A la memoria de Ramón Ganzarain
La influencia de la industria farmacéutica en el pensamiento médico ha sido puesta en perspectiva por las aportaciones relativamente recientes de los medios periodísticos, científicos y médicos, que este artículo intenta recoger. Esta influencia, que es determinante en la forma contemporánea de practicar y entender la medicina, en ninguna especialidad lo es tanto como en la psiquiatría (Carlat, 2010). Y no solo define los tratamientos sino las propias concepciones diagnósticas.
Este trabajo no tiene miras ideológicas; tampoco es, estrictamente, de miras científicas, ya que resulta difícil llamar ciencia a lo que excede de la ciencia básica. Se trata más bien de crear un interés epistémico, de dar a conocer nuestra base de observación clínica y reflexionar sobre ello. Es patente hoy en día la influencia en el pensamiento antropológico de la ideología de la neurociencia, que reduce la psiquiatría y la psicología a una ciencia del cerebro.
Este trabajo comienza planteando algunas de las premisas fundamentales en la psiquiatría de nuestro tiempo, en parte relacionadas con esta misma corriente, y reflexionando sobre ellas. Por ejemplo, hemos llegado a creer firmemente que la psiquiatría ha hecho un gran progreso en tratar la enfermedad mental en los últimos cincuenta años. Los científicos descubren las causas de los trastornos mentales y las compañías farmacéuticas desarrollan un número de medicamentos eficaces para estas enfermedades. Esta historia se escribe en periódicos, revistas y libros; una evidencia de nuestra creencia social que se puede encontrar en nuestro gasto médico. En 2007, solo en EEUU, David Satcher resumió la historia de este progreso en un informe titulado Salud Mental. En él explicaba que la era moderna de la psiquiatría se podría enclavar en 1954. Antes de esa fecha la psiquiatría carecía de tratamientos que pudieran evitar la enfermedad crónica, pero desde que en 1952 se descubrió la Clorpromazina tenemos medicamentos que se acepta que curan el trastorno mental; el primer antídoto frente al trastorno mental. Un antipsicótico que arrancó la revolución psicofármacológica. Muy pronto fueron descubiertos los antidepresivos y los medicamentos anti ansiedad de modo que, “hoy en día tenemos un arsenal terapéutico de eficacia bien documentada para tratar el conjunto de trastornos bien definidos y de conductas alteradas que ocurren a lo largo de la vida”, añadió David Satcher (Whitaker, 2010a).
La introducción del Prozac en 1988, añadió el ministerio de sanidad, fue atizada por avances en la biología molecular y las neurociencias y representa otro gran salto hacia adelante en el dominio del trastorno mental. Sin embargo, y aquí reside la paradoja, hoy en día hay muchísimos más enfermos mentales que antes. Dado este avance en nuestros cuidados cabría esperar que el número de personas invalidadas por trastornos mentales en cifras per cápita, declinara desde que aparecieron los fármacos y tras la aparición del Prozac. Por tanto, tendríamos que haber asistido a un descenso bifásico de las ratios de invalidez por enfermedad mental. En lugar de esto, a medida que la revolución psicofarmacológica se ha desarrollado, el número de enfermos mentales se ha disparado. Es más, este aumento en el número de personas por trastorno mental se ha acelerado incluso más desde la introducción del Prozac y de otras drogas de segunda generación. La cifra total de enfermos mentales se ha multiplicado por tres. De estos, el 46 % por trastornos afectivos.
Quizá lo más perturbador sea que toda esta peste se haya extendido a la población infantil.
Gráfico publicado con la autorización del autor.
En efecto, en 1987 había 16.200 niños que cobraban la incapacidad permanente por enfermedad mental, o sea, el 5,5 % de todas las invalideces. Pero desde 1990 el número empezó a ascender de forma dramática y en 2007 existían 561.569 niños registrados en la Seguridad Social. En veinte años, el número de niños incapacitados se ha multiplicado por 35, siendo la enfermedad mental la causa más importante de la minusvalía en niños, superior al 50 % del total.
Así, mientras las minusvalías por enfermedades mentales en niños se han doblado en este periodo, el número de niños en las listas del INSS por otras causas: cáncer, retraso, enfermedad crónica, ha disminuido de 700.000 a 500.000. Aparentemente la medicina ha hecho progresos en tratar estas otras enfermedades pero en el caso de los trastornos psiquiátricos, lo cierto es lo contrario, hasta el punto de que estamos asistiendo a una verdadera epidemia de enfermedad mental, tanto en niños como en adultos. No solo hay una epidemia sino que estamos viendo la aparición de enfermedades que no existían hasta hace poco en la población infantil y que se están multiplicando exponencialmente como, por ejemplo, el trastorno bipolar.
En otro orden de cosas, apuntamos que la hipótesis popularizada de que en el trastorno mental encontramos un déficit de algún tipo de sustancia biológica en el cerebro, causante de los síntomas de este trastorno, es antigua. Esta idea, de la que participó el mismo Freud en una concesión a la neurología de entonces, (Freud, 1906, 1915) y de las que participa actual e ingenuamente el propio cuerpo teórico psicoanalítico, se convirtió en una explicación aceptada científica y socialmente tras los trabajos de Shildkraut (1965) sobre la Reserpina, y otros, trabajos cuya contestación científica fue entonces ignorada. (Kirsch, 2009). La hipótesis fue elevada a axioma popular y los trabajos que la desmentían fueron echados al fondo del cajón.
¿Cómo es posible entonces que dando una sustancia ajena al cerebro restauremos la ausencia de este producto cerebral responsable de la enfermedad? Voy a intentar explicar cómo hemos llegado a lo largo de la historia a hacernos estas preguntas y a darnos estas respuestas. En este proceso existe un negocio más lucrativo que los grandes servicios financieros, a saber, la alianza entre la gran industria farmacéutica y la psiquiatría, que se forjó allá por los años 70 (Angell, 2011).
Caso clínico
Germán es un chico de 14 años que veo desde que tenía 5. Ha crecido mucho y está espigado. Es buen ciclista. Tiene una cabeza prodigiosa para recordar detalles relacionados con los coches. Es vivaracho e inquieto, excitable y cariñoso; aunque proclive a tener rabietas y excitarse hasta el punto de verse abrumado por los afectos. Es muy sensible al cariño y al contacto físico; de hecho, busca pelear conmigo a través del contacto físico, que parece calmarle. Él se conforta incluso cuando se hace daño. La terapia ha estado siempre condicionada por el problema de la agresión y del miedo a ser agredido, que vivía de forma claustrofóbica en las sesiones.
Una forma de externalizar esta agresión era en sus juegos de piratas en donde le gustaba pelearse conmigo. Otra forma era la de insultar a los transeúntes de la calle, mirándoles por la ventana. La madre nunca tuvo plena disponibilidad para él ya que estaba cargada de problemas propios. El padre, cuyo trabajo le mantenía ausente, estaba agotado y era hipercrítico hacia su familia. Germán ha estado criado parcialmente con la ayuda de una abuela que vive en una parte de la amplia casa familiar.
Desde pequeño, la madre se obsesionó con su rendimiento escolar, por lo que recibió logopedia intensiva y le llevó a que le hicieran estudios diversos. Tiene una hermana un año mayor que él y una hermana pequeña. Entre los profesionales que consultó desde que era pequeño por este cuadro, un neurólogo experto ―como no― en problemas de psiquiatría infantil, lo diagnosticó de transtorno por déficit de atención (TDA) y le empezó a prescribir estimulantes a los pocos años de vida. A día de hoy ha sido imposible aún retirarlos del todo. A mí me sugiere una depresión infantil de tipo anaclítica.
Naturalmente, la familia fue instruida acerca de la naturaleza de esta enfermedad crónica que requeriría el uso de medicamentos de por vida a consecuencia de un déficit genético de neurotransmisores.
Es difícil decir qué me motivó a la hora de escribir este artículo, pero quizá fue la intensa demanda de ayuda de este niño y de su madre. Esta necesidad que me conmovió me parece que ilumina una dinámica común a los niños que yo he visto con TDA; es decir, niños bajo una intensa excitación usualmente en forma de agresividad interna y externa, generalmente manifestada esta última con una combinación peculiar de sobrepreocupación escolar unida a una negligencia en las necesidades anímicas.
En el caso de mi paciente, él se enfrentaba al narcisismo y al abandono físico del padre, pero, sobre todo, a una forma de agresión específica y característica por parte de la madre y del medio. Explícitamente, la negación de la existencia de una mente y de un mundo interior en él, llevada a cabo a través de la negación de sus sentimientos u objetos y, en general, de su mundo interno. Este ha sido sustituido ―mediante una forma especial de negación y confusión en la mente de la madre― por una colección de transmisores, igual que sus vivencias y reacciones han sido sustituidas por alteraciones de tal o cual compuesto químico.
Esta concepción supone una destrucción absoluta de la capacidad de rêverie y de empatía y creo que es específica de los casos de TDA. Realmente opera destructivamente en la propia capacidad de pensar y soportar la frustración, y desarrollar un insight, llevándoles, como una self fulfilling prophecy, a identificarse con seres humanos sin mente. Esto da lugar así a un círculo de negación y alexitimia, alimentado además por el fármaco, tal y como mostraré más adelante.
En mi paciente esta situación estaba afortunadamente desligada del medio social que contribuye a la creación, mediante este delirio social, y al desarrollo de la identidad defectuosa y sin mente de estos pacientes. Ellos acaban agrupándose en sociedades de pacientes, o son inducidos a ello por el colegio mediante la obtención de minusvalías.
Asimismo, estamos bajo la influencia de una gran propaganda de que hay un progreso imparable en el descubrimiento de fenómenos orgánicos en el cerebro evidenciados por las respuestas a la medicación y por numerosos estudios de neuroimagen, que aunque son imposibles de comprender, contrastar y valorar, tienen el aire de ser trabajos muy serios, ya que emplean isótopos y maquinaria que muestra cambios en el cerebro como evidencia de que, efectivamente, hemos encontrado cosas que muestran que la angustia, la depresión, la esquizofrenia y el déficit de atención son enfermedades con un sustrato anatomo-patológico, puras y duras, como si se tratara de la gripe o el cáncer (Foucault, 2007).
Llama la atención lo desprevenida que está la corriente psicoanalíticamente informada de la profesión ante estas patologías y estos fenómenos. Quizá por dificultades organizativas propias no elaboradas para ser creativos (Kernberg, 96) o por una dinámica que sumerge, al parecer, a la colectividad psicoanalítica en procesos de groupthinking (Irving Janis, 1972).
Hay psiquiatras y psicoanalistas con experiencia que piensan que las terapias y el psicoanálisis han sido arrumbados por los psicofármacos de los que se opina que “resuelven” en un corto tiempo lo que nosotros los psicoanalistas trabajamos laboriosa y a veces infructuosamente durante años. La dificultad para soportar la dureza de una consulta de psicoterapia y análisis en este contexto de pesimismo respecto a las expectativas de futuro hace pensar que no es ético el retener psicofármacos en función de tratar con análisis o terapias.
Así, me ha sorprendido encontrar en la literatura psicológica y médica ―que no analítica y psiquiátrica― trabajos recientes de revisión, estudio y puesta en perspectiva histórica de este fenómeno de los psicofármacos. En psiquiatría sí existe, pero sus autores suelen ser marginados (Carlat, 2010; Whitaker, 2010). Cuando uno mira los trabajos científicos al respecto y conoce el problema de cerca, se da cuenta de que hay razones ―a pesar de los poderosos medios de manipulación de la opinión médica y pública― para pensar que está ante una de las confusiones más lucrativas del siglo.
Desde los años 80 hasta el 2000, los medicamentos de prescripción se triplicaron en una industria que hasta entonces había tenido un crecimiento moderado. Actualmente, en 2014 suman más de 200 billones de dólares al año, siendo la industria más lucrativa en Estados Unidos desde el año 2000 sin que esto tenga que ver con la calidad de los medicamentos.
Solo en 2001, las diez compañías farmacéuticas listadas en el Fortune 500 estaban muy por encima de cualquier otra en beneficios, tanto en el porcentaje de ventas, como en dividendos o margen comercial, del 18 % ―mayor que el de la banca comercial que estaba a un 13 %― (Angell, 2005).
Nociones sobre el negocio de la industria farmacéutica
La elección de Reagan en el año 1980 fue quizás el factor más determinante en la ascensión de las grandes compañías de la gran industria farmacéutica, con un cambio en el ethos público acerca del amasar riqueza mientras la ética científica pasó a convertirse en una ética comercial como nunca antes había sucedido.
Con el propósito de afirmar la dominación americana en la alta tecnología, el Congreso tramitó unas leyes, la más importante de las cuales es el decreto Bayh-Dole. Hasta entonces, la investigación hecha con fondos públicos a través del NIH, el mayor distribuidor de dinero para la investigación, era público y estaba disponible para cualquier compañía. Pero mediante esta nueva legislación se permite a las universidades ―donde se hace la mayoría de la investigación financiada por el Instituto Nacional de la Salud (NIH), un instituto con funciones similares a lo que sería una Consejería Nacional de Sanidad, que puedan patentar, obtener licencias de sus hallazgos y cobrar royalties.
Desde 1984, la legislación Hatch-Waxman, produjo una bonanza adicional con leyes que dan derecho al monopolio sobre marcas de medicamentos. Desde entonces, la industria emplea a legiones de abogados encargados de extender el monopolio o crear nuevos usos monopolísticos para el medicamento. Cerrando el círculo, los científicos del NIH, son quienes deciden qué investigar y dónde financiar. Ocupan cargos en los grupos farmacéuticos por los que reciben ingresos muy superiores a sus salarios.
En EEUU la Agencia Estatal del Medicamento (FDA) es el órgano que autoriza medicamentos. Este tiene un comisionado a su cargo que es elegido por diputados, que a su vez son financiados y elegidos mediante la influencia generosa de la industria. Esta, por tanto, financia a la propia FDA para que apruebe las drogas según la industria necesite. Usando el decreto de libertad de información de 2005, I. Kirsch y sus colaboradores accedieron a los datos de los ensayos clínicos de la FDA y comprobaron que los ensayos de medicamentos negativos no estaban publicados, a la vez que se retenían los datos adversos de estos. Algunos de los ensayos clínicos positivos eran publicados cambiando la forma muchas veces, de modo que era muy difícil discernir que eran los mismos datos pero con algunas modificaciones. Cualquiera que vea artículos de medicamentos y ensayos clínicos puede comprobarlo.
Otro truco también utilizado es el de publicar solo una parte de los datos del ensayo. Por ejemplo, en un estudio multicéntrico de la Fluoxetina se mostró una diferencia en el Hamilton[1] de tres puntos en relación al placebo. Cuando los datos fueron publicados esta diferencia era de quince puntos. ¿Cómo se consiguió esto? Pues en lugar de publicar los datos de los 247 pacientes estudiados, solo se publicaron los de los únicos 27 que respondieron bien, haciendo que la droga pareciera más eficaz (Kirsch, 2009).
La FDAha ido reduciendo sus exigencias con los medicamentos autorizando algunos con un solo ensayo clínico positivo .Todos los estudios son a corto plazo para ser aprobados, normalmente seis semanas. Con que haya dos ensayos clínicos que den resultados positivos se puede autorizar un medicamento, aunque haya cincuenta que demuestren lo contrario (no hace falta decir que la mayoría de esos cincuenta no se publican ya que son los propios laboratorios los que los financian). De hecho, el grueso del negocio de la industria es la explotación mediante patentes y derechos de mercado de los medicamentos ya existentes o antiguos. De hecho, de los 415 medicamentos aprobados por la FDA entre 1998 y 2002, el 77 % eran drogas que ya existían pero que estaban siendo utilizadas de nuevo como un medicamento novedoso (Angell, 2005).
En el año 1987 los laboratorios Lilly, movieron la cifra de 2,3 billones de beneficio. No tenían ningún psicofármaco de importancia hasta que en 1988 empezaron a vender Prozac. Cuatro años más tarde solo este fármaco dio beneficios superiores al billón de dólares. En el año 1996 sacaron la Olanzapina al mercado y dos años más tarde ya generaba unos beneficios de otro billón de dólares. En el año 2000 estos dos fármacos sumaban la mitad de los ingresos de la compañía, con facturaciones de 10,8 billones. En este tiempo, el valor de la compañía en bolsa pasó de 10 billones de dólares a 90.
No menos importantes son los pagos a los Key Opinion Leaders (KOL). Uno de ellos, Biederman, recibió 1,6 millones de dólares, solo de Janssen, entre el 2000 y el 2007. Junto con él, muchos de los jefes del Massachussets General además consiguieron dos millones en un centro de colaboración estratégica comercial de la universidad para hacer ensayos clínicos de drogas nuevas y defender los intereses de Janssen, según figuraba en el contrato (Carlat, 2010).
Nociones de psiquiatría contemporánea.
Todo comienza con la idea ilusoria, pero de un valor totalmente vigente, de que los trastornos mentales de tipo funcional, tanto las psicosis como los trastornos neuróticos, depresión y, por supuesto, el celebérrimo TDA son la consecuencia de un trastorno químico. Actualmente no tenemos ningún tipo de evidencia de que esto sea así, pese a los ímprobos esfuerzos de la psiquiatría y a las masivas inversiones en estudios para colocar la psiquiatría en condiciones de igualdad con la medicina, para que dejara de ser considerada por esta última como un conjunto especulativo. (Recordemos el trabajo crítico de T. Sasz sobre el cierre masivo de hospitales con la reforma que impulsó la psiquiatría comunitaria a principios de los 70, y la película Alguien voló sobre el nido del cuco de Elia Kazan). Estos esfuerzos para aumentar el status médico de la psiquiatría fueron hechos deliberadamente y la industria farmacéutica vio enseguida el potencial de colaboración con el sistema diagnóstico según la ecuación un síntoma psiquiátrico = un diagnóstico = un fármaco. En el caso del TDA la ecuación parece ser la inversa, es decir, un trastorno a posteriori creado para explicar la acción de un fármaco.
La APA estaba trabajando a finales de los 70 en la 3ª edición del DSM, manual que define los trastornos mentales sobre criterios diagnósticos. Jack Weinberg, entonces presidente, encargó a R. Spitzer, un profesor de la Universidad de Columbia, la dirección del comité ad hoc para el desarrollo de este manual, prometiendo algo que fuera una defensa del modelo médico aplicado a problemas psiquiátricos, y que aclarara cualquier duda acerca de la psiquiatría como especialidad de la medicina.
Cuando en 1978 fue publicado el DSM-III, contenía 265 diagnósticos y su uso fue universal. El DSM-III, desde luego, era más fiable que las versiones anteriores al eliminar el concepto de neurosis. Pero no es lo mismo fiabilidad que validez. Por ejemplo, si todos los médicos acordaran que las pecas son un signo de cáncer, el diagnóstico sería fiable pero no válido (Angell, 2011).
El problema, pues, con el DSM es que en todas sus ediciones ha reflejado simplemente la opinión de sus autores y en el caso del DSM-III, fundamentalmente, solo la de Spitzer. Sus propias palabras fueron: “cogí a casi todo el mundo con el que estaba cómodo para hacer el grupo de 15 miembros que lo redactaron”. Y en 1989 admitió en una entrevista que básicamente hizo lo que le pareció conveniente. Por ejemplo, desapareció el diagnóstico de la psicosis histérica, que es lo que permite adscribir un sentido dinámico y biográfico a los fenómenos psicóticos. En 1974, Roger Peele y Paul Luisiada, habían escrito un artículo que tuvo repercusión, en el que acuñaron el término psicosis histérica. Spitzer leyó el artículo e invitó a estos autores a una reunión, y en una conversación de 40 minutos, los tres decidieron que el término psicosis histérica debería en realidad partirse en dos diagnósticos distintos. En ese punto, Spitzer cogió la máquina de escribir y desglosó los criterios en el acto. Y así quedó establecido el diagnóstico en el DSM-III, en el acto, para sorpresa y admiración de Peele (The New Yorker, 2005).
En el año 1984, G. Vaillant, profesor de la Harvard University, resumió el DSM como: “una audaz serie de elecciones basadas en suposiciones, gustos, prejuicios y esperanzas”, lo cual parece una descripción adecuada para un texto que se ha convertido en la “Biblia” de la Psiquiatría. Y como Biblia, dependiente de algo así como una revelación. No tiene citas o estudios científicos que apoyen las decisiones. El DSM-IV, en una edición corregida y aumentada, tiene 365 diagnósticos.
Acción del fármaco y teoría del déficit bioquímico
En respuesta a los niveles altos de serotonina, las neuronas presinápticas que la segregan reducen su excreción y las postsinápticas que la captan, se desensibilizan parcialmente reduciendo también el número de receptores al neurotransmisor. Al cabo de una o dos semanas, de hecho, el cerebro intenta compensar y anular los efectos del fármaco. Lo mismo ocurre en los medicamentos que bloquean los transmisores, pero al revés. Por ejemplo, la mayoría de los antipsicóticos y el Metilfenidato, bloquean la dopamina, pero las neuronas presinápticas lo compensan segregando más cantidad y las postpsinápticas, captando más ávidamente. Con el uso a largo plazo de estas drogas psicoactivas, el resultado es una alteración sustantiva y duradera en la función neuronal, ya que el cerebro funciona cualitativa y cuantitativamente de una manera diferente que en el estado normal (Hyman, 2009, en Whitaker, 2010). Algunos pacientes llegan a ingerir seis o más fármacos diarios.
Andreasen (2008) mostró a través de estudios de neuroimagen la evidencia de que el uso de antipsicóticos está asociado a una pérdida de la sustancia cerebral y este efecto está asociado directamente a la dosis y a la duración del tratamiento. Según explica, la corteza prefrontal no recibe el estímulo que necesita y está insensibilizada por el fármaco. Esto puede reducir los síntomas pero también puede causar una lenta atrofia de la misma (Andreasen, 2008, en Whitaker, 2010).
Harrow (2007) publicó un estudio ―que fue silenciado― de seguimiento a 15 años con pacientes esquizofrénicos. Fueron 64 pacientes de dos hospitales distintos. Al cabo de dos años los que estaban sin medicación funcionaban con un GAF[2] mejor que los medicados; y a los cuatro años, el 60 % estaba trabajando frente al 6 % de los que estaban recibiendo fármacos. A los 15 años las diferencias se mantenían.
La Organización Mundial de la salud (OMS) publicó en 1969, un estudio multicultural con muestras de diez países comparando la evolución de los pacientes esquizofrénicos y bipolares. Al cabo de dos años, el 78% de los psicóticos en países en desarrollo estaban recuperados frente al 35% en los países desarrollados. De estos, el 60% estaba con antipsicóticos frente al 16 % de los primeros. Igualmente, los antidepresivos están en cuestión, ya que triplican la conversión a bipolar de los pacientes con trastornos depresivos y de ansiedad, comparados con los que ya no los utilizan. Con el tiempo, del 20 al 40% de los pacientes con depresión unipolar, se convierten a bipolar a través sobre todo del uso de fármacos inhibidores de la receptación de serotonina (ISRS) con un mayor deterioro y empeoramiento; el pronóstico está en función del ciclado rápido inducido por el tratamiento con estos fármacos (Goldberg, 2001).
Gráfico publicado con la autorización del autor.
Taxativamente se refiere a que el marcador de mal pronóstico en un trastorno bipolar, es el uso de antidepresivos para su tratamiento. Si nosotros retiramos el fármaco, la célula, que se ha acostumbrado a funcionar con un desequilibrio inducido temporalmente, presentará un funcionamiento derivado de este aumento del transmisor, que es lo que vemos cuando hay una retirada de medicamento, como, por ejemplo, en el caso de los neurolépticos y de los estimulantes, que se manifiestan en un recrudecimiento de los síntomas iniciales, lo que permite al clínico concluir que, efectivamente, debería haber un déficit del neurotransmisor porque al retirar el producto que lo aumenta, los síntomas temporalmente vuelven a destacarse.
Invariablemente, cuando se presentan estos datos, algunos colegas reaccionan invocando su autoridad médica y su experiencia personal con medicamentos. Se suele comentar que funcionan bien y, además, que son una ayuda imprescindible. De hecho, muchos de estos fármacos ―si no todos― funcionan de manera superior al placebo para el efecto que se les atribuye; es un tema de libre suposición (Angell, 2011).
La experiencia personal es fácilmente inducible por el efecto observador aumentado por las manipulaciones de los medios de opinión médica y de los intereses propios del clínico, que manipula la industria farmacéutica a placer.
Por ejemplo, otra superstición elevada a leyenda psiquiátrica es la idea de que los neurolépticos han permitido dar de alta a los pacientes anteriormente confinados en hospitales. Este fenómeno complejo, surgió a raíz de los cambios en la financiación de los hospitales y a consecuencia de una ideología que nada tuvo que ver con el efecto del fármaco en el sentido curativo, ya que se produjo a partir de 1965 y los neurolépticos se usaban ampliamente a partir de 1953 (Whitaker, 2010)
Germán, a sus 8 años, efectivamente se calmó en un inicio con el estimulante, aunque cuando yo lo vi se quejaba amargamente de tomar pastillas y decía que su madre le drogaba.
Simultáneamente a esto, los problemas de conducta de Germán fueron haciéndose más manifiestos; estaba hipomaníaco, con grandiosidad, presión del pensamiento y el habla, hiperactividad, impulsividad y decía, con razón: “a mí me faltó cariño”.
Yo le respondía que había que encontrar la forma de poder obtenerlo. Aunque no era fácil mantenerle pensando durante tiempo. Sus padres, intentando convivir con él, bregaban con su conducta. En esos momentos la madre tenía una depresión clínica. Así, el niño se hizo un chivo expiatorio y mostraba problemas serios de convivencia.
Aún así, con la terapia y guidance parental intensivo, la situación se fue conteniendo y evolucionando favorablemente. El niño sacó sus estudios y se adaptó al colegio. No obstante, hubo que añadir un neuroléptico al estimulante para mantener una conducta soportable en lo familiar y escolar. El fármaco, al principio, produjo efectos notables en su atención, conducta, ansiedad y agresividad en general, que los padres notaron. Se sintieron aliviados y lo agradecieron mucho. Para mi sorpresa y consternación, aparecieron tics complejos, intensos e invalidantes, en una variante de síndrome hemibalístico que a mi me impresionaron y me obligaron a retirar los fármacos. Pese a la reticencia de los padres estos remitieron de inmediato, pero a mí me hizo pensar en el efecto sobre el cerebro del niño a largo plazo. De acuerdo al guión, el TDA se disparó y hubo que ponerle un medicamento nuevo
Especialmente en el caso de los antidepresivos, los metanálisis muestran que la diferencia de efecto que tienen con el placebo es despreciable clínicamente. Tras la revisión de los ensayos clínicos de la FDA (Agencia Americana del Medicamento, que informa a la europea y la británica) por Kirsch y Asociados, mediante el decreto de libertad de información se vio que estos estudios son:
1.- Solo de seis semanas y, sobre todo, que no tienen una eficacia clínica significativa frente a placebo en cuanto al alivio de la depresión.
2.- En concreto, la diferencia entre placebo e ISRS son dos puntos en la escala de depresión de Hamilton. Este fenómeno y la marrullería mostrada en los ensayos clínicos que condujeron a su aprobación, fue lo que condujo a Lancet a hacer una editorial precaviéndonos de las trampas y engaños de los ISRS (Lancet, 2004).
Hablemos del Transtorno por déficit de atención (TDA o TDAH)
En 1902 el inglés George Frederick Still, describió un tipo de niño que hoy denominaríamos inquieto y conductual; en sus palabras, niños que tenían erupciones violentas, destructividad y falta de respuesta a los castigos. El trastorno de déficit de atención surge fundamentalmente por las quejas escolares y solo una minoría de niños exhiben el trastorno en las entrevistas psiquiátricas (Whittaker, 2010 a).
En 1980 el DSM-III introdujo el trastorno de déficit de atención como enfermedad por primera vez, con síntomas cardinales de hiperactividad, inatención e impulsividad. Dado que muchos niños se inquietan y tienen la dificultad de mantener la atención en el colegio, el diagnóstico empezó a despegar.
En 1987 se aflojaron aún más los criterios diagnósticos en el DSM-III-R renombrándolo Trastorno de déficit de atención e hiperactividad. A continuación, Ciba Geigy financió a una asociación de personas afectadas del Trastorno “CHADD” (Children con trastorno por déficit de atención) quienes consiguieron, mediante un trabajo de lobby político pagado por el laboratorio, que el Congreso de los Estados Unidos de América, incluyera TDAH como minusvalía cubierta por el edicto de minusvalías educativas y que los niños optaran a servicios especiales financiados con impuestos federales. Acto seguido, las escuelas empezaron a identificar niños con este trastorno. De repente, los niños con TDA se podían encontrar en todas las clases de todos los colegios. El número de niños diagnosticados se elevó a un millón en 1990 y dobló la cifra cada cinco años. Hoy hay tres millones y medio de niños en Estados Unidos tomando estimulantes para TDA, eso es uno de cada 23 niños entre los 4 y los 17 años está actualmente medicado con estimulantes.
Aunque estas cifras y prácticas se refieren a los Estados Unidos de América son perfectamente extrapolables a lo que está pasando y lo que va a suceder en España en los próximos años. Un ejemplo de esto es la Fundación de Ayuda a la Infancia de Castilla y León que aconseja a padres y médicos sobre el TDAH y otros problemas. La Fundación, patrocinada por Janssen-Cilag (productor de Concerta), promueve que los fármacos psicoestimulantes sean la primera línea de atención para estos niños (Hjelmar, 2010).
Cifras en España
España es el segundo productor mundial de Metilfenidato y el uso ha crecido exponencialmente en los últimos años. El medicamento es utilizado fundamentalmente por neurólogos sin ninguna formación en psiquiatría infantil ni pediátrica; incluso algunos de ellos se presentan como especialistas en este síndrome.
El ascenso y uso de psicofármacos en los niños ha llamado la atención de la Comisión de derechos humanos en la infancia, que en el año 2009 emitió un informe denunciándolo. Actualmente, al no haber una especialidad que contemple este problema, los laboratorios y la profesión están intentando habilitar y verter la atención de la pediatría en el tratamiento de estos niños, incluyéndolo como especialidad pediátrica. Así, en algunas comunidades donde se incluye la atención a este trastorno en la cartera de servicios pediátrica, el índice de niños medicados es superior al de Inglaterra o Francia (Fernández e Iglesias, 2012).
Aunque la gente escucha a menudo que el TDAH es una enfermedad cerebral que normalmente requiere un tratamiento de por vida, la verdad es que su etiología es desconocida. La neuroanatomía del cerebro es normal y después de años de investigaciones clínicas y de experiencia con TDAH, “nuestro conocimiento de la misma es especulativo”, explicó el panel de expertos del Instituto Nacional de la Salud Mental (NIMH) en 1998.
Así pues, vemos que no se descubrió nada nuevo que mostrara una enfermedad mental llamada TDA. Ha habido una larga historia de especulación en la medicina, según la cual, los niños extremadamente hiperactivos sufrían una disfunción cerebral de algún tipo. Es una idea razonable, pero la naturaleza de la misma nunca fue discernida hasta que en los años 80 la psiquiatría, simplemente con una firma, creó en el DSM-III una definición dramáticamente expandida de hiperactividad; el distraído “sieteañero” que andaba en su mundillo, de golpe, está ahora padeciendo un trastorno psiquiátrico.
Mecanismo de acción del metilfenidato
En respuesta al medicamento, el cerebro hace una serie de adaptaciones porque hay más dopamina. En el espacio sináptico la neurona disminuye su propia producción y la densidad de los receptores postsinápticos disminuye. Hay menos metabolitos de dopamina en el líquido cefalorraquideo como evidencia de que las neuronas están excretando menos. El Rubifén también actúa sobre las neuronas serotoninérgicas y noradrenérgicas. Con Rubifén un niño inquieto, que era un “pesado” en la clase y se movía demasiado, se silencia. El niño ya no habla tanto ni interrumpe el ritmo de la clase. Si se le da una tarea, como el hacer problemas aritméticos, el niño podría centrarse en ello perfectamente. Esto, que algunos han pensado que es una mejoría desde el punto de vista social, es la perspectiva que se muestra en los ensayos de eficacia de estos estimulantes. Los profesores y otros observadores, rellenando cuestionarios de conducta, ven la reducción de la actividad y de la inquietud del niño como una mejora. Cuando tabulan los resultados, observan que del 70 al 90% de los niños responden a estos medicamentos reduciendo la cantidad de actividad del niño, la impulsividad e inatención.
Sin embargo, nada de esto revela que el tratamiento en el fondo ayude al niño. Los estimulantes funcionan para los profesores y quizá para los padres, pero, ¿realmente ayudan al niño? Aquí, desde el principio, los investigadores se han dado contra un muro.
Los niños con estimulantes sienten un disgusto intenso por tomar pastillas y, según el estudio multicentrico multimodal liderado por Jensen ―al que me referiré mas adelante― a los 8 años los padres también. Los niños de Rubifén (Jacovitz, 1990) se ven, asimismo, menos contentos de sí mismos y más disfóricos. En lo relativo al hecho de socializarse y hacer amigos, los estimulantes tienen pocos efectos positivos y una alta incidencia de efectos negativos. Varios investigadores han documentado el efecto clínico del Rubifén reduciendo la curiosidad del niño por su ambiente, disminuyendo su vivacidad y aumentando su aislamiento. Los niños de Rubifén a menudo se hacen pasivos, sometidos y aislados socialmente.
Otros investigadores informan del efecto sobre la imagen de sí mismo del niño que toma una medicación para funcionar de manera normal, como una imagen dañada por una percepción de ser malo o tonto si tiene que tomar una pastilla. El niño desconfía de su mente y de su cuerpo y de su propia habilidad de crecer y madurar, tiene que creer que las pastillas hacen un efecto mágico y le convierten en un niño bueno (Stroufe,19 73).
Cuando se habla de todo este rosario de efectos perniciosos, de que un niño se hace inseguro, solitario, lleno de complejos, y cuando se investiga si por lo menos este medicamento ayuda académicamente y le compensa obteniendo buenas notas nos encontramos que esto no es así. El ser capaz de sostener la atención en un test no se convierte en logros académicos a medio plazo. Este medicamento aumenta la capacidad en tareas repetitivas y rutinarias que requieren atención sostenida, pero en el razonamiento y en la resolución de problemas, en el aprendizaje, no parece tener un efecto positivo.
El estudio clave es el estudio multicéntrico multimodal de valoración del tratamiento o MMTA. En los años 90, un equipo de expertos destacados en TDA, (Connors, Jensen y otros) llevaron a cabo un gran estudio financiado por el Instituto nacional de salud,( por tanto algo relativamente desligado de intereses industriales) o NIMH, conocido como el estudio multicéntrico multimodal del tratamiento de niños con TDAH, llamado abreviadamente el MTA que reconoció como propio lo anterior. Un estudio relativamente independiente financiado por una entidad gubernamental y que siguió a 600 niños a lo largo de cinco años desde los 7 hasta los 14 años con un rango de 2 años y medio.
Este es el primer estudio clínico en la historia enfocado a un trastorno mental infantil con una revisión de todo lo publicado y el metanálisis de los datos obtenidos: En sus palabras, Jensen dijo: “la eficacia a largo plazo de la medicación con estimulantes no ha sido demostrada en ningún aspecto del funcionamiento del niño. Aunque pueda haber un efecto a corto plazo, a medio y largo plazo (3 años) no mejora ni la capacidad de aprendizaje, ni la conducta, ni la atención”. Al cabo de tres años, Jensen y colaboradores (Jensen 2007.) reportan que el uso de la medicación es un marcador significativo, no de resolución beneficiosa, sino de deterioro.
Un resultado similar obtuvo Molina en este mismo estudio (Molina, 2007) respecto a los resultados académicos y de aprendizaje, con el añadido de que los problemas conductuales eran mayores al permanecer con medicación a medio plazo. Cuando se publicó el resultado de estos estudios en revistas especializadas, de una forma oscura y algo soterrada ―aún siendo el estudio más importante realizado nunca sobre un trastorno psiquiátrico en niños― el Instituto Nacional para la salud mental de los Estados Unidos (NIMH), equivalente al Departamento de salud mental de nuestro Ministerio de Sanidad, no informó de que el uso de estimulantes durante tres años es un marcador de deterioro. En lugar de ello, publicó una nota de prensa con el titular: Mejoría sostenida para todos los niños con TDA con tratamiento. Y aunque afirmaba que el continuar con la medicación no está relacionado con la mejoría, incluía un recuadro citando a Jensen y afirmando que “hay razones para mantener a los niños con Rubifén si se considera con intensidad óptima”, en un ejercicio de spin (edición torticera).
Los estudios de seguimiento fundados por el NIMH y subsiguientes, es decir, relativamente independientes de su esponsorización por la industria farmacéutica, muestran que el uso de estimulantes es un marcador significativo, no de mejoría, sino de deterioro social, académico y conductual.
Asimismo, estudios ulteriores muestran que el uso prolongado de estimulantes no mejora la capacidad académica a ningún nivel (Whittaker, 2010). Otros metanálisis muestran que los síntomas cardinales de TDA ―impulsividad, inatención― empeoran en comparación con los que están sin medicar, con el añadido de que esa población está significativamente más expuesta a tener problemas conductuales de tipo oposicionista y disocial.
Brooke Molina (2009) en el estudio de seguimiento a los 8 años del MTA, concluye que los tratamientos a corto plazo de 14 meses no bastan para atender las necesidades de esta población. Encuentra, sin embargo, que aunque en ese grupo la aparición de la psicosis y de la manía apareció demasiado infrecuentemente como para un análisis estadístico fiable, ocho niños desarrollaron psicosis o manía en comparación con uno solo en el grupo control. Sin embargo, la fiabilidad de la administración de medicación fue escasa. Sobre una muestra de 570 pacientes se observó alguna remisión de síntomas a los 14 meses, pero con peor sintomatología conductual e hiperactiva a los 6 años. Asimismo, el conjunto de pacientes tuvo una peor adaptación general socio-escolar (medida por la escala de discapacidad de Columbia Impairment Scale: CIS) y aproximadamente un 30% de estos se sitúan en el espectro de conducta antisocial clínicamente significativa. Igual que en seguimientos anteriores ―concluye el estudio―, no hay mejora en el tratamiento a largo plazo y propone la necesidad de investigar para encontrar un énfasis en el emboque de estos niños, distinto al del tratamiento medicamentoso, estudiando preferentemente las variables familiares e individuales que condicionarán su vida futura (Molina 2009).
En el caso de Germán, vemos como el uso de medicación sin criterios psicológicos respecto a sus efectos, produce un efecto iatrogénico, disminuyendo la autoestima y la seguridad del niño, distorsionando su integridad personal y su mente, mientras que le excita y le desequilibra, participando, a través del medicamento, de la patología base.
Entra el bipolar
Después de una epidemia de TDAH llegaron noticias de que la depresión infantil estaba campando por sus respetos y, no mucho más tarde, en los años 90, el trastorno bipolar juvenil explotó en las narices de la opinión pública, en gran medida promocionado por el grupo del Mass General Hospital. Periódicos y revistas de información general explicaron este fenómeno como si fuera un nuevo descubrimiento científico de una enfermedad que estaba larvada y no descubierta. Hasta entonces, la enfermedad maníaco depresiva en niños era extremadamente rara y, aún así, la escalada de niños identificados con este trastorno fue tan fuerte que se multiplicó por 40 entre 1995 y 2003, tanto, que incluso los periodistas se empezaron a preguntar si era algo anormal.
Algunos científicos se preguntan si algo en el estilo de vida moderno no está empujando a niños a un estado bipolar que de otra manera no habrían tenido. Antes de la era psicofarmacológica era un trastorno muy raro y tenía una afectación de 1 cada 10.000. En 1945 Bradley afirmó que el trastorno maníaco en la edad pediátrica era tan raro que era mejor evitar el diagnóstico en niños; también otros autores lo sostuvieron hasta los años 70, que es cuando los estimulantes se empezaron a prescribir en masa (Whittaker, 2010). Así, lentamente, empezaron a aparecer casos en la literatura. En 1976 Weinberg, neurólogo pediátrico, publicó en el American Journal of Diseases un artículo comentando que quizás el concepto de que la manía no ocurre en niños deba ser revisado para poder entender e identificar esta enfermedad. Este fue el momento en el que se descubrió la enfermedad. Revisó los casos de cinco niños pero no detalló que al menos tres de ellos habían sido tratados con antidepresivos o con Rubifén. Dos años más tarde, se publicaron una serie de nueve casos sin reparar que habían sido tratados anteriormente con estos medicamentos. Strober y Carlson (1982), en UCLA, mostraron que 12 de los 60 niños tratados se habían vuelto bipolares en tres años. La sugerencia de que la medicación podría haber influido quedó retorcida con el argumento de que la medicación lo que hacía era desenmascarar esta enfermedad latente, y este desenmascaramiento de la enfermedad bipolar enseguida despegó. La prescripción de Rubifén y de antidepresivos también despegó en los 90 y, paralelamente, la epidemia bipolar explotó (ver gráfico).
En 1995 el 1% de los adolescentes americanos eran bipolares (Carlson, 1998) informó que el 63% de sus pacientes tratados en el hospital eran maníacos, es decir, el trastorno que no se veía nunca en la era prefarmacológica.
Entre los años 1996 y 2004 el número de niños diagnosticados con esta terrible enfermedad se multiplicó por cinco, afectando a uno de cada 15 niños prepuberales en América. El descubrimiento de la enfermedad bipolar en niños pronto se aceleró. El número de niños agresivos y fuera de control admitidos en las unidades psiquiátricas, se disparo por todo lo alto. En 1995 Lewinsohn, del Oregon Research Institute, declaró que el 1 % de los adolescentes americanos era ahora bipolar; una epidemia que ha crecido al paso de la prescripción de estimulantes y antidepresivos. Dada esta cronología, se podrían encontrar datos que argumentaran esta aparente iatrogenia en niños. Debería haber datos que explicaran que si se trata a 5 millones de niños, un 20% se pueden deteriorar de forma que aparezca un trastorno bipolar.
Investigadores de Yale, (El–Mallakh, 2002) revisaron a lo largo de cuatro años las historias de 8.7ooo pacientes tratados por depresión o ansiedad y determinaron que aquellos que habían sido tratados con antidepresivos hacían una conversión a bipolar a un ritmo del 7,7%, es decir, tres veces superior al de aquellos no expuestos a antidepresivos. En un estudio de seguimiento a los 10 años, Bárbara Geller (1982), de la Universidad de Washington, decía que la mitad de los niños prepuberales tratados por depresión, terminaron con un trastorno bipolar, lo cual nos lleva a la ecuación bipolar: si actualmente se tratan 2 millones de niños, crearemos aproximadamente 500.000 bipolares.
Epílogo de Germán
Tras mucha lucha y después de ir retirando paulatinamente el medicamento, que recibe desde los cuatro años, Germán está con una dosis baja de un IRSR. Aunque familiarmente se le percibe patógenamente como un niño dañado, incapaz y enfermo, sus padres y hermanos han podido ir relacionándose con más cariño con él y admitiendo otros aspectos más sanos. Igualmente él ha ido desarrollando una empatía y una perspectiva sobre su problemática, percibiendo algunas de sus identificaciones como proyecciones externas a él.
Este niño, ahora de 12 años, está funcionando bien en su aprendizaje, aunque teme no poder seguir el ritmo si las exigencias aumentan, ya que está bajo gran presión en casa, con clases de todo tipo y la mayor parte del tiempo luchando contra la exigencia y la falta de libertad que percibe. El cambio cognitivo fisiológico de los 11 años que Piaget describió como el de operaciones formales, también influye en mejorar su tolerancia a la frustración y su capacidad de pensar. Característicamente cuando se le plantea a esta familia la necesidad de acomodar la vida de Germán a su ritmo, la respuesta es que necesita más medicación y aparece la amenaza de romper el tratamiento y llevarlo a un neurólogo a que lo medique adecuadamente.
Desgraciadamente, sucede que la mayoría de estos niños están medicados sin criterio humano ni psicológico, como juguetes de un conglomerado de intereses que pilotan alrededor de la necesidad de negar la vida mental, la idiosincrasia y el valor del individuo. Con esto es con lo que nos enfrentamos los analistas de hoy. Y quiero añadir que me temo que nos estamos enfrentando con armas muy rudimentarias a un enemigo muy sofisticado.
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Palabras clave: ideología, industria farmacéutica, psicofármacos, epidemia, déficit de atención, trastorno bipolar.
Dr. Manuel Fernández-Criado
Médico, Psicoanalista IPA, APM (Madrid).
Especialista en Pediatría, Psiquiatría y Psiquiatría Infantil.
[1] La escala de depresión de Hamilton es un instrumento de medición de síntomas habitualmente utilizado en los ensayos de medicamentos para valorar su eficacia. Es un cuestionario que puede ser autoadministrado y consta de 17 ítems puntuables (de tres a cinco puntos) entre los cuales hay preguntas que ayudan a valorar el cuadro clínico.
[2] GAF es una valoración clínica de la adaptación individual y social de un paciente en el momento de su evaluación. Se incluye como el quinto de los ejes diagnósticos en la clasificación DSM y va del 1 al 100 siendo el 1 la no adaptación y el 100 un funcionamiento óptimo.