Temas de Psicoanálisis.- ¿Qué te motivó a estudiar psiquiatría y a interesarte por la psiquiatría infanto-juvenil?
Alberto Lasa.- Es una pregunta que me he hecho de forma recurrente muchas veces, entre otras cosas porque en mi familia no había nadie cercano a la medicina y tampoco nadie que me animara hacia ella. Iré hasta donde mis recuerdos alcanzan. Durante el bachillerato, hacia los 13-14 años, un psiquiatra de apellidos inolvidables (se apellidaba Tarabini Castellani) nos hacía unos test “de orientación” a todos los alumnos. Lo más determinante fue que después, creo que sólo con algunos, se tomaba tiempo para una charla. Nos llamaba aparte y nos pasaba alguna prueba más (recuerdo que, entre otras, algunas láminas del Rorschach). Aún recuerdo que –en la conversación más larga que hasta entonces yo había tenido con un adulto desconocido– me dijo de mí muchas cosas, acertadas, que yo no sabía… y me dejó fascinado. Aunque, supongo ahora que porque tenía pendiente una sublevación edípica, no le hice caso en su recomendación de que estudiara arquitectura. Algo después el azar, y también mi curiosidad, pusieron en mis manos el libro de Adler sobre el complejo de inferioridad. Supongo que la suma de ambas cosas no fue casual. Luego, en mi adolescencia, me convertí en un lector voraz de todo lo que pude encontrar de Erich Fromm. Así que lo que tengo claro –ya entonces lo tenía– es que estudié medicina para ser psiquiatra.
Sólo años después, cosas del análisis, caí también en la cuenta de que otro factor determinante fue la muerte prematura y repentina de mi padre –cuando él tenía cuarenta y un años y yo once– tras un clamoroso, y doloroso, error diagnóstico de un médico de cabecera muy apreciado y casi venerado por mi familia. Y ya anteriormente, disfruté de una prolongada infancia callejera –no fui al colegio hasta los 7 años– y del acompañamiento permanente de un abuelo muy andarín, muy conversador y muy curioso que sin duda me familiarizó con lo interesante de charlar y escuchar a todo tipo de gentes. Creo que todo ello, y seguro que más cosas, influyó en mi camino hacia la psiquiatría. La elección de mi dedicación a niños y adolescentes fue mucho más tardía, cuando ya llevaba años practicando la psiquiatría de adultos.
TdP.- ¿Cómo empezaste a interesarte por el psicoanálisis?
A. Lasa.- Por paradójico que parezca, tengo interés en decir que fue una revista publicada en Barcelona –que creo que aún existe, era “El Ciervo”– la que alimentó durante mis años de adolescencia, mi interés por las ciencias humanas. Yo procedía de una educación que luego fue denominada “cristiana progresista”, que incluía un interés por todo lo humano y el psicoanálisis tenía, ya entonces, este atractivo. Creo que a partir de esas lecturas ya supe quién era Freud, aunque no tuve acceso a sus obras hasta iniciar la carrera de medicina. Estuve en un colegio mayor, en el que sus obras completas fueron desapareciendo progresivamente de la biblioteca. Con toda sinceridad debo decir que, a pesar del atractivo “sexual”, causa de su apropiación indebida, que se atribuía a su obra –o probablemente porque las obras con más contenido “erótico” eran las que antes habían desaparecido de las estanterías y sólo quedaban las más áridas– me resultó tan costosa su lectura que la abandoné hasta años después. Eran también los años de ebullición universitaria y otras lecturas y autores, más cercanos a lo socio-político, eran “obligatorias”. Aunque algunos amigos “intelectuales” se cachondeaban de saber que leía “El Ciervo” y de que me interesaba la “teología de la liberación”, también se quedaban sorprendidos de que, gracias a mis lecturas “cristiano heterodoxas”, conocía a Politzer y su crítica del psicoanálisis y a los autores del “freudo-marxismo”. Recientemente me recordaba mi amigo Fernando Colina –compañero de carrera, de especialidad… y de la mili, con quien desde entonces he contrastado ideas y lecturas–, que el primer tema del que me oyó hablar en una sesión clínica de la cátedra de psiquiatría del clínico de Valladolid fue una presentación de la historia de la locura de Foucault. Estábamos a finales de los sesenta en una universidad franquista y estábamos estrenando los veinte años. Creo que tuve unos años “desasosegados” de los que no me arrepiento. Creyente y muy aficionado al fútbol –lo primero duró poco y lo segundo aún lo mantengo– y rodeado a la vez de empollones que apuntaban a una brillante carrera universitaria y de revolucionarios extraordinariamente críticos y poco propensos a reconocer su creativa confusión, pasé unos años muy ricos y productivos, y muy movidos, tratando de encontrar un camino propio y de mantener un equilibrio entre fidelidades y renuncias –también tuvimos ocasión de conocer a Basaglia y la tentación de Trieste– que sólo podía conducirme, aunque yo no lo sabía todavía, al psicoanálisis. De hecho, terminada mi especialidad en el clínico de Valladolid, me fui a Suiza buscando una formación neurobiológica.
TdP.- Parte de tu formación se desarrolló en Ginebra. Allí conociste y colaboraste con Julián de Ajuriaguerra, definido por José Guimón como “el psiquiatra más completo e importante de la segunda parte del siglo XX”. ¿Nos podrías explicar como fue tu experiencia con él? ¿Cómo valoras su obra y sus aportaciones?
A. Lasa.- Es un tema muy significativo y emotivo para mí. Daría para tanto que tengo que remitir a quien le interese este tema a dos publicaciones[1], en las que he expresado mis recuerdos de tan singular y admirable persona.
Para resumir diré que comparto totalmente lo expresado por José Guimón, quien siempre trató de reconocer su influencia, y de recuperar su presencia activa en el País Vasco. Además ha tratado y conseguido implantar y mantener en nuestro departamento de Neurociencias una psiquiatría y una práctica clínica de su mismo estilo: conocedora de la neurobiología, la psicopatología y la historia de la psiquiatría, y plasmada en una práctica basada en la relación psicoterapéutica y en un formación grupal e individual basada en el conocimiento del psicoanálisis. No en vano ha sido el primer, y creo que todavía el único, catedrático de psiquiatría de nuestro país con formación neurológica y psicoanalítica específicas. Es curioso –y demuestra su grandeza de miras– que aunque Ajuriaguerra no realizó una formación psicoanalítica oficial ni practicaba la cura psicoanalítica, sí convivió y trabajó con muchos psiquiatras psicoanalistas, y recomendaba hacerlo a sus discípulos. Puedo testimoniar de la amistad, respeto y admiración que hacia él y su práctica manifestaban algunas figuras del psicoanálisis, y de la historia de la psiquiatría infantil, como René Diatkine o Serge Lebovici.
En cuanto a mi relación personal con Ajuriaguerra, mi llegada a Ginebra, para especializarme en psiquiatría de niños y adolescentes, coincidió con su elección en el Collège de France, que le llevó a París. En los años anteriores, tuve ocasión de conocer y trabajar varios años en el Centro Psicosocial de Neuchâtel con un discípulo suyo, Claude Cherpillod, que se formó con él en la Clínica de Bel Air y que nos animaba a asistir a las presentaciones clínicas que allí seguía realizando Ajuriaguerra. Aunque aquí es desconocido me parece justo señalar, en mi formación y en la de otros psiquiatras españoles, la influencia de Cherpillod. Practicaba la psiquiatría y la psicoterapia psicoanalítica en un centro ambulatorio y público que él creó. Contrataba psiquiatras extranjeros, basándose para hacerlo en una entrevista personal en la que desarrollaba un gran olfato clínico y hacía una única pregunta: ¿por qué le interesa a usted la psiquiatría? y luego estiraba más de una hora la entrevista, que concertaba al final de la tarde. Animaba, facilitaba (y conseguía que la administración financiara) la formación continuada, en su servicio y en los servicios universitarios de Lausana y Ginebra, de todos los psiquiatras que lo desearan. Hacía venir a sesiones clínicas y supervisiones grupales a psicoanalistas altamente cualificados –recuerdo particularmente a Morgenthaler, que venía desde Zurich y que estaba interesado por las perversiones y la patología narcisista– e insistía en lo imprescindible de la experiencia psicoanalítica personal para practicar una psiquiatría basada en la relación. Si le dedico aquí este reconocimiento es porque él decía –y no era una adulador– que su estilo se lo debía a Ajuriaguerra y al psicoanálisis. Yo le debo que me convenciera de su visión de la psiquiatría y de haberme contagiado su curiosidad y su comprensión hacia las pasiones humanas. Y le agradezco la gran generosidad con que después de formarnos con él, nos animaba a psicoanalizarnos y a irnos a completar nuestra formación en los centros universitarios más reputados.
Así llegué a Ginebra, en donde trabajé en las ahora llamadas Instituciones Psiquiátricas Universitarias de Ginebra. Volviendo a Ajuriaguerra, tuve ocasión de disfrutar de las actividades del servicio que creó para niños de 0-5 años –la Guidance Infantile– y que dejó en manos de Bertrand Cramer, que contaba con dos jefes clínicos, Juan Manzano y Francisco Palacio con los que desde entonces me une una gran amistad. Todos ellos han contribuido a la creación y desarrollo de la denominada “Escuela de Ginebra” y tienen varias cosas en común que compartimos: el interés por la psiquiatría pública, su orientación psicoanalítica y su aplicación en la psicoterapia cotidiana basada en una relación terapéutica y su esfuerzo por la formación y la docencia y la investigación aplicada fundamentalmente a la evaluación clínica y la mejora de los resultados terapéuticos. Pienso que son las líneas fundamentales de la concepción de la psiquiatría de niños y adolescentes que hemos tratado de continuar en SEPYPNA.
Mi relación personal con Ajuriaguerra se intensificó en la década de los ochenta, cuando José Guimón le hizo venir a impartir cursos del doctorado en nuestro departamento de la Facultad de Medicina en donde impartía los mismos cursos que en el Collège de France, institución que él admiraba mucho “porque te dejan explicar lo que quieras y hasta elegir el nombre de tu cátedra” a la que él llamó de “Neuropsicología del desarrollo”, anticipándose en muchos años al concepto actual de “psiquiatría del desarrollo”. Creo que pocos de los muy numerosos participantes de unos cursos que resultaron multitudinarios –eran otros tiempos y Ajuriaguerra solicitó y logró que fueran abiertos a todos los profesionales interesados y no solo a los matriculados y con discusión posterior con toda la sala– habrán olvidado la singularidad de sus temas: el abrazo, la piel, el tacto, las caricias, las posturas del amamantamiento, el niño en la historia.
Tuve también el privilegio de que me dirigiera mi tesis doctoral sobre las manifestaciones corporales de la psicosis en los dos primeros años de vida. Me ayudó lo que pudo y sobre todo me animó mucho, porque ya comenzaba a percibir los inicios de la enfermedad de Alzheimer que le afectó sus últimos años. Tuve ocasión de asistir, con afecto, admiración y dolor a la enorme dignidad –y mientras la enfermedad se lo permitió, también al humor y socarronería– con que sobrellevó una situación terrible, que probablemente se autodiagnosticó en sus inicios. Lo que me hace recordar también una de sus propuesta magistrales –“para poder tratar debemos perder primero la insolencia de la salud”– que incluyó en su plan de reforma psiquiátrica para el País Vasco. Siempre le agradeceré, y por eso lo comento, que en sus condiciones aceptara –a propuesta de José Guimón, que con su paciente insistencia en que yo avanzara en mi carrera docente logró que me embarcara en una costosa y tardía tesis doctoral– la dirección de la que a la postre resultó ser, creo, la última actividad universitaria que pudo realizar.
Cuando Ajuriaguerra quiso clausurar el sentido y el conjunto de su obra, la “sentenció” diciendo que “su pretensión” fue “acercarse a su sueño, acercar cuerpo y alma, el niño y el hombre, lo innato y lo adquirido, lo biológico y lo cultural, el equipamiento y el potencial neurobiológico” que para él dependían de la epigenética post-natal y de la “mutualidad madre-bebé”. Dejó escrito que “si queremos superar las contradicciones entre lo biológico y lo psicológico o entre lo psicológico y lo sociológico, hay que estudiar al hombre desde su comienzo”. Creo que su pretensión, la de un adelantado a su tiempo –su Manual de Psiquiatría Infantil, aún válido y no superado en muchos aspectos es ¡de 1970!– podría y debería servir de orientación a los jóvenes profesionales actuales y puede ser compartida por todos los psiquiatras y psicoanalistas de niños y adolescentes.
TdP.- ¿Qué otros maestros has tenido en psiquiatría? ¿Y en psicoanálisis?
A. Lasa.- Para mí las dos cosas han ido juntas. Empezaré por los cimientos. Aunque no eran psiquiatras, hubo tres catedráticos excelentes que creo que debo reconocer como maestros porque ciertamente consolidaron mi identidad médica y humana. Uno era Don Pedro Gómez Bosque catedrático de Anatomía, particularmente interesado en el sistema nervioso central. Era capaz de enseñarnos lo último sobre el ADN y la memoria, por las mañanas en la facultad, y de dictar seminarios sobre Ortega y Gasset o la filosofía de los valores de Max Scheler, por las tardes, en cenáculos más restringidos por la prudencia que la época exigía. Otro fue Sisinio de Castro –un profesor adjunto al que le costó mucho ser catedrático por lo injusto de la época– que con la pizarra y una tiza se bastaba para recoger y resumir, a diario y en cada tema de patología médica, lo mucho y confuso que muchos textos plúmbeos atesoraban y lo último de lo último; era una síntesis de sencillez y sabiduría y de modestia docente, para mí ejemplares. El tercero que me viene a la memoria es Sánchez Villares, catedrático de Pediatría. Para las lecciones clínicas hacía traer bebés al aula, que las enfermeras sacaban llorando desconsolados y que él manejaba y tranquilizaba sosteniéndoles con una mano, mientras con la otra señalaba y mostraba sus alteraciones o características reflejo-motoras. Por supuesto dictaban las clases teóricas, bien llamadas magistrales, con absoluta sencillez, sin un papel, y sin diapositivas –salvo los días “de filminas” en los que algún joven ayudante nos recapitulaba las alteraciones fotografiables (las transparencias y el power-point aún era ciencia ficción). Desde entonces siempre he desconfiado de los docentes grandilocuentes y he preferido los que hacen accesibles las cosas complejas. Además estaban presentes en las aulas a diario y lo digo porque después hemos ido viendo como la mayor responsabilidad jerárquica se acompaña del “privilegio” de una menor presencia en el lugar de trabajo.
Otro profesor de Anatomía, Santiago Benito-Arranz, una cabeza portentosa y un carácter difícil –en parte por su desesperada aspiración, entonces imposible para él, de ser reconocido como catedrático– fue el encargado de abrir en el hospital clínico de Valladolid el primer servicio de psiquiatría ambulatoria. Contaba con servicio de interconsulta y tres camas de hospitalización, atendidas por él, dos psiquiatras adjuntos y diez alumnos internos entre los que tuve la suerte de estar. Varios seguimos siendo psiquiatras, psicoanalistas de diferentes tendencias y –como suele decirse irónicamente pero en nuestro caso es cierto– “sin embargo amigos”. Creo que nunca he vuelto a ver tres enfermos ingresados tan estudiados y atendidos como en aquel servicio. Estaba en un sótano que por una puerta trasera comunicaba con la cafetería de la facultad, a la que llevábamos a los enfermos en cuanto salían de la agitación y la confusión. Era nuestra manera de favorecer su socialización y evitar su estigmatización. Lo digo con cariño y convicción porque, aunque visto desde los tiempos actuales parezca una insensatez aventurera, éramos lo bastante prudentes que la situación requería.
Otra experiencia que marcó mi destino profesional fue la de trabajar, simultáneamente, en un lugar peculiar y dantesco –que todo el mundo llamaba “el manicomio”– un vetusto, gigantesco y deteriorado edificio en las afueras de la ciudad. Este multiempleo fue una opción doblemente motivada. Por un lado formaba parte del militantismo antiinstitucional propio de aquellos años. Por otro necesitaba aliviar el escasísismo sueldo que como “penenes” recibíamos en el hospital clínico, con el menos escaso de “médico becario” del hospital psiquiátrico, dependiente de la diputación y sin ningún vínculo sanitario (no existía ninguna “red ambulatoria” y el nuevo servicio creado era muy enemistosamente considerado). En cuanto a lo de dantesco, solo diré que éramos dos médicos en formación, uno en el pabellón de “hombres” y otro en el de “mujeres” para atender los ochocientos pacientes que sumaban entre ambos. Entre las cosas que nunca conseguimos evitar estuvo la administración dos días a la semana, por parte de “practicantes titulados” y de veteranos monitores, de electrochoques en serie a 15-20 aterrorizados pacientes alineados “en fila” y en sala común, sin ningún tipo de anestesia; “a pelo”, se decía. Negarse a hacerlo sólo dejaba dos opciones: o “ser dimitido voluntariamente” o a sublevarse activando una denuncia pública (los manuales de buenas prácticas a los que acogerse tampoco existían).
En contraste con los tiempos actuales, en los que los derechos de los pacientes son mucho mejor respetados, creo sin embargo que ahora la seguridad y responsabilidad jurídico-legal del personal y de los hospitales ha impuesto unos protocolos de actuación que también limitan seriamente la libertad de los enfermos. No se le da importancia porque las hospitalizaciones se han acortado mucho –para algunos enfermos en exceso– y con el éxito de los actuales modos de gestión sanitaria nadie cuestiona esta obligatoria brevedad de los ingresos en hospitales generales. Pero me sigue pareciendo que, por ejemplo, la generalización de iniciarlos sistemáticamente con la contención mecánica –bonito eufemismo que inventó la psiquiatría “manicomial” o, si se prefiere otro eufemismo, “custodial”– o el uso, cuando es injustificado, del electro-shock o el recurso, cuando es excesivo, a los psicofármacos, es una vuelta a tiempos pretéritos, que ahora se está practicando cada vez más frecuente y abusivamente, también con niños y adolescentes. Me siento obligado a decirlo y criticarlo claramente.
Ciertamente estoy hablando más de situaciones vividas que de los maestros que me influyeron, pero pertenezco a una generación que ha luchado contra un trato nefasto al enfermo mental en unas instituciones que había que erradicar o al menos modificar profundamente. Para muchos fue lo que nos determinó a buscar una psiquiatría con otros modos de comprensión y de relación y a salir a la búsqueda de la psicoterapia institucional y de una psiquiatría comunitaria “publica”, accesible para todo el mundo. La psicoterapia psicoanalítica y otros tratamientos de inspiración psicoanalítica, más accesibles que la privilegiada cura psicoanalítica fueron los útiles indispensables, –y, ya en psiquiatría de niños y adolescentes, el psicodrama terapéutico, las terapias grupales o la psicomotricidad– a los que nos llevó esta vía que, irremediablemente, tuvimos que elegir.
En definitiva, en mi caso como en muchos otros, fue el habernos curtido en aquella psiquiatría, lo que nos llevo al psicoanálisis, con la esperanza, que nos parecía viable y no excesivamente optimista, de volver a ella para mejorar el trato indigno que recibía el sufrimiento mental. La suerte que tuvimos algunos es que nos encontramos bien acompañados por gente, maestros, que ya habían hecho ese camino. Pienso que encontrarse maestros es el resultado de la suerte, de los azares felices de la vida (que decía uno de ellos, René Diatkine) y de una búsqueda, activa pero no muy consciente, de alguien a quien emular.
Volviendo a quienes más influyeron en mi formación, me marcó mucho la enseñanza de quien acabo de citar, René Diatkine. Era la cabeza pensante que dirigía, en Ginebra, el conglomerado de consultas ambulatorias, hospitales y centros de día y de instituciones y experiencias educativas y de integración escolar que llevaba el nombre de Servicio Médico-Pedagógico, financiado por la educación pública y fundado a comienzos del siglo XX. Allí nos iniciábamos –hablo en plural porque hubo varias promociones de psiquiatras españoles que coincidimos allí– tanto en la psicoterapia individual y de familia, que ya conocía de mi experiencia con adultos, como en otras aplicaciones inspiradas del psicoanálisis. Practicábamos en co-terapia el psicodrama terapéutico, las psicoterapias de grupo y lo que desconocíamos aún mas, la participación en equipo en abordajes psicopedagógicos, tratamientos psicomotrices o del lenguaje complementarios o previos a tratamientos que necesitaban le elaboración simbólica y la comunicación verbal, que para muchos niños eran inalcanzables en las fases iniciales de su tratamiento. El inspirador y supervisor de todo era fundamentalmente René Diatkine, que recolectó también la experiencia previa de profesionales que había crecido en la etapa de Ajuriaguerra, de quien se sentía continuador y a quien unía una gran amistad. Ambos habían participado, conjuntamente con Lebovici, en la creación de la revista “La psychiatrie de l´enfant”. Él trabajaba habitualmente en el Centro Alfred Binet, perteneciente al distrito XIII de París, y todos los viernes y un fin de semana completo cada mes los dedicaba, y lo hacía exhaustivamente, a supervisar instituciones y profesionales. A propuesta de quienes allí trabajábamos y en sesiones clínicas semanales entrevistaba en directo y en circuito cerrado video-filmado pacientes y familias que luego discutía con los equipos terapéuticos. El apasionamiento, unas veces feroz y otras más afectuoso, con que defendía sus propias ideas era no sé si una de las virtudes o de los defectos que le caracterizaban. También podíamos asistir libremente a las que realizaba en otras instituciones y, además, animaba un pequeño grupo de supervisión de psicoterapias. Todo ello gratuitamente y en nuestro propio lugar de trabajo porque formaba parte de la formación continuada que entonces, cuando aún no se hablaba de la calidad asistencial, parecía sencilla e indiscutiblemente imprescindible. La contrapartida era que como supervisor era riguroso y tan creativo como irónico, por lo cual resultaba temible para muchos profesionales que renunciaban a utilizar los espacios que la institución ofertaba. Ello supuso para mí, que entonces me defendía con el atrevimiento propio de la juventud y de mi ignorancia, la posibilidad de ser supervisado semanalmente durante tres años. También, como a muchos otros, me abrió la puerta a poder asistir regularmente a algunas de las actividades que en el distrito XIII de París, animaban expertos psicoanalistas de niños y adolescentes, que también se desplazaban de cuando en cuando a Ginebra y que también protagonizaban los cursos anuales de formación de la Sociedad Psicoanalítica de Paris a las que se nos permitía y recomendaba asistir como “estudiantes en formación”.
Entre sus enseñanzas destacaría su carácter iconoclasta. Admiraba a Klein pero fustigaba el kleinismo fundamentalista. Recuerdo que una vez supervisando a alguien que hacía una larga interpretación, resultante de sus creencias teóricas, y totalmente incomprensible para el niño que la recibía, le dijo, para mas inri en tono muy amable: “pero mujer no conviene decir esas obscenidades a un niño”. Era muy cáustico con quienes juzgaba excesivamente adoctrinados por posiciones psicoanalíticas excesivamente idealizadas y no soportaba el engolamiento pseudo-psicoanalítico. Creo que era porque exigía enormemente una actitud ética de escucha respetuosa, tanto del niño como de su familia. También se oponía a la tendencia –entonces muy extendida en ciertas escuelas psicoanalíticas– de evitar hablar con los padres para, supuestamente, garantizar la neutralidad del terapeuta y la confidencialidad del niño. Discutía sobre Bettelheim, entonces idolatrado, y criticaba radicalmente su práctica institucional de separar a los niños psicóticos de sus familias. Consecuente con su rechazo del internamiento terapéutico, ideó la creación de su “unidad de tarde”, en la que en horario post-escolar se atendía intensivamente a niños desfavorecidos con múltiples problemas por parte de pequeños equipos multiprofesionales que inspiraron y anticiparon lo que luego se han llamado “unidades ambulatorias de tratamiento intensivo”.
No contaré más cosas porque seguramente me perdería en la idealización propia de la nostalgia. Prefiero remitir a los interesados por su obra a la lectura de un libro que recopila sus artículos más significativos[2].
A raíz de su fallecimiento, en 1997, tuve la ocasión de recoger en su obituario[3] algunas de sus palabras: “Soy psicoanalista porque soy psiquiatra. Para los de mi generación ser psicoanalista implica la indagación de la verdad, aspiración indispensable para sobrevivir a los horrores de la guerra, la destrucción, la Shoah y el régimen de Vichy. La necesidad de los supervivientes de dar un sentido a la vida era tan absoluta que nos volvimos a veces sectarios, ideólogos de la caza a las ideologías. Buscar la verdad más allá de lo razonable puede conducir a afirmaciones terroristas, ni verificables ni desmentibles, desprovistas, encima, de cualquier atisbo de poesía o de humor. Muchos escritos de juventud son por eso ajustes de cuentas, pero llevan a sus autores a desmarcarse de las ideas recibidas”. Su amigo y eterno compañero de fatigas, Serge Lebovici (el otro, Ajuriaguerra ya había fallecido y Diatkine fue uno de los desconsolados asistentes –fue la única vez que le vi llorar– a sus exequias) cerró su despedida en Le Monde diciendo: “Este hombre era, ante todo, un humanista. Yo he perdido un amigo y la psiquiatría infantil queda huérfana de un maestro”. También para mí, su legado fundamental fue que la psiquiatría y el psicoanálisis solo pueden ser ante todo disciplinas humanas.
De quienes conocí en París, también me aportó mucho Roger Misès, “de quien nunca fui discípulo y que fue sin embargo mi maestro” diré de él, parafraseando lo que Ajuriaguerra decía de Henri Wallon. Misès estuvo en todas las batallas de la psiquiatría infantil francesa de la segunda mitad del siglo XX y de inicios del XXI, hasta su reciente fallecimiento. Transformador, desde la década 50-60, de una vieja institución para deficientes en una red de servicios ambulatorios; militante y co-redactor del texto histórico que creó la psiquiatría de sector en los 70; lideró en los 90 la elaboración de la clasificación francesa de los trastornos mentales del niño y del adolescente, único contrapunto al desarrollo arrasador del DSM; en la primera década del 2000, –creo no ser irreverente porque a él le hubiera gustado la expresión– “murió con las botas puestas” y, aquejado sus últimos años de un cáncer y sometido a duras intervenciones, participó pública y activamente en el debate sobre el tratamiento del autismo que –con durísimos ataques al psicoanálisis– ha sacudido a la psiquiatría en Francia. De su obra, impregnada de su comprensión psicoanalítica y también de su permanente compromiso político-asistencial, destacaré lo que ha aportado sobre la comprensión psicodinámica de la deficiencia mental –y de las diversas vías etiopatogénicas y psicopatológicas que conducen a evoluciones deficitarias diversas– de las psicosis infantiles y de las organizaciones patológicas de la estructura de la personalidad con el constante desarrollo de sus conceptos de disarmonías evolutivas y las personalidades límite y sus vertientes psicótica y neurótica. Sus textos, escalonados durante décadas, me siguen pareciendo de lectura imprescindible. Pero más aún las consecuencias y aplicaciones terapéuticas y asistenciales que derivan de su posición teórico-clínica. Su propuesta de tratamientos multimodales, ajustando y coordinando diferentes intervenciones, servicios y profesionales a las capacidades y limitaciones evolutivas de cada niño ha sido algo que ha hecho escuela y que –al menos hasta donde en nuestro medio hemos podido llegar– hemos usado como modelo de referencia en el desarrollo de tratamientos ambulatorios intensivos para niños gravemente afectados, para los que su obra ha abierto un relativo optimismo con la perspectiva de tratamientos que abren la vía a poder esperar cambios y mejoras significativas. Optimismo meritorio porque era alguien que conocía muy bien las patologías graves y que era muy riguroso en el análisis estructural de la psicopatología de cada caso y que soportaba mal la banalización de los riesgos evolutivos.
Pienso que ha sido un hombre fundamental para sacar a la psiquiatría infantil de la orientación“defectológica” (la herencia lesional y genética de un trastorno irreversible) que históricamente la caracterizó y paralizó… y que siempre, también ahora, amenaza con volver. Que la vías al autismo, la psicosis o a otros trastornos graves en la organización de la personalidad, desde la infancia, sea multifactorial y en consecuencia su abordaje terapéutico tenga que ser forzosamente temprano y multiprofesional, personal y difícilmente universalizable, es un idea compleja que subleva a los partidarios de la simplificación generalizada que actualmente nos invade. Lo digo porque lo que hoy es atacado y descalificado no es solo el psicoanálisis sino toda una tradición humanista de la psiquiatría, que basa su acción en la comprensión de la historia compleja y del marco relacional de cada sujeto, y obliga a una escucha personal y paciente también a quienes estamos convencidos de los factores neurobiólogicos del desarrollo.
No quiero olvidar en esta evocación a René Henny, psiquiatra y psicoanalista, director durante décadas de los servicios de psiquiatría de niños y adolescentes de Lausanne. Las limitaciones propias de nuestra relación, fue mi analista, impidieron que yo trabajara en su servicio y aplazaron para más tarde nuestra colaboración profesional, centrada en su participación en actividades docentes en nuestro país. Fundamentalmente dedicado a la clínica, y también al análisis de adultos –que practicaba como otros analistas que trabajaban en servicios públicos, en su lugar de trabajo con niños después de su jornada laboral– formó y ofertó generosamente puestos de trabajo a muchos de los psiquiatras que luego, de vuelta a España, contribuyeron a la creación de SEPYPNA (recuerdo entre otros a Fernando Cabaleiro, que fue su primer presidente, Concha Santos, José Antonio Vicente, Ricardo Sanz…). Tuvo mucho que ver con nuestra motivación de importar un modelo de psiquiatría infantil que incluía, inseparablemente, la formación continuada y el desarrollo de la psicoterapia psicoanalítica implantada en servicios públicos. Fue el primer psicoanalista a quien oí decir en escenarios profesionales comprometidos –desde sus responsabilidades docentes en la asociación psicoanalítica suiza, que llegó a presidir– que si el psicoanálisis quedaba reducido a su práctica restringida en análisis didácticos eso representaría un empobrecimiento progresivo mortal para su desarrollo, ¡y eran los años setenta!
Para finalizar esta larga evocación, obligada por un sentimiento de gratitud –y porque la brevedad no es una de mis virtudes– recordaré a Juan Manzano y a Francisco Palacio. De una generación intermedia entre los anteriores y la mía, no sé muy bien si calificarles sólo de maestros, que lo han sido, o de hermanos mayores. Nos acogieron en Suiza a los que llegamos tras ellos y desde allí han tenido una permanente y generosa colaboración en la psiquiatría que hemos tratado de desarrollar aquí. Su larga trayectoria y su participación en la internacionalmente reconocida “Escuela de Ginebra”, en las instituciones psicoanalíticas y en la docencia universitaria, en la investigación aplicada al compromiso clínico y al desarrollo asistencial desde una perspectiva relacional inspirada por el psicoanálisis, ha quedado plasmada en una conocida y amplia obra escrita que no mencionaré ahora. Pero tampoco quería que el afecto y el pudor que acompañan a la evocación de los amigos con los que se ha compartido una trayectoria profesional –que ya suma más de treinta años– me hiciera silenciar su papel de motor en mi formación, y en la de otros muchos, y en el acompañamiento de mi crecimiento personal y profesional.
Desde los años 90, he tenido la suerte de recibir la docencia y la amistad de los Kernberg, tanto de Otto como, sobre todo, de la malograda Paulina, que más específicamente dedicada a niños y adolescentes, nos visitó repetidas veces en nuestro país. Con ellos he podido conocer lo que hacen y representan en la psiquiatría psicoanalítica estadounidense, un importante contrapunto de contraste con toda mi formación anterior europea y fundamentalmente francófona. Además han sido ejemplares en su empeño de llevar su “psicoterapia breve centrada en la transferencia” al terreno de los trastornos de la personalidad y a desarrollar el enorme esfuerzo de demostrar su eficacia con los rigurosos criterios de evaluación que exige la metodología actual. Cosa que suscita desconfianza en no pocos psiquiatras: “demasiado psicoanalítico”, y también entre psicoanalistas: “demasiado psiquiátrico”. Hay que tener cierto coraje, como el de ellos, para aceptar las críticas y la confrontación en ambos frentes.
Creo que lo que tienen en común todos los nombrados –ser psiquiatras y psicoanalistas; su rechazo de una psiquiatría estigmatizante; el compromiso en el desarrollo de una psiquiatría basada en la relación y de una práctica que aplica y extiende en los servicios públicos los conocimientos de una formación basada en la comprensión psicoanalítica del desarrollo y de la psicopatología; que también incluyen entre sus obligaciones éticas el conocimiento interdisciplinar de los avances de la neurobiología y la epigenética y de otras ciencias humanas; que quieren compartir y participar en la transmisión de su experiencia; que se han sentido comprometidos en el desarrollo de nuevas posibilidades de tratamiento que mejoren la evolución del sufrimiento mental de niños y adolescentes; que creen que, en particular la atención terapéutica para los más gravemente afectados, es una responsabilidad social que implica fundamentalmente a la sanidad pública– están las líneas maestras de lo que otros hemos tratado de emular y continuar.
TdP.- ¿Qué autores actuales te interesan más?
A. Lasa.- Aunque parezca una respuesta manida, durante mucho tiempo y también ahora porque sigo manteniendo una actividad docente, sigo releyendo lo que de actual tienen los autores de siempre, fundamentalmente los relacionados con la infancia, adolescencia y con una perspectiva holística del desarrollo: Klein y Anna Freud, los autores post-kleinianos y de la Hampsted, Mahler, Edith Jacobson, Winnicott… los de siempre. También los textos fundamentales de los que influyeron en mi formación y que ya he citado.
Creo importante tratar de transmitirlos a quienes empiezan, de manera asimilable pero también, en la medida de mis conocimientos, crítica. Me parece importante depurar a estos autores de las idealizaciones hagiográficas y de la devoción catecumenal con que a mí me los enseñaron.
Por eso me interesan mucho las biografías recientes que sitúan a los clásicos en el contexto histórico e institucional de su tiempo. Desde que conocí la convicción de Nietzsche: “toda teoría es obligatoriamente una autobiografía encubierta”, me han interesado los biógrafos que trabajan con esta perspectiva. Didier Anzieu hizo algo parecido en su tesis, publicada tras pasar desapercibida durante años, sobre el autoanálisis de Freud. Más recientes son tres biografías que recomiendo a todo el mundo, incluidos los más jóvenes: la muy conocida de Melanie Klein escrita por Phyllis Grosskurth y la más reciente de Winnicott por Robert Rodman, que afinan en la delimitación de las luces y sombras de la genialidad de los dos y ayudan a no mitificarlos excesivamente. La tercera, la de Masud Khan escrita por Linda Hopkins, explicita sin remilgos sucesos que han afectado a instituciones a las que pertenecemos. Esto me lleva a recordar a un autor al que aprecio mucho, Paul Denis, que, junto con Andre Baudin, –en un número de la Revue Française de Psychanalyse[4] dedicado a la perversión narcisista, que recogía también un texto de Hopkins sobre la relación Winnicott/Kahn– escribió un valiente texto, que muestra una capacidad autocrítica que a veces se echa de menos en algunas actitudes institucionales. Otros textos de Paul Denis también me han interesado siempre, desde los dedicados al periodo de latencia hasta los que dedica a su concepción de las pulsiones y de la transferencia y contratransferencia.
En general, desde la necesidad de la práctica clínica cotidiana, ha sido a los autores que han protagonizado el desarrollo de la psiquiatría de niños y adolescentes desde su comprensión psicoanalítica a los que más tiempo de lectura he dedicado. Por citar algunos que me vienen a la memoria, los textos de Jacques Hochmann, en particular su historia del autismo y sus textos sobre el tratamiento de niños psicóticos; los de Juan Manzano y Francisco Palacio sobre el diagnóstico psicodinámico estructural y su tipología de las características y situaciones parentales; los de Braconnier y Jeammet sobre la adolescencia y los de Golse sobre el psiquismo de la primera infancia; los de Fonagy y Target sobre la mentalización y la teoría del apego.
He tratado de estar al día de la literatura y los debates actuales sobre el autismo y las psicosis infantiles –el esfuerzo de Greenspan por traducir sus conceptos psicoanalíticos a un lenguaje cognitivo que lo haga más aceptable me parece asombroso–, o la relacionada con las controversias sobre el TDAH, que sin duda creo que formarán parte de la historia de la psiquiatría infantil contemporánea.
La historia de la psiquiatría me parece un tema de conocimiento indispensable para todos, pero desgraciadamente está totalmente ausente en nuestra formación. Las actualizaciones y revisiones periódicas de la Enciclopedia Medico-Quirúrgica de Psiquiatría han sido para mí, ahora y siempre, un reflejo indispensable de lo que está pasando. Muestra de ello es su evolución desde que su compra –por Elsevier– ha modificado claramente su contenido, anteriormente muy “francófono centrista”, para incorporar una visión más “anglosajona”.
Pero quiero señalar que pese a mi afición a la lectura –y pese a tanta cita que podría resultar pedante si no se tiene en cuenta que es la acumulación resultante de una trayectoria de “veterano”– no he conseguido ser un gran lector. Últimamente mi jubilación de la sanidad pública me ha proporcionado más tiempo de lectura, pero tampoco soy suficientemente disciplinado para priorizarla ante otras ocupaciones y diversiones, sobre todo la más apasionante, la de los nietos.
Así que trato de recuperar mis lagunas, más bien océanos, de ignorancia en el terreno de las ciencias humanas. Zygmunt Baumann y Gilles Lypovetski son los dos autores recientes que más estoy leyendo; el historiador Toni Judt y su “Algo va mal”, en su vertiente de historiador, y su “El refugio de la memoria”, en cuanto a testimonio humano y autobiográfico de su enfermedad terminal, me han impactado mucho.
También las relaciones psiquiatría-psicoanálisis-psicoterapia-ciencias humanas me siguen dando mucho que cavilar. Me alegra mucho que dos revistas psicoanalíticas oficiales, como la vuestra y la de la APM dediquen su atención a estos temas. Acabo de leer el número que habéis dedicado a “Psicoanálisis y Política” y estoy leyendo el que la revista de la APM ha publicado sobre “Psicoanálisis y Psicoterapia”. A mi juicio son dos ejemplos de actitud abierta hacia otras disciplinas que en otros momentos hemos echado de menos.
TdP.- ¿Cómo valoras la influencia y el desarrollo que ha tenido el psicoanálisis en Euskadi?
A. Lasa.- Quiero matizar que voy a referirme a lo que ha pasado en Bizkaia, porque no me creo cualificado para describir lo ocurrido en otros territorios del País Vasco.
Por razones, creo, que sobre todo de proximidad geográfica, casi todos los psicoanalistas del país vasco, entre los que hay muchos psiquiatras, hicimos nuestra formación en la APM. Allí se impartía una formación psicoanalítica ecléctica, cosa que me parece muy positiva porque protege de idealizaciones “fundamentalistas” que siempre pueden renacer en cualquier grupo excesivamente homogéneo y endogámico (y también en los psicoanalíticos como bien muestra su historia). En los años de mi formación, en los inicios de los 80, predominaba allí el pensamiento kleiniano y el de los autores francófonos parisinos. Coincidí entonces en los seminarios “oficiales” a los que obligaba, y obliga, una formación intensiva y rigurosa (las supervisiones oficiales eran de pacientes con cuatro o al menos tres sesiones semanales), con José Guimón, que ya era catedrático en nuestra facultad de medicina y dirigía el servicio de psiquiatría del hospital de Basurto, y en algún periodo el hospital psiquiátrico de Zamudio. Creo que hizo muchas cosas por favorecer la inclusión de la formación psicoanalítica en la práctica psiquiátrica y en la docencia, entre otras incorporar a sus equipos profesionales con formación psicoanalítica o aconsejarles el hacerla y favorecer amplios espacios de formación en grupos. Ya algunos años antes, desde su callada y discreta pero muy activa práctica psicoanalítica, Mª Luisa Castillo –que había completado previamente una amplia trayectoria en psiquiatría y psicoanálisis de niños en los servicios universitarios de psiquiatría que en Lausanne dirigía René Henny en Lausanne– se convirtió, y lo continúa haciendo, en la analista y supervisora de numerosos profesionales.
De entre ellos –la mayoría eran psiquiatras y psicólogos que trabajaban en la sanidad pública– surgió una asociación de profesionales, el GPAB-Grupo de Psicoterapia Analítica de Bilbao, que acaba de cumplir 30 años. De este salieron, para completar su formación psicoanalítica en el instituto de la APM, quienes posteriormente han constituido el CPN-Centro Psicoanalítico del Norte, que representa y practica la formación reconocida por la APM y la IPA. En cuanto a las relaciones entre ambos grupos, mi opinión es que desearía que fueran más convergentes y menos paralelas.
Como resultado de todo ello, pienso que el psicoanálisis ha estado y está aún presente en la psiquiatría pública y privada del país vasco. En concreto en el terreno que mejor conozco, el de la psiquiatría de niños y adolescentes de la red sanitaria pública, es aún predominante. El “aún” es para señalar que en todos los ámbitos de la psiquiatría, cada vez más, el peso de la llamada “psiquiatría biológica” está marcando a las nuevas generaciones de psiquiatras y el cognitivismo-conductismo a las de psicólogos. Si añadimos a ello, el aumento imparable de la demanda en la sanidad pública, se está basculando cada vez más –nos guste o no es un hecho– hacia una psiquiatría que habrá que llamar más bien –y esto ya es una opinión aunque también es cierto que el imparable aumento de las prescripciones de psicofármacos la avala– “psicofarmacológica”.
Pienso que la tensión “psicoterapia-farmacoterapia”, “relación terapéutica-neurotransmisores” debería tender a una razonable práctica clínica complementaria y no a la actual polarización recíprocamente descalificadora. Quiero pensar que no soy demasiado optimista diciendo que dependerá de que perdure la presencia de psiquiatras de formación dinámica en la psiquiatría pública. A pesar de que un buen conocedor de la psiquiatría actual y de su historia precedente, –me refiero a G. Berrios, catedrático de psiquiatría en la universidad de Cambridge– haya expresado públicamente su pronóstico demoledor: “la psiquiatría será lo que la industria farmacéutica quiera”. Con más matices, también ha manifestado en forma contundente su convicción sobre el daño irreparable que la medicina basada en la evidencia esta causando a la psiquiatría, en un texto de lectura imprescindible[5]
TdP.- ¿Qué contribuciones del psicoanálisis y de las psicoterapias de orientación psicoanalítica te parecen más válidas y útiles para el tratamiento de los trastornos mentales en la infancia y adolescencia?
A. Lasa.- Responderé diciendo que una pregunta que siempre nos hacemos es si, aun pensando que el tratamiento psicoanalítico –con el setting intensivo clásico de varias sesiones semanales– es útil e incluso imprescindible en ciertos casos, podemos permitirnos su práctica, sea en el ámbito privado o público. La realidad cotidiana nos ha respondido. Salvo en condiciones excepcionales y poco frecuentes no es posible. Hoy es una realidad que, incluso los psicoanalistas de niños, trabajan casi siempre con una frecuencia de 1-2 sesiones semanales. Así que la cuestión a debatir es muy compleja, como muestra la abundante literatura a que ha dado lugar. Desde una perspectiva clínica y práctica, yo veo tres aspectos fundamentales. Uno, delimitar, en cuanto a sus características técnicas y a su marco, qué es lo que tienen de común y de diferente. Dos, saber cuales son las indicaciones correctas, distinguiendo claramente cuales son las ideales y cuales las realizables. Y tres, asegurarnos de que la que realicemos –que casi obligatoriamente es la psicoterapia psicoanalítica o alguna de sus aplicaciones– tiene efectos de cambio terapéutico.
Desde mis inicios profesionales –con supervisores que admiraban a Winnicott por sus “consultas terapéuticas” y que sostenían que un auténtico “proceso terapéutico” podía darse en un marco de sesiones uni o bi semanales– he trabajado en la convicción –que la experiencia clínica y las evaluaciones a largo plazo me ha confirmado– de que la psicoterapia individual, incluso la practicada una vez por semana, además de ser eficaz es la herramienta de aplicación más extensiva y accesible de que disponemos. Pero necesita dos complementos imprescindibles: unos mínimos de continuidad y duración con un profesional de formación suficiente (cuanta más mejor, aunque tampoco hay que desdeñar el entusiasmo juvenil de quien comienza) y un compromiso de colaboración de la familia que, en mi opinión, debe conocer y ver con cierta regularidad al terapeuta. Me parece dudoso que se pueda justificar, como a mí me enseñaron, la renuncia a conocer o a aceptar entrevistas con los padres con el argumento de que “la neutralidad” lo exige para garantizar la confidencialidad del niño. Si se le explica, un niño entiende rápidamente que hablar con sus padres “de él” es distinto que hablarles “de lo que el piensa o cuenta”.
Creo también en la gran utilidad de las psicoterapias breves o “de apoyo” para contener o incluso resolver ciertas situaciones de crisis, a veces como etapa de preparación de otras intervenciones más pausadas.
Otra cosa muy cierta es que la gravedad de ciertos pacientes o la urgencia de ciertas situaciones, o ciertos momentos de una psicoterapia menos intensiva, necesiten de tratamientos más intensivos con sesiones más frecuentes.
La práctica de tratamientos a través de medios “instrumentales” o “de reeducación” –como la logopedia, la lectoescritura, el abordaje a través del cuerpo y la psicomotricidad, las ayudas psicopedagógicas– si incorporan la comprensión del funcionamiento mental y de los efectos de interiorización de la relación terapéutica, son un útil terapéutico imprescindible. Su utilización, combinada y coordinada, por equipos multiprofesionales que se amoldan a las capacidades y limitaciones evolutivas de cada niño y a las características de su medio familiar, me sigue pareciendo deseable siempre e imprescindible para los niños y adolescentes gravemente afectados. Que la sanidad pública o concertada –en los antes llamados hospitales o centros de día, y ahora programas de tratamiento intensivo ambulatorio– lo siga haciendo posible, debe formar parte de las conquistas históricas irrenunciables e insustituibles, por mucho que los criterios “de eficiencia” implantados por la gestión “neoliberal” y la parafernalia ideológica que la acompaña traten de liquidarlas. Si alguien piensa que es mucho pedir a profesionales que bastante tienen con su responsabilidad clínica que se impliquen en estas cosas les diré dos cosas: una, que es más divertido de lo que parece y otra, que un psicótico y su familia jamás olvidan a quien se ha acercado a acompañarles en su sufrimiento.
En cambio parece más difícil que haya un reconocimiento social del valor humano y económico que estas intervenciones, sobre todo las más intensivas y precoces, tienen. Hablo de las evoluciones deficitarias, de las organizaciones irreversibles de trastornos severos de la personalidad, de comportamientos (anti)sociales muy problemáticos, de descompensaciones psicóticas puberales o adolescentes ulteriores. Cuando no se producen, poca gente, salvo los directamente implicados, piensa que se han evitado con una intervención preventiva. En nuestro medio actual, pocos psiquiatras de adultos piensan que bastantes “primeros episodios psicóticos” puedan verse venir desde la infancia.
TdP.- ¿Cuáles son en tu opinión las aportaciones más valiosas del marco de referencia psicoanalítico al trabajo en el ámbito público en salud mental?
A. Lasa.- Supongo que ya se deduce que todo lo que acabo de decir lo digo desde este marco de referencia.
TdP.- ¿Cómo ves el futuro del psicoanálisis como método de tratamiento? ¿Qué crees que debemos tener en cuenta para que el psicoanálisis tenga futuro?
A. Lasa.- Me gustaría, y quiero, ser optimista. Vaya por delante que yo me formé y trabajé durante años en lugares donde el psicoanálisis imperaba sin más contrapunto que los inicios de la terapia familiar sistémica. Incluso los psiquiatras biológicos se psicoanalizaban o se sentían obligados a respetarlo si quería hacer carrera universitaria. Su aceptación y su impacto social y en los medios intelectuales eran muy favorablemente acogidos. El comportamentalismo y luego el cognitivismo, de la mano de la psiquiatría farmacológica, se han ido imponiendo progresivamente hasta convertirse en el “canon”, tanto en la universidad como en el terreno sanitario. Las GPC –guías de práctica clínica de la mano de la MBE– parecen hoy en día tan promocionadas como incontestables, salvo por algunos “insensatos” entre los que me cuento. Y, como todo el mundo puede saberlo si quiere, estas tendencias están potenciadas por el poderosísimo apoyo de la industria farmacéutica. En la época en que imperaba –antes de que desde EEUU se iniciara la revancha, que se ha globalizado con gran éxito, hacia la dominación absoluta que allí había ejercido durante décadas– creo que también del lado del psicoanálisis hubo cosas criticables. Sobre todo, encerrarse en una actitud de olímpico desconocimiento de otras disciplinas “inferiores” con la convicción de que nada podían aportarles. Esta actitud fundamentalista, que nosotros llamaríamos narcisista, también afectó a la rivalidad y descalificación entre diferentes escuelas psicoanalíticas convencidas todas de su “pureza” freudiana. Los historiadores y biógrafos del psicoanálisis ya han comenzado a relatarlo con menos idealización de la que imperó en su época. Es cierto que el idealismo militante pudiera ser, o siga siendo, el motor motivador necesario para acceder a una formación y una profesión exigentes, pero también es necesario quedar vacunado contra los excesos. El psicoanalista italiano Franco Borgogno nos hablaba en un encuentro reciente de su larga experiencia de formación kleiniana en Londres, y calificaba sus excesos de “esa enfermedad exantemática que hay que pasar una vez en la vida para quedar a salvo de ella”.
En cualquier caso, los ataques de que ahora es objeto ni son novedad ni son originales. Lo que sí es novedoso, creo, es que se extienden en una época de crisis cultural, en la que la simplificación reduccionista y su ampliación rápida y mediática está liquidando todo lo que implica complejidad y “tiempo largo”. Es cierto que el beneficio inmediato y económico –en todos los sentidos– del “hacer ya” ha desplazado al “pensar antes para qué y con que consecuencias”. Creo que esto afecta, no solo al psicoanálisis y a la psiquiatría, sino a todo pensamiento complejo que exija cuestionamiento y reflexión, y así están de desconsideradas las ciencias humanas. Si algo tiene elementos multifactoriales a considerar es la historia evolutiva del ser humano y la personal de cada sujeto. Sin querer ponerme catastrofista –porque las cosas cambian y a algunos la edad ya nos hace plantearnos que no tendremos tiempo para verlo– creo, como Tony Judt, que “algo va mal”… y puede ir peor. Creo que tienen razón quienes hablan de una crisis de civilización.
Que ¿qué hacer? Paradójicamente, de ahí surge mi optimismo respecto al papel que le queda al psicoanálisis. Creo que es una herramienta sólida para comprender al ser humano y su sufrimiento y que debe jugar un papel activo en la reactivación de las ciencias humanas. Con esta convicción, pero con humildad, deberá aliarse y enriquecerse con ellas y renunciar a sus excesos solipsistas y a cierto iluminismo –“sólo el psicoanálisis conoce la verdad del ser humano”– que, cuando le ha alejado de las realidades sociales, ha desacreditado su poder ético de testigo crítico de la sociedad y de todo lo humano. Volverá a sus inicios.
Creo que en toda mi trayectoria algo que siempre he agradecido es la combinación de rigor y de humor que aprendí de mis maestros, muchos de ellos capaces de ejercitar una ironía lúdica hacia las afirmaciones solemnemente idolatradas –y poco puestas a prueba– con las que en cada momento había que comulgar. En mi opinión o los profesionales con formación y experiencia psicoanalítica aceptan comprometerse en la confrontación –en los espacios de formación básica, en la investigación aplicada al terreno asistencial y en la práctica clínica que en ella se realiza– o nuestra concepción de la salud mental, del funcionamiento mental y del desarrollo, y nuestra presencia en la defensa y la continuidad de una psiquiatría basada en la relación, seguirá retrocediendo. Habrá, supongo, quien piense que será en beneficio de la práctica privada y hasta quien opine que este es el terreno apropiado del que nunca debió salir el psicoanálisis. Yo pienso que es acertado y fundamental el mantenimiento del ámbito privado para una cura psicoanalítica, y para la confidencialidad de la relación psicoterapéutica pero, simultáneamente, si el psicoanálisis –en particular sus aplicaciones terapéuticas en la sanidad pública y su presencia en la sociedad y en la confrontación con otras ciencias humanas– no está más activamente presente en los ámbitos exteriores a sus propias instituciones, eso llevará a un empobrecimiento de la comprensión del sufrimiento psíquico y del malestar social, lo que contribuirá a que la psiquiatría siga adentrándose en el callejón deshumanizado en el que hace tiempo ha entrado.
TdP.- Profesor titular de Psiquiatría en la Universidad del País Vasco y profesor invitado en las Universidades de Ginebra, Lausana y Padua. ¿Cómo valoras la formación psiquiátrica en nuestro país?
A. Lasa.- En la universidad, el pez grande se ha comido al chico. En medicina, el tiempo dedicado a la psicología médica y la psiquiatría ha quedado relegado frente a las “grandes” asignaturas que los estudiantes consideran “las importantes”. La relación médico-enfermo y la psicología de la enfermedad (situada en los años de despiste inicial), y la psicopatología y la comprensión del funcionamiento mental y de las bases de la relación terapéutica (situadas en los de aceleramiento a la preparación del MIR) necesitarían mucho más tiempo de aprendizaje. En nuestro departamento intentamos complementarlo, a través al menos de las asignaturas opcionales, con cursos específicos de psicopatología general y del desarrollo y sobre relación médico-paciente con grupos Balint, además de un extenso programa de prácticas que, en mi caso, consistía, para aquellos que lo solicitaban expresamente, en la discusión de entrevistas filmadas con niños. Aunque de todo ello hayan surgido algunas vocaciones psiquiátricas, aún les queda conseguir en el examen MIR la plaza a la que aspiran. En definitiva el mayor peso de su formación es el que reciben luego como residentes. Hay algún signo que me parece esperanzador. Cada vez más “buenos números” del MIR con posibilidades de optar a otras especialidades visitan los servicios donde quieren hacer su formación psiquiátrica, que durante años ha estado casi copada por quienes se “resignaban” por no poder aspirar a otra especialidad. Creo también –o así lo quiero ver– que con la generalización de una psiquiatría, muy repetitiva y aburrida –diagnóstico DSM rápido/tratamiento farmacológico estándar con la escasa panoplia de psicofármacos existente/revisiones muy espaciadas– se está produciendo un efecto rebote hacia una psiquiatría que considera más otro estilo de relación terapéutica y el interés por la historia personal del paciente. Obviamente, las orientaciones y compromiso de los formadores que van encontrando tienen un papel fundamental. Y también los incentivos diversos, sobre todo formación gratuita y financiada, versus formación muy costosa para sus bolsillos. Y esto afecta también a quienes optan por trabajar con niños y adolescentes, que siempre se han dado rápidamente cuenta de la importancia, causal y terapéutica, de las relaciones familiares y que ahora deben también valorar la importancia de las muy promocionadas hipótesis neuroquímicas y de la eficacia o inutilidad de las opciones farmacológicas a las que conducen directamente.
En el terreno de las facultades de psicología clínica, como todo el mundo sabe, el psicoanálisis está desaparecido o acorralado, incluso en las que partían de inquietudes humanistas. El conductismo y luego el cognitivismo imperan muy mayoritariamente. En mi experiencia, este predominio aplastante está también suscitando un interés por otras cosas. A mí me ha sorprendido mucho, en clases de técnica psicoanalítica, el interés general que despierta la visión comentada, estilo cine forum, de la serie televisiva “In therapy”. Igualmente los muchos alumnos en prácticas que se han acercado por nuestro servicio, eso sí durante dos años, se convencen rápidamente de la utilidad de conceptos y práctica clínica aplicadas del psicoanálisis. Muchos de ellos han proseguido luego una formación específica.
TdP.- ¿Consideras que dicha formación tiene en cuenta y aborda suficientemente la dimensión psicosocial del ser humano?
A. Lasa.- De lo que acabo de decir se puede concluir que, en general y mayoritariamente, no es así. Pero sería muy injusto desconocer el esfuerzo que muchos profesionales y servicios dedican a ello.
TdP.- ¿Qué opinión tienes sobre la formación que se ofrece actualmente en los Institutos de Psicoanálisis? ¿Crees que deben introducirse cambios? En caso afirmativo, ¿nos podrías explicar qué cambios consideras necesarios?
A. Lasa.- Desde que terminé mi formación “oficial” psicoanalítica, en Madrid a inicios de los 80, no me he implicado en tareas institucionales. Nunca he ido más allá de mi condición de “miembro candidato”. Creo que es una denominación que yo cambiaría por la de psicoanalista con formación realizada, pero en realidad creo que la formación no se termina nunca y debe continuar en permanencia, así que encontrarle una denominación precisa no me parece fundamental. No creo estar en una buena posición para opinar de lo que ha ocurrido en todos estos años transcurridos, ni tener la experiencia mínima exigible –en responsabilidades docentes en un instituto de psicoanálisis– como para decir que cambiaría en el momento actual.
Desde el terreno en el que más me he movido, la formación en psicoterapia psicoanalítica de los profesionales de la salud, y mi participación en asociaciones muy interesadas, como SEPYPNA, en la extensión de su aplicación en la sanidad pública, sí puedo decir lo que a mí me gustaría. Me gustaría que existiera permanentemente una actitud de colaboración abierta entre los psicoanalistas responsables de la docencia impartida en los institutos de psicoanálisis y los que trabajan, simultánea o paralelamente, en otros ámbitos: universidad, asociaciones profesionales, instituciones sanitarias etc.
Puedo atestiguar que así ha sido muchas veces –por ejemplo SEPYPNA debe agradecer que ha contado con la generosa ayuda y colaboración directa de psicoanalistas y más indirecta de varias de sus instituciones– pero también que no lo ha sido en otras, en las que han existido actitudes de desconfianza y descalificación, e incluso algún periodo de prohibición a sus miembros de impartir docencia fuera de los institutos de psicoanálisis. Estoy entre los que creen que es un error. He visto como muchos jóvenes que han iniciado su formación en psicoterapia psicoanalítica han optado luego por continuarla en institutos psicoanalíticos. Conozco muchos psicoanalistas que han contribuido a mejorar la psiquiatría y otros que entienden que no deben salir de su propio ámbito institucional. Ambas posturas me parecen respetables, pero entiendo mal que a veces los intereses institucionales lleven a optar obligatoriamente o a excluir por lo uno o por lo otro, o a combates descalificatorios entre los partidarios de lo uno y de lo otro. Sobre todo cuando es el propio psicoanálisis el que habla del narcisismo de las pequeñas diferencias.
Creo que los psicoanalistas experimentados pueden, deben y muchos también suelen, facilitar un acceso a conocimientos básicos del psicoanálisis necesarios para mejorar la práctica clínica en otros ámbitos, sin que por ello incurran, como hemos oído decir, en la promoción de un psicoanálisis de “divulgación” o “descafeinado”. No estoy diciendo nada original, pero he visto que se puede defender esto mismo y practicar lo contrario.
TdP.- En un artículo del año 2007 afirmas: “hay una moda actual (seguramente importada a la psiquiatría desde las ciencias duras a las que la investigación médica trata de emular en su incesante búsqueda de marcadores biológicos que objetiven sus hipótesis etiopatogénicas) consistente en pensar que solo las publicaciones ultra-recientes, sobre todo si manejan certezas estadísticas, genéticas o neurobiológicas, merecen ser tomadas en consideración. En consecuencia, cualquier deducción (psicopatológica, clínica o asistencial) que no se vea apoyada por tales evidencias queda automáticamente desvalorizada o descalificada, por muy sensata que sea y pese a que, en algunos casos, estén probadas por muchos años de experiencia”. ¿Crees que es posible establecer puentes de diálogo con los defensores de dicha “moda” desde otras orientaciones en salud mental? ¿Consideras posible el desarrollo de investigaciones y prácticas convergentes entre el psicoanálisis y la psiquiatría médico-biológica, o crees que estamos condenados a lo que defines como “fragmentaciones que nos lleven a enfrentamientos partidistas con descalificaciones recíprocas”?
A. Lasa.- Pues a veces soy más pesimista y otras menos, pero no me atrevería a hablar de optimismo. Me parece que muchas descalificaciones “ideológicas” encubren otros conflictos de intereses diversos –y no me refiero al uso actual, que me parece un tanto hipócrita, de denominar así, “conflicto de intereses”, al hecho de cobrar de la industria farmacéutica. No hay que olvidar que la investigación tiene motivaciones e intereses diversos, aparte del más encomiable y supuestamente fundamental de hacer progresar la ciencia. Como ahora sabemos, algunos líderes de opinión incuestionables hasta hace poco, coordinadores renombrados de alguna guías de practica clínica –con gran incidencia en importantes áreas de la psiquiatría infantil como el TDAH o el trastorno bipolar–, han sido cuestionados y procesados, y no por cobrar habitualmente de la industria farmacéutica, cosa absolutamente legal y legítima, sino por no haberlo declarado al fisco. Los juicios morales no son lo mío y lo importante en esta historia es si no cabría plantearse la inquietante pregunta de si esta práctica les ha llevado a introducir algún sesgo en sus recomendaciones terapéuticas, que medio mundo sigue a pies juntillas, que responda a algo más que a la confirmación de su evidente eficacia.
Entre otros intereses cruzados en la investigación está asimismo la competencia por los fondos que necesita su financiación, los intereses por la carrera universitaria o institucional que potencia o el poder profesional y prestigio social que la acompañan. En consecuencia está muy cerca de la política y la burocracia sanitaria y universitaria y por tanto también es muy sensible a todo lo asociado al ejercicio del poder político y económico. Y quien entiende el ejercicio del poder institucional como algo compartido con los míos y con la exclusión de los anti-míos, tiende a extremar posiciones irreconciliables. Ni la investigación universitaria, ni los poderes institucionales sanitarios, ni otros grupos profesionales –en realidad ningún grupo humano– parece estar exentos de tendencias irreconciliables. Lo que yo he aprendido del psicoanálisis es que el narcisismo destructivo del otro está presente en cualquiera y renace en el sectarismo de todo grupo o sujeto purista, o como se dice ahora fundamentalista. De lo que se deduce que los consensos no son imposibles, pero sí más difíciles de extender que rivalidades y desacuerdos. La evolución de la sociedad, como la de los individuos con la edad, hace que algunos se vuelvan más tolerantes y otros más irritables e irreconciliables.
TdP.- ¿Cómo valoras los criterios diagnósticos de los trastornos mentales, representados por el DSM-IV y el CIE-10? ¿Y qué valoración nos puedes avanzar de lo que ya se sabe del DSM V?
A. Lasa.- En nuestra práctica pública hemos estado obligados a codificar los diagnósticos según la CIE-9 y luego la 10 que, siguiendo la tendencia impuesta y predominante en la psiquiatría mundial, se ha acabado pareciendo mucho al DSM-IV. Ambas se han ocupado de elaborar un listado de equivalencias. También, por razones más prácticas que ideológicas, lo ha tenido que hacer la clasificación francesa que es la única, junto con la posterior “Zero to three”, que nació como específica para niños y adolescentes y con una concepción dinámica del desarrollo y de la psicopatología, inspirada desde la psiquiatría de orientación psicoanalítica. Creo que no hace falta que precise que me siento más cercano a éstas, que considero más útiles para la práctica con niños y adolescentes, que a las primeras.
Respecto al DSM V, poco puedo decir. Su implantación me ha pillado ya jubilado y ausente de su aplicación de la psiquiatría pública. Así que no creo que vaya a estar entre mis lecturas favoritas. Pero sí he leído, en la página Web de Sepypna, la traducción del artículo de Allen Francis[6] del 2010. Espero que pasando el tiempo, no tengamos que oír de los coordinadores del DSM V, comentarios semejantes a los que Allen Francis, coordinador del DSM IV, hizo públicos posteriormente a su puesta en uso. Decía él que para la psiquiatría infantil, “concretamente en el terreno del autismo, del TDAH, y del trastorno bipolar en la infancia” habían propuesto unos “criterios de delimitación demasiado laxos que facilitaban la proliferación excesiva de estos diagnósticos”. Yo me alegré mucho de este reconocimiento autocrítico porque estoy entre los que antes de que lo hiciera hemos recibido algún vapuleo por opinar así. También he opinado y escrito que esperaba que –“en futuras ediciones del DSM”– era importante incorporar las opiniones de autores americanos que deseaban que estuviera “más orientado hacia el niño e incorporase aspectos del desarrollo y componentes basados en la relación y en los trastornos del vínculo” y que “subrayen las tensiones entre la taxonomía y las realidades clínicas que esta lastrando este sistema de clasificación[7]. No sé si el DSM-V lo ha tenido en cuenta, creo que no.
De todas maneras lo importante, a mi juicio, no está tanto en la necesidad de recurrir a tablas diagnósticas, sino en las ideas sobre el funcionamiento mental y la psicopatología subyacentes. El TDAH es un buen ejemplo de lo que digo. En poco tiempo hemos pasado de oír que se trata de un trastorno “puro”, sin ninguna otra psicopatología asociada, a que se estime que, primero un 40 %, y ahora ya un 70-80% de “comorbilidades” diversas lo acompañan. Y el DSM-IV incluye un ítem que para confirmar el diagnóstico de TDAH exige que se descarten -y mencionándolos explícitamente- casi todos los trastornos psicopatológicos que conocemos. Lo más asombroso es que a muchos de quienes dicen basarse en él para confirmar el diagnóstico, les basta y sobra con media hora de exploración para hacerlo.
TdP.- En tu larga experiencia en la práctica pública (durante años has sido Jefe del Servicio de Psiquiatría Infanto-Juvenil de Uribe, en Bizkaia) ¿has observado alguna evolución en los cuadros psicopatológicos más frecuentemente atendidos en los centros de salud mental?
A. Lasa.- No creo que haya habido grandes cambios en las características de la población que consulta, salvo en el aumento cuantitativo global de estos últimos años. Es cierto que porcentualmente han aumentado los diagnósticos de TDAH y de trastornos del vínculo, ahora incluidos entre los llamados “del espectro autista”, aunque diagnosticados y tratados a tiempo no siguen, muchos de ellos, esta evolución. Pero creo que estos aumentos responden, al menos en parte, a los cambios en los criterios diagnósticos.
Por ejemplo, que ahora se observen y se diagnostiquen más trastornos del comportamiento que antes y que se diga que los “trastornos externalizantes están desplazando a los internalizantes” tiene que ver con que los diagnósticos se centran más en la observación de la conducta, y en las quejas que derivan de sus alteraciones, que en la exploración detallada del funcionamiento psíquico subyacente. La mayor demanda y la consecuente reducción del tiempo de observación son otro factor a tener en cuenta. Además de las diferentes orientaciones profesionales y grados de experiencia en juego. Estoy convencido, porque he visto que ocurre con frecuencia, que un mismo niño puede recibir diagnósticos diferentes. Lo cual introduce dudas en nuestra credibilidad clínica y ayuda a entender la necesidad de buscar un lenguaje diagnóstico homogéneo. Y de ahí el éxito de un sistema diagnóstico que iguala los casos a partir de su “mínimo denominador común”.
Respecto a la “epidemia” actual de TDAH me he explicado largo y tendido en varios y extensos artículos, publicados en la revista de SEPYPNA, recopilados luego en un libro [8]. Me resumiré. Es evidente que existen, siempre han existido y existirán, niños con síntomas de hiperactividad, de impulsividad y problemas para concentrar su atención. Negarlo es desconocer la naturaleza del desarrollo del niño y los trastornos, de diversa naturaleza, que pueden afectarle y provocar estos y otros síntomas. Incluso el calificarlos de síntomas en vez de reacciones lógicas en determinada situaciones exigiría poder disponer de límites cuantitativos definidos, porque los cuestionarios al uso solo camuflan las apreciaciones subjetivas en supuesta cuantificación objetiva. El debate comienza cuando se afirma, a partir de la suma y combinación de estos síntomas, que resultan de un trastorno unívoco, idéntico en todos los afectados y con una etiología común que afecta a la neuroquímica cerebral. Y se acentúa cuando se afirma que un fármaco que conocemos y utilizamos desde hace décadas, con resultados diversos –entre otros una mejoría sintomática a veces espectacular y casi siempre pasajera– es el tratamiento de elección para todos ellos, porque suple se dice –aunque esté lejos de haber quedado demostrado– sus carencias neurosinápticas. Frente a ello se puede pensar, somos muchos en hacerlo, que bajo estos síntomas comunes subyacen situaciones psicológicas y psicopatológicas muy diversas, por lo que tratar a todos los hiperactivos exclusivamente con psicofármacos es insuficiente. Y en este lío estamos, en pleno fuego cruzado de afirmaciones estrepitosas, que hacen olvidar que la OMS o el Ministerio de Sanidad, habitualmente prudentes, ya han opinado sobre lo que está ocurriendo y recomendado cosas, que muchos desconocen o al menos no tienen en cuenta a la hora de informar a los afectados y a sus familias. Entre otras que el fármaco en cuestión es un psicoestimulante cuyas características bien conocidas –entre las que no está, lo diga quien lo diga, su absoluta inocuidad y sí está que puede generar tolerancia y dependencia– conviene conocer y divulgar.
De otro lado, frente a quienes sostienen la influencia de factores sociales, aún no podemos confirmar, ni excluir, que los cambios en los actuales modos de crianza y vida familiar, en la educación y la escolarización, estén teniendo una influencia etiopatogénica en el malestar psicológico o psicopatológico asociado al TDAH o a otros cuadros. Poder afirmarlo o desmentirlo necesitará años y una metodología muy compleja con seguimiento prolongado y comparativo de cohortes muy amplias. Dudo que aun así se llegue a conclusiones aceptadas con unanimidad. Hay demasiados factores e intereses, ajenos a la ciencia y a lo basado en la evidencia, en juego.
TdP.- Hay un creciente número de estudios y publicaciones que hablan de la relación causal entre sufrir adversidades en la infancia y la aparición de trastornos mentales graves en la adolescencia. Algunos de estos estudios hablan de la insuficiente detección de los abusos sexuales, sobre todo si son intrafamiliares, a pesar de que la persona abusada presente cuadros psicopatológicos diversos, incluso intentos de suicidio, y sea atendida en dispositivos de salud mental. ¿Cuál es tu experiencia en este tema?
A. Lasa.- Es cierto y me parece un tema muy importante que no ha recibido por parte de los servicios de salud mental toda la atención que merece. Al menos en nuestro ámbito geográfico estamos en segunda fila respecto a los servicios sociales y judiciales.
Quizás por ello hemos sido solicitados más veces como testigos de abusos, a confirmar y denunciar, que como responsables del tratamiento de las víctimas. En mi experiencia, siempre es una situación muy delicada, en la que hay que moverse en un estrecho espacio. Es fácil caer en un intervencionismo precipitado que se deja llevar por la prioridad, justa y fácil de comprender, de castigar inmediatamente al adulto que abusa. Pero también es fácil olvidar el apoyo exquisito y continuado que va a necesitar la compleja situación psíquica en que queda el niño, también después de quedar protegido y a salvo de su abusador.
Hay una cuestión, la denominada “victimización secundaria”, que no por ser conocida deja de ser complicada de resolver. La gran mayoría de los abusos son intrafamiliares y muchas cometidos por personas que por un lado tienen enormes carencias afectivas –pocas veces nos encontramos con perversos fríos y calculadores, que también existen pero que no se dejan atrapar ni tratar– y que por otro, tienen vínculos muy regresivos con un medio familiar mal diferenciado que depende de ellos. Lo que hace que con frecuencia la víctima, además de hacer frente a la incredulidad, por parte de su propia familia, de los hechos que padece, tiene que asumir que su denuncia va a provocar graves problemas familiares sobreañadidos.
Por eso creo que nuestro papel para ser terapéutico tiene que combinar acompañamiento empático y toma de decisiones con consecuencias directas en la vida real del paciente, con la protección hermética de una confidencialidad que permita explicar al paciente la compleja naturaleza de su sufrimiento. No hay que desconocer el drama que supone la “confusión de lenguas” que ya describió Ferenczi. Un niño y un adulto que se quieren se encuentran. El uno busca ternura y en el otro la encuentra emponzoñada de excitación. Para más dolor el niño se identifica con el agresor e interioriza la culpa (“¿por qué lo consentí?”). Y para complicarlo aún más, se nos convoca como “perito-testigo” colocándonos en un doble situación quizás incompatible. Primera regla del terapeuta: “diga espontáneamente todo lo que le venga a la cabeza”. Segunda regla (indispensable para cumplir la primera): “porque nada de lo que diga saldrá de aquí ni tendrá consecuencias fuera”. Mandato del perito: 1.“Cuénteme todo lo que ha pasado” 2.“Tengo que saberlo para tomar medidas que van a afectar seriamente a su vida y a la de quienes le rodean”.
Suficientemente delicado como para pensar que debiéramos recibir una formación específica para afrontar estas situaciones que, como decías, suelen tener serias repercusiones psíquicas posteriores y frecuentemente a muy largo plazo.
TdP.- ¿Cómo ves los adolescentes de ahora y el futuro de la adolescencia en el entramado social que vivimos?
A. Lasa.- Hace ya más de diez o quince años que la franja de edad 14-18 años comenzó a crecer en las consultas y en nuestro servicio siempre nos ha sorprendido que con frecuencia vinieran por consejo de otros adolescentes. Hay adolescencias muy diferentes en función de la vulnerabilidad o la solidez previamente adquiridas y de que el entorno social y familiar juegue a favor o en contra. Así que hay quien piensa, incluidos los propios adolescentes, que la adolescencia actual es “un chollo” o un “marrón”.
Es también una edad en que emergen nuevos y severos cuadros y se descompensan gravemente otros que ya habían consultado previamente. Así que conviene afinar mucho para no patologizar lo pasajero ni banalizar lo que se está deslizando –o emerge ya más directamente– como un sufrimiento patológico. Es un momento evolutivo en que considerar los factores de protección y de riesgo es fundamental.
La dependencia de la mirada y aprobación del entorno, el temor y la obsesión de su influencia, la recuperación activa del control de un cuerpo puberal “que va para donde él quiere” y la elaboración de una nueva imagen corporal son –junto con la capacidad de delimitar y hacer posibles sus propios proyectos de un futuro que también incluye las opciones sexuales– tareas complejas que les asedian y que tienen que resolver.
Así que creo que la importancia y el impacto del entramado social es grande. Entiendo que “lo social” pasa fundamentalmente a través de los padres y los adultos cercanos, profesores por ejemplo, que, aunque a veces se quejan del pasotismo imperante, influyen y mucho en su educación y estabilidad. Ayudarles a orientarse en la confusión propia de su edad y en su búsqueda de salidas a su potencial creativo pueden ser cruciales en su vida, y en el trabajo terapéutico, para su salud y su futuro social y personal.
TdP.- Hace años que colaboras con profesionales de la Salud Mental de Catalunya. ¿Cómo valoras la situación actual de la salud mental pública en Catalunya? ¿Y en España?
A. Lasa.- Quiero recordar que cuando teníamos que organizar el primer congreso de SEPYPNA, Jaume Baró, –otro compañero de fatigas en Suiza y de la peripecia de organizar y sostener aquella sociedad– que tuvo la valentía de organizarlo en Lérida, me propuso acompañarle a ver a Eulalia Torras. Ella era ya entonces una gran señora del psicoanálisis y de la psiquiatría infantil y nosotros dos recién llegados desconocidos para ella. Para nosotros su apoyo era fundamental para avalar nuestros inicios. Nos recibió con extraordinaria amabilidad y su hospitalidad inicial se ha prolongado siempre que la hemos solicitado y nos abrió la puerta de lo que se hacía en Barcelona y de sus gentes. Fue en su antiguo servicio de la Cruz Roja, en donde a iniciativa de Leticia Escario, –que luego, acompañada siempre de Luís Feduchi, ha sido pieza clave muy activa en el desarrollo de SEPYPNA y su conexión con la Red de Salud Mental de Barcelona y de Catalunya– me invitaron a presentar, por primera vez fuera del ámbito universitario, los resultados de mi tesis sobre las manifestaciones precoces de los niños psicóticos. Allí conocí a quienes me llevaron a hacerlo por segunda vez, también en Catalunya. Eran el inolvidable Cantavella y el equipo que coordinaba, en la Fundación Amades, junto con Mercé Leonhard y en el que también estaba entonces, si recuerdo bien, Remei Tarragó, luego frecuente colaboradora de SEPYPNA. Posteriormente, tras estos primeros contactos personales, he tenido muchas ocasiones de conocer y compartir trabajo con otros equipos: Sant Pere Claver, Sant Joan de Déu, Fundació Orienta, con el de Roser Pérez-Simó, con los servicios de atención temprana. Luís Feduchi y los equipos y profesionales que ha supervisado en el trabajo con adolescentes nos han acompañado en varios congresos, también Jorge Tizón lo ha hecho… y me temo que dejo de citar experiencias y personas significativas.
Creo que puedo decir que conozco bien lo que se hace en Catalunya, lo aprecio mucho y en muchas cosas, por ejemplo el documento de consenso sobre los trastornos mentales graves de la infancia, ha sido para nosotros, en el País Vasco, un modelo a trasplantar en algunas de nuestras actividades. Me parece particularmente interesante el modelo de concertación existente y la presencia y agilidad con que ha permitido la circulación de profesionales y psicoanalistas entre el ámbito privado y el público. Y me parece que, al menos visto desde fuera, tenéis una característica admirable, la capacidad de pelear hasta lograr consensos partiendo de diferencias que parecen inicialmente imposibles de reconciliar. Decir esto en momentos en que la imagen que se atribuye desde fuera a Catalunya es la de crear disensión y rupturismo chocará a algunos pero es lo que pienso.
Respecto al resto de España, imposible resumir. Solo en lo que conozco hay tal variedad de situaciones y recursos que no me atrevo. Sí diré que la atención y recursos de salud mental que reciben niños y adolescentes son altamente mejorables y que la aprobación y reconocimiento legal de la especialidad de psiquiatría de niños y adolescentes, aún pendiente, muestran la incongruencia de una sociedad que se dice muy sensible al sufrimiento psicológico de niños y adolescentes y de unos medios particularmente sensacionalistas para mostrarlo en circunstancias dramáticas puntuales, pero poco constantes y coherentes en la atención cotidiana a la protección de los factores que inciden en el desarrollo infantil: de la maternidad y la crianza por ejemplo.
TdP.- ¿Te atreverías a hacer un pronóstico de cómo evolucionará la asistencia pública en salud mental?
A. Lasa.- Uff! Supongo que dependerá del mantenimiento o retroceso de la llamada “sociedad del bienestar”, que los expertos dicen en trance de retroceso o desaparición, así que, si aciertan, el pronóstico lo veo muy inquietante.
Curiosamente, nunca la sociedad ha cacareado tanto como ahora su preocupación por los derechos del niño y la demanda en la salud mental pública está aumentando sin cesar. Así que si la sociedad es capaz de saber qué futuro le conviene y de pensar que para protegerlo debe cuidar el embarazo y los cuidados de la crianza y mejorar las condiciones del desarrollo de niños y adolescentes, quizá nos espere un futuro mejor. También nos toca recordárselo.
TdP.- ¿Cómo ves el futuro de la Psiquiatría infantil?
A. Lasa.- Dado que creo que la mayor parte de los niños son, y serán, atendidos en la sanidad pública y que, si esta desaparece o se deteriora, difícilmente podrán ser absorbidos la mayoría de ellos en consultas privadas –que aprecio en cuanto a su calidad pero que difícilmente serán más asequibles que actualmente– creo que la respuesta anterior ya expresa mi opinión al respecto.
Aunque desde un punto de vista social elitista se pueda pensar que se podría ahorrar en lo público para privatizar o concertar servicios de calidad más eficientes, no me lo creo. Quizás sea un prejuicio político, pero lo que estamos viendo últimamente en nuestro país, y las experiencias que lo han precedido en otros países, me parece que lo confirman.
TdP.- Eres autor, del Informe de “Evaluación de la situación asistencial y recomendaciones terapéuticas en el trastorno por déficit de atención e hiperactividad”, donde concluyes, entre otras muchas cosas, que “la tendencia asistencial actual apunta a una extensión creciente del tratamiento medicamentoso con psicoestimulantes (…) Esta generalización indiscriminada, que puede desatender las peculiaridades clínicas de muchos casos diagnosticados de TDA/H, se ve apoyada y favorecida por la difusión de la hipótesis, cuestionable, de que su causa es exclusivamente neurológica…”. ¿Cómo te explicas esta tendencia generalizada en el ámbito de la salud mental infanto-juvenil? ¿Qué riesgos consideras que conlleva?
A. Lasa.- Lo hicimos, tras proponerlo al Departamento de Sanidad del Gobierno Vasco, que, en colaboración con el Plan de Calidad para el Sistema Nacional de Salud del Ministerio de Sanidad, aprobó su realización y financiación[9].
Creo que algunos de sus hallazgos explican el interés de nuestras autoridades sanitarias. En una pequeña comunidad de 2 millones de habitantes como la nuestra, la factura de las prescripciones de metilfenidato habían pasado, en el periodo de 2001-2007, de algo menos de 9.000 euros/año hasta cerca de 900.000. Y posteriormente se ha ido incrementando imparablemente hasta superar los 3,5 millones de euros en 2011. El incremento, de precio y de consumo, se acentuó notablemente, a partir del 2004, con el lanzamiento del metilfenidato de absorción retardada. La dosis diaria por habitante también ha aumentado notablemente y, sobre todo, la variabilidad en la incidencia de casos y del número de prescripciones en comarcas contiguas, evidencia grandes diferencias en los criterios diagnósticos. Por ejemplo sólo el 25 % de los casos derivados a los centros de salud mental infanto-juvenil con un diagnostico y/o tratamiento previos de TDAH ve confirmado el diagnóstico. Lo que muestra que al menos entre salud mental y atención primaria-neuropediatría y con los criterios de ciertos centros escolares existen grandes diferencias.
En cuanto a la extensión de la visión, para mí reduccionista, que antes he comentado, creo que forma parte de la evolución predominante en la psiquiatría anglosajona, que con su gran poderío económico, mediático y “lobbystico”, se ha impuesto frente a otras corrientes. Con ello, lo que sí ha cambiado en la última década, y además mucho, es la tendencia general al uso de psicofármacos en niños y adolescentes, y también a su abuso, cuando se utiliza como único recurso terapéutico dejando de lado otras ayudas terapéuticas, o de forma indiscriminada, fuera de las recomendaciones sensatas y aceptadas, en cuanto a edad o a indicaciones clínicas. Hay que decirlo claramente. Muchos niños y adolescentes necesitan otras cosas, además de psicofármacos. Su utilización en niños de corta edad –siempre se había recomendado no usarlos por debajo de los seis años– empieza a ser una imprudencia frecuente, porque no parece que sean tan inocuos como los partidarios de hacerlo dicen. Cuando, como aseguro que ocurre cada vez más, vemos niños y adolescentes medicados con dosis crecientes de psicofármacos durante años y en seguimientos trimestrales o semestrales, en los que puede incluso que no hablen con el profesional que les prescribe su tratamiento, por mucho que se realicen con él muchas y caras pruebas –muchas de dudosa necesidad– estamos ante una práctica, voy a ser suave, difícil de aceptar.
TdP.- ¿Qué opinas acerca del diagnóstico de trastorno bipolar aplicado a la población infantil?
A. Lasa.- Ya he dicho antes lo que opinó Allen Francis al respecto de los criterios diagnósticos del DSM IV. Posteriormente, cuando se estaba cociendo el DSM V, también ha opinado que: “…las muchas sugerencias del DSM V podrían incrementar dramáticamente las tasas de trastornos mentales (…) creando millones de casos de nuevos pacientes erróneamente identificados como “falsos positivos” (…) exacerbando así en alto grado los problemas causados por un DSM IV ya demasiado inclusivo (…) nuevos diagnósticos que podrían ser extremadamente comunes en la población general, especialmente después del marketing de una industria farmacéutica que está siempre alerta”. Pues si él lo dice…
Lo que yo creo arriesgado es que se generalice una tendencia a incluir en el mismo saco –por un a priori cuestionable, que le atribuye una etiopatogenia de naturaleza neuroquímica cerebral todavía por demostrar– muchas alteraciones y oscilaciones afectivas de origen y significado diverso. Pueden ir desde reacciones totalmente normales, a síntomas relacionados con sucesos y crisis evolutivas frecuentes y pasajeras en el desarrollo de niños y sobre todo de adolescentes, hasta, sobre todo en el caso de estos últimos, manifestaciones iniciales –a veces de apariencia psicótica– de un verdadero trastorno bipolar. Esta última posibilidad la hemos visto muy pocas veces en los muy largos seguimientos que nuestra larga permanencia de más de treinta años, en el mismo sector y con el mismo equipo, nos ha permitido hacer de casos con manifestaciones infantiles depresivas o (hipo)maníacas. Diré también que el funcionamiento límite y su inestabilidad afectiva se presta mucho a tener que matizar su diagnóstico diferencial con el trastorno bipolar, sobre todo cuando se acepta el concepto de “cicladores rápidos”.
Me parece, cuando menos diré que prudente, con los conocimientos actuales, evitar el tratar “preventivamente” a un niño como si lo que presenta fueran los primeros pródromos que confirman la predicción de que será un adulto con un trastorno bipolar… y tratarlo igual que si ya lo fuera.
Está muy claro que la regulación y estabilidad afectiva y emocional pasan por el cerebro, pero creo que podemos atribuir un papel causal a lo que es efecto y consecuencia de las pasiones humanas. Y suponer un orden sucesivo a fenómenos que son simultáneos. ¿Cuando el amor o la cólera se acompañan de excitación o de depresión, qué es antes o después? ¿la modificación de los mediadores sinápticos o la intensidad afectiva? ¿la adrenalina o el subidón, o sea la emoción ?¿el huevo o la gallina?.
TdP.- En diversas ocasiones has tratado el tema de la enorme influencia que tiene la industria farmacéutica y sus potentes lobbys de información, opinión e influencia, sobre la formación de profesionales de salud mental, su promoción, sobre la financiación de investigaciones, las publicaciones en revistas de alto impacto, etc. ¿Qué actitud crees que deben tomar los profesionales del ámbito psicoanalítico frente a esta realidad?
A. Lasa.- Tengo la impresión y el temor, ante esta y otras preguntas, que me lleváis a decir lo que muchos otros comparten y no siempre, o no todos, decimos públicamente.
Me expresé ampliamente en un congreso de SEPYPNA, y ha quedado escrito y publicado lo que entonces opiné[10]. Lo que allí recogí también son informaciones al alcance de cualquier interesado en la cuestión. Los libros de Marcia Angell o el más reciente de Ben Goldacre[11], son muy claros describiendo la realidad acerca de lo que preguntáis. Y ni siquiera los grandes recursos mediáticos, propagandísticos y legales de la industria farmacéutica han podido desmentir lo que dicen.
No seré yo quien critique a quienes se dejan mimar por las prebendas que el generoso mecenazgo de la industria ofrece a los médicos. Pero de ahí a aceptar como natural que muchos congresos profesionales desaparecerían sin la “sinergia” de sus patrocinadores o que la sanidad pública deje en sus manos la financiación –y los contenidos- de la formación de sus propios profesionales… hay un largo recorrido. Cada uno deberá decidir donde está lo aceptable y lo que no. Nadie considera escandaloso pedir y recibir una factura sin IVA pero creo que igual que debe haber una raya que marque cuando es excesivo defraudar al fisco también debería haberla para determinar qué se puede, o no, recibir “gratuitamente” y cual es el precio que se puede , o no, pagar por ello. Ya existe una plataforma de profesionales que ha tomado una clara opción, se llama “no, gracias” .
TdP.- ¿Qué lugar crees que debe ocupar la investigación desde la perspectiva psicoanalítica?
A. Lasa.- Todo el que pueda, para conseguir su aplicación y conocimiento, por parte de los profesionales de la salud y para los pacientes que tratamos. Creo que ya he dicho que debe de tratar, también a través de la investigación, la confluencia con otras ciencias humanas, entre las que también incluiría, porque temo que se ha alejado de ellas, a la medicina.
Me parece difícil que el psicoanálisis pueda hacerse entender sin renunciar a algunas de sus ideas fundamentales. Es más, no creo que deba hacerlo.
Me viene a la memoria Ajuriaguerra que, hablando de la actitud de la sociedad hacia la psiquiatría decía: “no se crean que nos quieren o incluso que nos aprecien, como mucho nos respetan… les decimos cosas que nadie quiere oír”.
¿Qué cosas del psicoanálisis resultan intolerables en nuestra sociedad actual? ¿qué elementos de su complejidad chocan con una realidad que no la acepta?
Yo veo unas cuantas. Una, sostenemos que el ser humano tiene una doble naturaleza, la pública y la privada; la que mostramos y la íntima, que escapa incluso a nuestra conciencia. Ideas que chocan frontalmente con la “extimidad” y el “todo transparente” que la sociedad actual del espectáculo y la apariencia pretende. El pudor está totalmente desacreditado.
Otra: El ser humano se constituye en la alteridad. Nace, crece y vive en relación. Es lo que le hace gozar y sufrir. Está marcado por su dependencia del otro indispensablemente complementario. Para sus emociones y afectos, para pensar, para acceder al lenguaje. Hasta para completar sus potencialidad genéticas. Su evolución, azarosa, depende de encuentros felices o lamentables.
Idea irreconciliable con los reduccionismos “igualitarios” y “naturalistas”. Nuestra naturaleza solo puede ser una. La que el cerebro y lo genes nos dan y nos quitan. La enfermedad está determinada en sus causas. El hombre, todo hombre, tiene que tener una uniformidad “neuronal” y una mente “cognitiva”. No se puede tolerar ser una humanidad a expensas de lo aleatorio.
Otra: Solo un tratamiento basado en la relación puede afrontar los afectos, el sufrimiento y las huellas psíquicas y muescas que marcan al psiquismo. Cada historia es personal e intransferible y, paradoja inexplicable, necesita de la dependencia de otro para ser reactivada, rememorizada y reinscrita. Idea irreconciliable con otra tendencia actual. Cualquiera puede “resetearse” solo. Viva la auto-ayuda. A qué viene tener que aceptar la necesidad de alguien que se tome el trabajo de entender en mí lo que yo mismo no entiendo.
La última: El ser humano es un ser de vida y muerte. Marcado por su biología que le impone al menos dos cosas. 1. Crecerá, envejecerá y morirá formando parte de una generación precedida y prolongada por otras. 2. Estará marcado por una identidad biológica y sexual, vinculada, le guste o no, a la diferencia anatómica sexual. Insoportable en nuestros tiempos. Nunca la humanidad se ha rebelado tanto contra las leyes de la biología. ¿Quien no puede, si quiere, rejuvenecer, rehacer su cuerpo, cambiar su sexo? Ninguna enfermedad acabará con nosotros, las venceremos todas en cuanto encontremos su causa. Llegaremos a ser eternos. Solo es cuestión de tiempo.
El psicoanálisis defiende sus verdades que parecen resultar demasiado complejas e insufribles para nuestra sociedad. Creo que su tarea moral más importante, tan incómoda ahora como en otros tiempos, compartida con otras ciencias humanas, es contribuir a que los demás tomen conciencia de la necesidad de alarmarse[12] .
TdP.- Desde hace años eres miembro de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (SEPYPNA). ¿Nos podrías hablar de tu experiencia en SEPYPNA?
A. Lasa.- Su inicio surgió, a comienzo de los ochenta, de algo más de veinte profesionales que, la mayoría, volvíamos de una trayectoria profesional en el extranjero, en donde habíamos encontrado unos servicios públicos de psiquiatría de niños y adolescentes con una larga experiencia y con una orientación psicodinámica.
También queríamos trasplantar lo mejor de lo que allí habíamos visto y vivido a nuestro país, en el que, también la mayoría, habíamos conocido una situación, antes de irnos y al volver, “manifiestamente mejorable”. Compartíamos también un interés por la psicoterapia en general y por sustentarla en una formación psicoanalítica. Estábamos ilusionados y convencidos de que era posible incorporarla al desarrollo de los servicios de salud mental en la sanidad pública, en la cual los servicios específicos para niños y adolescentes eran aún muy escasos. Pensábamos también que la prevención y la atención a la primera infancia, entonces inexistentes, debían de estar presentes en ellos. Su coordinación con servicios sociales y educativos y con la atención primaria nos parecía también una tarea pendiente. En cualquier caso –los que volvimos y los que ya estaban aquí– optamos por trabajar en la psiquiatría pública, y a hacerlo simultáneamente con la actividad privada. Creo que resumo nuestra común identidad inicial.
Aunque lo intentamos, no nos pareció posible incorporarnos a la única asociación de psiquiatría infantil entonces existente, que luego ha crecido mucho, y tampoco integrarnos como sección específica en las de psiquiatría adultos. Pero siempre entendimos que organizarnos como una asociación profesional de ámbito estatal era imprescindible. También que había un espacio y una potencial demanda para la formación en psicoterapia de niños y adolescentes. Buscamos y logramos encontrar apoyo en las sociedades psicoanalíticas y en el desarrollo de la formación continuada tanto en el ámbito público como privado. Tras unos años organizando jornadas y congresos en años alternativos, logramos estabilizar un congreso anual y, posteriormente, la organización permanente, en Madrid y en Bilbao, de cursos –que duran tres años– de formación en psicopatología y psicoterapia de niños y adolescentes. Muchos de nuestros miembros han trabajado y participado como consultores y docentes en múltiples actividades, lugares y equipos pertenecientes a la sanidad pública o al ámbito privado. Otros procedían de una formación psicoanalítica o la han completado en nuestros cursos y después en institutos psicoanalíticos.
El resultado es que somos más de quinientos socios, de los que casi un tercio, somos psiquiatras y los demás en su gran mayoría psicólogos clínicos.
Ha sido una larga trayectoria, costosa pero gratificante. No sería cierto decir que nunca hemos tenido conflictos, pero sí lo es que fundamentalmente nos une mucha amistad y una larga convivencia en planteamientos profesionales y tareas comunes. Creo que hemos tenido una incidencia importante en que nuestra visión de la salud mental se haya extendido en la psiquiatría pública y privada. Quizás añadiría que en ciertos aspectos profesionales, como lograr la aprobación de la especialidad en psiquiatría de niños y adolescentes, aunque hemos batallado todo lo que hemos sabido y podido, a la vista está que no hemos logrado lo que pretendíamos. También hemos debatido mucho si nuestra presencia en los foros sociales y profesionales debe mantener su tono habitual, que yo calificaría de comedido, o debería hacerse presente con más contundencia. Otro motivo de reflexión y autocrítica es la trayectoria, para algunos muy continuista, de su juntas directivas. Algunos piensan que no es bueno que no aparezcan candidaturas alternativas, aunque tampoco presentan ninguna. Otros que la continuidad y la permanencia son un elemento que mantiene una identidad mayoritariamente deseada. En cualquier caso, nuestros congresos y cursos mantienen un nivel de participación que consideramos elevado. Señalaría también que económicamente no dependen de aportaciones exteriores que lastren nuestra independencia. O sea, que quien participa debe pagarse su inscripción –que se mantiene en precios contenidos– desplazamiento y mantenimiento. No extrañará a quienes estén habituados a hacerlo así, pero supone un esfuerzo económico que no se parece nada al de quienes asisten a actividades con patrocinios ajenos.
TdP.- Hace años que SEPYPNA ha conseguido mantener el interés científico en sus congresos nacionales, celebrándose este año (2014, año de la publicación de la entrevista) el XXVI Congreso en Sevilla. ¿Cuáles crees que son las claves del éxito de estos encuentros?
A. Lasa.- Creo que la fundamental ha sido su estructura y su contenido. Siempre hemos mantenido el mismo esquema de un tema monográfico, abordado por contados ponentes con experiencia contrastada en ese tema y debatidos siempre en sala plenaria, con amplio tiempo de discusión abierta a todos los participantes. Es un formato que nos ha permitido traer como participantes a muchos autores conocidos y renombrados a nivel nacional e internacional, facilitar el conocimiento de su pensamiento y obra y hacerlos muy cercanos y asequibles a todos los participantes. La otra clave ha sido que hemos conseguido mantener un espacio de comunicaciones seleccionadas previamente, en donde los profesionales más jóvenes han presentado trabajos muy buenos en un tiempo más limitado del que en muchos casos merecían, pero que siempre se han visto estimulados por una asistencia masiva y la recepción tolerante y estimulante tanto de lo socios con más experiencia como de los ponentes. No recuerdo que nadie se haya visto públicamente ignorado o descalificado. Creo que el clima general suele resultar amigable y relajado. Al igual que lo es en los talleres pre-congreso que en los últimos años hemos añadido a los congreos.
TdP.- Para finalizar, ¿nos podrías hablar de tus proyectos actuales?
A. Lasa.- Esta pregunta, y toda la entrevista, me llevan a tratar de hacer un balance del momento en que estoy. Más cerca de los setenta que de los sesenta, creo que he tenido hasta ahora mucha suerte; en la salud, en la vida profesional y, sobre todo, en la familiar. Siempre he tenido cerca alguien para ponerme los pies en el suelo. Es fundamental para alguien que como yo tiende a levitar en su mundo, valorando quizás excesivamente la dedicación profesional. Así que espero que la jubilación de la sanidad pública, que me ha sosegado un poco, me permita una vida más apacible y más familiar aún. Por ahí voy.
En cuanto al terreno intelectual –que al fin y al cabo es el motivo de esta entrevista– diré que nunca he tenido ni la disciplina de trabajo ni los conocimientos necesarios para ordenar lo mucho que por ahora –y deseo con inquietud creciente que aún dure más tiempo– bulle en mi cabeza. Siempre he sido más retentivo que expulsivo y en consecuencia he tendido, en la vida y en el conocimiento, más a acumular lentamente que a producir. Quizás sea tarde para invertir ahora esta tendencia. Pero mientras queda vida hay esperanza de cambio.
Así que me gustaría ¿y a quién no? escribir más. He comenzado a recopilar y revisar cosas que he escrito, publicadas solo parcialmente, sobre la latencia y la adolescencia, sobre los juegos infantiles y también sobre mi experiencia terapéutica e institucional con niños psicóticos. También he empezado a tomar notas para un proyecto –compartido con otros porque yo solo no terminaría nunca– de un manual de psicopatología del desarrollo. El decirlo me cuesta, pero creo que así me obligo a ponerme un plazo que combata mi afición a la pereza y a una vida un poco anárquica, en la que disfruto mucho.
Y sigo participando en la supervisión y docencia de profesionales y en el asesoramiento de algunos equipos terapéuticos y educativos que me lo solicitan. Me gusta mucho y me permite conocer otras tierras y otras gentes.
Nunca, hasta ahora, me habían sorprendido con la propuesta de una entrevista como esta. Debe de ser cosa de haber llegado a cierta edad. En cualquier caso os agradezco que me hayáis motivado a este ejercicio de reflexión del que –por ahora, que más adelante ya veremos– no me arrepiento.
[1] A iniciativa de Jose Guimón y editado por él y J. M. Aguirre, en el libro “Vida y obra de Julián de Ajuriaguerra” (Ed. ELA, Madrid 1992) escribí el capítulo “Julián de Ajuriaguerra en la psiquiatría infantil”. También, con motivo de su fallecimiento, redacté el In memoriam que encabeza un número de Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente (nº 10, 1990). En ambos he tratado de relatar mis recuerdos y la importancia de su extraordinaria personalidad y obra.
[2] “L´enfant dans l´adulte ou l´eternelle capacité de rêverie”. Delachaux&Niestlé. Lausanne, 1994.
[3] Rene Diatkine-In memoriam. Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente: 23-24; (1997).
[4] A. Baudin, P. Denis (2003), La perversion narcissique de l´analyste et ses théories, Revue française de psychanalyse, 2003/3, vol. 67, pp:1006-1014. L.Hopkins (2003), L´analyse de Masud Khan par D.W Winnicottt: une étude preliminaire des echecs de l´utilisation de l´objet, Revue française de psychanalyse, 2003/3, vol. 67, pp:1033-1058.
[5] G. Berrios. Catedrático de Psiquiatría. “Sobre la medicina basada en la evidencia”. Publicado en Psicoevidencias el 26.02.2010: www.psicoevidencias.es
[6] Allen Francis. Abriendo la caja de Pandora: las 19 peores sugerencias del DSM V. http://www.wikio.es/news/Allen+Frances
[7] Jensen P., Knapp P., Mrazek D (2006), Toward a New Diagnosis System for Child Psychopathology: Moving beyond the DSM, New York, Guilford Press.
[8] Los niños hiperactivos y su personalidad. Ediciones ALTXA. Bilbao, 2008.
[9] “Evaluación de la situación asistencial y recomendaciones terapéuticas en el trastorno por déficit de atención e hiperactividad”. Informes de Evaluación de Tecnologías Sanitarias. Osteba Num. 2007/2009. (Se puede acceder abiertamente a su versión completa en pdf en la pagina web del Dº de Sanidad-Osteba)
[10] A. Lasa Zulueta (2010), Expresiones actuales e imagen social de la psicopatología, Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente, 50:23-54.
[11] M.Angell (2004), La verdad sobre la industria farmacéutica, Ed. Norma, Bogotá. B. Goldacre (2013), Mala farma, Paidós, Barcelona.
[12] Así lo propone, retomándolo de Gunther (Stern) Anders, el sociólogo Zygmunt Baumann en el capítulo sobre la “Historia natural de la maldad” de su libro “Daños colaterales”.