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Se trata del análisis de una muchacha cerca de los 30 años, “vivaz y más bien coqueta”. Había consultado porque no podía terminar lo que emprendía. No había podido terminar los estudios, y no era capaz de responder a las solicitaciones de sus pretendientes y admiradores. “Esa incapacidad para responder tenía relación con un paralizador sentimiento de inseguridad, que le hacía evitar todo riesgo y tomar una decisión”. La relación con su padre –un hombre vigoroso y algo obsesivo– era buena, de mutua comprensión. No así la relación con la madre, en la que no confiaba, que era ambivalente.

Durante una sesión, dos años después de comenzar el tratamiento, el analista le dijo a la paciente en un momento determinado que “aparentemente lo más importante para ella era mantener la cabeza erguida y pisar firmemente la tierra con los pies”. La respuesta de la joven fue decir que ni siquiera en su niñez había sido capaz de hacer una voltereta (somersault), aunque en varias ocasiones lo había intentado. Entonces el analista le dijo: “¿Qué le parece si lo intenta ahora?”. La paciente se levantó del diván y ante su propia sorpresa dio una perfecta voltereta sin ninguna dificultad.

Y el analista explica que este episodio fue un verdadero avance; que la voltereta fue un “hecho decisivo” en el tratamiento de la paciente, que sirvió como catalizador del proceso. Siguieron después muchos cambios en la vida emocional, social y profesional de la paciente y todos ellos tendían a darle mayor libertad y elasticidad. La joven acabó sus estudios y se casó y llevó una vida plena que siguió hasta el presente.

 

Se trata de una conocida viñeta de M. Balint que se puede encontrar en La falta básica, libro publicado en 1968[2]. Es importante señalar que, según nos cuenta Balint, trató este caso a finales de los años 20, cuando todavía trabajaba en Budapest junto a Sándor Ferenczi. Y en efecto, podemos reconocer la influencia de este último en la viñeta.

Vale la pena recordar que Ferenczi había roto con la técnica activa en 1926. Recuérdese que la técnica activa era una técnica con rasgos autoritarios e inquisitivos orientada hacia el control de la abstinencia, y que había surgido en respuesta a una observación clínica: la fuerza de la resistencia al cambio de algunos pacientes, el estancamiento de algunos tratamientos. Se entendió que algunos pacientes buscan satisfacciones sustitutivas en y durante el tratamiento que impiden su progreso. No bastaba interpretar las resistencias; era necesario jugar un papel más activo. Así, Freud plantea el final del tratamiento del Hombre de los lobos para movilizarlo. Ferenczi investiga esta vía a partir de 1918. Su objetivo es potenciar la eficacia del tratamiento psicoanalítico cuyos límites se hacen patentes. En 1924, con Otto Rank, cuestiona la subordinación de la terapia a la investigación y ambos se convierten en los paladines de un análisis terapéutico. En 1928, tras dos años de silencio y una exigente autocrítica, Ferenczi comienza su última etapa, y evoluciona hacia una técnica activa que se contrapone a la anterior: la maternización de los pacientes. Pasa de controlar la abstinencia activamente, a gratificar activamente a los pacientes. En 1931 escribe:

Puedo afirmar con justicia que el método que utilizo con mis analizados consiste en mimarlos. Sacrificando toda consideración en cuanto al propio confort, se cede en todo lo posible a los deseos e impulsos afectivos. Se prolonga la sesión el tiempo necesario para desarrollar las emociones suscitadas por el material descubierto, no se deja al paciente hasta haber resuelto, en el sentido de una conciliación, los conflictos inevitables en una situación analítica, clarificando los malentendidos y remontándose a las vivencias infantiles. Se procede en cierto modo como una madre amorosa… (Ferenczi, 1931).

Como se sabe, Ferenczi, que siempre estuvo interesado por el valor terapéutico del psicoanálisis, evolucionó posteriormente hacia una crítica del concepto de realidad psíquica: no solo los recuerdos, también las fantasías expresaban la experiencia del paciente. Lo que había pasado sí importaba. A partir de una autocrítica de su trabajo anterior, recupera y revaloriza entonces la teoría traumática. En la medida en que la etiología se entiende como relacional, se plantea la necesidad de una terapia también relacional.

Michel Balint es el prudente y sensato heredero del legado de Ferenczi. Legado que en buena medida trasmite y que hacen suyo un buen número de analistas británicos, el llamado grupo de los independientes. Todos estos analistas asumen la preocupación terapéutica y el énfasis en las importancia de la factores relacionales tanto en el origen de la psicopatología como en su tratamiento[3].

Todos comparten una concepción de la psicopatología como resultado de los traumas y de las carencias de la infancia. Una concepción benevolente de la psicopatología como expresión del daño recibido: el medio ha descuidado o ahogado las necesidades del niño (entre ellas, la espontaneidad) impidiendo el desarrollo. La sintomatología se concibe como la expresión, deformada y simbólica, de la aspiración de una individuación más auténtica, y puede expresar la parte más sana de la personalidad.

Lo terapéutico se vinculó entonces al cuidado del paciente: a la provisión de necesidades insatisfechas. El tratamiento se entiende como la búsqueda de un ajuste que compense y repare el desajuste originario. El tratamiento debía compensar las carencias, restaurar las heridas. La pérdida catastrófica de la intimidad precoz con la madre, o el fracaso de dicha intimidad, debía ser compensada por una nueva intimidad satisfactoria con el analista. Ya no se trata de restaurar la memoria o la conciencia. Se trata también de restaurar el self. Se trata también de regresar al punto en el que el desarrollo se detuvo para poder retomarlo.

Hay que adaptarse activamente al paciente y ofrecer una escucha menos neutra y más participativa. El analista se debe implicar más personalmente que en la técnica clásica. Se critica la frialdad, la neutralidad.

En la viñeta se pueden advertir otras de las características del trabajo de Balint y de los independientes.

–Desconfianza de la interpretación: algo muy básico faltaba en la relación analítica si solo se interpretaba.

–Importancia de la espontaneidad y de la ilusión: el tratamiento no solo debe aportar conocimiento; debe aportar también espontaneidad, ilusión, creatividad.

–Flexibilidad técnica, orientada a la adaptación activa al paciente, no del paciente a las exigencias de la técnica. El analista debe dejarse guiar por el paciente; y por la contratransferencia (Bercherie, 2004).

Esta preocupación por la eficacia terapéutica y por los factores relacionales del tratamiento debe entenderse también como una respuesta a la constatación de los límites de la técnica clásica, a la insuficiencia de sus resultados terapéuticos. Se considera que dichas limitaciones dependen de insuficiencias en la relación terapéutica.

Tal vez pueda decirse que ante la constatación de los límites terapéuticos de la comprensión y ante las dudas respecto de la técnica clásica, los kleinianos optaron por buscar más comprensión y radicalizar la técnica, mientras que los independientes buscaron una alternativa complementaria a la comprensión y recursos técnicos alternativos.

Precisamente a finales de los años 20, en el momento de la viñeta, se estaba consolidando la técnica clásica al mismo tiempo que los estándares en la formación de analistas. En 1928, precisamente el año en que Ferenczi hace su autocrítica, se han consolidado los estándares de formación psicoanalítica y Max Eitingon puede decir que “ya se sabe cómo se llega a ser psicoanalista…” (Makari, 2012). Estos estándares de formación debían servir para formar analistas en una práctica psicoanalítica estándar: la llamada técnica clásica.

Hay que recordar que el método psicoanalítico y la técnica freudiana son expresión tanto de la personalidad y de la creatividad de Freud, como de su experiencia clínica: de su capacidad de adaptarse a las necesidades del paciente (de ser escuchado, de no ser interrumpido, de que se le respete su autonomía… ). Pero también la técnica freudiana fue condicionada en su desarrollo por la preocupación por obtener una respetabilidad científica, por revestirse del prestigio de la ciencia y de la observación objetiva, así como por la preocupación de proteger a los psicoanalistas de actuaciones contratransferenciales. Finalmente, la idea de que la abstinencia era necesaria para la buena marcha del tratamiento jugó también un papel.

Todos estos factores contribuyeron a que se desarrollara, ya en tiempos de Freud, una versión distorsionada o “viciada” –podríamos decir– de la técnica y de la práctica psicoanalítica, que corresponde a un tipo de psicoanalista distante emocionalmente, seguro de su objetividad, rígido, silencioso, doctrinario… Tipo que con el tiempo se convirtió en estereotipo y últimamente en espantajo con el que algunos pocos siguen peleándose.

Esta versión viciada de la práctica fue criticada desde su origen por Rank, Ferenczi, y otros analistas.

Lo que estoy recordando brevemente es el origen de una de las polémicas más importantes en la historia del psicoanálisis, la polémica en torno a la acción terapéutica del psicoanálisis. En efecto, la acción terapéutica guía la práctica de la inmensa mayoría de los analistas. Depende de cómo entendamos la acción terapéutica del análisis, actuaremos de una manera o de otra. Practicaremos el psicoanálisis de una u otra manera. Esta polémica tendió a polarizarse, formándose dos bandos. De un lado, estaban los que defienden que la principal acción terapéutica del análisis se realiza fundamentalmente a través del insight, mediante la interpretación, haciendo consciente lo inconsciente. De otro lado, estaban los que piensan que la acción del análisis se realiza fundamentalmente a través de la relación. El análisis ofrece una nueva relación de objeto, una relación que supone una nueva experiencia con los efectos correctivos y transformadores que he descrito.

De ahí se derivarían dos tipos de práctica analítica diferenciadas. Una práctica psicoanalítica entendida como un proceso de insight, de comprensión, en que la interpretación jugaría un papel fundamental. Y otra tipo de práctica psicoanalítica basada en el cuidado de la relación al servicio de unos fines terapéuticos. Curamos cuidando, como decía Winnicott.

Se trata de una larga polémica, en buena medida superada (Gabbard y Westen, 2003). Una polémica que puede ilustrar la dificultad de discutir y polemizar entre analistas. Todos hemos conocido algún analista que se postula como verdaderamente empático, atribuyéndose la capacidad de relacionarse mejor con los pacientes por su afiliación con determinada escuela psicoanalítica, y aplicando a otros el estereotipo mencionado (fríos, impersonales, doctrinarios, etc.). O, en el otro polo, el mencionado analista que acusa a otros de no hacer verdadero psicoanálisis o de hacer tratamientos superficiales.

La acritud de la polémica se entiende porque lo que está en juego es la concepción propia del psicoanálisis; o si se quiere, el psicoanálisis como objeto interno del psicoanalista. Lo que está en juego es la concepción y valoración de la propia práctica psicoanalítica.

A veces se han formulado duras acusaciones de insensibilidad, e incluso de retraumatización, a los partidarios de la interpretación. Las de Ferenczi contra Freud en el Diario clínico (Ferenczi, 2008) son su prototipo. Desde el otro lado se ha criticado (por ejemplo, en el caso de los independientes) el narcisismo de quienes se consideran representantes de la bondad, “antítesis y antídoto de los catastróficos padres”, y se atribuyen la capacidad de exorcizar el pasado (o lo malos objetos internos), y de conducir al paciente a su pleno desarrollo, partiendo de la taumaturgia de un “nuevo comienzo”. Y ello con el riesgo de justificar y victimizar al paciente (Bercherie, 2004).

Decía que la polémica está en buena medida superada. Superada en tanto que nos hemos dado cuenta que la contraposición entre interpretación y relación es falsa a partir del reconocimiento de lo siguiente:

En primer lugar, hay que señalar el progresivo reconocimiento de los límites del potencial terapéutico del insight. Como se comenta en ocasiones, el insight ha caído de su pedestal.

A mi entender, este reconocimiento está estrechamente ligado al de la pérdida de la ilusión de que el psicoanálisis es un tratamiento causal. Hay que recordar que hasta los años setenta muchos analistas todavía mantenían la ilusión de que el tratamiento analítico era el único que actuaba sobre las causas de las neurosis. El único que permitía resolver el conflicto inconsciente que impedía la descarga de la libido, cuyo estancamiento era la última causa de las neurosis. En ello se cifraba la supuesta superioridad del tratamiento analítico sobre otras formas de psicoterapia, que aportaban solo una mejoría superficial, parcial e inestable.

Ya hace tiempo hemos dejado de considerar el conflicto psíquico con las pulsiones como el foco principal de análisis y de la psicopatología psicoanalíticas. Y nos cuestionamos la idea de una resolución de conflictos inconscientes a través de la concienciación y la elaboración. Sabemos que hay conflictos irresolubles. Más que resolver conflictos, el análisis integra y ayuda a crecer psicológicamente.

Esta crítica a la sobrevaloración del insight nos ha llevado a redefinir la función de la interpretación en el proceso analítico. Hoy entendemos que no podemos contraponer la interpretación a la relación porque la interpretación se realiza siempre en el marco de una relación y porque la naturaleza de la relación influye necesariamente en la manera en que se formula la interpretación y en cómo se experimenta. Cuando interpretamos nos estamos relacionando con el paciente. La interpretación, como explica Coderch (1995), tiene una función informativa del estado de la mente del paciente expresada en la transferencia. Pero tiene una segunda función: la de informar de la actitud y la disposición del analista, del tipo de relación que el analista establece con el paciente.

La función de la interpretación ha dejado de entenderse como el desvelamiento de una verdad escondida, la revelación de un deseo conflictivo o un recuerdo inconscientes. Ahora la función de la interpretación se amplía abarcando la concienciación del funcionamiento mental, de los patrones de relación predominantes, o la función de hacer explícito lo implícito.

También se ha ampliado la concepción de la acción terapéutica del insight vinculándolo al desarrollo de la función analítica, de la autorreflexividad, de la mentalización.

En segundo lugar, la comunidad psicoanalítica ha reconocido progresivamente la dificultad, cuando no la imposibilidad, de diferenciar la relación transferencial de la relación real con el analista, en tanto que no es una mera repetición del pasado. Hoy sabemos que la transferencia está en todo, pero que no todo es transferencia (Etchegoyen, 1986). La transferencia es co-creada; no es independiente de la realidad del analista, que la induce o actualiza. En mayor o menor medida, siempre hay una contribución del analista a la transferencia. Y la contratransferencia puede condicionar la transferencia (Kernberg, 1999).

Todo ello supone el reconocimiento de que la experiencia que ofrecemos al paciente condiciona el conocimiento que tenemos de él. Lo que supone la pérdida de ilusión de la objetividad del analista. Lo que observamos en el paciente depende de lo que él observa en nosotros[4]. Conocemos al paciente en función de lo que somos (no solo de nuestra personalidad, también de nuestras teorías, de nuestras capacidades y de nuestros lenguajes) y de lo que hacemos, de la manera en que nos relacionamos con él. Conocemos al paciente a partir de la experiencia que le ofrecemos (encuadre): analizando cómo experimenta y organiza la relación que le ofrecemos.

Hoy sabemos que es importante examinar lo que trasmitimos al paciente, lo que estimulamos en él; cómo le condicionamos. Que es importante observarse observando: “monitorizar” la relación con el paciente, observando no solo la contratransferencia; también preguntándonos qué imagen (suya) puede sentir el paciente que le reflejamos, y qué imagen nuestra le trasmitimos.

Tal como recordaba Balint en La falta básica (1968), la práctica de los analistas kleinianos puede estimular la envidia y la transferencia negativa que teorizan. Y, aunque él no se lo planteaba allí, sabemos que una técnica basada en la gratificación puede facilitar la disociación de la transferencia negativa y dificultar que determinados conflictos se vivan en el aquí y ahora.

Como decía, la polémica sobre la acción terapéutica del psicoanálisis está en buena medida superada, tal como se planteó en el pasado. Tiene poco sentido contraponer la interpretación a la relación porque la acción terapéutica de la interpretación depende de la relación; y la acción terapéutica de la relación puede depender de la interpretación. La cuestión fundamental es qué relación y qué experiencia conviene ofrecer al paciente. En qué medida la relación y la experiencia que le ofrecemos al paciente pueden facilitar –o limitar– un insight más profundo y más pleno –el mejor conocimiento de su mundo interno y de su funcionamiento mental– a partir de la relación analítica.

Se dice con razón que el análisis ofrece una experiencia nueva que debe entenderse como una experiencia emocional correctiva. La polémica hoy vigente es qué tipo de experiencia emocional correctiva ofrecemos al paciente. Si solo ofrecemos una nueva experiencia que corrija las que tuvo o compense las que no tuvo; o si, además, le ofrecemos la posibilidad de “recuperar” las antiguas (Casement, 1990). Recuperar las experiencias que tuvo no solo que reprimir, sino que negar o disociar: las experiencias que necesita evocar en los demás, representar con los demás, corporalizar o somatizar (Wallin, 2007). Es decir, si le ofrecemos que nos use para inducirnos esas experiencias, para que representemos esas relaciones no metabolizadas, para así poder reconocerlas, verbalizarlas, pensarlas, comprenderlas, elaborarlas.

Sabemos que este trabajo es enormemente complejo, que requiere tiempo y unas condiciones determinadas, y que puede ser incompatible con determinadas ofertas de relación.

La enorme importancia que reconocemos hoy a la relación como agente terapéutico conlleva el riesgo de una trivialización del psicoanálisis, en el sentido de una simplificación de la técnica, reduciéndola a una actitud empática, provisora de buenos sentimientos, por muy necesarios que sean estos.

Y esta es una de la cuestiones que nos plantea la viñeta de Balint. En ella adivinamos al joven que se siente libre para buscar su propio camino y que con el tiempo se convertirá en un analista admirable capaz de tolerar, aceptar y comprender las demandas regresivas de pacientes muy graves. Pero no sería extraño que una lectura superficial de la viñeta asimilara la manera de hacer de Balint con la psicoterapia de apoyo[5]. Y es que no hay mucha distancia entre la técnica de quien se ofrece como buen objeto empático y provisor, que corrige y compensa, y las técnicas de apoyo o del psicoterapeuta humanista que trata de ser muy “humano”.

¿En qué consistió la acción terapéutica de Balint? Él valoraba el fortalecimiento del yo por la gratificación de un deseo infantil (Balint, 1968). Desde nuestra perspectiva actual, la viñeta puede servir para ilustrar cómo se ofrece una base segura (Bowlby, 1988) para que la paciente supere sus inhibiciones; cómo se ofrece una experiencia emocional correctiva (Alexander y French, 1946) en tanto que Balint, con su permisividad, se desmarcaba del padre obsesivo; e ilustra también un momento-ahora (Stern, 1998) de encuentro con la paciente, etcétera.

Pero la acción terapéutica quedaría limitada si la provisión de nuevas experiencias no se acompañase de un proceso de recuperación y elaboración de las pasadas. En el caso de Balint, si no hubiera ayudado a la paciente a comprender mejor –a partir de dicha recuperación y elaboración– su funcionamiento mental, su inhibición, ayudándole así también a pensar mejor sus emociones, a sentirse libre de realizar volteretas mentales, desarrollando una mayor libertad o espontaneidad mental. No debemos contraponer un análisis focalizado en ofrecer nuevas experiencias a un análisis focalizado en el examen de las experiencias antiguas (Mitchell, 1988). El análisis de las antiguas puede ser una nueva experiencia, y puede ponerse al servicio e incluso ser condición de vivir otras nuevas experiencias (Eagle, 2011). O, si se quiere, de vivir determinadas experiencias de una manera nueva.

Recapitulo. Hemos reconocido que no actuamos sobre las causas; hemos reconocido la dificultad de diferenciar la experiencia real y la relación transferencial; que contribuimos a lo que observamos en el paciente, en su manera de relacionarse con nosotros. Quiero destacar que se trata de reconocimientos de índole epistemológica que, por cierto, están presentes en los escritos de muchos analistas casi desde los inicios del psicoanálisis. Pero que solo con el auge del constructivismo epistemológico dentro de la cultura posmoderna, se han asumido de manera generalizada, con consecuencias respecto de nuestra actual práctica. Quiero señalar dos:

Primera consecuencia: Con la objetividad, hemos perdido seguridad. Estamos menos seguros de nuestras teorías y técnicas. Ello ha supuesto el riesgo de oscilar de la sobrevaloración a la infravaloración. Pasar de idealizar el insight y la interpretación a considerarlos poco menos que prescindibles. O de considerar prescindibles los conceptos de transferencia y contratransferencia. O de considerar que todo es subjetivo. En resumen: el riesgo de liquidar el psicoanálisis –en el doble sentido de destruirlo o propiciar un psicoanálisis líquido, informe– confundiendo el constructivismo epistemológico con el relativismo de todo vale o de nada vale.

Hace tiempo que el psicoanálisis ha perdido su hegemonía. Y ha perdido también prestigio en nuestras sociedades. ¿Ha perdido también valor para los propios psicoanalistas?

Los pacientes que acudían al psicoanálisis en la primera etapa buscaban en el psicoanálisis algo nuevo. El psicoanálisis era lo último en psicoterapia, por no decir lo único en psicoterapia. Estas expectativas positivas influían en el tratamiento, favorecían la transferencia positiva que –recordémoslo– era un factor fundamental de la cura para Freud, en tanto que el amor de transferencia era lo que le motivaba al paciente para vencer sus resistencias.

Los pacientes actuales llegan con una imagen incierta o cuestionada del psicoanálisis. En todo caso, no revestida del prestigio de antaño. En general son pacientes más graves, muchas veces con fuertes tendencias regresivas como las que describió Balint. Demandan una relación que compense sus carencias, que cure sus heridas; una relación gratificante, que aprovisione sus necesidades narcisistas, sus necesidades afectivas. Les interesa más sentirse comprendidos que comprenderse. Piden sentirse amados. Si antes era el amor del paciente –el amor de transferencia– el motor del cambio, ahora es el amor del analista el que –parece– debería motivar a muchos pacientes.

Como dice Robert Caper (1997), solo la pasión del analista por el psicoanálisis, la fortaleza del psicoanálisis como objeto interno, puede servir para contrarrestar la presión del paciente para que el analista se adapte a sus demandas y necesidades defensivas y narcisistas. Para resistirse a la presión de encarnar el gratificante papel de objeto bueno, empático y provisor a costa de un análisis más profundo.

Segunda consecuencia: la relación analítica se ha vuelto más “normal” (Mitchell, 2003), en el sentido de que el analista ostenta un rol menos marcado: la relación es menos jerárquica, más igualitaria, más simétrica. Pero paradójicamente, como muestra todo lo expuesto hasta aquí, la práctica analítica es cada vez más compleja, difícil, y dependiente de delicados equilibrios. En efecto:

Intentamos negociar el clima terapéutico adaptándonos a la individualidad del paciente, a sus necesidades y demandas, y al mismo tiempo intentamos mantener las condiciones óptimas del trabajo analítico.

Intentamos ofrecer una relación de provisión y cuidado que sea una nueva experiencia para el paciente, pero que no descuide su necesidad de revivir y “re-visar” las experiencias del pasado.

Intentamos ofrecer una base segura para que el paciente pueda afrontar la exploración y el cambio, pero que no impida analizar –y ayudar a elaborar– las ansiedades que la exploración y el cambio suscitan.

Intentamos implicarnos en la relación terapéutica ofreciéndonos a cargar las proyecciones del paciente, exponiéndonos a la colusión y el enactment; pero al mismo tiempo tenemos que mantener la suficiente distancia para hacernos cargo de las proyecciones, y ser capaces de salir de las colusiones o del enactment, advirtiéndolos y comprendiéndolos.

Así pues, equilibrios entre adaptación al paciente y mantenimiento de las condiciones del análisis; entre nuevas experiencias terapéuticas de provisión y “recuperación” terapéutica de las pasadas; equilibrio entre seguridad y ansiedad; entre implicación y reflexión.

Solo en la medida que podemos mantener estos equilibrios, podemos ofrecer esa nueva experiencia que únicamente ofrece el análisis: la integración a partir de articular –en el aquí y ahora de la relación terapéutica– lo intrapsíquico y lo interpersonal, el pasado y el presente, lo que pasa fuera de la sesión y lo que pasa dentro de la sesión, lo que se vive en los sueños y lo que se vive en la vigilia, los fenómenos mentales y los corporales, lo que hace y expresa el paciente y lo que hacemos y nos hace sentir, etc. Porque para el psicoanálisis, estos diferentes pares de elementos no se contraponen ni se reducen uno a otro, sino que se complementan iluminándose mutuamente.

En un tiempo de inestabilidad como el actual –para todos, también para los analistas– mantener siempre los equilibrios mencionados puede ser especialmente difícil, por no decir imposible. Es en este sentido que podemos decir con Freud que el psicoanálisis es una profesión imposible.

¿Qué práctica psicoanalítica necesita nuestra sociedad? Para mí la respuesta es doble, y se deriva de todo lo que he expuesto. En primer lugar, creo que la sociedad actual necesita una práctica psicoanalítica centrada en la acción terapéutica. Ocupada –más que preocupada– en ayudar a los pacientes. El análisis como experiencia de autoconocimiento, despreocupado por la acción terapéutica difícilmente tiene cabida (demanda) en una sociedad y en una cultura como las nuestras. El “no deseo” bioniano se debe poner al servicio del rendimiento terapéutico.

En segundo lugar, la sociedad necesita un análisis que se pueda diferenciar de otras psicoterapias. Recuérdese que casi todas las psicoterapias ofrecen un proceso de cambio a través de la relación terapéutica. No se necesita a los psicoanalistas si lo que se quiere ofrecer (solo) es una relación de empatía y provisión. Hay psicoterapeutas de otras tradiciones que también lo ofrecen. Por ejemplo, excelentes terapeutas humanistas, herederos de Carl Rogers, Abraham Maslow, Víctor Frankl, entre otros.

En tanto que herederos de una gran tradición clínica, de la concepción más compleja y rica de la subjetividad y de las relaciones humanas (Makari, 2008), nuestra oferta puede y deber ser diferente.

 

Referencias bibliográficas

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Resumen

Se presenta una reflexión sobre la acción terapéutica del psicoanálisis, partiendo de la vieja polémica sobre el predominio que en dicha acción pueden tener el insight o la relación terapéutica. Se critica la contraposición entre insight y relación terapéutica a partir de los cambios en la manera de entender ambos de los últimos años: abandono de la concepción causal del tratamiento psicoanalítico, pérdida de la ilusión de objetividad del analista, cambios en nuestra manera de entender la transferencia, etc. Se consideran los riesgos que puede tener dicha contraposición en la práctica clínica y se reflexiona sobre las implicaciones que la actual manera de entender la acción terapéutica puede tener en la práctica clínica de hoy.

Palabras clave: acción terapéutica, insight, relación, transferencia, práctica psicoanalítica

Abstract

This essay presents a reflection on the therapeutic action of psychoanalysis based on the old controversy of the prevalence that either insight or the therapeutic relationship may have on that action. The confrontation between insight and the therapeutic relationship is subject to criticism on the grounds of the changes in the way both have been understood in recent years: abandonment of the causal conception of psychoanalytic treatment, loss of the analyst’s illusion of objectivity, changes in our way of understanding the transference, etc. The essay also takes into account the risks that such contrast poses on the clinical practice, and it ponders on the implications that the current understanding of the therapeutic action can have in today’s clinical practice.

Keywords: therapeutic action, insight, relationship, transference, clinical practice.

 

Ramón Echevarría

Doctor en Medicina. Psiquiatra. Psicoanalista (SEP-IPA). Profesor de la Universitat Ramon Llull y del Institut Universitari de Salut Mental de la Fundació Vidal i Barraquer (Barcelona).

 


[1] Una versión anterior de este trabajo se presentó en forma de ponencia en la III Jornada Ibérica Teórico-clínica de Psicoanálisis que con el tema Pasado y presente en la práctica psicoanalítica se celebró en Barcelona el 5 de Octubre de 2013.

[2] He resumido la viñeta. Balint (1968) la presenta discutiendo la cuestión de la regresión y de la gratificación en el proceso analítico. Según él, la gratificación de un deseo infantil había fortalecido el yo. El análisis había dado la oportunidad a la paciente de regresar a algo que quedó incumplido y reiniciar un camino: algo interrumpido o detenido se reinicia. Pero en la medida en que la voltereta se había dado en un marco relacional, supuso un nuevo comienzo en las relaciones de la paciente con el analista y con los demás.

[3] Sigo a continuación el excelente análisis que hace P. Bercherie (1994 y 2004) del grupo de los independientes.

[4] Este y otros temas de este artículo han sido extensa y excelentemente analizados por Joan Coderch en sus últimos libros (2001, 2010, 2011).

[5] O incluso con las de un coaching competente y comprensivo. También el coaching se basa en la idea de que un acompañamiento –una relación– puede liberar el potencial evolutivo de la persona, facilitando el despliegue de sus cualidades y capacidades.