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La desazón general –para usar un término suave– que provoca hoy la política y todo lo que se relaciona con ella puede atribuirse a variedad de factores: a la falta de integridad de algunos –no de la mayoría– de sus actores más visibles, a la decepción producida por el incumplimiento de promesas excesivas o a la sensación de que opera como interferencia inútil e incluso nociva para el bienestar personal y colectivo. Cada una de estas actitudes puede darse como hecho individual o como fenómeno colectivo. Cuando se extiende hasta hacerse mayoritaria, el descontento por el funcionamiento de la política se intensifica, aumenta su desprestigio e incluso se predica la necesidad de prescindir de ella.

En mayor o menor grado, es una situación que se registra en los países democráticos desde ya hace cuarenta años. La literatura politológica sobre los problemas de la democracia contemporánea es amplísima y antigua. Se inicia en los años setenta del siglo pasado. Cuando España intentaba de nuevo la puesta en marcha de instituciones democráticas,  los países con una mayor experiencia de ellas constataban ya sus crecientes deficiencias. Esta progresiva conciencia de crisis de la política democrática se ha intensificado a partir de la “gran recesión” que el mundo capitalista experimenta desde 2007-2008 y que ha tenido en España una repercusión especialmente grave.

Hay que notar que esta “gran recesión” sin precedentes está golpeando de manera especial a los países democráticos. Presenta caracteres aparentemente contradictorios si se observan sus antecedentes. La cultura dominante –la ideología hegemónica– procuró con éxito notable descalificar el valor de lo público, de lo colectivo, de lo compartido. Insistió en la prevalencia de lo privado, de lo individual, de lo exclusivo. Cada sujeto dependía de su propio esfuerzo y de su propia suerte y toda intervención de lo público era descalificada como interferencia perturbadora de una armonía social en progresiva construcción.  El sujeto no era concebido como candidato a comprometerse solidariamente en la definición de las necesidades colectivas y en las causas comunes, sino como cliente exigente cuyas demandas individuales –a menudo inducidas por las armas propagandísticas de esta misma cultura dominante– debían ser siempre atendidas.

De un modo o de otro, esta cultura ha permeado las actitudes de profesionales de la política y de hombres y mujeres de la calle. Pero cuando sobreviene la “gran recesión” en los países desarrollados, se pone de manifiesto que no estamos ante una inevitable catástrofe natural, sino que es resultado de manejar economía y política a partir de aquellos supuestos ideológicos: minimización de la regulación pública, amplia libertad de maniobra para los mejor situados en la esfera económica, insostenible estímulo consumista para los clientes-usuarios. Sin embargo, el fracaso de este “modelo” económico-político parece castigar todavía en mayor medida a la política. La política es acusada de no prevenir la catástrofe y  de ser incapaz de repararla, con lo cual  se confirmaría la tesis de quienes han conducido política y economía a su lamentable situación actual. Mientras tanto, la estructura económica existente resiste y permanece inalterada en sus presupuestos básicos.

Con todo, la restauración de un mayor equilibrio (o de un desequilibrio menos insoportable) entre actores colectivos e individuales no puede venir si no es de la propia política. Es decir, de la intervención colectiva en la configuración de las relaciones sociales. Para ello, no bastan la remoción de los corruptos ni la remodelación de las instituciones y de sus prácticas usuales. Es necesaria la recuperación de espacios para un pensamiento político y social que apunte a un objetivo último: revelar que cada biografía o episodio individual se inscribe en una historia común. Y que, por consiguiente, la respuesta a los avatares negativos o positivos de dicha biografía depende o dependerá de una acción colectiva que intervenga en el proceso social. En otras palabras, que aquel jaleado usuario-cliente difícilmente podrá resolver sus problemas si no llega a convertirse en ciudadano comprometido –a su modo y medida– en aquella acción colectiva.

Si no se hace visible del hilo que vincula lo personal con lo social, la política democrática no tiene lugar. Lo ocupa la política, pero no la democrática. Porque la regulación coactiva de los inevitables conflictos de la sociedad  queda entonces en manos exclusivas de unos cuanto que ocupan posiciones dominantes gracias a su riqueza, a su conocimiento experto o a su situación privilegiada por el control de determinados recursos. Es decir, se establecen los diversos modelos de régimen dictatorial que no cuentan en su origen con la ciudadanía, ni responden ante ella por sus resultados.

Para conseguir la restauración de una razonable calidad democrática, es necesario superar la desconfianza inducida hacia lo público, hacia la política y hacia sus operadores. Al psicoanálisis puede corresponder averiguar las raíces de esta desconfianza, señalar cómo se propaga y denunciar las contradicciones entre discurso  y comportamiento que se dan en cada uno de nosotros y no solo en los profesionales de la política. Sería su contribución a neutralizar el predominio de una visión del sujeto que lo presenta como “maximizador” de su propia utilidad, como un egoísta racional que calcula los pros y contras de las alternativas que se le presentan y se comporta en razón al balance que establece entre ellas. Porque si éste es el patrón indiscutible de la conducta humana, la lucha contra la corrupción sería una batalla perdida, las promesas ilusorias para conseguir apoyos electorales continuarían siendo un arma imprescindible y la aspiración a reducir la política a una herramienta de carácter represor  estaría justificada.

Está probado que la sociedad española no es un caso aparte y que su malestar político y social es compartido actualmente por otros sistemas democráticos. Si algo tiene de singular es lo súbito y agudo del fenómeno. Tal vez pueda atribuirse a la euforia colectiva de hace pocos años cuando se proclamó la conquista esplendorosa de todo tipo de cumbres y de éxitos: “España va bien”, “nuestro sistema bancario es el mejor de Europa”, “nuestra renta per cápita está superando la de Italia y la de Francia”, “nos corresponde participar en el G-20”, “la roja alcanza una excelencia futbolística insuperable”, etc. El choque repentino con una muy desagradable realidad ha incrementado –más que en otros lugares– el grado de desmoralización colectiva. Algo podría explicar quizá el psicoanálisis en este fenómeno de aguda depresión colectiva, si es ésta una categoría admisible por la doctrina.

En síntesis, pues, la esperanza de una mayor calidad democrática no puede fundarse exclusivamente en el recambio de personas, en las reformas legales o en las remodelaciones institucionales. Es en la reinterpretación de la relación entre lo individual y lo colectivo donde puede encontrarse el fundamento para una regeneración de la democracia. Solo así podrá impedirse que –como ocurrió en otros momentos de la historia– la democracia se convierta en un paréntesis excepcional y más o menos pasajero entre períodos “normales” donde se combinan una explotación socioeconómica más o menos descarnada y una tiranía política más o menos violenta.

Josep M. Vallès
Catedrático emérito de Ciencia Política
Departamento de Ciencia Política
Universitat Autònoma de Barcelona
josep.valles@uab.es