensa (Ensayo de una teoría psicológica de la histeria adquirida, de muchas fobias y representaciones obsesivas,’ y de ciertas psicosis alucinatorias)” (1894), en Obras completas Sigmund Freud, Volumen 3, Buenos Aires, Amorrortu, 1975, p. 54 y ss.

[45] LICHTENBERG, Aforismos, Barcelona, Edhasa, 1990, p. 179.

[46] TOMÁS DE AQUINO: Suma de Teología II, op. cit., p. 341.

[47] CICERÓN: Conversaciones en Túsculo, op. cit., p.76.

[48] Cf. SÉNECA, Diálogos. Apocolocintosis; Consolaciones a Marcia, a su madre Helvia y a Polibio, Madrid, Gredos, 1996.

[49] CICERÓN: Conversaciones en Túsculo, op. cit., pp. 120-128.

[50] HOMERO: Ilíada,  op. cit., p. 309.

 

Resumen

La tristeza ha motivado innumerables reflexiones y comentarios a lo largo de la historia. Poetas, narradores y filósofos la han glosado, incluso algunos la consideraron su fuente de inspiración. La tradición clásica pone de relieve los múltiples matices que irradia y previene contra su hipnótico atractivo. Por el contrario, la descripción de la tristeza se ha desenfocado y empobrecido al desarrollarse la psicopatología moderna. En paralelo a este achicamiento, se tiende a considerarla como algo enfermizo o patológico, como un sentimiento del que hay que deshacerse y al que conviene tratar. De las consecuencias clínicas y éticas que conlleva este proceso de transformación tratan estas páginas.

Palabras clave: tristeza, psicopatología, síntoma, ética

 

Abstract

Sadness has motivated a lot of countless considerations and comments along history. Poets, narrators and phylosophers have glossed it, even some have considered it, their source of inspiration. The classical tradition, remarks the multiple aspects irradiated by it and warns us against its hypnotic appeal. On the opposite, the description of sadness has been got out of focus and deteriorated with the development of modern psychopathology. Parallel to this small approach of it, the tendency today is to make it to be considered as something sickly and pathological, a kind of feeling to get rid of and that should be treated. These pages deal with the clinical and ethical consequences that this process of transformation imply.

Key words: sadness, psychopathology, symptom, ethic

 

José María Álvarez
Psicoanalista, miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. Hospital Universitario Río Hortega, Valladolid