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La lucha por el dominio de la que hablamos en el capítulo 5 puede implicar un importante refugio psíquico que se basa en el resentimiento y el agravio. En este capítulo vamos a intentar ilustrar esta situación. Intento demostrar como el resentimiento puede acumularse y alimentarse cuando se impide la expresión de los impulsos violentos y, en concreto, la venganza. El resentimiento lleva a un impasse del que resulta difícil salir, tanto para el paciente como para el psicoanalista. Vamos a comentar un caso clínico que ejemplifica este impasse, así como unos fragmentos de la novela Kidnapped (1886), de Robert Louis Stevenson, para ilustrar las maneras en que, a veces, se puede renunciar al resentimiento y reemplazarlo por el perdón.

Últimamente se ha despertado un gran interés por el problema del resentimiento y el agravio. Al considerar la manera en que se guarda el agravio y los motivos defensivos de su persistencia, hemos conseguido entender cómo puede parecer que el paciente se aferra a él a toda costa y cómo puede ver al psicoanalista como una amenaza, ya que le intenta arrebatar algo precioso al paciente. A menudo, una cualidad adictiva y una satisfacción perversa se añaden al dominio que el agravio tiene en la personalidad. Asimismo, el paciente teme que acabar con su agravio implicará un fracaso y una catástrofe y parece que le ofrece una sensación de integración y una protección ante el colapso (Feldman, 2008, 2009). Una visión en relación con el agravio proviene del trabajo de Spillius (1993), quien describió lo que ella llamaba envidia impenitente, es decir, la envidia que lleva a un odio justificado y que no implica arrepentimiento o culpa. Spillius vincula este tipo de envidia con el agravio, que también posee esta cualidad de impenitencia.

He intentado preocuparme de observar la relación entre el resentimiento y el deseo de venganza que surge cuando el paciente se siente herido o siente que le han juzgado mal. Sostengo que, cuando siente que las heridas son causadas de manera injusta, estas dan lugar a un deseo de venganza acompañado por un odio y una destructividad intensas. Es por este motivo que el paciente cree que buscar venganza abiertamente con acciones directas es demasiado peligroso. En lugar de esto, controla su destructividad y la expresa de manera indirecta y, a menudo, con métodos ocultos.

Anteriormente he descrito esta situación en términos de un refugio psíquico al cual el paciente puede retirarse. Este refugio le protege de los peligros que supone un ataque directo contra sus objetos y, así, su odio está vinculado a una organización compleja y esta sensación de dolor e injusticia forma el núcleo del agravio. A veces fantasea con vengarse, pero otras veces la sola idea de considerar estos pensamientos le hace sentir que pone en peligro su necesidad de mantenerse en lo que es formalmente correcto. A pesar de ello, los sentimientos ocultos de odio que le embargan, a menudo teñidos de sadismo, son sumamente destructivos y la persona que los recibe suele experimentarlos como vengativos. De esta manera, estos sentimientos causan actos retaliatorios que mantienen activo el ciclo de dolor y venganza. En resumen, quiero argumentar que, cuando se siente que la venganza es inaceptable se transforma en agravio y así queda constituido el núcleo del refugio psíquico.

Primero mencionaré algunas características de la venganza que pueden ayudarnos a diferenciarla de la hostilidad y la destructividad, que tal vez surjan en otras circunstancias. Una característica notable es la sensación de derecho, justicia, deber y devoción a una causa que acompaña la búsqueda de venganza, incluso en aquellos que parece que el odio les consume. Cuando el paciente se siente como una víctima injusta, se libera de la ansiedad y la culpa. En palabras de Spillius, el paciente es impenitente y justifica su odio de diferentes maneras. De hecho, a menudo siente que ese odio es un deber con el que está obligado a cargar.

A veces es posible descubrir que la búsqueda de venganza empezó por exigir justicia, pero parece ser que la controla una destructividad más maligna y de una cualidad insaciable. La novela corta titulada Michael Kohlhaas, de Heinrich von Kleist (1777-1811) (Kleist, 1978), nos proporciona un ejemplo de este tipo. En el relato, ambientado en el siglo XVI y basado en hechos reales, un vendedor de caballos, Michael Kohlhaas, se ve envuelto en un incidente y se niega a pagar un impuesto ilegal a un barón por tener que pasar por sus tierras. El barón se apropia de dos de sus caballos, mientras que él se marcha a tratar el asunto con las autoridades. Debido a la corrupción, se le niega la justicia que merece y a su regreso se encuentra que sus caballos han sido abandonados y su mozo de escuadra maltratado. Mientras busca que le ofrezcan una reparación, destruye su negocio y arruina su matrimonio. Incendia el castillo del barón, asesina a habitantes inocentes e incita a la revolución que acaba con gran parte del país. Al final se le ejecuta por una venganza desmesurada e ilícita, a pesar que su protesta inicial era razonable. Es como si el motivo principal se basase en el respeto por la justicia, pero fuera controlado por una destructividad insaciable, que parece ser nada menos que una expresión de la pulsión de muerte.

A pesar de que la venganza, en un principio, pueda estar vinculada a la búsqueda de una causa justa, el acto en sí mismo a menudo desvela cómo los motivos basados en la envidia pueden controlarla, y ésta no se verá satisfecha hasta que el self y el objeto sean totalmente destruidos. En la medida que el paciente pueda darse cuenta de esto, es comprensible que esté preocupado por evitar una puesta en escena de esta relación con el objeto.

Como consecuencia, el deseo de venganza es un sentimiento complejo y que a menudo comienza con el deseo de conservar al buen objeto y la relación que el paciente mantiene con él. Cuando el niño se siente traicionado por sus buenos objetos, hay una dolorosa confusión entre sus impulsos buenos y malos, que acelera los resultados. En estas situaciones, la vinculación del paciente a sus objetos primarios se sustenta en una profunda escisión en la cual se idealiza al objeto, al amor y la lealtad que se le profesa, y requiere la proyección de toda la maldad en un perseguidor. Cuando uno se daña a sí mismo, al buen objeto o a la relación entre ambos, es el buen objeto quien parece exigir venganza y el paciente se siente obligado a responder con tal de restablecer y mantener la relación idealizada perdida. Cuando el analista no apoya esta visión, amenaza la relación ideal y se le identifica con el objeto malo al que no se le puede perdonar.

Así, la venganza es la antítesis del perdón y el paciente insiste en que el objeto no puede quedar impune hasta que se le haya obligado a confesar y compensar los daños cometidos.

Cuando el paciente está alimentando este tipo de sentimientos, la venganza se repite una y otra vez en sus fantasías, a veces de manera consciente pero, a menudo, como ya he sugerido, también inconscientemente. En ambos casos se evita expresarla abiertamente e incluso, en las fantasías, tiene el peculiar toque de irrealidad típico de los refugios psíquicos. Es por este motivo que se evita un ataque directo y violento contra el objeto y, en su lugar, se produce un impasse donde se obstruye el desarrollo y se niega la destructividad. Britton (1995) describe estas fantasías de venganza como inconsecuentes y yo las había vinculado previamente con los mecanismos de formación del fetiche de Freud, en el cual un acto es simultáneamente aceptado y repudiado (Steiner, 1993).

Otra característica del agravio está relacionada con la horrible sensación de injusticia que se siente cuando el objeto no se comporta de la manera en que el paciente cree que él se merece. Este tipo de decepción se suele sufrir en la situación de Edipo, la cual introduce al niño en nuevas realidades, que se experimentan como profundamente chocantes y pueden conducir a una sensación de injuria, injusticia y traición.

La situación edípica, como la concebía Klein, incluye lo que Freud consideró en el contexto de una escena primaria, es decir, la relación sexual entre los padres, tanto la que el niño percibe, como la que se imagina. Es la realidad de esta misma relación la que introduce a un tercer objeto en la pareja. Esto es traumático por una serie de razones, pero además provoca pensamientos vengativos porque destruye la suposición de una relación de exclusividad entre madre e hijo, que tan a menudo forma la base de una relación de objeto previa de tipo narcisista. Los fracasos del ambiente y las traumáticas intrusiones de los adultos trastornados desarrollan, como es evidente, un papel importante a la hora de determinar la extensión del trauma, pero la situación en sí misma produce, inevitablemente, sentimientos dolorosos y una sensación de ultraje.

Se experimentan las injurias como daños contra el self, pero también como un ataque contra el buen objeto idealizado, en este caso la madre, quien parece ser retenido en contra de su voluntad. Por tanto, el niño en la situación edípica siente que tiene que defender a su madre contra las persecuciones de los malos objetos. Cualquier desafío a esta visión amenaza la posesión casi delirante de la madre y se interpreta como un ataque. El conocimiento en la realidad psíquica de la relación entre los padres se asume como un ataque a la omnipotencia que equivale a la amenaza de castración por parte de un padre maligno y poderoso el cual es movido por la envidia y el odio. Las amenazas de castración pueden llevar al fin del complejo de Edipo, tal y como describió Freud (1924), pero también dejan una profunda sensación de injusticia y violación que potencia el deseo de venganza.

El niño siente que es obligado a abandonar sus deseos incestuosos hacia su madre, debido a la cruel autoridad paterna, pero no reconoce la justicia de esta petición. Aunque el niño pueda reconducir sus deseos sexuales e inhiba su odio y su deseo de venganza, mantiene el sentimiento de agravio, lo que le hace anhelar el momento en que pueda perpetrar su venganza y conseguir la gratificación edípica que se le ha negado.

Freud describe cómo el niño encuentra la solución a esta situación identificándose con la figura que comete los abusos, y esto lo ilustra muy bien la obra Edipo en Colonos de Sófocles, donde Edipo maltrata a sus hijos de la misma manera persecutoria que su padre le había maltratado a él (Steiner, 1990a, 1993). Desde mi punto de vista, este tipo de identificación a menudo representa una expresión disfrazada de agravio contra el perseguidor original.

El sentimiento de injusticia se hace más doloroso si le sigue un periodo de seducción por parte del objeto primario, quien tal vez ha hecho una colusión, fomentando la creencia que la intimidad de Edipo la desea tanto el niño como la madre. Cuando esta fantasía queda destruida, el niño siente que la promesa se ha roto, así que no sólo ha sido tratado injustamente, sino que además ha sido traicionado. Es en este momento que la petición de justicia suele convertirse en un deseo de venganza. Mientras el niño puede creer que su madre juega sólo un papel pasivo en esta traición, puede seguir amándola y deseándola. No obstante cuando el niño ve a los padres como cómplices en la traición, ambos se convierten en objetos de odio y envidia.

En esta situación es difícil evitar el autoengaño. El sentimiento de justicia es fácilmente transformado en una justificación de moralidad rígida, porque la escisión original necesita intensificarse a través de la proyección de malos sentimientos, en especial de culpa, dentro del tercer objeto. De esta manera, se niega la traición por parte de la madre y se restablece la creencia de que ella verá que se ha equivocado y que volverá a la relación idealizada. Como se ha debatido en el capítulo 5, creo que esta versión persecutoria de intentar solucionar el complejo de Edipo es universal y da lugar a un refugio psíquico basado en el agravio. A su vez, me parece que junto a este tipo de solución existe un escenario alternativo que también es universal y puede conducir al crecimiento y al desarrollo, si el paciente puede salir de este refugio psíquico. Se podría decir que esta es la solución depresiva del complejo de Edipo, ya que deja al paciente con unos graves problemas que tendrá que tratar. Paradójicamente, surge cuando el paciente puede encontrar la fuerza para rebelarse contra la autoridad paterna y llevar a cabo su deseo de venganza, tanto en sus fantasías como, de manera moderada, en su relación real, particularmente en la transferencia. Con tal de poder hacer esto, el paciente tiene que salir del refugio psíquico y afrontar lo que siente hacia sus objetos, a medida que ello se revela, tanto en sus fantasías, como en sus acciones.

Si, en lugar de ser derrotado por un padre poderoso, el niño consigue desafiarlo con éxito en las fantasías, se da cuenta que también odia a la madre que le traicionó y ve que el ataque iba dirigido a ambos progenitores y, en concreto, a la relación que estos mantienen. En su estado más maligno, el ataque ha estado impulsado por la envidia y ha atacado todas las diferencias que son representadas por los hechos de la vida.

Cuando el paciente consigue salir de ese refugio psíquico, donde reina la irrealidad, entra en contacto tanto con la realidad externa, como con la psíquica. Si puede creer un poco en la realidad psíquica de las fantasías, puede tomarse en serio lo que ocurre en ellas. Durante un tiempo se viven las fantasías como hechos que realmente han sucedido, y permanece un residuo de reconocimiento, incluso después de saber que el sueño o la fantasía no ocurrieron en la realidad. El resultado es que el paciente puede adquirir la convicción que sus deseos son reales. Un sentimiento depresivo puede tener lugar después de un sueño que implica destrucción y entonces, el paciente puede tomarse seriamente la creencia subjetiva de que, como resultado de su odio, la totalidad de su mundo se ha destruido.

Aunque su venganza se ha perpetrado en la fantasía, es una fantasía que tiene consecuencias que afectan sus relaciones de objeto en el mundo real. El individuo ha de enfrentar entonces lo que nosotros pensamos que es la posición depresiva, en particular la situación que surge cuando nos enfrentamos a la pérdida del objeto amado: “cuando el yo se siente totalmente identificado con sus buenos objetos internalizados y, a su vez, se da cuenta de su incapacidad para conservarlos y protegerlos de los objetos persecutorios internalizados y del ello”(Klein, 1935, p.148).

Afrontar esta situación hace que el individuo se sienta muy desesperado y lo sumerge en las profundidades de una depresión, que debe superar para asumir la realidad y continuar su desarrollo. No tenemos claro qué es lo que permite que se tolere semejante angustia mental, pero el dilema surge en la transferencia, cuando el paciente trata de negociar una alternativa al impasse, representado por el refugio psíquico basado en el resentimiento. Si sale de este refugio para enfrentarse a la realidad psíquica actual, debe reconocer que en las fantasías ha atacado y destruido a sus buenos objetos mediante actos de venganza, que dejan devastados tanto a él como a sus objetos. Esto tiene que ser reconocido antes que el individuo pueda enfrentarse a la tarea de reconstruir su mundo, arreglar las cosas y buscar el perdón. Si dar este paso supone un intenso dolor y el costo emocional es muy grande, el paciente buscará protección en una omnipotencia que le permita restablecer un control posesivo del objeto ideal y disimular su odio vengativo.

Primero intentaré ilustrar como entrar en la situación Edípica puede conducir al odio y como si esta no se acepta, y se expresa, da lugar al resentimiento. Mi paciente, el señor D, solo en contadas ocasiones y de forma breve permitía un contacto significativo. (Previamente, una parte de este material clínico ha aparecido en el capítulo 7 de Refugios Psíquicos (Steiner, 1993)). El señor D trabajaba como investigador en un clima académico en el cual la rivalidad, a veces, era feroz. Normalmente comenzaba bien las situaciones nuevas, y se le animaba y alababa, pero no podía mantener la promesa y la excitación que eso producía y sus proyectos fracasaban repetidamente. Se había deprimido seriamente en la universidad, cuando iba a ser promovido por primera vez y después despedido, como editor de un diario de estudiantes. Temía una reaparición de su depresión y básicamente buscó el análisis para evitarla. De hecho, su situación laboral era cada vez más precaria, en parte porque él no podía soportar las críticas y, por tanto, las numerosas tensiones con sus superiores le llevaban a reaccionar de una manera furiosa que tenía que reprimir para asegurar su continuidad.

El Sr. D negaba su responsabilidad personal en esta rivalidad, así como también negaba la envidia que le tenía a su hermana mayor, que no era académica, estaba casada y tenía un bebé. Él reconocía la alegría que su hermana le dio a sus padres, pero lo veía como algo que él superaría con facilidad, tan pronto como fuera capaz de conseguir éxito en sus investigaciones y, a raíz de ese logro, conseguiría el tipo de esposa que su padres aprobarían.

Una gran parte de su tiempo lo dedicaba a planear cambiarse a diferentes departamentos, a diferentes países e incluso a diferentes campos de investigación. A pesar que esto, en sus fantasías, implicaba el triunfo sobre sus compañeros y profesores, él lo percibía como una reparación en lugar de algo vengativo y negaba sentir cualquier odio hacia aquellos que siempre parecían pasar por alto su importancia y no le permitían avanzar académicamente.

Me gustaría centrarme en una sesión que empezó con la descripción de una reunión que tuvo lugar en la oficina de al lado de la suya, el día anterior. Fue en la sala de los profesores titulares y no le invitaron a participar, lo que le recordó que ya no formaba parte del departamento. Más tarde tuvo una conversación con el catedrático que le recomendó cómo comportarse mejor. Le dijeron que había tomado decisiones impulsivas, que no eran de confianza; el paciente respondió como si estuviera de acuerdo, diciendo que estaban en lo cierto y agradeció lo que el departamento había hecho por él.

De esta manera pareció que se subyugara a una poderosa figura paterna, pero de hecho sus continuos ademanes de desprecio sobre el profesor y el departamento dejaban claro que se sentía superior a ellos y que solo se había mordido la lengua hasta que pudiera demostrarles que triunfaría en una posición diferente.

Continuó hablando excitadamente, aunque con cierta falta de convicción, de sus nuevas posibilidades y planes de investigación, pero añadió que pensaba que me decepcionaría, ya que yo lo vería como la repetición de un ciclo y pensaría que “había regresado a la casilla número uno”. Anteriormente, hacía más de un año, había roto con una antigua novia, pero seguía llamándola y comentando detalladamente sus nuevos trabajos y parejas con ella. Ahora se quejaba de que le había dejado un mensaje y que ella no le había devuelto la llamada. Se preguntaba si se debía a que hacía poco le había hablado sobre su masturbación, tema que había surgido en el análisis.

Esperaba que ella admirase cómo él era capaz de usar el análisis para hablar de aspectos que otros encontraban vergonzosos, pero en lugar de eso, ella había dicho que era “muy desagradable”.

Durante el transcurso de la sesión, hice muchas interpretaciones centradas en la idea que la situación subyacente que no podía soportar era que la reunión que tuvo lugar en la oficina de al lado, le recordaba mi existencia independiente y las veces que se sentía pequeño y excluido.

Yo tenía presente que si él pudiera admitir y expresar su odio y su deseo de venganza, quizás podría aceptar que me había atacado y esto le podría llevar a salir del refugio y lo pondría en contacto con su arrepentimiento y el deseo de hacer las cosas bien conmigo. Sin embargo, en ese momento, semejante movimiento le supondría una grave herida en su orgullo y estaba lejos de ser posible.

La reacción del paciente ante el profesor titular fue demasiado respetuosa y sumisa. No sólo negó la ira, sino que aceptó las críticas que le hizo. Estaba a punto de ser destituido y por eso no le habían invitado a la reunión. Él no lo interpretó tanto como un castigo por su arrogancia y su excesiva ambición, sino como una lección que tenía que aprender con tal de frenar sus verdaderos sentimientos. También se había mostrado igual de respetuoso conmigo en las sesiones y, en ambos casos, estaba claro que no podía expresar su rabia.

Yo no estaba nunca seguro si tenía que controlarse porque temía que su violencia me destruyera o bien estaba convencido, de que yo me podría volver contra él, con tal severidad, que él se vería obligado a subyugarse con tal de evitar la castración o la muerte. Como resultado, los sentimientos de venganza, no expresados, se transformaron en resentimiento y agravio.

Cuando sus proyectos fracasaban, el paciente se sentía tan traicionado, malinterpretado y derrotado, que se identificaba con un padre sádico, punitivo, vengativo, pero débil en esencia. Todo esto le llevó a tratar a los demás tal y como su padre le trataba a él. Quería vengarse de todo lo malo que él sentía le habían hecho, pero no se sentía lo suficientemente fuerte como para expresar su odio con libertad. Como resultado, él abandonaba sus ambiciones hacia el objeto primario, pero no renunciaba a la expectativa de venganza y buscaba nuevos objetos, sin cambiar de una manera esencial su ambición y sus objetivos.

Eso va a quedar claro en su búsqueda excitada y constante de nuevos proyectos, búsqueda que tenía una cualidad maníaca, ya que parecía identificarse con un padre omnipotente y cruel. Aunque los proyectos se buscaban como reparadores siempre parecían derivar al desastre y al fracaso, que quería decir que se iba repetir el ciclo. Esto fue lo que reconoció cuando pensó que me decepcionaría y pensaría que “había vuelto a la casilla número uno”.

Me sabe mal admitir que yo no he podido encontrar una ilustración clínica satisfactoria de cómo el impasse del resentimiento puede mitigarse para permitir un paso exitoso hacia la solución depresiva del complejo de Edipo. Es por eso que me sirvo de la literatura para ilustrar el caso. No obstante, creo que estos ejemplos son clínicamente reales e importantes, aunque sean muy difíciles de describir. A menudo son fugaces y tanto el paciente como el psicoanalista pueden dudar de que sean genuinos. En alguna ocasión, después de un ataque más violento que lo corriente, quizás el paciente sienta que estoy cansado o incluso que tengo mala cara. También el reconocer que soy notablemente mayor de lo que él pensaba, ha causado otro cambio de posición, que ha reducido el resentimiento y la envidia.

A menudo estos momentos son seguidos de períodos de odio intenso en los cuales se ataca cruelmente al analista. Si el ataque puede ser tolerado y analizado adecuadamente, más que condenado, el resentimiento puede llevar a un remordimiento y puede iniciarse un movimiento hacia la reparación. Con frecuencia esto se representa en forma de perdón, tanto por parte del paciente por las faltas y defectos del analista, como por parte del psicoanalista, quien habrá de compartir este proceso y facilitar que el paciente sienta que la realidad psíquica no tiene la cualidad moralista e implacable que tan frecuentemente se le atribuye.

De la misma manera, un ataque directo que el paciente haga, puede permitir que el psicoanalista pueda salir de la parálisis provocada por la culpa y defenderse más vigorosamente y, a su vez, quizás el paciente sienta arrepentimiento y culpa, posibilitando un ceder e iniciar una atmósfera de perdón.

Intentaré ilustrar lo que quiero decir echándole un vistazo a la relación entre el joven David Balfour y el mayor Alan Breck en la novela de Robert Louis Stevenson, Kidnapped (1886). El viaje peligroso, duro y doloroso que ambos se ven forzados a emprender tiene muchas semejanzas con el que hacen el paciente y el psicoanalista. La venganza, entre los temas que se tratan, tiene un papel trascendental y la pelea entre los dos héroes, que es el punto álgido de la novela, muestra tanto las dificultades que supone el evitar los resentimientos, como la necesidad de ponerlos en escena para superarlos.

Un tema recurrente es la violencia del odio entre grupos rivales, tanto si se trata de escoceses e ingleses, los habitantes de las tierras altas y bajas, celtas y sajones, presbiterianos y católicos como clanes rivales; en este caso concreto los Campbell y los Stewart.

Por un lado, tenemos al narrador en primera persona, David Balfour, que representa las tierras bajas de Escocia e intenta ser justo y razonable, cree en la Ley y en una moderada influencia de la religión. Por el contrario Alan Beck es romántico, orgulloso, leal, cínico, franco. Alan es el más violento de los dos, está lleno de odio y siempre habla de vengarse. Cuando David menciona a su amigo el señor Campbell, Alan estalla diciendo que odia a todos aquellos que llevan ese apellido: “No creo que ayudase a un Campbell con nada que no fuera una bala de plomo. Les daría caza como a gallos lira. Si estuviera en mi lecho de muerte, me arrastraría hasta la ventana de mi habitación y le pegaría un tiro a uno. Sabes perfectamente que soy un Steward y los Campbell han atormentado y acabado con los que llevan mi nombre durante mucho tiempo”.

Alan explica las diversas persecuciones que han sufrido los Stewart, a quienes les arrebataron sus tierras e incluso les prohibieron ponerse las faldas escocesas. Que su constante insistencia en la venganza se basa en el amor y la lealtad a su familia la resalta cuando proclama orgulloso, que “una cosa que no pudieron matar fue el amor que los hombres del clan le profesaban a su jefe”. Encuentro que, a menudo, los ataques del paciente me duelen más cuándo no esa mí a quién atacan sino a mi “jefe”, normalmente suelen ser el psicoanálisis, Freud o Klein.

Este es el origen de la discusión entre amigos que compone el clímax del libro y ejemplifica la manera en que el resentimiento de David aumenta y se convierte en un sistema de argumentos que pretenden justificar un estado autodestructivo que lo atrapa y del cual es incapaz de salir. Lo que hace que sea tan conmovedor es que finalmente él puede expresar la ira y el odio y, mediante esta expresión, encuentra la manera de admitir que necesita a Alan. Como resultado, esto permite a Alan responder y expresar sus remordimientos y pedir excuses por su intervención en la discusión.

Ambos se han ayudado y han soportado grandes dificultades y peligros desde que secuestraron a David, pero en ese momento David es incapaz de resistir la tentación de especular secretamente, que podría salvarse sí abandonase a su amigo. Esto le hace sentirse culpable y desleal y empieza a odiarse tanto a sí mismo como a Alan.

La situación se agrava por el hecho de que Alan engañó a David para que le prestase un dinero, el cual más tarde perdió jugando. De nuevo hay paralelismos con el análisis, donde el deseo de interrumpir el tratamiento de repente es frecuente, cuando se da un impasse, así como también lo son las acusaciones económicas, en especial por los honorarios, o por tener que pagar las sesiones perdidas, etc., que alimentan el resentimiento.

David y Alan cada vez estaban más agotados por las dificultades del viaje. Al principio, David se encuentra algo taciturno.

Durante mucho tiempo no nos dijimos nada: caminando uno junto al otro en fila, cada cual con el rostro inexpresivo; yo estaba enfadado y me dio un arrebato de orgullo, cosa que fortaleció en mí, estos dos sentimientos pecaminosos y violentos: Alan estaba enfadado y avergonzado; avergonzado porque había perdido mi dinero y enfadado porque yo me lo hubiera tomado tan mal… Durante estas horribles andanzas no teníamos contacto, incluso apenas hablábamos. La verdad es que yo estaba enfermo, casi muriéndome, esa era mi mejor excusa. A parte de eso, desde que nací he sido de temperamento implacable, las cosas me cuestan, me duelen, pero aún me cuesta más perdonar y ahora estoy furioso tanto con mi amigo, como conmigo mismo.

Durante tres días más, Alan permaneció en silencio, aunque era educado y servicial, pero después de un breve arranque de amargura, pareció que se auto-perdonase por el asunto del dinero: “se puso bien el sombrero, caminó con desenfado, silbando, y me miró por encima del hombro con una sonrisa provocadora”. Después continuó mofándose de David llamándole Whig, el término que usaba para los partidarios del Rey de Inglaterra y le tomaba el pelo por estar cansado. David sabía que era su culpa, pero era incapaz de arrepentirse y empezó a sumergirse en fantasías donde se estiraba y se moría en la montaña húmeda.

Quizás mi cabeza estaba acelerada, pero me empezaba a atraer la posibilidad de magnificar mi propia muerte, solo en el desierto, con la compañía de las águilas salvajes asediando mis últimos momentos… Entonces pensé que Alan se arrepentiría; recordaría, cuando estuviera muerto, cuánto me debía a mí y el recuerdo sería una tortura. Y con cada una de las burlas de Alan me aferraba más a mis propias ideas. “Ah” pensaba entre mí, “Tengo una burla mejor entre manos, preparada para ti, cuando me tumbe y me muera, te sentará como una bofetada en la cara; ah ¡qué venganza! Ah ¡cómo te arrepentirás de tu ingratitud y crueldad!”.

La idealización de la muerte como la venganza definitiva es un tema común para los analistas e implica un tipo de irrealidad, ya que el paciente está muerto y también vivo y disfrutando del placer de la venganza, como en las fantasías de presenciar el funeral de uno mismo.

David continua, “Mientras tanto, empeoraba, cada vez me sentía peor. Los pinchazos que tenía al costado eran casi insoportables. Al final empecé a sentir que no podía arrastrarme más; y con eso, me vino de repente el deseo de decirle todo claramente a Alan, de dejarme arder por mi rabia y acabar con mi vida de una manera repentina”.

David se queja a Alan por sus insultos y se defiende con otros más duros, exigiendo que hable civilizadamente del Rey y de los Campbell.

“Soy un Stewart” dice Alan. “¡Oh!” digo yo, “Sé que tu llevas el nombre de un rey. Pero yo he visto a muchos que lo llevan y lo mejor que puedo decir de ellos, es que mejorarían mucho si se lavaran”.

Los ataques de ambos son hacia el nombre de cada una de sus familias y se desafía su lealtad hacia ellas. Finalmente, Alan dice: “Es una pena. Se han dicho cosas que no se pueden ignorar”. Entonces David desenvaina su espada con la intención de cumplir su deseo, queriendo solucionar el asunto recurriendo a la violencia, sabiendo perfectamente que no tiene nada que hacer contra un espadachín profesional.

Entonces, Alan grita “¿¡Eres tonto!? No puedo empuñar una espada contra ti, David, sería como asesinarte”. Con algo más de provocación, termina por desenvainar su espada y arrojarla a un lado “No, no, puedo”. David continúa:

Como un zumbido salió toda la ira que aún quedaba dentro de mí y me encontré enfermo, arrepentido, en blanco y muy sorprendido de mí mismo, lleno de dudas. Hubiera dado lo que fuera para retirar lo que había dicho, ¿pero quién puede borrar las palabras? Recordé todo lo amable y valiente que había sido Alan en el pasado, cómo me había ayudado, animado y soportado en los peores momentos y entonces recordé todos los insultos que le había dicho y me di cuenta de que había perdido a un amigo valiente para siempre. A su vez, la enfermedad ganaba terreno y parecía multiplicarse. El pinchazo que sentía en el costado era como una espada afilada. Fue esto lo que me hizo recapacitar. No existía disculpa que borrase lo que había dicho; era innecesario pensar en una, ya que ninguna podría compensar la ofensa; pero cuando una mera disculpa era inútil, quizás un simple grito de socorro podría poner a Alan de nuevo de mi parte. Dejé a un lado mi orgullo. “Alan! “Dije, “Si no puedes ayudarme, entonces moriré aquí”. “Si muero, ¿podrás perdonarme Alan? En mi corazón siempre hubo aprecio para ti, incluso cuando estaba más enfadado contigo”.

“Shhhh, shhhh, ¡Cállate! ¡Shhh! Exclamó Alan, “¡No digas eso! David, amigo, sabes que tú puedes…” dijo reprimiendo un sollozo y empezó a ayudar a David a apoyarse en él. De nuevo, se acercó sollozando. “David, tienes que intentar perdonarme, no soy un hombre de verdad, no tengo ni un buen razonamiento, ni bondad; he sido incapaz de recordar que eres una criatura. No me ha sido posible el ver que te estabas muriendo mientras caminabas”.

“Oh, amigo, no se hable más” dijo David, “ninguno de los dos puede arreglar al otro; esa es la verdad”.

La reconciliación no se basa en la negación, sino en la aceptación de la realidad psíquica; no es solo un reconocimiento de los errores cometidos, sino también de las diferencias y de las dependencias.

La reparación puede empezar por el perdón, pero solo después que se ha conseguido

creer en lo que ha ocurrido, ya que no se puede renunciar a esta creencia hasta que esta sea plenamente reconocida (Britton, 1995).

Por supuesto, estos progresos son siempre inestables y se pueden convertir fácilmente en resentimiento. Incluso después de la escena mencionada más arriba. Alan es demasiado condescendiente y se ofrece a llevar a David a su espalda, quien rechaza de pleno esta posibilidad, afirmando que él es unos 30 centímetros más alto que Alan.

“Es no es cierto, no lo eres. Quizás haya una diferencia insignificante de unos centímetros; no estoy diciendo que sea precisamente lo que llamarías un hombre alto. Sin embargo, me atrevo a decir…” añade, con su voz al borde de la risa “Ahora que pienso, puede que estés en lo cierto. Quizás eres un dedo más alto, un palmo o ¡o incluso dos!” “Alan” exclama David llorando, “¿Por qué eres tan bueno conmigo? ¿Por qué te preocupas por alguien tan desagradecido?” “De hecho, no lo sé” responde Alan, “Precisamente por lo que creí que me gustaba de ti; que nunca discutíamos; pero ahora, ¡me caes aún mejor!”.

Creo que Stevenson estaba en lo cierto cuando dijo que los dos grandes pecados, los obstáculos para salir del refugio psíquico basado en el resentimiento, son la ira y el orgullo. También acierta cuando finamente sugiere que cumplen una función, cuando la tensión está a flor de piel, como cuando David explica que sacó sus fuerzas de estos dos “sentimientos violentos y pecaminosos”.

Se ha escrito extensamente sobre el odio, y sabemos que cuando está arraigado en la envidia, puede convertirse en una fuerza destructiva contra el desarrollo. Sin embargo, parece que no entendemos tan bien el orgullo. Cuando David reclama la herencia que le corresponde de su perverso tío Ebenezer, descubre que los dos hermanos, su padre y su tío, amaban a la misma mujer. Esta rivalidad se solucionó mediante un pacto en que el padre de David ganó a su madre, pero teniendo que vivir en la pobreza, mientras que se recompensó a su tío con la fortuna familiar, el nombre y el patrimonio de la familia.

Su tío se aferra a esto miserablemente y hace que secuestren a David para evitar que haga una alegación lícita. El sentido de la identidad de Ebenezer activa el orgullo y éste depende de la posesión del título y de las riquezas patrimoniales. Lo mismo sucede con David cuando se enfada por las injusticias cometidas contra él por Alan; al principio es demasiado orgulloso para admitir su dependencia, y su orgullo parece darle una rigidez en la cual preferiría verse muerto que sentirse humillado.

A veces, en estos casos, parece que el orgullo se basa en mecanismos anales y la retención y el acaparamiento se convierten en sustitutos de sentimientos, como el de sentirse amado. Aferrarse a contenidos anales puede considerarse un acto de lealtad hacia el objeto, que de esta manera, se siente tan protegido como poseído y controlado. Tal vez también sea una manera de evitar la dependencia, la humillación y la vergüenza. A veces, las fantasías de riqueza anal dan lugar a una sensación de fortaleza y de independencia, siendo representadas en la fantasía como un pene interno o sirviendo de soporte al paciente, como una columna vertebral que ayuda al paciente y le incita a negar que necesita a los demás. La amenaza de pérdida de esta fuente de fortaleza se percibe como un ataque anal, una amenaza de castración o un robo y conlleva una intensificación del resentimiento, a veces con la convicción de que la supervivencia depende de la combinación del resentimiento, el orgullo y el odio.

Es difícil identificar exactamente que lleva a la posibilidad de salir de semejantes estados. Quizás el dolor y el cansancio, que al principio llevaron a David a glorificar su propia muerte como la venganza definitiva, pudieron llevarle después a admitir que necesitaba ayuda. Creo que no se podría haber resuelto, si esta rabia no le hubiera llevado a desvainar directamente su espada y atacar a Alan. Muchos pacientes piensan que se les pide que abandonen su agravio y se rindan, para que sean obedientes y conformistas.

No podemos entender los factores que permiten a alguien avanzar exactamente en la dirección contraria y pueda llenarse de valor para salir de este refugio y dar claramente el asunto por zanjado –se podría decir que zanjado con venganza–. En algunos casos, esto provoca la convicción de que el niño acabará con el padre, pero el sentido de la realidad de David estaba intacto y sabía que un ataque de esa magnitud era un suicidio. El cambio pareció surgir como resultado de un proceso interno en David que le permitió tener la oportunidad de poner a prueba la naturaleza de su objeto, no mediante la fantasía, sino a través de la experiencia. Este cambio también tuvo consecuencias en la relación entre David y Alan, ya que propició que el hombre mayor y más fuerte reconociera que estaba tratando con un niño y, por lo tanto, desistió y cedió.

David y Alan no van a sufrir la clase de perturbación de la personalidad que caracteriza a muchos de nuestros pacientes, pero creo que los mecanismos básicos son similares, y que efectivamente esos momentos tienen lugar en el análisis, donde el movimiento hacia el perdón puede ser iniciado tanto por el paciente como por el analista.

Puede ser que el miembro más fuerte de la pareja, es el que ha de ceder y un ataque más abierto le puede permitir hacerlo. Otro factor puede ser la capacidad del analista para emerger desde la depresión paralizante ocasionada por la culpa, como le va a pasar a Alan cuando pudo superar el hecho de haber robado el dinero de David. Con el agotamiento producido por una lucha larga, puede que alguna cosa haya podido ceder y se renuncie al orgullo reemplazándolo por un reconocimiento de la realidad psíquica, que incluye una mutua dependencia, pero no una igualdad. Desde aquí puede surgir el perdón y se puede permitir emerger desde un replegamiento psíquico para enfrentar la realidad de la relación. El paciente que yo he descrito antes, no podía coger el equivalente a la espada de David para atacarme directamente. Quizás era demasiado orgulloso o quizás estaba demasiado convencido de que podría ser el más fuerte y entonces me podría aniquilar si salía de su retiro. Hay muchos aspectos imponderables de esta situación que hacen difícil, pero interesante, la tarea analítica, que nos ofrece como un desafío para continuar investigando.

 

John Steiner

Psicoanalista didacta de la Sociedad Británica de Psicoanálisis

 


[1]Capítulo 7 del libro Seeing and Being Seen: Emerging from a Psychic Retreat, publicado por Routledge (2011).

[2]Traducido del original en inglés por Mabel Silva. Reproduced with permission of Blackwell Publishing Ltd.

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