Tras cien años de consideraciones teóricas y clínicas acerca del narcisismo, estamos convocados a pensarlo y elijo hacerlo desde una consideración de sus facetas evolutivas y saludables, vertebradoras del equilibrio psíquico, aunque siempre en el filo de la inevitable deriva protésica que el narcisismo puede tener en la integración y experiencia de la identidad psicológica. Por ello invito al lector a un ejercicio –quizás utópico- de dejar de lado las formulaciones teórico-clínicas que ya conoce sobre el narcisismo (p.ej. Freud, Rosenfeld, Kohut, Kernberg, etc.) y pensar el alcance de ciertas premisas que siguen, bien derivadas de la investigación contemporánea o del saber clínico acumulado en este siglo, participado por los autores antes citados, entre otros. Los términos serán usados, salvo mención expresa, en su uso habitual.
¿Es el narcisismo un proceso (y conjunto de recursos) del psiquismo individual, una fase necesaria del despliegue de su programa psicogenético, o más bien es un derivado adaptativo frente a las fallas ambientales que retiran el feedback necesario para el despliegue de la subjetividad y el mantenimiento de su cohesión? El bebé humano nace orientado a la conexión social, busca los objetos necesarios para efectuar su despliegue. El despliegue de su programación genética depende, desde los primeros momentos de la vida, de las posibilidades e influencias de los ambientes en los que tiene lugar su desarrollo, una construcción en la que lo biológico se interdetermina con el ambiente (en todas sus facetas, pero especialmente social) para la configuración de lo psicológico. Si el ambiente es precario, inconsistente, o no facilita el acceso a las variedades de la experiencia, el bebé “creará y usará” su propio ambiente (en consecuencia narcisista), cuando disponga de la maduración necesaria para ello. Esa maduración llegará en un momento evolutivo muy tardío respecto del nacimiento (en torno a los 24 meses), aunque durante todo ese largo recorrido se puedan estar tejiendo las redes neurales que podríamos denominar “proto-narcisismo”. En este periodo temprano, el feedback de las experiencias corporales e intersubjetivas traza el predominio de la apertura al ambiente capaz de estimular, regular y ser vivido como experiencia integradora, o alternativamente usar la auto-experiencia, percibida también como experiencia somato-sensorial, a modo de solución final a las fallas persistentes del ambiente intersubjetivo.
La necesidad de autoconservación puede incluir el narcisismo psicológico, como intuyó Freud (1914) pues para el ser humano cubrir las necesidades básicas (fisiológicas) resulta insuficiente si no van acompañadas de un sentimiento de sí integrado y funcional, aunque sea frágil y cambiante. La explicación de Freud es libidinal, pero nosotros podemos pensarla ahora en el marco del escenario de la intersubjetividad esencial, que no requiere dicha explicación libidinal. La percepción de esta necesidad de auto-reconocimiento llevó a Freud a hablar del narcisismo, y donde él nos habla de una investidura libidinal del Yo cedida después a los Objetos, yo les propongo pensar la hipótesis contraria, evocando la necesidad de seguridad que detectó Sullivan (1959a, 1959b); es decir, la necesidad de equilibrar-neutralizar la tensión de la ansiedad que induce el ambiente resulta ser un pre-requisito de toda experiencia de Sí placentera, registrada en el nivel somático. Reiterémoslo: más allá de las especulaciones teóricas no hay posibilidad para el ser humano de usar recursos propios del narcisismo psicológico antes de que madure la capacidad del sujeto de reconocerse como un sujeto diferenciado, al menos en las primeras experiencias de tal auto-reconocimiento, lo cual los investigadores del desarrollo humano han situado –aunque de forma flexible- hacia los 24 meses.
El sujeto inicia pues “su historia como tal” cuando ya dispone de una amplia experiencia de regulación (y equilibración de la disregulación) que conocemos como el conjunto de patrones organizadores inconscientes que contienen el conocimiento relacional implícito derivado como matriz relacional a partir de la intersubjetividad tanto temprana como posterior. En ese recorrido de experiencia intersubjetiva ya se han tejido las redes neurales básicas que van a propiciar tanto la búsqueda y uso del otro como el eventual repliegue (narcisista). La secuencia evolutiva podemos pensarla tal como representa la figura 1. En ella se sugiere el pasaje evolutivo, diferencial en su ritmo y en sus procesos según las calidades de los recursos del bebé y de los ambientes en que participa, desde un escenario de partida donde domina la orientación de especie hacia la conexión con otro(s) que faciliten la estimulación-vínculo necesarios para el despliegue de sus casi infinitas posibilidades (y donde la imitación muy temprana, junto a la capacidad para inferir intenciones y cooperar sorprende por su potencia a los investigadores), a escenarios donde domina la regulación mutua y se vienen configurando fuera de la conciencia los patrones organizadores de la experiencia que devienen en redes neurales de conocimiento relacional implícito. Adquirida esta base, el foco se desplaza a la satisfacción de la necesidad de seguridad que permite evitar la ansiedad, lo que se logra en el marco del espejamiento bidireccional complejo que tiene lugar entre el infante y sus adultos significativos. Los conceptos convencionales que usamos de los procesos narcisistas nos permiten completar esta secuencia, con un infante capaz de tener un papel activo en el espejamiento y a la vez tener y usar una conciencia de sí, tras experienciar el sentimiento de vergüenza al verse y tener conciencia, aún incipiente, de ser visto. Desde ese momento evolutivo, aún precario e inconsistente, el Self ya opera como núcleo de la experiencia de la identidad y es regulador central de los principales procesos de equilibración psíquica.
Figura 1 – Secuencia evolutiva del origen del narcisismo
Este sujeto que ya usa la representación de una conciencia de sí como regulador de su experiencia de Sí y de la alteridad, está integrado por facetas “narcisistas” que incluyen tanto identificaciones constitutivas derivadas del espejamiento intersubjetivo (p.ej. figurarse ser como nos dicen que somos) como neo-construcciones de fábrica propia (que implican la apropiación de imágenes de sí o la elección de “trajes y escenarios” que podemos vestir o habitar).
Somos (es decir, “nos pensamos que somos como”) la integración de todas las facetas narcisistas, las “constitutivas” y las “habitadas”. Las primeras más profundamente ancladas, inconscientes (no por eso exentas de palabras), las segundas usadas en función del contexto y los escenarios interpersonales.
Los procesos identificatorios que configuran el narcisismo se tejen sobre las idealizaciones, que contienen una parte recibida por espejamiento y una parte proyectada desde el incipiente sentido de sí. Ser como equivale a una integración de proyecciones mutuas, en una especie de identificación proyectiva extensa y compartida. Estas idealizaciones, sobre las que Freud puso el acento, son extremadamente importantes para brindar soporte a la organización del Self, que habrá de atravesar después un filtrado de experiencia, donde las idealizaciones son confirmadas y desconfirmadas parcialmente en el entorno, y los adultos significativos tendrán un papel decisivo en la predominancia de soluciones narcisistas adaptativas y creativas; o por el contrario primará el uso de formaciones protésicas narcisistas que sustituirán al desarrollo psicológico saludable. Que el niño/a idealice a figuras parentales, -y que sea a su vez depositario de las idealizaciones de estas-, en un interjuego de identificaciones proyectivas mutuas, no solo es saludable sino necesario para tejer la urdimbre del Self propio. Pero si estas idealizaciones se vuelven rígidas y no pueden ser moldeadas por la experiencia, si el niño/a tiene que disociar lo traumático o negativo para que no se le derrumbe su soporte adulto, y si el adulto es incapaz de dar el feedback necesario para que el niño/a perciba sus carencias y las afronte, tanto como sea capaz de apreciar sus logros reales, entonces las formaciones narcisistas aportarán prótesis allá donde no podrá crecer el Self genuino. No se podrá trazar una clara línea divisoria entre lo que contribuye al desarrollo y lo que lo encapsula en una solución funcional transitoria que contribuye al narcisismo patológico.
El sentido de sí mismo y, sobre todo, la función que cumple en la integración de la experiencia y la equilibración psíquica se configura en torno a los recursos y soluciones narcisistas disponibles. Las soluciones narcisistas requieren soportes que se mantengan en el tiempo y el espacio de la experiencia. Los soportes son siempre interpersonales (aunque se articulen como una mera figuración o fantasía interpersonal). Para el niño/a, en su desarrollo normal, además de los adultos significativos, desempeñan un importantísimo papel los maestros y los padres, a través de una sucesión de escenarios (primero suelen ser decisivas las figuras parentales o sus sustitutos; después, los maestros y algunas otras figuras de la familia extensa; más tarde los pares pasan a primer plano. Unas figuras suceden a otras en los procesos de idealización, reconocimiento y destrucción, individuación y aculturación.
Para el adulto, que es más fácilmente observable en la clínica, son la pareja y los hijos los soportes habitualmente usados para la equilibración narcisista. La pareja cumple su función en calidad potencial de Objeto del Self (Kohut, 1977, 1986), nacida de la idealización y/o del vínculo de apego continuador y/o restitutivo del déficit de apego temprano. No parece tanto una “resignación de la propia personalidad a favor de la investidura del objeto” (Freud, 1914) como un uso del objeto (Winnicott, 1969) para completar el déficit subjetivo. Las particularidades de la elección de objeto son evolutivamente posteriores a la formación del sentido de sí mismo, e implican un regreso a la predominancia de la experiencia intersubjetiva, pero esta vez con potenciales roles diferenciados entre el sí mismo resultante de la matriz relacional temprana y el despliegue del sí mismo en el uso actual de los objetos que le brindan coherencia y continuidad; esta es una faceta que intuyó Freud, pero que atribuyó preferentemente a la mujer, donde según él (1914) las necesidades narcisistas femeninas dominan el escenario de la pareja masculina, que se enamora de la necesidad que ella tiene de ser amada.
Para el adulto, los hijos son espejos en los que mirarse, y objetos en los que reconfigurar las carencias propias a través de su tutela: superar en ellos nuestras frustraciones, restituir en ellos nuestras carencias. Freud ya intuyó claramente (1914) esta vía como una opción privilegiada a través de la cual observar las manifestaciones narcisistas parentales. Pero que esta sea una situación frecuente no la convierte en obligatoria para todo ser humano ni es tampoco ajena a la cultura. También las idealizaciones que los padres hacen de los hijos para este fin pueden resultar un poderoso soporte para el sentimiento de identidad del hijo/a, que si carece de ellas puede sentirse perdido y sin meta. Por extensión de lo depositado en la pareja o en los hijos, ya Freud había apuntado que la elección narcisista de objeto busca “lo que uno fue y ha perdido o al que posee los méritos que uno no tiene” (1914) en dirección a alcanzar así el ideal del Yo.
La historia propia de cada ser humano, aquella que usa para mantener la coherencia y la continuidad de la experiencia de sí, es una sucesión de refundaciones, en las que se re-estructura y maquilla (embelleciendo o deformando) la historia de uno mismo, la narrativa de quién es y cómo es uno mismo. No solo reelaboramos la “narrativa”, sino sobre todo la experiencia. Ciertamente la huella neural de lo traumático (Macro o micro) reaparece insistentemente en la emoción, en la fisiología corporal, en la ansiedad unida a la percepción de las fallas de las soluciones narcisistas. Probablemente el conflicto nuclear del ser humano, y en esto me inclino del lado de Kohut (1982), es su inevitable afrontamiento de la falla narcisista; es decir, qué hace con su percepción de la carencia, de la falla, propia y ambiental, pasada –sentida como constitutiva– o presente. Como las “soluciones” (y prótesis) nos ayudan a distraernos del pasado y del presente, siempre queda sin respuesta la interrogación sobre la propia capacidad para alcanzar más tarde los objetivos. Pero, ¿cuáles son los objetivos del ser humano, un ser que es para la finitud? ¿Cómo no ser un fracaso para el otro que me significa y a la vez para uno mismo?
Kohut (1966) mostró que más allá de las vicisitudes del narcisismo en la temprana infancia, el sujeto podía usar transformaciones del narcisismo que sostendrán los logros de un Self restituido en sus carencias estructurales. Facilitadas por los intentos de restitución de los perdidos aportes de gratificación narcisista (apoyándose en un uso constructivo y flexible de la idealización parental sin continuar promoviendo la configuración de un Self grandioso), o mediante la experiencia de análisis que brinde un equilibrio entre frustración y provisión óptima; también mediante relaciones restauradoras de las facetas dañadas del Self, el sujeto puede dar un salto cualitativo en la integración de un narcisismo saludable sin configurar prótesis narcisistas del Self dañado, sino transcendiendo la gratificación subjetiva yendo a un escenario cultural compartido antítesis del narcisismo: el sujeto se encuentra a sí mismo en el encuentro con los otros.
Dichas transformaciones del narcisismo, desde mi revisión, son de dos tipos: las que implican el mejor uso de capacidades que en alguna medida todo ser humano posee, pero que puede potenciar en su experiencia intersubjetiva temprana y posterior (capacidad empática; sentido del humor; creatividad) y las que ha de adquirir en su constitución como sujeto en la cultura (reconocimiento y contemplación de la finitud; y Sabiduría sobre sí y el mundo).
Nuestras experiencias intersubjetivas tempranas nos facilitan un escenario -más rico o más restringido- para usar nuestras naturales capacidades empáticas, p.ej. especializándonos en ser cuidadores o equilibradores de nuestros adultos problemáticos o, por el contrario permanecer finamente abiertos a descubrir y conectar con el otro sin tener que “quedarse de guardia” de sus necesidades. Nuestro sentido del humor, conformado y entremezclado con las particularidades de la cultura, podrá expresarse como balance entre la percepción de los límites de la idealización y la dialéctica del binomio ilusión-destrucción de las imágenes de sí y del otro. La creatividad, potencial de todo ser humano, se restringe o se abre en función del esfuerzo que haya que dedicar a la satisfacción de las necesidades básicas y a la necesidad de seguridad. Necesitamos “silenciar” las exigencias inaplazables, para abrirnos a la creación, que brota espontáneamente en lo onírico, en la fantasía, en el delicado equilibrio con uno mismo.
Somos agentes de nuestra construcción, y bebemos en la fuente de nuestra cultura y nuestra historia. La primera se filtra por todos los poros de nuestra experiencia sensible y resonancia neural desde el origen de la vida de cada persona. La segunda, la historia (personal) es una co-construcción participada, una mera hipótesis. La capacidad que vamos ganando en nuestra experiencia con los demás, de vernos y ver al otro, nos da la posibilidad de reconocernos y ser reconocidos, y esto indica que la esencial finitud del ser humano, y el núcleo de toda sabiduría es la implicación participativa, en un contexto de flexibilidad de interpretación: Saber es hacer pensando el sentido de lo que se hace, lo que permite transformar la acción, donde toda acción tiene un sentido cultural. La superación del narcisismo “clásico” implica la aceptación de que el ser humano es construcción social, y lo que parece individual no es más que un reflejo de su particular transitar por su matriz relacional, inscrita transgeneracionalmente en un contexto cultural y social más amplio.
Las transformaciones del narcisismo son soluciones saludables duraderas, pero no pueden evitar que usemos prótesis narcisistas que nos facilitan soluciones “locales” o “temporales”. La persona necesita sentir que se sostiene “hoy”, no solo que tiene sentido, y para ello elige escenarios donde obtener gratificación narcisista “low cost” o configura prótesis más estables, que apuntalan su percepción del déficit. Pero los escenarios y prótesis que sirven al narcisismo han cambiado profundamente en los tiempos de la globalización. Por ejemplo, esos bebés que fuimos disponíamos para vernos de la mirada del Otro, del espejo físico y, en todo caso, de la fotografía y el video como recurso excepcional, y raramente éramos agentes activos en dicho proceso. Sin embargo, actualmente incluso un niño/a de 2 años –en el despunte de verse– puede hacerse un selfie con el móvil, y usar múltiples pantallas en las que verse y ver el mundo, como agente activo, sin por ello perder los recursos tradicionales. Ciertamente ese niño/a al que sus padres dotan de acceso a un Smartphone o a un iPad tan tempranamente, trae como cualquiera ya puesta la regulación adquirida en sus vínculos intersubjetivos tempranos. Quizás las cosas no son tan distintas, aunque sí más complejas. El niño/a actual controla como cualquiera de sus predecesores “cómo está el ambiente intersubjetivo directo”, operando sobre él, equilibrando las tensiones, pero de seguido orienta su interés a las pantallas sobre las que ejerce un control con menos exigencias. ¿Le da esto un refugio ante la falla ambiental, con una seudoprovisión interactiva en la que parece haber un otro? Es indudable que adquiere mucho más control sobre ese ciberambiente que sobre su entorno interpersonal, y que en ese escenario virtual la medida de sus logros y fracasos narcisistas adquiere otra dimensión. Resultará clave que el adulto no desconecte entonces de ese niño/a “entretenido” y que no parece necesitar nada, un peligro actual de frecuente ocurrencia.
Volviendo al adulto, evoquemos por nuestro propio interés que entre los escenarios y prótesis del narcisismo ocupan un lugar destacado los roles desempeñados en las “profesiones de ayuda”, y un fenómeno que nos concierne más, el narcisismo del psicoterapeuta. Es un tema complejo que merece otro trabajo. Como en “El traje nuevo del emperador”, el reto está en disponer de la capacidad para reconocer la propia desnudez, sin destruir(nos) y a partir de ahí ejercer la función que tenemos encomendada. Andersen, en su cuento, nos recuerda de principio que el Emperador descuida sus funciones de gobierno para ocuparse de su auto-exaltación. La función del terapeuta requiere un equilibrio psíquico suficiente aliviado de tensiones narcisistas, pues de otra manera e inevitablemente usara al otro para su equilibración. El terapeuta cede un espacio propio para ser usado por la persona (Winnicott, 1969) y mantiene la ilusión de que el cambio psíquico es posible, ámbitos que el otro necesita para su desarrollo. A la vez no tiene que perder el contacto consigo mismo, y estar abierto al mundo, lo que no es una meta que se alcance, sino un proceso continuo a sostener durante toda la vida.
¿Hemos de ser “nosotros mismos”? Someternos a la tiranía de “ser uno mismo” juega con el fuego del inevitable desconocimiento de lo que somos, incognoscibles por ser seres cambiantes en constante construcción (una construcción social/intersubjetiva). Pero en sentido figurado, “ser uno mismo” implica mantener abierta la tensión del propio desconocimiento, usando ciertas pequeñas prótesis narcisistas sin demasiada rigidez y adhesión, disponiendo de las citadas capacidades que Kohut (y más recientemente Lachmann, 2008) llaman “transformaciones del narcisismo”, que estarán vivas si no obturamos los canales de contacto intersubjetivo que nos permiten escuchar las discrepancias que los otros nos plantean en la vida compartida.
Como en el relato mitológico de Dédalo e Ícaro, que Mitchell (1988) evoca al hablar del narcisismo, hemos de aprender a volar ni muy alto ni muy bajo, en un equilibrio entre las ilusiones y la realidad. Sin levantar el vuelo lo bastante usando activamente nuestros recursos narcisistas, nuestra identidad se cae irremisiblemente al océano de la melancolía, pero si nuestra exaltación y sentido de los límites de la omnipotencia pierde el contacto con la experiencia de uno mismo y de los otros, nos abrasamos en el sol de un narcisismo patológico y grandiosidad paranoica que nos destruye. Encontrar el nivel de vuelo de crucero es el reto para cada persona (y cada terapeuta), en un amplio margen que nos lleva si es bajo, a pasar desapercibidos y eventualmente a sufrir el desdén de los demás; y si es alto, a resultar insufriblemente molestos. Entre una y otra altura hay opciones, y el registro de la misma se apreciará como creatividad, apertura a la experiencia, transformación, y generación de ilusión para uno mismo y para los demás.
Como conclusión, recordemos que no dispondríamos de tanta sabiduría potencial para pensar nuestra experiencia si Freud no hubiese escrito hace 100 años Introducción al narcisismo. Del narcisismo de Freud, y del de sus muchos continuadores, no nos corresponde pronunciarnos. Sobre el nuestro propio (y nuestros mundos de experiencia) sí podemos y debemos abrir una reflexión. Esta es una de las tareas centrales del psicoanálisis contemporáneo.
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Alejandro Ávila Espada
Catedrático de la Universidad Complutense.
Doctor y Psicólogo Clínico.
Presidente de Honor del Instituto de Psicoterapia Relacional.
E-mail:avilaespada@psicoterapiarelacional.es
[1] Incluido en el Dossier 100 años de narcicismo, publicado en el n º 8 de la Revista digital: Temas de Psicoanálisis (Publicada por la Sociedad Española de Psicoanálisis).