A los Centros de Salud Mental de Adultos (CSMA), trinchera de las primeras crisis, acuden pacientes sufriendo descompensación psíquica y nuestra labor es proporcionarles un espacio de trabajo conjunto, dar comprensión a lo que les ha llevado al malestar y acompañarlos en la reorganización psíquica. No obstante hay pacientes que no avanzan, que se hacen “populares” en los centros y con los que resulta realmente difícil realizar un trabajo de circuito.
Como psicólogos clínicos y psicoterapeutas de formación psicoanalítica, trabajar con estos pacientes nos da la oportunidad de entender la dimensión emocional y de explorar desde una perspectiva psicodinámica ―junto con el paciente― el funcionamiento de su aparato emocional y mental. Pocas veces nos atrevemos a decir que se han “curado” ―esto es más complejo y discutible― pero sí observamos que han entendido más cosas de sí mismos y de su relación con los otros. Una paciente, al darle el alta, nos decía: «no sé si me he curado pero me parece que me soporto un poco más y no solo a mí sino también a los demás». A aquellos pacientes que padecen trastornos adaptativos, crisis de ansiedad y depresiones leves actualmente los atendemos en el ambulatorio dentro del Programa de Soporte a la Asistencia Primaria[2]. Allí ofrecemos espacios de exploración diagnóstica como los llamados Grupos de acogida de la demanda ―espacio grupal diagnóstico de ocho sesiones―, sesiones de diagnóstico y asesoramiento individuales, y sesiones de asesoramiento a los médicos de familia para orientarlos en el abordaje de estos pacientes en sus propias consultas. Otros pacientes, con una problemática más compleja, son derivados al CSMA tras un proceso de valoración conjunta con los médicos de cabecera. Muchos de ellos con un diagnóstico de trastorno de personalidad, son personas que arrastran una retahíla de diagnósticos y viacrucis por los servicios de salud mental.
Clarkin et al. (2010) diferencian entre personalidades del espectro borderline y los trastornos de personalidad, entendiendo las primeras como las incluidas en el DSM-IV, Axis II, y concebidas como una organización de la personalidad desde una perspectiva psicoanalítica. A nivel contratransferencial estos pacientes nos hacen sentir incómodos, dejan un impacto mayor en las primeras visitas exploratorias y muchas veces ni tan solo logramos concluir el proceso diagnóstico.
Actualmente conocemos tres propuestas de tratamientos psicodinámicos manualizados para los trastornos de personalidad borderline que han demostrado su eficacia: terapia basada en la mentalización, terapia focalizada en la transferencia y la terapia dinámica deconstructiva. Con estos pacientes me siento más próxima y afín desde una perspectiva basada en la mentalización propuesta por Fonagy y Bateman (2004).
El tratamiento basado en la mentalización ―función reflexiva o competencia reflexiva― es la capacidad de interpretar las acciones de uno mismo y de los demás como algo significativo sobre la base de los «estados mentales intencionados». Estos estados mentales son las necesidades en sí mismas, los deseos, los sentimientos, las opiniones, las metas, los objetivos y las convicciones. El concepto de mentalización implica, por tanto, una capacidad reflexiva que permita comprender e interpretar los pensamientos y los sentimientos subyacentes de la otra persona, de hecho es el proceso inherente en la psicología del desarrollo. Para que esto ocurra es necesario que el individuo se sienta comprendido por la otra persona en el marco de un apego seguro en la primera infancia ―attachment―. Esto promueve el desarrollo de un Yo coherente, mediatizado a través de la formación de representaciones mentales. La mentalización capacita al individuo para reconocer las conexiones y diferencias entre el mundo exterior y el mundo interior. Cuando hablamos de reconocer no es en un sentido cognitivo sino en términos de la memoria procedimental, generalmente consciente. Este proceso normal de desarrollo puede ser a menudo interrumpido. Los autores citados asumen que una capacidad de mentalización inestable o disminuida es una de las características centrales del trastorno límite de la personalidad. Es posible incluso que todas las enfermedades psiquiátricas impliquen un déficit en la mentalización específica. El tratamiento basado en la mentalización parte de la técnica psicodinámica y se puede utilizar tanto en el psicoanálisis de alta frecuencia como en la terapia focal, terapia de grupo analítica e incluso en la psicoeducación. Está indicado especialmente cuando los fenómenos asociados a la descomposición de la mentalización son observables, por ejemplo, en la dificultad para controlar los impulsos y en conductas suicidas o de autolesión. Esta terapia integra elementos de la teoría de la mente, investigación sobre el vínculo, la neurobiología y la epigenética. Hay una superposición con los enfoques clásicos y de relación de objeto, en particular con el concepto de holding de Winicott (1990) y con el concepto bioniano de contención. No se trata de una nueva terapia pero, a diferencia de los enfoques tradicionales, pone el énfasis en el mismo proceso en lugar de situarlo en la interpretación del contenido. En estos pacientes la interpretación es recibida como algo inútil, por dos motivos. El primero, por las dificultades para mentalizar; el segundo, porque a menudo es recibida como una agresión, incluso como una evidencia para el paciente de no haber sido comprendido. En el mejor de los casos este recibe la interpretación como cosa en sí misma, pero no la incorpora a su aparato mental, es adherida en lugar de aprehendida.
La hipótesis central de la terapia basada en la mentalización es que la experiencia de afecto en la primera infancia será la semilla para desarrollar el proceso de mentalización. Este es el mínimo requisito para que se establezca un vínculo consistente y seguro. La necesidad de este vínculo es la estrategia principal para la regulación afectiva, que se refiere a los esfuerzos implícitos y explícitos para maximizar los estado de ánimo positivos y minimizar los estados de ánimo negativos. Una limitada capacidad de regulación afectiva implica una deficiencia en la capacidad de modular afecto, de tal manera que las emociones, fuera de control, cambian rápidamente. Linehan (1993) sugiere que la vulnerabilidad a la emoción ―desregulación en la personalidad limítrofe― se caracteriza por una alta sensibilidad a estímulos emocionales de alta intensidad y el regreso lento a la línea base emocional, una vez se ha producido la activación. Si esta regulación de base no es segura o es deficiente se activarán submodos específicos o pre-etapas de la mentalización y seguramente más adelante en situaciones de estrés agudo se volverán a activar.
Un equivalente de lo que estoy describiendo es el caso de la persona que ha sufrido un trauma. Esta persona, a través de flashbacks, sufre por su propia psique y preferiría no pensar; de esta manera afecto, fantasía y realidad externa se tratan como equivalentes. En cambio en el modo de simulación el mundo exterior y el interior están desencajados: la persona intenta hacer frente a la memoria del trauma a través de la disociación y por lo tanto reduce la mentalización. Este fracaso en la mentalización restringe la regulación afectiva así como el desarrollo de representaciones estables y la posibilidad de jugar con la realidad, dificultando el logro más elaborado de la mentalización, que es la simbolización. El bebé con un apego seguro tiene plena confianza en que será entendido a pesar de las discrepancias, en particular porque si se siente incomprendido las situaciones se pueden corregir. En cambio, cuando los desajustes se producen con demasiada frecuencia e intensidad, la frustración puede llegar a ser tan grande que cualquier nuevo intento de adaptación se abandona y se desarrollan las maniobras específicas de defensa. El apego no seguro, o la ausencia de vínculo, promueve auto―desorganización y perjudica gravemente la capacidad de mentalización, haciendo estos niños vulnerables a neurosis traumática más adelante (Bateman y Fonagy, 2006; Bailly, 2012).
La mentalización forma parte de nosotros y de nuestro comportamiento interpersonal. Por ejemplo, estar enamorado desactiva la capacidad de mentalizar, como expresa el dicho: “el amor es ciego”, dado que la diferenciación entre el self y el objeto se debilita o se niega, como en un episodio psicótico. Las personas que padecen un trastorno de personalidad han aprendido a vivir en un ambiente mental en el que las ideas son solo ideas en sí mismas que ni siquiera se pueden pensar ni sentir, adquieren tal intensidad que no se pueden calibrar o regular. A largo plazo, pues, desarrollan una evitación defensiva de la mentalización sobre ellos mismos y sobre los demás, así como una intolerancia a perspectivas alternativas.
En personas con escasa capacidad de mentalización ―por la razón que sea― una escena traumática, por ejemplo un abuso, puede conducir a una exterminación completa de mentalización ―no olvidemos que la figura del agresor es una persona de apego―. La calidad del afecto que pueden transmitir los pacientes limítrofes se puede caracterizar por hostilidad paranoide. Presentan a menudo elementos de grandiosidad, incluso idealización. Por ejemplo: “a mí me trata la mejor terapeuta del mundo”; para concluir con denigración, devaluación ―a veces denuncia― e interrupción. Carecen de creatividad genuina aunque pueden imitar un proceso imaginativo creativo que entonces llamaríamos pseudomentalización: toman prestado del otro. Aquellas personas que son conscientes de una falta de sentido interno y de vacío pueden refugiarse en el misticismo, la curación por la fe, el espiritismo, el ocultismo y otros fenómenos paranormales.
A menudo el mismo terapeuta adopta posturas anti-mentalización a través de las interpretaciones de transferencia clásicas. Apelando a la técnica, es importante hacer una diferenciación entre la mentalización que inhibe intervenciones y la mentalización que las promueve, aportando al paciente la comprensión e incertidumbre del mismo terapeuta. Ejemplo de ello serían: “No estoy del todo segura si…” “¿Podría ser que…?” “¿Cómo cree que se puede haber sentido el señor…?” “¿Me podría explicar cómo ha llegado a esta conclusión?” “¿Qué otra cosa podría usted hacer para ayudar a X a entender la manera en que usted se siente?” “¿Qué recomendaría usted a otra persona que se encontrara en la misma situación que usted?” “Parece que X está bloqueado en este punto, ¿de qué manera podría ayudarle usted a desbloquearse?” “Me pregunto ¿qué debe hacer tan difícil para usted cualquier cosa relacionada con las reglas? ¿Podríamos hablar sobre por qué hay reglas?”, etc. En contraposición, hay una mentalización que inhibe intervenciones, como las confrontaciones que implican avergonzarse, o acusaciones del tipo: “Usted está confundida”; “Usted me está confundiendo”; “¿Podría ser que usted estuviera enfadado ahora?”; “Lo que en realidad usted está sintiendo ahora es…”; “Creo que lo que realmente me está diciendo es…”.
El objetivo es ayudar a desarrollar diferentes puntos de vista sobre una misma situación, liberarse del quedarse atrapado en la realidad ―en un solo punto de vista― y experimentar diferentes estados mentales, aprender a observarlos como si se tratara de los diferentes cortes de un diamante, o tener una visión panóptica de uno mismo y de los demás.
Baron-Cohen (1995) describe la ceguera mental como un imaginar cómo sería tu mundo si fueras consciente de las cosas físicas, pero ciego a la existencia de cosas mentales. Ciego ante las cosas como pensamientos, creencias, conocimientos, deseos e intenciones, que para muchos de nosotros marcan nuestro comportamiento. Mentalizar, entonces, es entender los malentendidos, poder vernos a nosotros mismos desde fuera y a los otros desde dentro, tener presente la mente, tener la mente in mente, y una idea de pasado, presente y futuro.
La paciente que describo a continuación puede ayudar a entender este proceso.
Isadora ya había consultado a nuestro centro siete años atrás. Del resumen de las visitas recogidas ―primero por la psicóloga y después por el psiquiatra― se desprenden las dificultades de relación, ya des del primer contacto con la administrativa del servicio. Quejas, malentendidos, percepción de abandono y desatención; dudas acerca de la formación y profesionalidad de quien la asistía y conflicto ante cualquier intervención que se le ofrecía. Hablaba de su madre sin usar nunca esta palabra, sino: “la persona que la parió”. No fue deseada, problemas en todas partes, no le entraban las cosas, no le entraban las explicaciones en la cabeza, se le iban las ideas, era como un volcán de actividad y fuerza. “Los que se hacían llamar a sus padres” en vez de darle cariño se dedicaban a los negocios y a divertirse. La llenaban de juguetes, “la que la parió” no la podía ni ver y «tenía toda la habitación salpicada de sangre de las palizas y mordiscos que le daba».. Una vez casada las cosas fueron de mal en peor y tuvo que emigrar a Barcelona huyendo de su marido, había una orden de alejamiento y ella «estaba en peligro de muerte». Ya de mayor preguntó a “la que la parió” por qué la odiaba tanto y lo único que recibió por explicación fue que hasta los tres años había sido encantadora y más tarde se volvió rebelde y extraña. Pensé si, asociado a este comentario de la paciente, podía sospecharse un abuso sexual infantil.
Exigió tratamiento para la lateralidad ―en un anterior Centro de Salud Mental había exigido un diagnóstico y obtuvo el de “trastorno de lateralidad” (1er diagnóstico)―, a pesar de que creía que la psicóloga se cansaría de ella. Pero presentó dificultades horarias e interrumpió con un: “Barcelona es una jungla con muy poca humanidad. Se deben asustar o bien lo deben ver muy difícil, yo no lo sé, pero hasta ahora no me ha ayudado nadie”. En la historia clínica quedó registrado un trastorno histriónico de la personalidad (2º diagnóstico).
Regresó a los 3 años y exigió un informe para la revisión del grado de discapacidad en el que quería que constara “fibromialgia” (3er diagnóstico) en vez de minusvalía psíquica. Estaba convencida ―aunque lo puso en boca de la profesional de servicios sociales― que el diagnóstico actual la perjudicaba: “trastorno de afectividad y trastorno de ansiedad generalizada” (4º diagnóstico). El psiquiatra anotó en la historia clínica: “rivalidad, apego desorganizado típico de los ‘trastornos de personalidad’” (5º diagnóstico). Luego abandonó.
La última derivación fue a través de su médico de familia por presentar un “cuadro de agorafobia” (6º diagnóstico). Apareció con gafas oscuras que lució durante toda la sesión, y así sería en las siguientes. Detectamos rasgos de personalidad limítrofe pero también percibimos sufrimiento enmascarado de expresiones irónicas, sarcásticas y agresivas hacia mí, muy agresivas. Se refería a menudo a “la que la parió” y “que se hacía llamar madre”, que no tenía relación con ninguno de sus hijos. Me interesé por la imagen que ella tenía de estos padres y si alguna vez se había preguntado el porqué de este trato. Su padre había fallecido el mes anterior a esa consulta y contactaron con ella solo porque necesitaban su DNI para desbloquear sus cuentas. Su padre siempre la maltrató y le decían que no era una niña deseada, que había venido justamente cuando estaban recuperándose del nacimiento del primero, su hermano mayor a quien sí se había deseado. Pensaba que “la señora que la parió” estaba loca y seguramente tendría su historia, pero ella no podía perdonarla. Le dije que ella había hecho una hipótesis del porqué sufría estas dificultades y su respuesta fue: «Yo no he nacido, soy un aborto, nadie me esperaba, nunca mi persona se sintió tratada como un ser humano». En la adolescencia hizo dos intentos de suicidio. La diagnosticaron de TDH (7º diagnóstico), siempre había sido hiperactiva. Su padre había tenido mucho dinero y ella ahora tenía que ir al comedor colectivo.
Su mirada siempre desafiante me provocaba un deseo de no tratarla y que no hubiera una siguiente visita; entre miedo, pánico y temor a recibir una agresión física, la sentía intratable. No quise interpretarle que ella se sentía también un aborto en los distintos servicios de Salud Mental y me interesé por la manera en que ella creía que habían cambiado las relaciones con sus padres desde su niñez.
Siempre iba a la suya y en la sesión pasaba igual, iba a la suya, no escuchaba y ponía en cuestión que se la pudiera ayudar. Un día se presentó sin visita previa y accedí a atenderla, informándole que tendría que esperar una hora por otro compromiso grupal y ella accedió (deseaba y pensé que se iría indignada y gritando). En la sesión explicó que le habían robado, le habían quitado siempre lo que era suyo, la herencia de su padre, cada vez que conseguía algo se lo quitaban (conseguía hacerse con la mente del otro y la reconocía como propia). Decepcionada de que yo no le dijera nada, o nada de lo que ella esperaba, me miraba con expresión de asco, indignación y altivez. A continuación se quitó las gafas y este gesto me emocionó. Le comenté que quizás estaba ahora dispuesta a que nos viéramos para ver si podríamos entendernos (yo lo dudaba). Quería que yo la mirara y la viera a la vez que ella me podía mirar y verme. Sonrió sin sarcasmo y dijo que no sabía por qué pero me tenía confianza, que tenía un sexto sentido que le decía que se podría entender conmigo. Le propuse poner nombre y buscar estas cosas perdidas o robadas. En los comedores colectivos a los que acudía diariamente ―esta paciente vestía con absoluta elegancia, de ahí le atribuí el nombre de Isadora― escogía comida de dieta porque tenía miedo de no poder digerir la dieta ordinaria (no se lo interpreté, pero entendí que era importante tener presente su intolerancia a cualquier alimento mental que yo le pudiera ofrecer). Exigió empezar un tratamiento que se viera, que se palpara, yo no estaba haciendo nada. Se levantaba, amenazaba con irse, volvía a sentarse. Habló de las malas personas, se preguntaba que debía provocar en los otros para que la trataran de ese modo. Me interesé por esos malos tratos y describió a la gente como mala, racista, con prejuicios. Una amiga, “si es que se la podía llamar amiga”, se le arrodilló dentro del mismísimo vagón del metro pidiéndole perdón, le había escrito un mensaje en el móvil: “Eres una buena persona pero a veces no sé cómo tratarte porque todo te lo tomas a mal”. Ella estaba indignada con este mensaje y entendí que lo que más le había afectado era ser vista como una buena persona, incongruente con los objetos paternos malos tragados.
Prudente en mis palabras, evitaba silencios que en otros pacientes hubieran podido darnos espacios de pensamiento e integración. Todas mis intervenciones fueron recibidas como un ataque, especialmente cuando había una dosis de comprensión.
Le comenté que si teníamos que trabajar juntas necesitaríamos asegurarnos de entender bien lo que queríamos comunicarnos. Ella quería saber cuándo empezaríamos la terapia y de qué iría la terapia, porque en este momento yo ya lo sabía todo de ella, expresando así la fantasía inconsciente de que yo estaba dentro de su cabeza y de que no éramos dos mentes separadas. Le hice saber lo que había entendido de ella hasta el momento ―se extrañó escucharse a través de mí― y las cosas que me quedaban por conocer y entender. Decía que estaba desesperada porque cuando tenía que acudir a la sesión se encontraba mal, no dormía la noche anterior, y cuando se iba estaba peor. Habló de “la persona que la parió” y “del que la engendró”, un alcohólico, no le dieron nada, igual que yo que tampoco le daba nada: “yo quiero gratificación y usted también quiere gratificación por todo lo que ha estudiado como terapeuta”. Mi formación me sugería un sinfín de interpretaciones que no usaba ni compartía con la paciente; si se las hubiera ofrecido creo que hubieran tenido un componente defensivo ante tanta agresividad y desvaloración.
Siempre quería una explicación de lo que le pasaba. A veces salía bien de la sesión, más reflexiva: “No sé como desprenderme de mi pasado”. Otras se angustiaba, lloraba, quería soluciones rápidas.
En una sesión posterior, en la que llevaba de nuevo las gafas de sol, se mostró indignada porque yo la trataba mal, porque solo le daba media hora quincenal de tratamiento y esto era un maltrato a “mi persona humana” y “mi cerebro no puede entender estas cosas”. Me llamaba la atención como hablaba de su cerebro, en lugar de su mente, lo cual expresaba la disociación con sus emociones. Dentro de este discurso hablaba también de cómo la amiga le decía que estaba mejorando y que sobre todo no dejara el tratamiento. Pero yo sentía que poco podía ayudarla.
En un momento de la sesión contó: “desde pequeña, ‘la que me parió’ me ponía la comida en la boca después de cada golpe de alpargata en la cara, ¡qué asco!, la gente, la comida…”. Se preguntaba de dónde venía su malestar; no quería venir más, pero últimamente ya podía dormir y eso la extrañaba.
Un día dejó una carta escrita en la que se despedía diciendo que se iba de viaje y no podría venir más, ni a la sesión que tenía programada, y se preguntaba si podría ofrecerle otro espacio antes de irse. Le ofrecí una posibilidad, que tomó, acudiendo puntualmente a la cita. Entre otras cosas, en esta sesión explicó que estaba preocupada porque la chica que la había invitado estaba peor que ella, se sentía su madre, no sabía si esta vez ella podría aguantarla. La definía como una chica muy enferma, que no quería ver a su madre. Dijo que yo me reiría si la viera a ella en “estado puro”, sin arreglarse ni maquillarse. Dijo que era muy fea y que tanto su padre como su madre se esforzaron por hacérselo saber.
Nos despedimos y le ofrecí la posibilidad de recibirla de nuevo a la vuelta para valorar cómo se había sentido y valorar también la necesidad que pudiera tener de continuar tratándose. Dejó una nota:
“Espero que haya disfrutado de sus vacaciones. Decirle que me ha sido imposible verla, el jueves, no podré estar, Si pudiera ser el martes o el miércoles, y sería la última vez que vuelva. Si lo desea y me llama por teléfono. Me ha sido muy agradable el apoyo de su persona. ¡Gracias! Por su esfuerzo personal, humano, por poquito que sea, a parte del profesional. Un abrazo, Isadora”.
En la visita se mostró muy enfadada, porque me veía fría y distante como su madre. Se había puesto en contacto con ella y todo había ido mal, el viaje también había ido mal. Se fue de la visita comunicándome que no la ayudaba y que no volvería más. Un día apareció en su ambulatorio donde asisto una vez por semana y se mezcló con los pacientes de un grupo que estaba dispuesta a iniciar. Sorprendida, le comenté que no podía entrar pero que podía pedir visita en el CSMA. Se quedó sorprendida y enfadada pero llamó al Centro pidiendo visita.
A la sesión 13, y última, llegó con cinco preguntas, pidiendo que las contestara y que no fuera como un bloque de hielo. Se preguntaba por qué había idealizado siempre a su padre y ahora se daba cuenta que con él descubrió que era una desgraciada. Ella solo veía una culpable a sus desgracias y “esa era mi madre”. También quiso compartir conmigo el asunto del diagnóstico, ahora se refería a “histriónica”. “¿Y eso se cura?”. Me dijo que sentía una gran frustración cada vez que no recibía respuesta de mí porque se quedaba con la pregunta en la cabeza y no sabía qué hacer con ella. Me preguntó también si con su enfermedad podría recuperar a su hija, “la echo de menos”. Finalmente dijo: “¿cómo es que desde que vengo con usted tengo más preguntas que respuestas? Dedicamos lo que quedaba de esta anunciada última visita a pensar el valor que tenían esas preguntas para ella y como parecía que la separación desde la última sesión la había llevado a mentalizar aspectos ahora más digeribles. (Pensé que esta no había sido una “comida a golpe de alpargata”). Atacando a la madre protegía al padre, a quien iba dirigida toda su agresividad. Tenía dudas ante su enfermedad psiquiátrica, pero ya no estaba tan interesada en el diagnóstico; afirmaba que la no satisfacción inmediata la desesperaba y sentía que se rompía en pedacitos (como en el comedor social, donde “no se la alimentaba bien”, incluso tenía la creencia de que se la quería intoxicar). Como no quedaba claro que quisiera más visitas nos despedimos con la idea que podría acudir más adelante ―a por otra cucharadita de alimento mental―. Pensé que cada sesión había sido para mí “la sesión” y quizás no habría otra. Era importante dosificar las sesiones de un modo suficientemente digerible para ella. De vez en cuando aparece en nuestro Centro y pide a la administrativa que me dé saludos de su parte.
Conclusiones
A lo largo de estas visitas evité cualquier interpretación transferencial clásica por la ausencia de autoregulación psíquica que presentaba la paciente. El trabajo de ambas era aclarar los deseos no declarados, los pensamientos y los afectos en el contexto del aquí―y―ahora en la interacción entre Isadora y yo. Por ejemplo, había situaciones en las que me miraba sin decir nada y yo le comentaba: mire en este momento se ve que usted no sabe qué decirme y yo no sé qué decirle. Más adelante me dijo que algunas veces había tenido miedo a decirme algo que me pudiera asustar y perder entonces “su tratamiento”. Como en el bebé ―y más adelante el niño en etapas tempranas― la experiencia en la mente de la paciente era como si no hubiera una correspondencia exacta entre el estado interno y la realidad externa, lo que llamamos equivalencia psíquica. La equiparación interna y externa es inevitablemente un proceso de dos vías. La paciente equiparaba la apariencia con la realidad ―lo que parece es lo que es―; también los pensamientos y sentimientos distorsionados por la fantasía, se proyectaban sobre la realidad exterior, modulada por una conciencia de esta distorsión.
En el tratamiento de personalidades borderlines es de suma importancia que el terapeuta perciba con precisión el estado mental del paciente y hacerle saber cómo lo recibe y cómo lo entiende. A lo largo de las sesiones vivíamos muchos momentos en que este reflejo era incongruente, el vínculo se rompía y se creaban distorsiones en la subjetividad. La paciente mostraba una rumiación depresiva crítica y hacia el final, autocrítica. Allen (2010) habla de excrementalización —excrementalizing—, equivalente a la hipermentalización, como una interpretación paranoide del comportamiento de los demás hacia uno mismo. Excrementalización no es una señal de perturbación; todos tendemos a interpretar mal, malinterpretarnos y malinterpretar los demás. Constantemente revisamos nuestras percepciones con otros y hablamos a través de nuestros pensamientos y sentimientos, mentalizando, con un grado razonable de precisión. Excrementalización sería un concepto útil que puede acercarnos a tomar conciencia de uno mismo: darse cuenta de que se está excrementalizando ya es un proceso de mentalización en sí mismo.
Referencias biliográficas
Allen, J.G. (2010), “Excrementalizing: we all do it. Comments in Attachment, mentalizing”, SayNoToStigma.com, a blog of Menninger Clinic.
Bailly, L. (2012), “A new approach to the traumatic phenomenon”, Conferencia en Anna Freud’s International Colloquium.
Baron-Cohen, S. (1995), Mindblindness: an essay on autism and theory of mind, MIT Press Bradford Books.
Bateman, A. y Fonagy, P. (2004), Psychotherapy for Borderline Personality Disorder: Mentalizations-Based Treatment, Oxford University Press.
Bateman, A.W. y Fonagy, P. (2006), Mentalization-Based Treatment for Borderline Personality Disorder: A practical Guide, Oxford University Press.
Clarkin, J.F., Fonagy, P. y Gabbard, G.O. (2010), Psychodynamic Psychotherapy for Personality Disorders: A Clinical Handbook, American Psychiatric.
Clarkin, J.F., Yeomans, F. y Kemberg, O. (2006), Psychotherapy of borderline Personality: Focusing on Object Realtions, Whasington, D.C., American Psychiatric Press.
Linehan, M. (1993), Cognitive-behavioral Treatment of Borderline Personality Disorder, The Guilford Press, New York.
Winnicott, D.W. (1990), “La madre de devoción corriente”, en Los bebés y sus madres, Paidós, Buenos Aires.
Parabras clave: mentalitzación, función reflexiva, personalidades limítrofes, contención, hipermentalización, excrementalización.
Glòria Mateu i Vives
Doctora en psicología. Psicoterapeuta grupal e individual.
Consultora.
[1] Una primera versión de este trabajo fue presentada en el espacio de sesión clínica de Sant Pere Claver – Fundació Sanitària, en octubre de 2013.
[2] Plan Director de Salut Mental, Generalitat de Catalunya.