1. Planteamiento de la cuestión
El objeto de este artículo sobre el arrepentimiento y el perdón es aportar una perspectiva jurídica sobre esta realidad.
Para ello comienzo con la primera reflexión y que es, a su vez, la conclusión de mi artículo: no existe un deber jurídico, ni mucho menos, una obligación de perdonar, aunque moralmente es bueno y socialmente muy conveniente.
El perdón opera esencialmente en el ámbito moral. Es una experiencia constatable que cometemos errores, equivocaciones, ya sea por dolo o por negligencia, que constituyen ofensas a otras personas.
Existe una realidad, la ofensa o agravio, que comporta un ofendido y quien ofende. Si moralmente existe culpa, pues el acto puede calificarse de indebido, es lógico que, desde la perspectiva moral, el ofendido pueda perdonar y el ofensor ser perdonado, para lo cual es necesario el arrepentimiento. Pero se trata de un acto de gratuidad, no es debido y, además, no se rige por la justicia humana.
Apuntada la conclusión, voy a esbozar el itinerario argumentativo seguido para llegar a ella y, de paso, trataré de explicar la relevancia jurídica del arrepentimiento, el perdón y la reconciliación.
2. El agravio jurídico
La dimensión social de la persona y la alteridad es la que hace aflorar, subyacente a sus relaciones con otras, junto a una dimensión moral y social, otra jurídica que, aunque en principio es distinta, se ve impregnada por las anteriores. Esto es, el contenido del derecho no es ajeno a valoraciones morales y sociales.
Además del juicio moral que puedan merecer los actos de cada persona, muchos de los cuales, por afectar a otras, guardan relación con la “justicia”, y son los que ahora nos interesan, estos comportamientos pueden alcanzar una dimensión social y tener, además, relevancia jurídica. Pueden tener una incidencia en la “sociedad”, en la medida en que afectan a la consecución del “bien común”, por ejemplo al facilitar una convivencia social basada en la confianza en el respeto de los demás. Estos comportamientos adquieren relevancia jurídica, en la medida en que el Derecho se la reconoce.
La coexistencia de una pluralidad de personas genera relaciones entre ellas que están marcadas por una razón de justicia, algunas de las cuales traspasan el marco ético para adquirir relevancia jurídica cuando el Derecho se interesa por ellas. En síntesis, una conducta empieza a ser propiamente jurídica cuando la sociedad establece un órgano, unipersonal (juez) o colectivo (tribunal), para declarar si esa conducta particular es inconveniente o no, en caso de conflicto.
Algunas de estos comportamientos con relevancia jurídica pueden constituir una agravio jurídico para otro. El agravio jurídico no tiene por qué coincidir con el agravio moral, que pueden haberlo sufrido no sólo los directamente perjudicados por la conducta, sino también otras personas indirectamente afectadas. El agravio jurídico viene conformado por la relevancia que el Derecho confiere a la conducta que lesiona los intereses de otro, que están legalmente protegidos, al conferirle la ley un derecho ante los tribunales para reaccionar frente al agravio, y, en la medida de lo posible, restaurar el quebranto sufrido.
Con carácter general, la realidad del agravio (jurídico y moral) requiere de un sujeto que lo causa y otro que lo sufre.
Cuando este agravio jurídico se genera en el ámbito del derecho privado patrimonial, en términos generales, el ofendido tiene una facultad de disposición sobre el derecho subjetivo (la posibilidad de ejercitar una acción ante los tribunales para restablecer el equilibrio de justicia quebrado con aquella conducta), que además debe hacer valer en un determinado plazo para evitar que prescriba esta facultad, en aras de la seguridad jurídica. La simple omisión en el ejercicio de la acción, su renuncia o el acuerdo alcanzado con quien lesionó su derecho, puede deberse a distintas motivaciones que son ajenas al Derecho, entre las que puede estar el perdón o la reconciliación.
Sin embargo, cuando el agravio jurídico tiene una significación penal, pues así ha sido tipificado por la Ley, en aras de la seguridad jurídica que ofrece el principio de legalidad, no tienen por qué coincidir los agraviados o víctimas, directas o indirectas, con el titular del bien jurídico protegido, pues la mayoría de los delitos se califican como públicos, de tal forma que la víctima carece de facultad de disposición sobre la acción (ejercicio de un derecho ante un tribunal), y por ello su perdón no impide que pueda ser juzgado el agravio y que el ofensor, caso de ser condenado, deba cumplir con la pena.
3. Inexistencia de un derecho al perdón
El perdón, siendo algo muy humano, fue resaltado por el cristianismo. Jesucristo nos da a conocer la misericordia de Dios Padre en la parábola del hijo prodigo, y nos exhorta a perdonar a quienes nos ofenden, con la oración del padrenuestro, y a hacerlo siempre, setenta veces siete. Esta indicación moral pretende ilustrar el camino para alcanzar la paz interior, signo o manifestación de la felicidad.
La víctima no puede vivir en paz bajo el peso del agravio, pues genera un estado permanente de desasosiego, ni tampoco el agresor puede vivir en paz con la conciencia, más o menos latente, de la culpa.
El perdón es algo que sólo se puede conceder gratuitamente, fruto de la magnanimidad. Por ello nadie tiene derecho a ser perdonado por su victima, por muy arrepentido que esté, ni tampoco el ofendido está obligado o condicionado a hacerlo. Además, el perdón de la víctima, en principio, carece de relevancia jurídica, pues no impide ni el enjuiciamiento de la conducta criminal ni la sanción del culpable. Como veremos, también el arrepentimiento tiene escasa relevancia jurídica, como ocurre con la reconciliación, en la que confluyen arrepentimiento y perdón, sin perjuicio de que por política criminal cabría replantearse la conveniencia de que la tuviera.
Por otra parte, esta realidad (el agravio, el arrepentimiento, el perdón y la reconciliación) tiene su incidencia clara en la convivencia social, porque un agravio puede traspasar fácilmente los límites personales de quienes inicialmente se vieron implicados en el suceso, y transmitirse a una comunidad más amplia, e incluso a otras generaciones. Estos sentimientos colectivos de agravio han sido históricamente el caldo de cultivo que ha alimentado conflictos armados y guerras. La paz social requiere la superación de estos agravios, mediante una reconciliación. Aunque en estos fenómenos colectivos puede hablarse menos de perdón, que es un acto genuinamente personal, del responsable del acto, y más de renuncia al agravio, aunque sea por intereses generales.
4. Relevancia jurídica del perdón del ofendido
El perdón tan sólo produce efectos jurídicos cuando supone disponer de bienes disponibles, generalmente, derechos patrimoniales. En el ámbito patrimonial, el perdón tiene trascendencia si el ofendido tenía, por razón de la ofensa, un derecho subjetivo frente al ofensor y decide condonar ese derecho de crédito o renunciar a reclamar lo que le correspondía.
En el ámbito penal, con carácter general, el perdón no impide la persecución de delitos en los que el bien jurídico protegido excede al interés de la persona ofendida.
Para quienes son ajenos al mundo del Derecho, puede extrañar que en los delitos contra las personas e, incluso, en los de propiedad, el bien jurídico protegido no sea el interés de la persona que sufre la agresión o del titular del patrimonio afectado, y que, consiguientemente, el perdón del ofendido no sea relevante para que deje de perseguirse y castigarse. Es suficiente con que los tribunales tengan conocimiento de la existencia de delito, para que lo persigan y castiguen. Esto no deja de ser una manifestación de que es el Estado quien ostenta el “ius puniendi” (derecho a castigar), de tal forma que queda vedada la justicia particular, que fácilmente conduce a la venganza. El perdón del ofendido no tiene efectos jurídicos, en cuanto que no puede impedir el enjuiciamiento y, en su caso, el castigo, aunque sí puede suponer una renuncia a las responsabilidades civiles derivadas del derecho, que no deja de ser un derecho de contenido patrimonial encuadrado dentro del ámbito de disposición de la víctima.
Es cierto que hay excepciones. De un lado, los denominados delitos semipúblicos, que precisan, para ser perseguidos de la denuncia del ofendido, aunque su perdón no extinguirá nunca la responsabilidad criminal. Y de otro, los llamados delitos privados, en los que tanto la denuncia de la víctima como su voluntad son imprescindibles para que sea juzgada y castigada la agresión, y, además, el perdón del ofendido extingue la responsabilidad penal.
De este modo, sólo en los delitos privados, en los que expresamente lo prevea la ley, el perdón del ofendido puede extinguir la responsabilidad penal. Pero para ello es necesario que, conforme a la exigencia general del art. 130 del Código Penal, el perdón sea otorgado de forma expresa y antes de que se haya dictado sentencia. Así ocurre, por ejemplo con los delitos de calumnia e injuria (art. 215 Código Penal). Existen otros delitos en los que el perdón del ofendido no sólo puede impedir el enjuiciamiento sino también condonar la pena, mientras esté pendiente de cumplimiento, razón por la cual el perdón puede prestarse después de la sentencia. Es el caso de los delitos de descubrimiento o revelación de secretos (art. 201.3 Código Penal) y de daños por imprudencia grave (art. 267 Código Penal), así como en las faltas perseguibles solo a instancia de la persona agraviada (art. 639 Código Penal).
4. El indulto
El indulto, aunque supone una condonación total o parcial de la pena, ya impuesta, no es propiamente la consecuencia del perdón del ofendido, pues lo otorga graciosamente el gobierno, sin que exista un derecho a obtenerlo, y sin perjuicio de que se cumplan una serie de requisitos entre los que sí se encuentra la petición del interesado, que presume un arrepentimiento, y no el perdón del ofendido. Ordinariamente se concede cuando se advierte que no tiene sentido que el condenado siga cumpliendo la condena, en atención a las circunstancias que concurren, que muchas veces guardan relación con la reinserción social y con que carece ya de interés el cumplimiento de la pena. No estamos ante un perdón, pues el indulto no es otorgado por la victima ni se exige su consentimiento.
5. Conclusión: sobre la posibilidad de dar relevancia a la reconciliación
Hemos de partir de la base de que, en la actualidad, carece de relevancia la reconciliación respecto del cumplimiento de la pena por parte del agresor condenado, a no ser que nos encontramos en alguno de los casos antes expuestos de delitos privados, que son muy excepcionales.
De lege ferenda, y por lo tanto en el plano de la prudencia política que debe orientar la labor legislativa, podríamos cuestionarnos hasta que punto sería bueno, para la sociedad, favorecer la reconciliación entre víctima y agresor mediante algún beneficio relativo al cumplimiento de las penas pendientes.
La ratio que guiaría una iniciativa de estas características estaría apartada de una concepción de la pena como retribución por la comisión de un agravio, y respondería a otras finalidades de la pena como son la prevención especial y general (que el propio agresor y otros no vuelvan a cometer ese delito), en la medida en que podría contribuir a reducir el conflicto colectivo social que propició aquel agravio, y la búsqueda de la integración en la sociedad del agresor condenado.
Las dificultades para admitir una iniciativa como ésta no radican en la denunciada “injusticia” que supondría que un agresor condenado no cumpliera íntegramente la pena, pues si existen intereses sociales que lo justifican, como es contribuir a reducir la conflictividad social, la ley podría regular los beneficios que seguirían a la reconciliación y las condiciones para lograrlos. A mi modo de ver las dificultades son dos: en primer lugar, que no está claro que una institución como ésta pueda contribuir a la finalidad antes indicada de superación de un conflicto social; en segundo lugar, la propia articulación de los beneficios y las condiciones que deben verificarse para obtenerlos.
En relación con las condiciones, hay dos cuestiones por las que no me acaba de convencer esta iniciativa. Si lo que se persigue es la reconciliación y se pidiera para ello el arrepentimiento del agresor y el perdón de la víctima, no sé hasta que punto el interés por obtener el beneficio degradaría el arrepentimiento, ni tampoco tengo claro que sea bueno que todo a la postre pudiera depender del mayor o menor rencor de la víctima.
Siendo, como pienso que es, muy beneficiosa la reconciliación para las personas afectadas y para la sociedad a la que pertenecen, razón por la que es bueno fomentarla, el incentivo penitenciario podría desvirtuar el auténtico perdón y la reconciliación, para convertirse para el agresor en un tramite formal y supondría otorgar a la víctima una facultad de disposición sobre el cumplimiento de la pena de su agresor, que pienso no es bueno.
Al final, acabaríamos en un sucedáneo de reconciliación, formalizado y desvirtuado, que fácilmente podría traicionar el buen objetivo que se perseguía con la “juridificación” de esta institución.
Las anteriores son algunas consideraciones que me atrevo a realizar con el ánimo de contribuir a una “discusión” que nos permita alcanzar una idea más conformada de lo que sería “mejor”, con vistas a ilustrar la prudencia política del legislador.
Ignacio Sancho Gargallo
Magistrado del Tribunal Supremo