Algunas acotaciones previas
En este escrito vamos a ceñirnos al ámbito de la ética, entendida como filosofía moral, es decir, como una reflexión crítico-racional que toma una distancia respecto del fenómeno moral con el objeto de entenderlo, reconsiderarlo, criticarlo y recomendar transformaciones en él. Si esta reflexión ética versa sobre unas categorías tan concretas como las del perdón y la reconciliación, se trata entonces de trascender su origen y contexto y convertirlas en categorías aplicables en el siglo XXI. En el caso que ahora nos ocupa, esto significa transformar unas categorías de claro origen religioso en nuestra cultura occidental, como la mayoría de las morales heredadas, y pensarlas para sociedades que no necesariamente comparten una fundamentación religiosa de las autoridades morales y sus consiguientes categorías, pero que sin embargo siguen necesitadas de la realidad a la que aluden el perdón y la reconciliación, a saber, paliar el daño moral.
Se trata entonces de comprender estas categorías del perdón y la reconciliación no vinculándolas a la culpa (pedir perdón no es sinónimo pues de pedir disculpas), pecado o castigo divino, sino de pensarlas como categorías éticas ligadas a la responsabilidad pero, como veremos en el caso claro del perdón, limítrofes con el fenómeno de la fe, la espiritualidad y la religiosidad y, por tanto, con las denominadas éticas de máximos (Cortina, 1986). Las éticas de máximos se caracterizan por su apuesta por una determinada manera de concebir la felicidad, la calidad de vida, definiendo explícitamente cómo se deber vivir. En ellas se aconseja, se invita a vivir de una determinada manera muy concreta, porque así creen obtener la plenitud. El perdón difícilmente se entiende si no es en el marco de este tipo de éticas de la gratuidad.
La categoría de la reconciliación, más jurídica y política, tiene que ser regenerada para hacer posible la convivencia en sociedades moralmente plurales cuyas gentes no comparten sus justificaciones últimas de sentido pero sí el territorio. La reconciliación la abordaremos como una categoría de la ética de mínimos, una ética sobre la justicia que omite aludir a cuestiones cosmovisivas como la felicidad y la vida plena de sentido. La ética mínima es una ética cívica, parte ineludible de toda ética de máximos, que no dice cómo vivir, sino cuáles son las condiciones mínimas, decentes, para cualquier persona. Sus criterios son la dignidad y la justicia. De forma que, parafraseando a A. Macintyre (1987), una vida digna y justa es una vida dedicada a la búsqueda de la vida buena. La ética mínima alude a derechos y deberes: y el derecho a saber la verdad y el deber de averiguarla y transmitirla son parte esencial de la justicia y, por tanto, de la reconciliación. Las éticas de máximos se mueven en el ámbito de las preferencias y las opciones muy personales sobre las razones para vivir, y también para perdonar.
Como las morales son productos culturales relativos a los contextos históricos, una reflexión ética pretende pensar esas categorías para, o bien abandonarlas en tanto que prejuicios de una época, o bien regenerarlas para ponerlas a la altura de los tiempos y sirvan en la función encomendada de orientar la toma de decisiones asumiendo la responsabilidad por los actos cometidos. Llevar a cabo este ejercicio reflexivo con las categorías de perdón y reconciliación, con objeto de hacerlas vigentes y válidas en el siglo XXI, es el objetivo de este trabajo.[1]
1. El perdón difícil y la reconciliación factible
Aquí nos vamos a centrar en el acto, en el que concluye un proceso interior personalísimo, que es el dar perdón (per-donar), y no tanto el pedirlo, una vez descartamos ya desde un inicio el poder exigirlo; porque el perdón se puede dar y pedir, pero no exigir, pues como veremos más adelante, no hay un deber estricto de perdonar.
Por perdonar entendemos el poder o capacidad de trasformar en confiable la relación con la persona (o personas) que cometió un acto imperdonable, dolorosísimo. El acto que alguien nos hizo, infringiéndonos un daño inmenso, es un acto en tanto que hecho, imborrable e imperdonable. Como acto, decidido y ejecutado, es imperdonable porque no debería hacerse, nunca, a nadie: es lo normativamente malo, por hacer mal. Como hecho es imborrable, está ahí siempre, pasó; y no con gloria sino con una gran pena porque dejó una herida profundísima. Mas no hay vuelta atrás, es irreversible en cuanto hecho en el mundo y en la biografía del agredido. Hay pues un enorme agravio, una falta, en un pasado que no se puede borrar, pero tampoco se puede olvidar sin que dicho olvido conlleve consecuencias patológicas para la vida y la forja de identidad de esa persona.
Estamos hablando, pues, de circunstancias enormemente dolorosas fruto de actos imperdonables; situaciones límite las llamaríamos con Jaspers (1989). El acto es imperdonable porque marca un antes y un después en la identidad y biografía de uno. Pero que el acto sea imperdonable, dado que nunca debió acontecer, no convierte a la persona que lo cometió solo en su acto. El perdón es un proceso de transcender ese acto, de ir más allá de él y aludir a la persona que lo hizo, al ofensor, como mucho más que eso; lo que conlleva a entenderse a sí mismo en cuanto ofendido también como mucho más que dolor y herida. Sin duda que estas herida y este dolor son una parte de su historia y una condición clave de esa historia, pero no es el todo.
El perdón nace del convencimiento de que la persona es más que su acto. Y al dar el perdón ―mejor que concederlo, ya que suena a humillante y a asimétrico, pues el que lo concede le recuerda al otro que está en deuda con él― la persona herida trasciende su herida, esta puede cicatrizar sin tener que negar el pasado dolido ni quedar enquistada en él. El perdón reconcilia a la víctima que lo concede con el victimario haciéndole trascender esa condición. El perdón es una transformación en la relación pues se está dispuesto a volver a confiar en esa persona que provocó la falta, el agravio, el daño. Al transformar la relación la persona herida transciende ese pasado y se instaura en el presente y en el futuro como una unidad narrativa.
El perdón es un proceso tan personal e íntimo y de tal grandeza moral que es meritorio, loable, admirable en sumo grado, pero no exigible. Estos actos en ética reciben el nombre de actos supererogatorios. El perdón es un dar y es un don y, en efecto, la persona que lo concede es de tal grandeza, de tal altura (inversamente proporcional a la falta cometida por otro y por él sufrida) que no se puede exigir.
La reconciliación no precisa del perdón. La reconciliación alude más a procesos comunitarios que exigen la convivencia pacífica sin tener que esperar, si llega, el perdón. De esta forma el perdón alude a la conversión del corazón del que lo concede y apunta al amor y a la espiritualidad (ética de máximos), mientras que la reconciliación se mueve en un terreno más probable, y por ello más exigible, por el imperativo del tener que convivir y coexistir, debiendo respetarse o mejor, tolerarse, pero no necesariamente amarse. El perdón implica reconciliación; la reconciliación propicia el perdón pero no lo requiere, ni mucho menos lo garantiza. Mientras la segunda puede ser exigida jurídicamente como conveniente, el primero es personal e intransferible.
Los procesos de perdón y reconciliación cuentan con condiciones que los facilitan y fomentan. Entre esas condiciones de posibilidad se hallan la verdad y el tiempo. Hay que querer saber la verdad, querer tener tiempo y dedicarlo a la escucha atenta de las vivencias y versiones de los hechos; y deseo de… La verdad de un daño radica en que uno lo hizo, lo quisiera o no hacer, y el otro lo vivió. No hay aquí nada metafísico ni conceptual: del dolor no se duda. Es muy cínico, como nos recuerda el humorista, creer que el dolor propio es insoportable y el ajeno, exagerado.
Seguramente por eso en Sudáfrica las comunidades de la verdad y la reconciliación llevan ese nombre: era muy conveniente para la reconstrucción del país llevarlas a cabo, había que narrar y escuchar todos los daños pero no se exigía el perdón, lo prudente era la reconciliación, el recordar para sanear y comenzar de nuevo al menos la convivencia. Dichas condiciones de verdad y tiempo para la reconciliación (“yo estuve allí, yo lo sufrí, yo lo vi, yo lo hice…”) son condiciones necesarias para el perdón, pero no suficientes: el perdón incluye además algo rayando la fe, la espiritualidad, la religiosidad, por misterioso más allá de la mera razón. Por eso P. Ricoeur (1983) habla del perdón difícil: “igual que el amor, el perdón no es imposible pero sí difícil, muy difícil”. Que no se pueda perdonar tampoco debería conllevar ni culpa ni malestar: pero que se haya podido dar merece reconocimiento a la grandeza moral que supone.
2. Sobre pseudo perdones: el perdón se dice de demasiadas maneras
Como ya se puede constatar, el perdón ético al que aquí estamos aludiendo no es el perdón para lograr la salvación eterna; no es el perdón de la tradición de Abrahán, demasiado ligado a la culpa y al pecado. Esta noción de perdón comparte con la noción ética la libertad como su condición de posibilidad. Pero mientras que en el perdón de Abrahán se sabe lo que debe hacerse y no se hizo, pues cuenta con orientaciones y guías sobre lo que es el bien y el mal y por ello el mal se liga a la culpabilidad; en el perdón ético partimos de la ineludible falibilidad humana, pero ya no ligada a la tendencia pecaminosa, sino simplemente porque se tornó complejo saber qué es el bien y el mal. El precio de las sociedades moralmente plurales, tecnificadas, vertiginosamente cambiantes, que divergen en qué es eso del bien y del mal (el caso es claro en el rechazo por parte de un paciente al tratamiento eficaz que el médico le ofrece) es, como ya advirtieran los existencialistas, la angustia. De ese modo estamos abocados a gestionar el riesgo de error o acierto. Por eso el perdón no va ligado a la culpabilidad pero sí a la responsabilidad, es decir, a asumir las consecuencias aunque no las conociéramos ni hubiera siempre intención de dañar, pero se dañó.
Es perdonable la persona que cometió un error. Pero es más difícilmente perdonable que no se aprenda y se sea reincidente. Cuando hemos aprendido de un mal acaecido que sabemos ya cómo evitar, entonces no estamos ante catástrofes, sino ante calamidades (Garzón Valdés, 2004). Por eso el perdón reincidente de aquel que lo pide, como quien pide permiso para volver a cometer el daño, es una triste figura de esta categoría ética. Hay pues en el perdón un propósito de enmienda. Por un lado, por parte de quien lo pide, de no volver a fallar; por otro lado, por parte de quien lo concede, de no consentir que se desdibuje la dignidad del victimario para poder considerarlo congénere desde la fraternidad, hecho de la misma materia, compartiendo el mismo mundo, digno de una segunda oportunidad. Pero el que se aprovecha del perdón y lo pide sin propósito de enmienda se burla del perdón y del otro, lo que convierte al otro en cómplice de su victimismo. Y aquí es donde creo que la humana capacidad de perdonar también es finita: puedo perdonar a alguien una vez, pero dos veces es un abuso de la capacidad de paciencia, de padecer y, por supuesto, de confianza.
En el perdón hay pues un proyecto de futuro de “nunca más”, por eso no debemos olvidar, para recordar que no debe acontecer más: la primera vez sucedió, ¿nos pilló desprevenidos?, la segunda era un deber estar atento, que eso es el respeto (respiciere), a saber, mirada atenta. Tomarse en serio el perdón pasa por “no proclamar su nombre en vano”, y esa falta de respeto a todo lo que el perdón pone en juego, ese jugar con el perdón, convierte en cínico al que lo implora reincidentemente.
Por eso mismo tampoco es auténtico perdón el que se pide a priori para disponer como de una legitimidad para dañar. Hablamos ahora de aquel que dice: “perdona que te diga pero…” y va a herir, a ofender. Hay aquí una pirueta perversa, en este perdón a priori se hacen trampas. El perdón se pide o se da por el daño cometido (con o sin intención, al constatar el mal infringido). Pero si el que lo concede ya ha sido advertido, ha tenido cierto tiempo para “cubrirse”, lo pilla prevenido, cauto, preparado y, por tanto, con amortiguadores, no es esta una situación límite. Y en el que pide permiso para herir lo que hay es un deseo explícito de dañar, seguramente fruto de un resentimiento, y como sabe seguramente de ambos dolores, el suyo padecido y el que ahora inicia, empieza por el final: pido perdón pero estoy dolido y por eso quiero que te duela a ti también. Aquí no hay perdón, estamos en plena batalla campal por el reconocimiento.
Como hemos visto que no puede darse el perdón sin tiempo, pues el perdón precisa de un proceso de cicatrización, de paliación del dolor, por eso mismo no hay perdón exprés. Esas estrategias escolares de hacer que los niños que se han peleado se den un besito y se pidan y concedan perdón es otro sucedáneo del perdón puro. El proceso que concluye en el acto de perdonar es interior, autónomo, no puede venir de fuera, requiere tiempo y narración, explicación y paliación. A veces para los humanos entender es el principal paliativo. Por eso H. Arendt (2010) reiteraba aquello de “quiero entender” (Ich will verstehen); eso, o al menos detener la búsqueda angustiosa del porqué, porque no hay explicación a lo que se nos hizo. En ese caso entonces uno puede reconciliarse con el acto: fue y punto. Pero el punto se pone porque decide parar y pasar a otra cosa, que no a borrón y cuenta nueva. El borrón deja máculas en la memoria, y la claridad expositiva es una necesidad para la forja de la identidad: todo en nuestro pasado nos pertenece, todo él confluye en el río de la vida.
Por eso tampoco son auténtico “perdón” el indulto ni la amnistía. La amnistía es amnésica, obedece a un olvidar lo ocurrido: no ha lugar para la trasformación del perdón sino para el borrón, con las perniciosas consecuencias de rencor y resentimiento. De ahí el dicho de que la guerra es mala porque deja más gente mala de la que se lleva. El indulto es un favor del que tiene la gracia de concederlo; pero no deja de ser un ejercicio de poder sobre otro al que se le recuerda que está en deuda con él: se conmuta así una deuda por otra. Tanto el indulto como la amnistía son figuras jurídicas “utilitaristas” porque su finalidad es descongestionar prisiones, o climas sociales; son figuras jurídicas que pueden “funcionar” de cara a la cohesión social. Se sitúan por tanto en las dinámicas de la reconciliación como mucho, pero no del perdón.
Hay perdones que pueden llegar a ser humillantes. Perdonar es la manera de demostrar al otro, concediéndole el perdón, la superioridad sobre él demostrándole algo así como que no únicamente se ha superado la herida, es que tampoco ha dejado tanta huella como para inocularme el subsiguiente mal del resentimiento. Ésta es la figura del “perdona vidas”, que, siguiendo a O. Wilde, no deja de ser una forma muy sutil de venganza al humillar y rebajar al otro.
El perdón también es considerado humillante pero justo por otro motivo: cuando el que lo pide cree que ha hecho daño, menospreciando la fortaleza de la supuesta víctima que, en realidad, está muy por encima de la mezquindad del que hace daño. El perdón así entendido hacer creer que el otro tiene capacidad, poder de herirle a uno, cuando el poder de este es muy superior, es una especie de Übermensch que está más allá de esas “estupideces infantiles”.
Por último, tampoco nos parece un perdón puro el que seguramente desde la psicología es muy aconsejable, a saber, el perdón terapéutico. En este caso no se restaura al otro en su dignidad, simplemente el perdón se da para salvarse a sí mismo. Aquí se busca el propio interés, el perdón va en beneficio propio, pues cicatriza heridas, uno se recupera y se libera de sentimientos desestabilizadores. No se trata de un perdonar para restituir al otro la confiabilidad, la segunda oportunidad; ahora se trata de perdonar porque nos va bien para nuestros fines, con lo que el perdonar no es otra cosa que una estrategia inteligente para recuperar la serenidad deseada.
Sin ánimo de censurar éticamente esta forma de perdonar, entre otras cosas porque hace bien sin hacer mal, la mácula en su pureza radica en que se mueve por una estrategia utilitarista. Se trata también de un perdón impuro pero, qué duda cabe, para algunas víctimas de situaciones límite puede ser más que suficiente. Si bien no tratamos de censurarlo en absoluto sí que hay que distinguirlo del perdón total que hemos considerado extraordinario y que dota de inmensa grandeza moral al que es capaz de otorgarlo.
3. Algunas ideas para seguir pensando las categorías del perdón y la reconciliación
El perdón es normativo en tanto ideal al que tender, pero no es normalizado pues más bien es extraordinario. Si decimos entonces que el perdón debería ser pero que no es exigible, estamos defendiendo que cabe fomentar ese esfuerzo tensional aunque no todo el mundo puede. Supone así un esfuerzo, seguramente una disciplina, una ética y una espiritualidad, todo lo cual lo sitúa en la frontera entre lo ético-racional terrenal, la fe y la trascendencia. El perdón es una apuesta, un salto: ha de tener sentido.
El perdón es individual, personalísimo, espontáneo, y es porque sí: es un don y una gratuidad. El don se recibe, pero se cultiva y cuida; la gratuidad es la donación total. Por eso ni cabe exigirlo ni esperar a que nos lo pidan. Porque es porque sí, porque puedo y quiero, en primera persona del singular, que te/os perdono: te arrepientas o no, me lo pidas o no. Yo quiero darlo, te lo mereces por ser quien eres, simplemente una persona, como yo, digna de amor y perdón.
En efecto, el perdón es la forma de amar más excelsa y extraordinaria propia del animal enigmático y espiritual que es el hombre: hace, se arrepiente, aprende, reincide, perdona, y se perdona.
Como decía Kant, las personas tienen dignidad y las cosas precio (Kant, 2000). El fundamento de los derechos humanos es esa realidad moral que estamos dispuestos a reconocer en nuestra persona y en la de cualquier otro. La dignidad es la cualidad de una persona que lo convierte en fin en sí, en un valor absoluto, no instrumentalizable, inviolable. El perdón se fundamenta en la dignidad personal. La dignidad no es, como la autonomía, un grado, sino que se tiene o no se tiene. Resulta que afirmar que las personas tienen dignidad significa que la tienen siempre, que son merecedoras de un trato y tratamiento específicos que es el respeto. Mas si son dignas de respeto siempre, el que no ha respetado, no se ha respetado, merece compasión y merece reconciliarse con la humanidad en su persona y en la de cualquier otro. Perdonarse a sí mismo es tarea de él, pero sin duda forma parte de ese proceso interior que el otro les dé el perdón.
Al ser personas humanas, es decir, falibles y mortales, estamos condenados, como decía Sartre, a la libertad (Sartre, 2000); estamos expuestos al aprendizaje, al ensayo y al error. Si nuestra condición humana nos hace dignos, aquello que estamos dispuestos a considerar “sagrado” para cualquier persona en cualquier lugar en cualquier momento, somos por eso mismo dignos de amor y perdón. Forma parte de la posibilidad de proyectarse el no quedarse esclerotizado en un acto: uno es lo que hace, pero no solo lo que hizo, dijo e hirió, también es lo que deshace y desdice y así palía o repara.
En el perdonar hay una agencia moral inmensa, sublime: uno se reconoce como paciente pero también como agente. Le hirieron y da otra oportunidad a la persona del ofensor por ser éste digno de la humanidad común. No se queda en el mero padecer pasivo, sentido y resentido. Desde el rencor y el resentimiento la única agencia posible es muy mecánica, comprensible pero mecánica, meramente consistente en la acción-reacción, devolviendo así mal por mal. En el perdón hay, por el contrario, una agencia creativa realmente, y seguramente a pesar de Nietzsche, transvaloradora: devuelve bien por mal. Por eso el perdón roza la genialidad de lo extraordinario, es una fusión de razón y pasión, de comprensión y de fe, que difícilmente se entiende dentro de la mera razón aludiendo a los límites, a las fronteras entre lo ético y lo espiritual o religioso (Mèlich, 2001).
El perdón entendido así no se circunscribe al ámbito de la justicia ni, por tanto, al discurso de los derechos y deberes (Jankélévitch, 1999). De alguna forma, el que perdona renuncia a su derecho a ser recompensado y reparado en su daño: el perdón condona la deuda, por eso es una donación y un don.
Tampoco hay propiamente un deber de perdonar: porque el que hace todo lo que puede no está obligado a más. Sin embargo, a nuestro parecer, sí hay un derecho al reconocimiento, precisamente por la intrínseca dignidad que estamos dispuestos a respetar en todo ser humano, con independencia del tiempo y circunstancias (actos, delitos y faltas). Y ese reconocimiento abre una vía normativa, no exigible como los derechos, a ser perdonado. En ese sentido sí que podemos decir que no hay un derecho a ser perdonado pero sí, derivado de la dignidad y el reconocimiento, derecho a pedir perdón, a no ser excluido de los humanos.
Alguien podría replicar de qué sirve un derecho si no hay un deber que garantice su respeto y satisfacción. A nuestro modo de ver la respuesta radica en que la proclamación de ese derecho a pedir perdón, fruto de la dignidad y de la falible, finita, condición humana, recuerda el esfuerzo continuo que nos debemos a nosotros mismos y a los otros de mejorar nuestra capacidad de perdonar, y de perdonarnos. De manera que si hoy el perdón se le presenta a uno como imposible, no se quede en esa incapacidad y abdique de la tarea moral de convertir esa incapacidad en una posibilidad, de pasar de un perdón imposible a otro solo difícil, para así, en un progreso moral muy digno de mérito, hacerlo posible y convertirlo en una realidad.
Así pues, y con ánimo recopilatorio, queremos insistir en las siguientes ideas:
El perdón se da en animales espirituales, como son los humanos, quienes junto a una bestial capacidad de herir y ser herido tienen también la capacidad de escoger ―la libertad― y de hacerse cargo ―la responsabilidad―. Y ante la inmensa herida que, queriendo o no, se provocó, cabe poder pedir perdón y poderlo dar.
El perdón es una condición esencial en la forja de la identidad. Fundamentado en el intrínseco valor absoluto que es el ser humano, fin en sí no instrumentalizable, el perdón permite continuar el proyecto personal reconciliando pasado, presente y futuro, y reconciliándose con la humanidad.
El perdón crea capacidad de resiliencia (es terapéutico siempre), serena y crea vínculos, tres condiciones estas ―estabilidad, capacidad y vínculo― esenciales para gestionar los riesgos para la vida humana que se quiere afortunada.
El perdón contiene una grandeza moral que hace aconsejable a las comunidades propiciar y fomentar su probabilidad: primero generando climas de reconciliación, luego dotando de recursos en la búsqueda del sentido que guíen, dando pistas, en el peregrinaje interior que con tiempo permita esa transformación de la relación con el agresor. Si empezamos diciendo que el perdón es imposible, que no se puede, no se va a poder; si decimos que se debe, mentimos; pero si decimos que es de una grandeza moral que vale la pena intentar, a lo mejor, conmutamos la pena del dolor por la pena del esfuerzo: y el esfuerzo es mayor y admirable cuanto más ambiciosa y magnífica es la causa.
No se puede dar el perdón por solo pedirlo, aunque tampoco hace falta ni siquiera pedirlo para darlo. El acto de perdonar es un don y una donación, es un dar gratuito y espontáneo; esto no significa que no requiera de un tiempo de peregrinaje interior, muy personal, que nos haga capaces de perdonar sin tener un porqué y a cambio de nada.
Mientras que la reconciliación suele conllevar una reparación simbólica y es un trabajo de las comunidades para continuar con los trabajos y los días en paz, el perdón en interpersonal: se perdona a alguien concreto por algo determinado y es una cuestión personal intrínsecamente íntima. Ciertamente es más difícil perdonar cuando no hay rostro, cuando no hay nadie. Por eso los daños causados desde el anonimato se quedan en mera reconciliación, no hay manera de constatar si se llegó al perdón porque no hay nadie detrás. El perdón es particular y contingente, no como las categorías fuertes, como la justicia, universal y necesaria. Y no podía ser de otra manera cuando su origen es la vulnerabilidad, por equivocarse y herir, por ser herido y dolerse.
En el perdón hay un deseo de transformar la relación con el agresor. Al no querer convertirse en mero paciente pasivo del daño, no se reacciona con una acción de venganza o de expiación, que devuelve mal por mal, sino que se opta por llevar a cabo la mayor transformación. Al devolver bien por mal, el paciente deviene agente y cambia el destino animal e incluso fisiológico-natural: no reacciona mecánicamente, sino amorosamente; y no objetiva al sujeto agresor en su acto, sino que le recuerda, al darle otra oportunidad, que el daño está, pero tú, que lo hiciste, eres hoy y mañana para mí más que eso.
El perdón transciende la anécdota y deviene categoría ética. Más que de nosotros, de ti y de mí, ofendido y ofensor, víctima y victimario, agredido y agresor, el perdón nos recuerda nuestra opción por ser dignos de la humanidad en nuestra persona, de ser en el tiempo. Gracias al perdón el destino se transmuta en enigma: será nuestra relación no sólo la de ofensor y ofendido, sino lo que nosotros decidamos, agentes y protagonistas de nuestra historia, la tuya, la mía y la nuestra. Somos historia porque la hacemos, no solamente porque la sufrimos. Y porque nos equivocamos, rectificamos, pedimos perdón y emprendemos, reparando el daño de hoy. Si no hubiera perdón, no habría historia humana, agencia, creatividad y enigma. Si no hubiera perdón, no nos quedaría sino resentimiento bestial, sucesos, repetición, aburrimiento, tedio y desolación. Hay tanto en juego que debemos pensar mejor el perdón y su pedagogía: esta intuyo que sólo puede ser bajo la forma del testimonio.
4. Sobre perdonarse a sí mismo
Precisamente porque el perdón es la forma más excelsa de amor suelen dañarnos más quienes más quisimos (la traición), por eso también cuesta perdonar más a quien más quisimos. Aunque quizás el perdón más difícil sea el perdonarse uno mismo.
Perdonarse a uno mismo es una figura extraña. Superar que uno sea víctima y victimario exige un altísimo nivel de desarrollo personal, una seguridad enorme capaz de vencer el miedo a “no lo volveré a hacer”, “no me lo volveré a hacer”. Precisamente porque uno se siente falible, y se sabe que ya lo hizo, y se lo hizo, que fue real, no una mera posibilidad, el pánico a caer en grande, convierte en usual la tendencia a abdicar de responsabilidad y libertad y a entrar en la expiación.
En efecto, la libertad y la responsabilidad están en el fondo de todo esto: no hay excusas, si yo cometí el daño soy capaz de volverlo a hacer. Poner medidas preventivas para evitarlo pasa por dos procesos (y ahora sí, con juicio de valor incluido), uno bueno y otro malo:
En el malo las medidas preventivas pasan por atarse a otros, por poner grilletes contenedores, en definitiva, por sucumbir a la heteronomía: hago lo que otros me dicen puesto que yo no soy de fiar; necesito un dominio y un señor que no merezco ser yo, pues no tengo autodominio. La obediencia a otros emana de la desconfianza en uno. Abdico de la libertad pues esta en mí es libertinaje: yo necesito un señor que me ordene y mande porque yo no estoy a la altura de la tarea moral, yo no soy digno. Seguramente era esto lo que Nietzsche aborrecía de los cristianos, el no atreverse a llegar a ser quienes son, siguiendo la máxima de Píndaro, y estar llenos de culpa.
En el bueno hay un humano que persevera en el ser, que aprende, que no abdica de la libertad de forjarse golpe a golpe, que se liga y por ello ob/liga y re/liga con los ideales de lo que es ser auténtico y digno. Es esta manera de vivir, en tensión existencial, de comprometerse en el trascender los pormenores a que nuestra condición falible, moral, finita nos condena, la que garantiza al perdón trabajo de por vida. Acepta el reto, no se rinde y lucha toda la vida, porque acepta y gestiona los riesgos.
Pero ¿cómo se puede perdonar eso a ese, y más cuando ese soy yo? Pues porque ese es más que eso, porque yo, que lo padecí o padezco soy como ese (o incluso soy ese), capaz de hacer eso, y creo que todos nos merecemos siempre otra oportunidad. Cómo ese razonar se transforma en el sentir que es lo propio del perdón es algo, parafraseando a Kant, que nos llena de admiración y respeto. Seguramente estamos más allá de la razón, sin caer en la irracionalidad. Hay un aire de misterio en cómo es posible tanta grandeza en una criatura humana.
[1] Agradezco enormemente a la Sociedad Española de Psicoanálisis el haberme permitido compartir estas reflexiones en sus Jornadas anuales. Muy especialmente estoy en deuda con José Luis Lillo por enviarme sus magníficas reflexiones sobre estos temas.
Referencias bibliográficas
Arendt, H. (2010), Lo que quiero es comprender, Madrid, Trotta Editorial.
Cortina, A. (1986), Ética de mínimos, Madrid, Tecnos.
Garzón Valdés, E. (2004), Calamidades, Barcelona, Gedisa.
Jankélévitch, V. (1999), El perdón, Barcelona, Seix Barral.
Jaspers, K. (1989), Introducción a la filosofía, Barcelona, Círculo de lectores.
Kant, I. (2000), Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Alianza Editorial.
Macintyre, A. (1987), Tras la virtud, Barcelona, Crítica.
Mèlich, J.C. (2012), “Paradojas: una nota sobre el perdón y la finitud”, Ars Brevis, núm. 18, pp. 122-134.
Ricoeur, P. (2003), La memoria, la historia y el olvido, Madrid, Trotta.
Palabras clave: perdón, reconciliación, ética, acto supererogatorio, don, culpa.
Begoña Román Maestre
Profesora de la Facultat de Filosofia (Universitat de Barcelona)