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El primer libro que leí de Philip Roth fue Patrimonio. Su lectura coincidió con un suceso trágico en mi vida personal, parecido al que narra el libro. En los años siguientes seguí leyendo la fecunda obra de este autor con mucho interés. De modo semejante a como él ha estado escribiendo compulsivamente, yo he estado leyéndole hasta agotar su obra entera, ambos en busca de respuestas. Algunos de sus libros –como Patrimonio, La mancha humana, Decepción, El mal de Portnoy, El teatro de Shabbath y Los hechos– han dejado una impresión nítida en mi memoria, mientras que otros se han ido posando en ella como una amalgama de variaciones sobre temas y motivos parecidos y repetitivos, recordándome de alguna manera la escucha flotante del psicoanalista,  y sugiriéndome la idea de que la obra de Roth es su psicoanálisis. Si me pregunto cuál es el tema que a Roth más le ocupa y le preocupa, tiendo a responderme que es su libertad. Se trata de un concepto que Roth entiende de diferente manera según los distintos momentos de su vida. Por un lado está la libertad de ser “malo”, desobediente, imprevisible, pero también, y sobre todo, la libertad de poder establecer uno mismo sus propias prioridades, que en el caso de Roth apuntan siempre en dirección a convertirse él mismo en un gran escritor. Para conseguirlo, Roth dispuso desde muy pronto de una personal “hoja de ruta” en cuya confección intervinieron algunas ideas preconcebidas acerca de qué es la buena literatura y en qué consiste el oficio de escritor. Conforme a estas ideas, la vida había de resultar trágica (si bien la suya propia no lo era en absoluto, más bien al contrario: Roth nos habla de su “intensamente segura y protegida infancia”); de modo que el humor queda proscrito en sus primeros escritos. Por otro lado, los temas debían ser universales, razón por la que en esos escritos borra todo rastro de su condición de judío.

El escritor en ciernes era un profesor de universidad, pobre y puro, una especie de cruce entre clérigo literario y miembro de la resistencia intelectual, enfrentado a “aquel cielo para gorrinos del presidente Eisenhower” (p. 96)[1]. De una manera algo forzada y artificial, reniega de los aspectos más amables de su personalidad y pretende mostrarse maduro y fuerte. De ahí que escriba una crítica implacable y sarcástica contra un periódico universitario y contra su editora, una mujer respetada y querida por todos. Es así como Roth actúa en esa época, guiado más por la cabeza que por el corazón, con planes trazados que cumple con determinación, pisoteando sus sentimientos y los sentimientos de los demás, preparando así el terreno a sentimientos de culpabilidad, precursores de castigos.

 

La debilidad y la rebeldía

Las obras de Roth nos muestran a un rebelde muy celoso de su libertad  cuyas relaciones –primero con los padres, luego con la comunidad judía y con el mundo académico, y finalmente con su primera mujer, Josie – tienden a convertirse en pugnas por el poder, pugnas que dejan entrever una debilidad infantil subyacente.

Para el niño sacudido por sensaciones de humillante desamparo y de gloriosa omnipotencia, la libertad se perfila como un estado idealizado, estrechamente vinculada al poder, dado que se ejerce desde una posición de fuerza, siendo los padres los primeros modelos en ostentarla. De ahí, quizás, la obsesión de Roth con una insoportable sensación de debilidad, en parte admitida y en parte negada, a menudo representada en su obra por las enfermedades, físicas y mentales.

La sensación de debilidad es una herida narcisista temprana que Roth relaciona con la tradición judía en la que fue educado, tradición que recomienda evitar los enfrentamientos físicos sangrientos y las peleas callejeras. En Los hechos, Roth relata lo ocurrido tras un partido de fútbol con un grupo de niños judíos que huyeron en autobús de una banda de niños “enemigos”: “Aquella misma noche tuve de nuevo que salir por pies, no sólo porque tenía catorce años y no pesaba mucho más de cincuenta kilos, sino  porque yo nunca iba a ser uno de ellos que se quedan rezagados esperando pelea, sino de aquellos cuyo primer impulso consiste en salir corriendo para evitarla […] En términos generales, se consideraba tan vergonzoso como estúpido que un chico judío inteligente se viera atrapado en algo tan peligroso para su seguridad física y tan contrario a los instintos judíos. El recuerdo colectivo de los pogromos polaco y ruso había auspiciado en la mayor parte de nuestras familias la noción de que nuestro valor como seres humanos, quizá incluso nuestro rasgo distintivo en cuanto pueblo, venía implícito en nuestra incapacidad para incurrir en los derramamientos de sangre infligidos a nuestros antepasados” (pp. 41-42). El enfrentamiento físico, pues, es cosa de brutos. El chico judío inteligente lucha en otro campo –el de la literatura, por ejemplo. El poder del judío es el poder de la mente: el poder de las escrituras frente al poder de la violencia. Pero en ambos casos se trata del poder, al fin y al cabo.

El atávico rechazo de la violencia física, sin embargo, no le basta a Roth para vencer las dudas sobre su propia debilidad, tanto física como psíquica. Para sobreponerse a estas dudas se somete a duras pruebas que tienen por objeto negarlas, por mucho las pongan todavía más en evidencia. A este respecto, es significativo un episodio que Roth cuenta en Los hechos, y en el que reconoce la arrogancia con que se comportó frente a su hermano mayor, a quien en cierta ocasión no quiso confesar su necesidad de ser rescatado por alguien más fuerte. ¿Cómo iba a hacerlo, cuando se suponía que el más fuerte era él?

La primera consecuencia de la debilidad es que despierta una imperiosa necesidad de poder. Para obtenerlo, o cuando menos para aparentarlo, Roth recurrirá a la rebeldía, que siempre está a mano cuando se la necesita (por ejemplo durante la adolescencia, justamente cuando finaliza la etapa omnipotente de la infancia). La rebeldía surge muchas veces de la negación del sentimiento siempre humillante de debilidad. En el caso del adolescente, surge como reacción a una situación de dependencia de los padres y de sumisión a su poder. Mediante la rebeldía, la debilidad propia queda oculta tras una actitud desafiante hacia toda autoridad establecida.

La rebeldía de Roth se dirige en primer lugar hacia su propio padre, tanto el hombre temido de fuertes bíceps como el hombre débil que llora emocionado ante sus hijos. Entre los emigrantes, el proceso de superación de los padres por parte los hijos ofrece unas características especiales. En la minoría étnica a la que Roth pertenece, los hijos de quienes emigraron a Estados Unidos desde Europa cuentan con ventajas que los padres no tenían.

“Lo de conseguir ser norteamericano siempre fue problemático para la generación de tus padres y tu percibes la diferencia que hay entre tú y tus predecesores, –diferencia que no habría contado mucho en la evolución artística de, pongamos, un joven James Jones–. Tú desarrollaste al máximo la conciencia de ti mismo propia de quien ha de tomar la serie de decisiones necesarias para dejar atrás un grupo étnico” (p. 215).

El conflicto que corroe a Roth es el que se produce entre su gran ambición y el empeño por de no dejar de ser una buena persona. Esto último es muy importante para él. Roth es el pequeño de dos hermanos, el hijo conciliador y dispuesto, el que siempre acude: “era un chico dócil, bueno y responsable, con amigos dóciles, buenos y responsables, de lo más respetuoso y cortés que se puede ser, y no había en mí nada parecido a un impulso irreprimible; o que se le parezca, pero también era resuelto e independiente” (p. 54). A los dieciocho años, tras un enfrentamiento con su padre que él califica de “tremendo” (motivado por sus demandas de una mayor libertad los fines de semana, sobre todo en lo relativo a su conducta con las chicas), decide irse de casa, y lo hace, como por otra parte lo hacen la mayoría de los chicos de su edad al irse a la universidad.

Por entonces, Roth todavía acepta su condición de judío de manera natural: “Sobre el hecho de ser judío, no había nada que decir, era algo tan obvio como tener dos brazos y dos piernas» (p. 46). Pero las cosas no tardarían en cambiar radicalmente. En abril de 1959, Roth publicó en The New Yorker un cuento titulado “El defensor de la fe”. Era “sobre unos soldados judíos que, en tiempos de guerra, tratan de sacarle favores  a su poco predispuesto sargento, también judío” (p. 154). Según Roth, más que el contenido del cuento en sí, lo que despertó las cargas de la comunidad judía en contra de Roth fue la resonancia que obtuvo. De haberse publicado en una revista de menor difusión, hubiera pasado desapercibido. Pero en la parte final de Los hechos, Zuckerman, personaje y alter ego de Roth, convertido en ácido comentarista del relato autobiográfico que en ese libro hace su creador, observa que lo que indignó a los representantes de la comunidad judía fue su intolerable actitud de independencia, por encima de cualquier tabú.

La rebeldía contra el padre se extendió a la comunidad judía. Con sólo veintiséis años, Roth se hizo objeto del antagonismo de su propia gente, que le acusaba de manifestar sentimientos antisemitas y de odiarse a sí mismo, acusaciones que Roth niega rotundamente. Se trataba más bien de lo contrario, dice; como a otros jóvenes escritores de su misma generación, el trasfondo judío le procuraba un elemento realista, no exento de vulgaridad, que venía a contrarrestar el excesivo refinamiento y buen gusto literario, proporcionándole una defensa ante un Henry James demasiado intimidante.

A través de su padre, Roth se había formado en un judaísmo anclado en el respeto a los mandamientos y en la obediencia. Algunas cosas eran sagradas, como la indisolubilidad de la familia. El divorcio no tenía cabida. Por haberse divorciado de su mujer, el tío Bernie fue objeto de la condena de toda la comunidad. Su propio hermano, el padre del Roth, dejó de hablarle durante cuarenta años. La reconciliación sólo llegó poco antes de la muerte de Bernie, según se cuenta en el prólogo a Los hechos. En este ambiente rígido, acotado de normas severas, se encuentran las semillas de la rebelión de Roth, primero contra su padre y luego contra el judaísmo que él representa.

Con la misma temeridad con la que se abocará a su primer matrimonio,   Roth acepta una invitación de la Yeshiva University de Nueva York a participar en una mesa redonda que resultó ser una encerrona. Durante la sesión, fue atacado con odio y rabia, y hasta abofeteado en público. Roth casi se desmaya. Cuando sale de allí, decide no escribir nunca más sobre judíos. Pero no sólo no lo hace: es a partir de ese momento que empieza a escribir de verdad sobre ellos. Fue “el verdadero comienzo de mi esclavización” (p. 172), dice contradictoriamente. Las acusaciones de que fue objeto lo movieron “a cristalizar este conflicto público en un drama de desacuerdos familiares internos en torno al cual se vertebró la serie de Zuckerman, que empezó a tomar forma unos ocho años más adelante” (p. 155). Más tarde describirá aquel enfrentamiento así: “Pero la batalla de la Yeshiva, en vez de apartarme para siempre de los temas judíos, me hizo ver en toda su plenitud, como nada me lo había hecho ver antes, la fuerza agresiva que tanto exacerbaba el tema de qué era ser judío, para los propios judíos, y hasta dónde llegaban las lealtades” (p. 172).

“Mi humillación ante los beligerantes de la Yeshiva –de hecho, la encolerizada resistencia judía enfadada que desperté prácticamente desde el principio– fue lo mejor que me pudo proporcionar la suerte. Estaba marcado” (p. 172). Roth aprovechará estos conflictos para escribir sobre ellos, o como Mary –la sabia compañera de Zuckerman– dice en Los hechos: Roth expulsa a todos de su vida menos a los que le resultan útiles para algún libro.

Habla de estigma y de esclavitud mientras abraza la libertad que le procuran la rebeldía y la desobediencia. Pero se trata de una libertad engañosa. Elias Canetti dice que la rebeldía es el negativo de la obediencia. En realidad, el rebelde permanece vinculado a su “amo” haciendo lo contrario de lo que éste manda. Como él mismo intuye, la libertad que Roth pretende haber conquistado en aquella época no es una libertad genuina, sino que está teñida de la esclavitud que impone toda rebeldía.

Indicio de la debilidad que en el fondo experimenta Roth es la susceptibilidad que manifiesta a las cuestiones relativas a la clase social. Educado en el seno de una familia judía de clase media baja, Roth siente como un estigma el haber tenido una infancia segura, carente de trastornos y de dramas, y que así fuera mientras en Europa tenían lugar la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto del pueblo judío. Es esta una espina que no lo abandonará nunca y que está en la base de su búsqueda obsesiva de material altamente dramático para sus novelas. En Los hechos, pone en boca de Zuckerman, que lo azota con las verdades más dolorosas: ”Mira: el sitio del que procedes nunca ha producido tantos artistas como odontólogos y contables» (p. 220).

La importancia que para Roth tienen las cuestiones de clase hace que al discurrir en Los hechos sobre sus relaciones sentimentales con Josie, primero, y posteriormente con May, la muchacha con la que se relaciona después de su ruptura con aquélla, dedique una particular atención a la procedencia social de cada una. Josie pertenece a la clase media baja, en tanto que May es de clase media alta. ¿Ser un estadounidense liberal que ha dado la espalda a su propia minoría étnica es suficiente para situarse por encima de los asuntos relativos a las clases sociales? ¿Lo es el éxito literario? En Los hechos, Zuckerman le dice a Roth: “La noción de pertenencia a Estados Unidos, se incorpora de mil maneras a tu personalidad” (p. 215). Roth idealiza la igualdad de oportunidades que supuestamente otorga el melting pot americano -el crisol que fundiría las diferentes etnias de origen y crearía una sola especie de ciudadano libre, sin discriminaciones de clase ni de raza- y le atribuye la solución al problema de racismo que él mismo experimentó durante su infancia y que evoca tanto en Los hechos como en La conjura contra América.

Roth intenta comprender su atracción fatal por Josie desde el punto de vista de sus orígenes: “me excitaba esa oportunidad de distinguir de primera mano entre las realidades americanas y la leyenda shtetl [‘la aldea judía’], superando la repugnancia instintiva de mi clan para demostrar así que me hallaba muy por encima de las supersticiones folclóricas que a los espíritus superiores e ilustrados, como yo, no nos hacían falta en los heterogéneos Estados Unidos. Y demostrar también que estaba por encima de los miedos judíos, domesticando a la mujer más temible con quien un chaval de mis antecedentes podía tener la desgracia de tropezar en el campo de batalla erótico. Lo que podía significar una peligrosa amenaza para alguien con mentalidad de ghetto, para mí –con mi máster de inglés y mi terno nuevo– era como si poseyese todos los elementos de una vigorizante aventura amorosa norteamericana. A fin de cuentas, desde los miedos de la Galitzia judía no cabía llegar mucho más allá de los alrededores del Hyde Park de Chicago, tan intelectualmente experimentales, tan seguramente académicos” (p. 115). En esta elección disparatada de pareja vemos claramente cómo se superponen heridas causadas por los padres y por el clan judío, frente a los que Roth se rebela.

Josie y Roth intercambian cuentos de sus infancias contrapuestas, ella añorando una infancia segura como la de él, y él admirándola por todas las injusticias sufridas y por el valor requerido para haberlas sobrevivido. Había envidia y rivalidad en estos intercambios: “Cuanto mejor me explicaba Josie la torpe destructividad que aplicaban a todos los valores que en mi familia considerábamos más dignos de aprecio, más conmovedores ejemplos le ponía yo de nuestra modélica historia de no hacer daño a nadie” (p. 127). Digna de mención es la comparación que hace Roth de los padres de ambos. Dice con amargura que la clase social de ella le parecía más privilegiada que la de él, dado que, de haber trabajado en el Metropolitan Life (la entidad financiera en la que trabajaba su propio padre), el padre de Josie podría fácilmente haber llegado a ser presidente de la compañía, mientras que el padre de él, por ser judío, sólo podía aspirar a puestos medios. Así y todo, el padre de ella, bien parecido pero alcoholizado, acabó en la cárcel de Florida, mientras que el de Roth, a pesar de su origen judío y de su falta de educación universitaria, valiéndose de su servicialidad y su gran ambición, representó el triunfo de la voluntad individual sobre la injusticia institucional, ocupando puestos de responsabilidad en la empresa. Roth es consciente de estar recurriendo a prototipos convencionales. En cualquier caso, sus sentimientos respecto a sus orígenes parecen hallarse en la gran ambición que alienta a Roth a convertirse en alguien importante y resarcirse de este modo de las injusticias que ha visto padecer a sus padres.

May Aldrige venía a ser lo opuesto a Josie. Procedía de una familia adinerada, de origen ario. Roth mismo admite que, en la relación con sus parejas, resulta determinante su afán por liberarse de sus raíces. Mientras que la necesitada Josie intentaba subrogar la identidad de Roth y dependía de él económicamente y en todos los demás aspectos, May compartía con él la tendencia a evitar todo compromiso. O ésta al menos es la visión que tiene Roth de ella. Mi impresión, por el contrario, es que May se adapta a Roth en todo, incluido en su aversión al compromiso, genuino en él pero no en ella.

La relación entre Roth y May dura cinco años. Él la presenta a sus padres con el único objeto de demostrarles que es capaz de obtener una chica de esta clase. Ella, como él mismo, es una muchacha descastada, aunque menos ambiciosa que él, dado que su punto de partida, en lo social tanto como en lo económico, es mucho más elevado. El carácter agradable de May lo atribuye Roth, cómo no, a sus orígenes, “que la hacían tan implacablemente aria como yo era judío”, y que a ella “nunca se le habría pasado por la cabeza, como a Josie, disimular o no reconocer”. “Tenía, en otras palabras, la penetrante dimensión antropológica de nuestra relación amorosa, que resaltaba precisamente la clase de diferencia tribal que luego alimentaría el autorretrato maníaco de Portnoy” (p. 181).

 

El poder del éxito. La culpa

La literatura será el arma de la que Roth se servirá para vencer su debilidad, a la vez que la meta a la que aspirar para alcanzar el poder que desea para sí. Como un soldado ejemplar, dará muestras (como su padre) de una disciplina de trabajo férrea, de una fuerza de voluntad y de una terquedad notables, primero como profesor de literatura y luego como escritor. La literatura será para Roth la Tierra Prometida, el marco ideal para su yo, la culminación de todos sus deseos. Pero la dedicación prioritaria a la literatura requiere sacrificios y una cierta «crueldad», dado que el amor, la lealtad, la consideración y la sensibilidad serán vistos como obstáculos en el camino a la meta acariciada. Roth se debate entre la santidad a la que aspira desde niño y la bajeza a que le empuja su ambición, y que lo invita a vender su alma a la causa de la literatura pura, aun si ello lo obliga a desplegar una parte de su personalidad radicalmente opuesta a la del niño bueno, sensible y cariñoso que siempre fue. Durante un determinado tiempo, el escritor se debate entre una vida convencional, sencilla y armoniosa, y convertirse en una especie de Fausto. Finalmente, la bandera de la literatura a la que se encomienda desplaza y sustituye todas las otras, incluyendo la del judaísmo, al que se siente muy unido pero del que tiene la fuerte necesidad de diferenciarse para poder escribir sin limitación alguna. Con el objeto de alcanzar su meta, opta libremente por la vida casi monacal del escritor sumergido en un mundo de ficción paralelo al real. Al final de Los hechos, Zuckerman le dice a Roth que sus personajes son víctimas del ritual neurótico del escritor y le somete a una especie de juicio en el que sale a relucir la eterna duda de muchos escritores –incluido Roth– acerca de su elección de la literatura como lo más importante en su vida. Al igual que el resto de sus relaciones importantes, la relación de Roth con sus personajes también desemboca en una lucha de poder, y él les priva de la libertad de elegir su camino. La pregunta que queda en el aire es si él, Philip Roth, se siente libre de elegir el suyo. Dice Marie, la mujer de Zuckerman: “¡Ay, Señor Dios, aquí va otra vez, a jodernos vivos” refiriéndose a su irrefrenable inclinación a la convulsión  dramática (p. 251). “¿Estás sugiriendo que sin las peleas, sin los enfados, sin los conflictos y la ferocidad, la vida es increíblemente aburrida, que la única alternativa a la fanática obsesión que puede convertir a una persona en escritor son las amables veladas a las luz de las velas y con una botella de buen vino, charlando de niñeras y peluquerías?” (p. 252).

La ambición de Roth se ve realizada muy pronto. Con sólo veintiséis años es el escritor joven más galardonado de su país. Pero algo se trastocó cuando Roth enfermó y cayó en una depresión grave. La crisis de Roth se manifiesta en la incapacidad de escribir, y en fuertes reproches contra la literatura. Ésta, que parecía que había de permitirle sublimar los conflictos derivados de su relación con los padres, había fracasado en su cometido y era acusada por el propio escritor de ser la causante de su enfermedad. “En la primavera de 1987, en el momento culminante de un período de diez años de creatividad, lo que iba a ser una operación quirúrgica de poca importancia se convirtió en una durísima y prolongada tortura física,  origen de una depresión que me condujo al borde de la disolución mental y afectiva” (p. 13). Tras diez años de fructífera creatividad, Roth confiesa sentirse cansado de la ficción y, para curarse, intenta afrontar los hechos en busca de claridad. Escribe Los hechos, pues, como una respuesta terapéutica espontánea ante su derrumbamiento emocional, y también como un paliativo ante la pérdida de sus padres. Con este libro espera desbloquear significados que la ficción ha ocultado, distendido o incluso invertido. Dice Zuckerman, al final del libro: ”Mi impresión es que has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes ni idea de qué eres o has sido alguna vez. Ahora, no eres más que un texto andante” (p. 212).

Roth está decepcionado y enojado con la ficción, desea alejarse de ella. “Socavar la experiencia, embellecerla y ensancharla hasta hacer de ella una especie de mitología… Llevaba treinta años haciéndolo, y daba la impresión de que ya estaba bien, incluso en las mejores circunstancias. Despojarme de toda mitología y empezar a jugar limpio, emparejar los hechos tal como los había presentado, bien podía parecer lo que a continuación correspondía hacer –por no decir la único que podía hacer–, mientras la capacidad de autotransformación y, con ella, la imaginación, estuvieran al borde del colapso” (pp. 15-16). Al abandonar la ficción y centrarse en los hechos reales, consigue sentir las experiencias vividas: ”A su manera poco autorizada y  nada feroz, el planteamiento no ficcional me acercó más a cómo se sentía realmente la experiencia, en vez de ir aumentando la temperatura de mi vida hasta fundirla, y así obtener historias de todo lo que conocía” (p. 16). Desesperado, emprende la búsqueda de lo que ha perdido en el camino, y con ello espera reencontrar la salud y las fuerzas.

Es el comienzo de un proceso de desidealización de la literatura, y también un cambio en su concepto de libertad. En adelante, la idea que se hace de ambos dejará de estar ligada a su voluntad de poder. Roth intenta llegar a las razones de fondo de su enfermedad: piensa que la muerte de su madre, y ahora la enfermedad terminal de su padre,  han tenido algo que ver con su estado, y lleva razón. Las expectativas puestas en el éxito literario quedaron derrumbadas; el éxito no había logrado evitar la muerte de sus padres, ni lo había eximido del riesgo de morir él mismo tempranamente. El sentimiento de decepción es proporcional al grado de idealización al que había sometido su confianza en la literatura. Los ideales terminan siempre por aterrizar y ocupar el lugar que les corresponde. Al salir de su crisis, Roth cambia su relación con la escritura: se libera de la esclavitud que su gran ambición junto con su rebeldía le generaban; ahora escribe libremente, no compite con los grandes escritores que le han servido de modelo (Henry James, Saul Bellow), no persigue –pues ya los tiene– ni el poder ni la fama. A partir de ahora, aceptado el inevitable deterioro que conduce a la muerte, su propia vida se vuelve lo bastante dramática como para nutrir sus construcciones ficticias. Las grandes historias, los dramas cuya intensa búsqueda habían sido causa de tanta tensión, llenando de complicaciones la vida de ese chico judío de infancia segura y de carácter pacífico, ceden lugar a los dramas cotidianos de la edad, la enfermedad y la muerte.

La técnica de Roth brilla ahora porque la sencillez de lo realmente grande no necesita de una historia extraordinaria para impactar, escandalizar, provocar y cautivar al lector. Sus obras destacan por la nitidez de sus propósitos: no persiguen otro fin que no sea el mero placer de transmitir algo genuino. La sensibilidad y la profundidad con las que Roth crea a sus personajes, dota a sus relatos de intimidad, alejándolos del escándalo. Él autor sólo pretende comprenderlos; sólo pretende comprenderse a sí mismo. Si hasta ahora la meta principal de Roth parecía ser la ansiada libertad que necesitaba para escribir y que pretendía conquistar a través del éxito literario, a partir de ahora su meta será la introspección, el conocimiento profundo de sí mismo.

El éxito no había cumplido las expectativas puestas en él; y no sólo porque éstas eran excesivas, sino principalmente por los sentimientos de culpa relacionados a él. En una primera fase, la libertad y el poder estarían vinculados a la culpa. Sobre todo en la relación llena de ambivalencias con el padre, con el miedo a su fuerza física y moral: “Ahora que ya no me llama la atención por sus abultados bíceps y sus constreñimientos morales, ahora que ya no es el hombre de mayor tamaño con quien he de luchar…, ahora que yo mismo no estoy muy  lejos de ser yo también un anciano, soy capaz de reírle los chistes y cogerle la mano y preocuparme de su bienestar. Ahora puedo amarlo como quería amarlo a los dieciséis, diecisiete, dieciocho, momento en que ya tenía suficiente con ocuparme de él y plantarle cara, y en que amarlo me resultaba sencillamente imposible” (p. 28). Roth había tomado su decisión de dedicar su vida a escribir a una edad muy temprana, y hasta padecer su crisis, en 1987, no se la había vuelto a cuestionar. El distanciamiento respecto a la madre no deja de ser otro de los tributos que le exige la dedicación preferente a la literatura. El joven Roth hacía el recuento de las llamadas mensuales y de las visitas anuales a sus padres, en lo que para él venía a ser una prueba de su independencia respecto a ellos. Más tarde, esta cicatería en los contactos telefónicos se traducirá en un intenso sentimiento de culpa, en particular respecto a su madre. En La mancha humana reconstruirá magistralmente su distanciamiento. En esta novela, el protagonista, blanco, profesor de literatura en la Universidad, reniega para siempre de su madre negra para lograr el éxito.

Con el éxito temprano, Roth rompe brutalmente el equilibrio natural del poder con su padre, a quien ha superado en todo. “El mítico papel del chico judío que se cría en el seno de una familia como la mía para convertirse en el héroe que su padre no consiguió ser” (p. 28). También  se confirma su sensación de ser especial, el príncipe de mamá, y se apoderan de él la culpa y la paranoia. Su personalidad no asimila el poder alcanzado, y su inclinación es castigarse por ello. Con su derrumbamiento, Roth ha expiado gran parte de la culpa. La relación ambivalente con el padre la expresa Zuckerman al hablar de la magnitud del enfrentamiento con el padre, que Roth habría desplazado a su relación con Josie. Si eres ese chico judío inofensivo que pretendes ser, ¿cómo llega una Josie a tu vida? ¿Cómo permites que te pase una Josie? La elección de Josie es una mezcla de rebeldía ante los padres, a la vez que un desahogo. Con ella sí puede hacer lo que no se ha atrevido hacer con sus padres, porque con ella la culpa es más soportable.

El libro que trata de manera genial a la vez que desgarradora el drama de las relaciones entre padres e hijos es Pastoral americana (1997).  Es un caso inverso al suyo, en esta novela son los padres los excepcionales, los insuperables, y a su hija, impotente ante tanta belleza y excelencia, sólo le queda la opción de vencerlos saboteándolos a ellos y a lo que ellos representan, la América pastoral, el sueño de una América perfecta. Primero con su tartamudez, y finalmente colocando bombas y matando a cuatro personas, les hace sentir la insoportable sensación de impotencia que ellos le hicieron experimentar a ella con su ejemplo inalcanzable. Ellos no pueden impedir el hundimiento de su hija, que en su caída arrastra a todos.

¿Cómo se vence a un padre sin sentirse culpable? Joseph O´Neill, escritor y profesor en Bard College, acierta a captar la esencia de culpabilidad que acompaña a Philip Roth a lo largo de toda su obra y lo relaciona con el conflicto edípico: “Es como si la única situación éticamente tolerable para el artista Roth fuese el estar permanentemente acusado, siendo él mismo su acusador más diligente. ¿Y cuál es la acusación? Que al incumplir el mandato paterno no está siendo bueno. Que está siendo malo”. En el mismo artículo (titulado “Roth vis à vis Roth”, y publicado en The Atlantic en abril de 2012), O´Neill manifiesta su extrañeza ante el sufrimiento exagerado de Roth en relción al tema judío y cómo el escritor provoca el enfrentamiento. ¿Por qué Philip Roth necesita castigarse tanto?

Su matrimonio con Josie, al igual que la visita a la Yeshiva, donde recibe el ataque de la comunidad judía, tienen el curioso efecto de hacerlo sentir libre de escribir lo que quiera. En uno y otro caso, él siente que su culpa ha sido purgada. Tras la humillación de la Yeshiva, escribe su libro más desmelenado: El lamento de Portnoy, un libro escrito como sólo se puede escribir cuando la sensación que a uno lo posee es la de que se ha superado el miedo y se han roto las consideraciones de todo tipo.

 

El autoconocimiento. La verdadera aspiración de Philip Roth

Las obras de Roth son su psicoanálisis. Sus personajes van creciendo a la vez que su introspección, integrando cada vez más los aspectos dudosos y problemáticos con los buenos. Tal es el caso de los dos protagonistas de El teatro de Shabbat: el amor que sienten el uno por el otro, fundado en una sólida amistad, es capaz de resistir el adulterio. Es una relación de camaradería, imbuida del respeto mutuo hacia la libertad del otro, exenta del afán de posesión, cerrada a todo lo que no sea el goce sexual o el afecto y la lealtad genuinas. Es un amor otoñal, y por eso mismo triste, que culmina con la muerte prematura de ella, que lo deja a él desconsolado. Un gran amor con su toque trágico inevitable, aunque no idealizado.

En este libro, perteneciente ya a la madurez de Roth, planea sobre el protagonista la sombra de una mujer joven, un amor de otra época que aún alimenta en él la culpa de haber causado daño. Se trata de una mujer romántica, delgada, etérea, débil, dominante, manipuladora, absorbente  y bella, que fue capaz de seducirlo y amenazó con apoderarse de todo lo que era suyo: su dinero, su libertad, su vida, para acabar convertida en víctima cuando él escapó a su atracción fatal, incumpliendo sus promesas iniciales y dando al traste con los sueños románticos de ambos. Frente al lánguido fantasma de esta mujer, Roth muestra en El Teatro de Shabbat una abierta preferencia por una mujer del todo diferente: corpulenta, de cierta edad, que tiene un enfoque masculino de la sexualidad, manifiesta una actitud sensual, despreocupada, apta para disfrutar de cada momento.

El conflicto troncal de Roth, el que atraviesa su obra y a cuyo desentrañamiento y comprensión Roth se dedicará obsesivamente, es Josie, su primera mujer. Lo logrará por fases, por capas, pero nunca del todo, por lo que nunca podrá desentenderse enteramente de él. Sus obras, y muy en particular Los hechos, sirven de escenario a interminables vueltas en torno al mismo tema, nunca del todo satisfecho con las explicaciones halladas. Lo que perpetra Roth a través de sus personajes es parecido a lo que entiende Freud por la compulsión a la repetición, donde el paciente repite una y otra vez las circunstancias dolorosas de una herida temprana, con la esperanza cada vez de que, en una de ellas, las cosas se desarrollen conforme a su deseo, en lugar de terminar en daño y frustración. Lo que Philip Roth parece buscar es la comprensión y la absolución. Escribe sobre sí mismo movido por una búsqueda incesante de la  introspección. En Mi vida como hombre la busca desesperadamente a través de su psicoanálisis, pero no consigue llevar éste a un final satisfactorio. Y no sólo debido a los fallos de su psicoanalista –que también– sino también a las características del paciente, que exige, presiona y hasta amenaza a su analista, buscando las respuestas a sus conflictos de esta manera contraproducente. Lo que Philip Roth parece obviar es que, a pesar de las apariencias y de las afirmaciones en este sentido, la intensidad de su creatividad literaria por una parte, así como el resultado de su psicoanálisis por la otra, hacen pensar que no está tan interesado como parecía en conocer su realidad. Su oficio de escritor se apoya precisamente en este principio de actuación: con una ferviente creatividad moldea y transforma una realidad a menudo insatisfactoria, procurándole alternativas ficticias, paralelas.

La comprensión de su relación con Josie se le resiste. Ella representa algo suyo muy visceral que él no acaba de entender del todo. La guerra con ella es planteada por el escritor como una guerra por la libertad y la soberanía, Josie es acusada de querer suplantarle en todo, en su identidad como escritor, como judío; de querer despojarlo de su dinero, de todo lo que es suyo. Es significativo el grito de Josie: ”¡No es justo! ¡Tú lo tienes todo y yo no tengo nada! ¡Y ahora te crees que me puedes tirar como a una colilla!» (p. 135). Ella siente que no tiene nada y se lo quiere quitar a él. ¿No será que Roth se ha proyectado en ella para eludir su terrible autocrítica? Josie proporciona el escenario para la lucha por su libertad, eso que en un primer momento parecía el tema recurrente en la obra de Roth. Pero bien considerado la guerra con Josie parece más bien una lucha por el autoconocimiento, por descubrir aquellos aspectos oscuros de su mente que, actuando por su cuenta, lo privan de la libertad de hacer una verdadera elección a la hora de actuar. Este es el significado que el psicoanálisis atribuye a la libertad, entendida como la promesa que le espera al analizando al culminar el largo y difícil proceso psicoanalítico: el trofeo que se recoge en los casos de un desenlace feliz. En este punto la libertad y el autoconocimiento confluyen, desplazando el binomio anterior, el que forman la libertad y la rebeldía, que tiene el inconveniente de no procurar una libertad real y de alentar los sentimientos de culpa.

La obsesión con Josie es la manera que encuentra Roth de emprender la tarea de la introspección. Sólo a través de ella es capaz de verse a sí mismo en aquellas facetas que le resultan inadmisibles. En Los hechos Roth intenta abordar su vida a través de los  hechos tal y como los recuerda y los entiende, pero pronto se da cuenta que su comprensión de sí mismo es incompleta, por lo que, como hemos visto, introduce en el libro a su personaje Zuckerman y a su mujer, Marie, que con sus comentarios y sus críticas le permiten ahondar un poco más en el doloroso territorio en que se ha introducido.

¿Pueden considerarse las elucubraciones finales de Zuckerman en Los hechos verdaderos insights? ¿O se trata más bien de la mirada furtiva de quien se asoma al abismo de su ser y, armado del valor del desesperado, dice cualquier enormidad sobre sí mismo, algo que se le antoja una locura pero que al ser nombrado se convierte en realidad? Los familiarizados con el proceso psicoanalítico sabemos de este reconocimiento inicial de una verdad inaceptable, este primer contacto con ella cuando aún parece irreal, sólo se la supone, se la sospecha, se la divisa y se la lanza al aire. Pero esta verdad tendrá que pasar por una larga elaboración durante la cual será negada y rechazada una y otra vez hasta finalmente llegar a ser admitida y asimilada. Las verdades disparadas por Zuckerman no son de Roth porque no pasan de esta primera fase de verdades a medias; al atribuirlas a Zuckerman, Roth está siendo sincero: se trata de verdades no asimiladas. En este contexto es interesante la división que hace Roth de sus obras: libros de Roth, libros de Zuckerman, libros de Kepesh y otros.

La relación de Roth con su padre es importante para llegar a la verdad de su ser. En un principio se desmarca y experimenta su aplastante victoria sobre él. Pero termina volviendo al punto de partida y establece la identificación con él. Los Roth varones padecen todos ellos una tendencia genética a morirse de peritonitis: dos tíos paternos fallecieron por esta causa, el padre de Roth por poco se muere por este motivo en 1944, y asimismo el propio Roth casi se muere en 1987 de una peritonitis, que fue lo que desencadenó la severa depresión a la que ya hemos aludido. Pero allí no acaban las cosas:, los Roth varones manifiestan un temperamento parecido: “Nunca he conocido íntimamente a ninguna persona -aparte de mi hermano y de mí- capaz de pasar con tanta presteza por una gama tan amplia de situaciones anímicas; nunca he conocido a nadie que se tome las cosas tan a la tremenda, que se vea tan rotundamente afectado por un grave contratiempo y que, una vez encajado el golpe hasta lo más hondo de su ser, recupere toda su agresividad, y el terreno perdido, y reanude la marcha” (p. 22).

La cualidad más importante que Roth destaca de su padre y de sí mismo es la determinación. Su padre contaba su vida: “su repertorio nunca había sido muy amplio: familia, familia, familia, Newark, Newark, Newark, judío, judío, judío. Como yo, más o menos” (p. 27).

De su amor al padre sólo puede hablar ahora, de mayor: “De pequeño creí, ingenuamente, que nunca me faltaría un padre al lado, y parece, en efecto, que era verdad, que nunca me faltará. Por torpe y complicada que haya sido nuestra relación a veces, afectada por diferencias de opinión, falsas expectativas, modos radicalmente distintos de experimentar Norteamérica, sometida a tensión por el choque de dos temperamentos igual de impacientes y obstinados y perjudicada por la tosquedad masculina, mi vínculo con él siempre ha sido omnipresente” (p. 29) La escena en la que su padre llora emocionado por haber sobrevivido a la peritonitis, ante la decepción y desprecio de su hijo de once años, es la escena que el escritor reproduce con su desmoronamiento años más tarde, también por culpa de una peritonitis, siendo su caída mucho más fuerte que aquellas lágrimas de su padre. Sin embargo, este Roth no llega a establecer esta comparación. La escena establece simplemente los parecidos genéticos con su padre, del que Roth se distinguió siempre superándolo. Ahora necesita volver al pasado, establecer los parecidos con el padre, reconocer sus méritos. Pero cuando tiene que dar un paso más y reconocer su enorme ambición de querer superar al padre, de vencerlo, de establecerse él como su superior aplastante, allí se pierde en Josie. Allí es Josie quien le quiere quitar a él todo lo que es suyo, y no él despojándole al padre de su trono. Zuckerman  relaciona la guerra de Roth con Josie con la guerra que no se atrevió a entablar con sus padres: “Y está bien: es con Josie, de todas formas, con quien libras la batalla primitiva que nunca libraste con tu familia o que no estás dispuesto a librar ahora, en el recuerdo, o que sólo has librado por persona interpuesta” (pp. 233-234).

Roth escribe Los hechos para comprender él mismo su caída, su desmoronamiento, pero si bien nos brinda todo el material necesario para que nosotros la comprendamos, él no parece hacerlo en su totalidad. Decide hacer pública su vida privada, él, tan reticente a ello, y en un momento tan delicado y humillante. ¿Por qué hacerse visible ahora? Y responde: “La persona a quien he pretendido hacerme visible aquí es, sobre todo, yo mismo” (p. 12). Pero no parece ver que, exponiéndose al desnudo y en toda su debilidad ante la mirada pública, se está castigando a sí mismo, se está poniendo en el lugar del padre, está cargando sobre sí el desprecio que manifestó hacia él, y se está viniendo abajo de un modo aún mucho más estrepitoso. No es casual que el momento elegido para hacer una cosa así coincida con la muerte del padre. Sólo así, emulando al padre y aplicándose a sí mismo la misma pócima que le procuró a él con sólo once años, sólo así puede expiar su culpa y acercarse a la verdad. Porque, proyectada en Josie, la verdad quedaba demasiado oculta, y con la muerte fortuita de ella, el odio y la culpabilidad dificultaron aún más su desenmascaramiento.

En cuanto a su madre, desde el momento en que ésta percibió el deseo de independencia de sus hijos, cambió de actitud y, en vez de nutrirlos, pasó a tenerles un poco de miedo, se volvió a enamorar de ellos, como una colegiala tímida en espera de una cita. Zuckerman critica la falta de comprensión profunda que delata Roth en su relación con ella. La describe como una mujer refinada pero con poco o ningún papel decisivo en su vida o en la de su padre. Pero todo esto encubre más de lo que revela, dice Zuckerman. Por fin la verdad acerca de las mujeres de su vida: “Da igual cómo las llames, carecen de importancia, son intercambiables: son buenas colaboradoras, objetos sexuales, compañeras y amigas” (p. 233). La verdadera relación de Roth con su madre se manifiesta en su condición de príncipe de la casa, hijo admirado que sabe en todo momento que la tiene “en el bote”. Se trata de una madre que no da problemas. En el terreno de su relaciones personales, May será la reencarnación más sofisticada de esta madre sencilla, que no entraña un verdadero conflicto; una madre de quien Roth intenta sentirse orgulloso pero de quien se avergüenza un poco. Es la madre abandonada de La mancha humana, sólo que la situación no adquiere en su caso estas dimensiones dramáticas. No es negra, sólo es judía. No tiene que renegar de ella por completo, sólo alejarse, y contar los encuentros anuales con ella para asegurarse de que se ha alejado lo suficiente, quedando así probada su independencia respecto ella.

Pero si las mujeres de su vida no son importantes, como no lo era su madre, ¿quién o qué es realmente importante para Roth? ¿Su ambición literaria? ¿Qué cosas, expectativas, heridas han sido proyectadas en la literatura? ¿Por qué Roth le reprocha su derrumbe emocional?

 

La crisis

Removiendo entre las posibles razones que lo llevaron al derrumbe emocional, Roth siente que se ha perdido en sus personajes y en sus ficciones. Su relación con Zuckerman está llena de quejas y recriminaciones. Roth quería volver «al momento lleno de fuerza anímica en que despegó el lado maníaco de mi imaginación y me convertí en un escritor» (p. 14). Sigue culpando a Zuckerman: “De hecho, las dos obras de ficción, bastante largas, que escribí sobre ti, a lo largo de todo un decenio, fueron seguramente las que me llevaron, por hartazgo, a dejar de ficcionalizarme, cansado ya de dorarle la píldora, para que aceptara existir, a un ser cuya experiencia era comparable con la mía, sí, pero que registraba una valencia más potente, una vida mucho más cargada y más llena de energía, más divertida que la mía…, buena parte de la cual he pasado, con no mucha diversión, encerrado en un estudio con una máquina de escribir… Me dejaron reducido al mínimo las reglas que yo mismo me había impuesto: tener que imaginar cosas que no me habían ocurrido exactamente sí, o cosas que no me habían ocurrido nunca, o cosas que en modo alguno podrían haberme ocurrido, y atribuírselas a un agente, a una proyección mía, a una variante de mí mismo. Si algo refleja este manuscrito, es mi saturación de las máscaras, los disfraces, las distorsiones y las mentiras” (p. 15).

Aquí Roth apunta a una especie de rivalidad con sus personajes que usurpan su vida mientras le ayudan a mejorarla. Pero se acerca un paso más a su verdad: vislumbra haberse proyectado en Zuckerman. Sólo falta que avance un paso más y reconozca su proyección en Josie.

 

Josie

La respuesta de Roth a sus sentimientos de culpabilidad son los castigos autoinfligidos, y el más importante de ellos es Josie. Su pasado lleno de dificultades le hace suponer erróneamente que se trata de una mujer fuerte e independiente, y la elige por ello. “Y quería una prueba más dura, trabajarme la vida en condiciones más difíciles” (p. 122). y lo consiguió, pero de una manera muy diferente a lo proyectado. Josie se aferró a Roth con todas sus fuerzas para que él la proveyera de todo aquello de lo que careció en su difícil vida anterior. Roth admite huir de las mujeres débiles, rotas, dependientes. ¿No será que huye de estos mismos aspectos de sí mismo, aspectos que acaban manifestándose ineludiblemente cuando se viene abajo?

En su carrera por llegar a sus verdades, Josie es el enigma por descifrar. Nosotros, sus lectores, la percibimos con claridad gracias a las descripciones interminables que el atormentado escritor nos hace de ella, pero él mantiene a lo largo de su obra un ángulo ciego en su visión de ella, probablemente el que esconde su propia imagen proyectada en ella.

El capítulo en Los hechos dedicado a Josie se titula, no sin cierta ironía y al mismo tiempo con gran acierto, “La mujer de mis sueños”. La elección de Josie era perfecta: su biografía reunía todos los ingredientes requeridos por un joven rebelde. Uniéndose a ella, Roth se saltaba todas las expectativas puestas en él por su familia. Por su parte, ella comprende los puntos sensibles de Roth y moviliza sus principales conflictos. Con ella asoman las partes oscuras del talentoso escritor, con ella él se pierde, pierde el control y se precipita hacia el derrumbe.

La presencia de Josie incorporará a su vida el componente marginal, el toque dramático que tanto echaba en falta. En esta relación de amor y odio, aparte de una lucha a vida o muerte, se trata también de utilizar al otro hasta todo extremo posible. Roth insiste en la faceta abusiva de esta relación: se siente perseguido por Josie, siente que ella le quiere despojar de su identidad, de sus posesiones, de su hombría. “Pero si yo era judío, ella era judía; si yo vivía en Manhattan, ella vivía en Manhattan; si yo era escritor,, ella era escritora, o al menos, ‘trabajaba’ con escritores” (p. 131). La guerra entre los dos es cruenta, pero en lugar de separarse de Josie, Roth decide casarse con ella. No lo reconocen, pero para ambos se trata de un matrimonio de conveniencia. Cuando se separen, el tema del dinero, de la pensión alimenticia, ocupará un lugar importante entre ambos. Cada mes, mientras le extiende el talón,  Roth se acuerda de cómo ella le llegó a convencer que se casara: “Era una historia que no podía olvidar. No podía olvidarla porque yo era la víctima engañada, pero también porque la parte de la orina era uno de los mejores relatos que nunca había oído […] dedicándome a lo que yo me dedico, era demasiado bueno para hacer dejación de él” (pp. 188-189). La asociación de ideas es muy clara: mientras le extiende el talón de la pensión alimenticia, Roth piensa en el material literario que ella le suministra a cambio. En cuanto a su aprovechamiento literario, Roth confiesa que su matrimonio fue el punto de partida de El lamento de Portnoy (1967), su libro rompedor. Pero el material dramático que Josie le suministra, el tono desgarrado de la narración desenfrenada, poco elegante, tiene un coste personal elevado que lo encamina con paso firme hacia la crisis.

Las quejas sobre Josie ocuparán una parte importante de la vida de Roth. Lo harán hasta años después de la muerte de ella, y la insistencia con que, año tras año, libro tras libro, vuelve sobre ellas apunta no sólo a su gran importancia sino también al hecho de no haber logrado descifrar su propia implicación en esta relación. A Roth le resulta muy difícil admitir la utilización que ha hecho de Josie para conseguir sus fines. Y no se trata sólo de su ambición literaria. Es una relación que le produce tanta culpa que, por muchos que sean sus intentos de elaborarla a través de sus novelas y de un libro como Los hechos, Roth no consigue liberarse de ella aclarando de una manera satisfactoria su implicación inconsciente en ella.

Además de sentirse utilizada y rechazada, Josie reclama en vano que su contribución a los logros literarios de Roth sea reconocida. Él la describe como una psicótica enloquecida, fuera de la realidad, convencida de ser lo que no es; pero respecto a él mismo no consigue columbrar gran cosa. Cuando, a través de Zuckerman, intenta reconocer de qué modo se ha servido de Josie para sus propósitos literarios, lo hace negando los aspectos más crueles de su relación con ella: el modo en que contribuyó a enloquecerla negándole el amor, negándole el reconocimiento de su ayuda, obligándola a utilizar la fuerza y los extremos para conseguir de él lo que le habría correspondido como esposa. Con Josie mostrará Roth sus peores facetas; por ejemplo, la condición que pone para casarse con Josie es que ella aborte el niño que pretende llevar en su vientre. Él dice saber que ella mentía acerca de su embarazo, pero antepone el aborto como condición del matrimonio; quiere sobre todo saber la verdad sobre el embarazo que sirve de pretexto de dicho matrimonio. Esta reacción consentidora ante la «treta» del embarazo de Josie resulta como poco extraña y cruel, porque, tras la apariencia de estar dándole aquello que ella desea, que es el matrimonio, niega el verdadero compromiso, que sería concebir un hijo juntos.

Al sentirse atrapado, Roth comete atropellos que alimentan sus sentimientos de culpa, y en su huida despavorida de Josie termina encontrandose con lo que más teme: una relación de dependencia, con él ejerciendo de maltratador. Los sentimientos de culpa imposibilitan una defensa eficaz ante ella, y es así como Josie se apodera de su vida, de su psicoanálisis y de su obra.

Resume así sus recaídas con ella: “aún me sigue extrañando, a estas alturas, que alguno de los dos –o ambos– no resultara malherido o muerto” (p. 138). Si lo que más atesora Roth es la libertad de poder hacer lo que le viene en gana, con Josie no sólo restringe esa libertad, sino que va un paso más hacia la esclavitud, viéndose obligado a hacer cosas en contra de su voluntad. Su elección de pareja, aparentemente una apuesta por la libertad, resulta ser un auténtico atentado contra ésta.

Cuando Zuckerman pide a Roth que reconozca a Josie el importante papel que ocupa en su obra y en su vida y que ella con tanta violencia reivindicaba, da un paso decisivo hacia el esclarecimiento del lado oscuro de su relato. Josie merecería llevar su verdadero nombre en Los hechos, dice Zuckerman, porque es la antagonista verdadera, y no puede ser relegada como las demás a un papel alegórico. De hecho, habría que escribir un libro titulado Mi vida como mujer, con el punto de vista de Josie. A las otras mujeres, Roth las ha vencido fácilmente. Con Josie, en cambio, se ve obligado a regresar una y otra vez al campo de batalla. Una y otra vez, ella lo descompone. Josie es la verdadera heroína de su historia, ella le ha brindado la increíble oportunidad de, por una vez, no ser él la consciencia dominante en todas las situaciones. Ella le engañó, le venció. Roth se pierde en especulaciones, suposiciones, racionalizaciones de índole literaria que apuntan, eso sí, a la lucha de poder que se daba entre ellos. “Me ha vencido, y esto me ha venido bien”, es lo que se viene a decir Roth. Zuckerman dice que ella es su auténtica counterself, pero Roth no parece ver con claridad de qué modo se proyecta en ella; de haberlo visto, las hostilidades contra ella se habrían dirigido contra sí mismo, algo que no se podía permitir. Su derrumbe emocional le mostró el peligro mortal que esta relación encerraba. Roth no podía prescindir de ella pero la forma de utilizarla no le dejaba vivir, no podía enfrentar la verdad de lo que ella representaba, y tampoco logró ocultarse los hechos convenientemente. Josie se convirtió así en una defensa neurótica mal concebida, muy molesta, a la que el escritor no logró desmontar en su psicoanálisis de siete años ni tampoco con sus escritos.

Roth necesita a Josie como castigo y como límite, y se la impone él sólo, como todos los hijos que han incapacitado a los padres para imponerles límites dominándolos. Necesita el desenfreno de la locura de Josie para proyectar en ella la suya, su aptitud para manipular de todas las situaciones, su increíble habilidad para descubrir y esconder cuanto le conviene: “Alguien tan mentalmente astuto, tan sensible a los ecos de todo lo que alguna vez pudo decir, alquien tan hipersensiblemente consciente de su influencia y tan hábil para calibrarla” (p. 234). Si antes Roth estaba habituado a mover los hilos, ya no lo hacía. Ahora era ella quien los movía. Josie es, en efecto, su counterself, la necesita para verse en ella. De allí la importancia de Josie en su obra, la insistencia con que comparece dentro de ella, con que se queja de ella, incluso después de su muerte. Refiriéndose a sus diarios, Elias Canetti habla de la intromisión, a la hora de escribirlos, de un “interlocutor cruel”, un interlocutor implacable que le decía todas las verdades crudas acerca de sí mismo. Roth tiene a Josie, su alivio y su castigo, en quien se refleja y en quien proyecta sus defectos.

La relación con Josie es la verdadera prueba de la introspección,  principal tarea de Roth. Una tarea que se le resiste durante mucho tiempo y cuyo final no cabe vislumbrar en Los hechos.

“Josie no es meramente algo que te haya sucedido, es algo que tú hiciste que sucediera. Pero, si es así, quiero saber qué te llevó a ella a partir de una niñez tan fácil, tan maravillosa, tan libre de conmociones […] Porque es el motivo lo que se queda fuera” (p. 221), le escribe Zuckerman a Roth. Y enseguida:  “Estabas tocando lo que te ha obligado  vivir la vida imaginativa. Sospecho que lo que se acerca más a una autobiografía de aquellos impulsos es precisamente la fábula de El mal de Portnoy” (p. 223). Este insight, correcto aunque parcial, apunta a la pieza que falta: la rabia y la ambición desmedidas de Roth por superar a su padre y a todos los suyos. Esta rabia no se debe a Josie, estaba allí desde antes para que ella entrara en su vida. Zuckerman reprocha a Roth su victimismo, que le evita tener que reconocer que es un ingenioso fugitivo, incapaz de asumir su parte de responsabilidad en lo que le va pasando. Le recuerda que fue él quien salió en busca de Josie y del enfrentamiento del la Yeshiva, quien necesitó esa guerra, esa herida, fuente vigorizante de su rabia, energía renovada para su rebeldía. “porque las fuentes que te desgastan son las que os alimentan, a ti y  tu talento” (p. 27). Le acusa de estrujar cada gota del caos que Josie llevaba dentro: “le debes a ella esta gran explosión de rabia”.

Lo que en su relación con ella parecía una lucha por su libertad encubre otra lucha mucho más importante: la de conocerse a sí mismo con la ayuda de Josie. Al contrario de las apariencias, él no buscaba a la mujer fuerte, independiente y libre –a ésta la dejó marchar–: él se proyectaba en esta mujer débil, dependiente pero a la vez llena de pasión y de determinación, la única persona que no se rindió ante él; y él, tan ciego ante lo que ella en realidad representa, y quizás por eso mismo, sigue implacable y confuso, envuelto en la repetición de sus acusaciones, implacable a la hora de juzgarla por sus debilidades, ajeno por completo al hecho de verse reflejado en ella. A la pregunta de por qué no salió corriendo, por qué la aguantó, se responde diciéndose que la utilizaba, si bien sólo en el aspecto literario: “¿Cómo podía un novelista a medio hacer, aún con las plumas pegadas al culo, abrigar la menor esperanza de desvincularse alguna vez de esa  imaginación que con tamaña desvergüenza fraguaba las más diabólicas ironías? No era sólo que ella la que deseara mantenerse indisolublemente unida a mi autoría y a mi libro; era también yo quien no podía desgajarme de ella” (p. 149). Hasta que no publicó El lamento de Portnoy no logró descolgarse con nada que se acercase a ese don  tan atrevido de ella. “Fue, sin ddua alguna, el peor enemigo que he tenido, pero, ay, también fue nada menos que la mejor, entre todos mis profesores de Escritura creativa: especialista por excelencia en la estética de la ficción extremada” (p. 150). Roth ve los aspectos literarios de su esclavitud emocional con Josie, pero no ve cómo su propia agresividad y crueldad lo arrojan a esta vorágine de culpa y expiación. La respuesta a la  pregunta de por qué no salió corriendo y en vez de esto se casó con ella, probablemente sea: porque enfrentarse a los mismos defectos de Josie pero en sí mismo, le hubiera resultado insoportable.

La lucha entre Josie y Roth recuerda la lucha entre dos personalidades de un mismo ser a la que sólo uno de ellos puede sobrevivir: “Siempre había sabido que uno de los dos tenía que morir para que el puñetero embrollo pudiera solucionarse” (pp. 203-204). Cuando Josie muere en un accidente, se pregunta Roth: ¿”Cómo iba a estar muerta sin haberla matado yo?» (p. 198). Los aspectos infantiles omnipotentes salen a relucir cuando él ve el féretro y le dice: “Has muerto, y no tuve que matarte yo”. A lo cual, la difunta habría replicado, según Roth: “Mazel tov” [‘Enhorabuena’]” (p. 199). Bromea, no siente nada, lo que parece una negación absoluta de toda culpabilidad. “Estaba muerta, no la había matado yo, pero tendrían que pasar años de aperreada experimentación para que lograra descontaminarme de la rabia y descubrir el modo de expropiarle a ella el odio como tema objetivo, en vez de verme arrastrado por él como motivo que lo imponía todo. Mi vida como hombre, al final, no resultaría tanto mi modo de vengarme de ella como su modo de vengarse de mí, dados los insuperables problemas que me planteó el libro. Escribirlo fue cosa de ir acumulando arranques en falso, uno detrás de otro, hasta el punto de quedarme casi sin voluntad” (pp. 199-200) Todavía pasarán unos años hasta que Roth pueda hacerse cargo de lo que de sí mismo colocó en Josie.

Pero Josie no es su único castigo. El siguiente es su «casi» muerte, a los treinta y cuatro años, por causa de una peritonitis. Intenta racionalizar el incidente atribuyéndolo a una predisposición familiar y no a su relación con Josie, pero el mero hecho de mencionarlo lo pone en duda. No puede liberarse de ella, sigue hablando de ella. Salir con vida de esta peritonitis le hace sentirse lleno de vida. Se acuerda de cómo en su matrimonio hubo frecuentes amenazas de muerte. “Me sentía fuerte y afortunado, ser humano entre seres humanos, por haber sobrevivido la peritonitis; nunca habría sabido, en cambio, qué hacer conmigo mismo por haber aguantado a mi mujer sin que me costara la vida, y no porque no hubiera meditado al respecto. En los años sucesivos, pensaría mucho, y meditaría, y convertiría en fición el modo en que yo mismo hice posible que Josie me ocurriera. Y se me ha hecho evidente, mientras escribo esto, que aún soy capaz, en no poca medida, de seguir dándole vueltas» (p. 183). La experiencia con Josie fue vivida como una enfermedad mortal. Su muerte fortuita le devuelve la vida y la libertad. Pero lo que seguirá sería una relación pacífica y conveniente, convencional y sensata: su relación con May, una mujer que no le plantea ningún reto, una mujer que no le inspirará ningún libro. Que no le interesa.

 


[1] Philip Roth, The Facts: A Novelist’s Autobiography, 1988; traducción al castellano de Ramón Buenaventura: Los hechos. Autobiografía de un novelista, Barcelona, Debolsillo, 2009; todas las citas se dan conforme a esta edición.

 

Resumen

En Los Hechos Philip Roth hace un esfuerzo descomunal por llegar al fondo de las verdades acerca de sí mismo: de sus  relaciones con sus padres, con sus mujeres, con sus personajes. En este artículo emprendo un análisis paralelo del personaje ‘Philip Roth’ basándome en sus escritos y muy en especial en Los hechos, aportando mi visión de los hechos a los temas de mayor relevancia para el escritor: la libertad, el poder, la rebeldía, la debilidad, la culpa, y a su autoanálisis en general.

Palabras clave: crisis, debilidad, éxito, culpa, literatura

 

Summary

In The Facts Philip Roth makes a huge attempt to reach the final truth about himself: about his relationships with his parents, his women, his characters. In this article I undertake a parallel analysis of the character ‘Philip Roth’ based on his work and especially on The Facts, providing my point of view of the facts in issues of great relevance to the writer such as freedom, power, rebellion, weakness, guilt and to his self analysis in all.

Key words: crisis, weakness, succes, guilt, power

 

Raquel Kleimann es doctora en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid y psicoanalista, miembro del Instituto de Psicoanálisis de la APM (Asociación Psicoanalítica de Madrid). Es autora del libro Elias Canetti – Luces y sombras (Biblioteca Nueva, Madrid, 2005).

raquelkleinman@gmail.com