“Inexplicable angustia, hondo dolor del alma,
recuerdo que no muere, deseo que no acaba”

Rosalía de Castro (1837-1885)

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Introducción

Desde el comienzo de mi carrera profesional tuve curiosidad por conocer el funcionamiento de la mente humana y durante mi formación como psiquiatra trabajé en instituciones que tenían como marco de referencia el psicoanálisis. Este hecho y el contacto con compañeros de profesión que lo practicaban me animó a formarme también como psicoanalista.

A partir de ese momento mi interés se ha ido centrando en la integración del psicoanálisis, la psiquiatría y los instrumentos terapéuticos que de ellos se derivan ya que pienso que son abordajes complementarios en muchas ocasiones.

Mientras leía algunos artículos que planteaban la comprensión de la mente desde la integración de diversas disciplinas, encontré esta referencia a Kandel diciendo que “el psicoanálisis, junto con la psiquiatría y la psicología cognitiva pueden definir las funciones mentales que la biología ha de estudiar para conseguir una comprensión significativa y sofisticada de la mente humana” (Kandel, 1998). De esta manera, como sugiere Jiménez (2005), Kandel parece proponernos un nuevo paradigma metodológico que busca la integración de ambos enfoques, el subjetivo más propio del psicoanálisis y el objetivo más propio de las neurociencias.

Como psicoanalista pensé que la mejor manera de plantear mi presentación clínica en la mesa redonda interdisciplinar sobre el Trastorno de angustia, era teniendo en cuenta el aspecto subjetivo de nuestro trabajo como psicoanalistas, y por tanto decidí hacerlo a partir del caso clínico de una paciente a la que llamaré María y que cumplía con los criterios diagnósticos del DSM-IV-TR para el Trastorno por angustia.

Si tenemos en cuenta que muchos de los pacientes con Trastorno de angustia tienen estas crisis debido a factores psicodinámicos y por lo tanto, pueden responder a intervenciones psicológicas (Milrod y cols., 1997; Nemiah, 1984), considero que es de vital importancia investigar de manera cuidadosa las circunstancias de las crisis y la biografía de los pacientes que las padecen.

 

Caso clínico

Maria tenía 19 años al consultar. Su padre había muerto de manera repentina cuando ella tenía unos pocos meses. Consultó a raíz de la última crisis de angustia que sufrió un día que estaba en clase, una crisis que sentía “como caída del cielo” y expresó un intenso temor a que se le pudiera repetir en cualquier momento. Venía tratada con un ansiolítico.

En las primeras entrevistas refirió un temor exagerado a suspender en los exámenes, aunque tenía muy buenas notas. Se definía como muy independiente y acababa de dejar a su novio al que describía como celoso, inseguro y dependiente. Sus relaciones estaban llenas de conflictos, se mostraba con “ideas fijas”, muy tozuda, desconfiada y refería con mucha rabia situaciones en las que se sentía abandonada, pero a pesar de eso conservaba algunas amigas desde la infancia. Se forzó a tener relaciones sexuales a los trece años, aunque con mucho miedo. Expresó muy pronto que sentía miedo en muchas ocasiones aunque procuraba que no se le notara.

A continuación expondré un pequeño ejemplo de mi manera de trabajar desde el psicoanálisis para ir acercando a la paciente al significado de las crisis de angustia:

Explorando con María los momentos en que se producían las crisis de angustia pude observar que el desencadenante que se repetía era una situación en la que María se veía enfrentada al hecho de que ella no tenía padre. Cuando le hice un comentario en este sentido, me miró con sorpresa y dijo: “nunca lo había mirado así” y añadió: “yo no me daba cuenta de nada… quien sí lo sufrió fue mi hermana… pobre, tenía nueve años…”. Al hacerle el comentario de que su hermana había tenido padre durante nueve años, de nuevo se mostró sorprendida y añadió: “a mi hermana no le han ido bien los estudios”.

En este ejemplo se puede ver como a través de lo que le digo y mediante su hermana puede contactar con que la pérdida de un padre afecta. Pensé también cómo habría afectado a su madre el hecho de enviudar. Y me pregunté, si se habría deprimido, si habría tenido que ponerse a trabajar y separado de María… ¿qué habría pasado en su relación?

En el proceso diagnóstico de jóvenes y adolescentes con frecuencia propongo hacer una entrevista con los padres para conocer la historia infantil, y así lo hice con María. Su madre no explicó ningún aspecto relevante en el crecimiento de la hija excepto que por un problema de salud leve no pudo darle el pecho, lo que le generó mucha preocupación respecto a cómo podía afectar este hecho a la relación con su hija. Se sentía orgullosa de haber hecho de María una chica responsable e independiente. Me sorprendió que hizo todo su relato sin mencionar la muerte de su marido, y cuando le pregunté por este hecho, lo explicó cómo si no hubiera pasado nada: “me puse a trabajar y nada más, no quería que mis hijas no tuvieran infancia”. Sentí a la madre como endurecida, cosa que ella misma confirmó diciendo que no había vuelto a llorar desde el entierro de su marido.

María, en una de las entrevistas, pudo entristecerse y también llorar —cuando se lo facilité— por haber roto la relación con su novio y le sorprendió mi actitud acogedora, receptiva y comprensiva ante su tristeza y malestar, ya que en su casa parecía ser que no podía hacerlo porque la trataban de débil, dijo: “en mi casa nadie llora”.

 

Proceso diagnóstico

Como psicoanalista y como psiquiatra pienso que es fundamental hacer un diagnóstico amplio: relacional y clínico. Por un lado intento explorar la dinámica de relación que el paciente establece consigo mismo, con su entorno, sus ansiedades y mecanismos de defensa predominantes, cómo hace el relato de su historia personal, si lo hace con un pensamiento reflexivo, integrando sus recuerdos y emociones en una narración coherente o si se muestra confuso, si no da importancia a sucesos traumáticos que ha vivido, si se muestra enojado, irritable en sus relaciones, si presenta recuerdos fragmentados y conflictivos con figuras de apego en los que todavía se siente involucrado, qué vínculos relacionales mantiene y qué estilo de relación va estableciendo conmigo, sus respuestas a mis señalamientos, si es capaz de ir vinculando aspectos de su momento presente con su historia personal, cómo recibe las reflexiones sobre sus relaciones que yo le voy proponiendo.

Todo este proceso me va permitiendo organizar una hipótesis de trabajo imprescindible para la indicación terapéutica. Por otro lado tengo muy en cuenta el diagnóstico clínico psiquiátrico (el criterio diagnóstico según el DSM IV-R, de l’American Psychyatric Association). El diagnóstico clínico-psiquiátrico me ayuda a diferenciar si se trata de un episodio transitorio o de un trastorno instaurado, ya que esto puede plantear abordajes diferentes.

A continuación compartiré algunas de las reflexiones que me hice durante las entrevistas diagnósticas con María.

El padre de María murió cuando ella tenía pocos meses y su madre hizo como si no hubiera ocurrido nada. María se esforzaba mucho para salir adelante sin padre y con una madre que estaba bastante ausente en lo real, porque trabajaba mucho, pero también desde el punto de vista emocional, ya que parecía que a raíz de la muerte de su marido se había endurecido respecto a la madre sensible que había sido, ya que había tenido un buen contacto afectivo con su hija desde que nació, y que a partir de la muerte de su marido parecía querer una María adulta y responsable.

Me pregunté si María habría sufrido una falta de comprensión, y también unas respuestas poco adecuadas a sus necesidades emocionales cuando era bebé, pero también en continuidad, lo que le habría dificultado poder establecer un apego seguro, si lo pensamos desde la teoría del apego de Bowlby (1977). Desde hace décadas, psicoanalistas como Balint, Bowlby, Bion, Kohut, Stern y Fonagy, entre muchos otros, han señalado la gran importancia de las relaciones tempranas madre-bebé en el desarrollo de la personalidad del niño, lo que ha tomado mucha relevancia en estos últimos años dado que se ha podido demostrar científicamente por los avances de la neurociencia. La importancia de la epigenética, que diríamos, desde esta perspectiva.

Fonagy y otros teóricos del apego se plantean como el sistema de apego va organizando unas bases neurobiológicas en el bebé y vincula los tipos de apego con la capacidad de mentalización en el adulto. Podríamos decir que la teoría del apego nos ofrece un modelo que permite integrar las experiencias de la temprana infancia con el desarrollo posterior, y pone el énfasis en un sistema regulador diádico, en que el nivel de influencia de la experiencia temprana con la madre es fundamental.

El ser humano, al nacer, no tiene la capacidad de regular sus estados emocionales y por lo tanto necesita de su madre o de otra figura parental, para que le ayude a restablecer su equilibrio cuando se siente intranquilo, abrumado o sobreestimulado por el medio externo o los malestares internos.

El tipo de experiencias emocionales que el bebé vive en relación con las personas de su entorno quedan inscritas en su fisiología, ya que es en este periodo cuando se construyen los sistemas de autorregulación, y nuestras respuestas fisiológicas y emocionales automáticas se instauran en nuestro cerebro; y aunque estos sistemas permanecen abiertos y nuestros hábitos puedan cambiar, todos sabemos que los cambios cada vez son más costosos.

Para que el niño pueda establecer un tipo de apego seguro, es fundamental que haya tenido de manera repetida experiencias emocionales con una buena resonancia afectiva en las relaciones con sus cuidadores principales, caracterizadas por una interacción sensible y capaz de regular sus respuestas emocionales desorganizadas.

El bebé no es internamente consciente de la gran diversidad de sus estados emocionales, necesitando respuestas externas para construir las primeras representaciones de los mismos. Los bebés aprenden a integrar los distintos cambios fisiológicos que acompañan a cada emoción mediante la observación “en espejo” de las expresiones faciales y la modulación del tono de voz de sus cuidadores, lo que les va capacitando para poder mejorar su estado emocional y asienta las bases para una futura autorregulación del afecto y del control de impulsos.

Para que esto sea posible son necesarias dos condiciones, la primera sería que se dé una razonable congruencia entre el estado mental del cuidador y el del niño y la segunda, que el reflejo emocional ofrecido por el cuidador se vea diferenciado del bebé (Fonagy y cols., 2010). Podríamos decir, que el sistema de apego sería sobre todo un regulador de la experiencia emocional (Sroufe,1996).

Los cuidados maternos contribuyen claramente a la seguridad del apego, la sensibilidad maternal, la tolerancia a la ansiedad, una estimulación apropiada, la calidez, la receptividad. Estas capacidades han podido predecir seguridad de apego en un gran número de estudios, como el de Belsky (1999ª) citado por Fonagy (2001).

Si ahora volvemos a María, podríamos pensar que quizás tenía una predisposición a la ansiedad causada por unas características neurofisiológicas en su funcionamiento cerebral o por la muerte de su padre, que fue una experiencia traumática muy precoz. Y si además, estas características han podido ser reforzadas por unas experiencias ansiógenas y carenciales en sus primeros años de vida, ya que su madre pudo tener dificultades para ayudarla a metabolizar emocionalmente la ansiedad, quizás desarrolló una disposición al sufrimiento ansioso. Por lo tanto, puede ser vulnerable a circunstancias emocionales y relacionales potencialmente ansiógenas.

María parecía estar haciendo un esfuerzo para crecer como si no tuviera ninguna diferencia respecto a sus compañeros, aparentaba ser mayor intelectualmente, pero al mismo tiempo tenía un intenso miedo a suspender, que para ella significaba mostrar sus carencias; parecía estar construyendo un revestimiento externamente duro, pero con mucho miedo interno.

María se me iba configurando como una chica que se forzaba a ser mayor y para poder aparentar ser adulta, todos los aspectos inmaduros los debía poner fuera y los proyectaba en el novio, al que, como ya he comentado, describió como celoso, inmaduro y dependiente, haciendo una negación de estos aspectos en ella. También pensé que algunas actitudes de María, la dureza con la que se mostraba, su desconfianza, la terquedad, el rencor, el no perdonar… el querer hacerlo todo ella sola, se podían ir organizando como un “Trastorno de personalidad” si no se intervenía de manera adecuada.

Las experiencias emocionales desde el inicio de la vida condicionan el desarrollo y la maduración de la personalidad. Personas como María que han tenido experiencias emocionales muy tempranas de pérdida y separación, al tratarse de experiencias pre-simbólicas o pre-verbales podemos decir que quedan grabadas o dejan unas huellas mnémicas sin posibilidad de ser concienciadas, pero que condicionan de manera significativa su conducta presente y futura, de tal forma que cuando se encuentran con nuevas experiencias emocionales que son simbólicamente similares, sufren unos sentimientos de soledad y desvalimiento muy intensos, que se pueden llegar a vivir como una amenaza para su integridad. Si tenemos en cuenta estos aspectos de su historia personal y la amenaza mencionada, se hace más comprensible que las crisis de angustia se acompañen del sentimiento de muerte o de enloquecer (Hernández, 2011).

Pensé que María, posiblemente no se sintió atendida en sus necesidades. Parecía haber desarrollado un carácter pseudoindependiente, como una manera defensiva de huir de la dependencia y al mismo tiempo identificándose con los deseos de su madre, quería dejar claro que ella podía valerse por sí misma. Pero las pérdidas del padre y de la madre sensible a una edad tan temprana, dejaron en ella una huella que no pudo ser mentalizada pero que puede ser estimulada por alguna situación de pérdida actual.

Tal y como explicó María su primera relación sexual y las dificultades que tenía para relacionarse con personas diferentes, me hizo estar atenta al miedo que parecía tener de que algo le pudiera entrar, la pudiera penetrar y hacerle daño, y por lo tanto a nivel simbólico me pregunté si ese temor podría dificultar también la relación terapéutica. Pero su respuesta de sorpresa en algunas intervenciones y la posibilidad de empezar a expresar y compartir sentimientos y emociones como la tristeza y el llanto cuando se lo facilité, me animó a plantearle una psicoterapia psicoanalítica, que María aceptó.

Muy a menudo, el trastorno de angustia puede aparecer sin contenido psicológico, por lo que investigar de manera muy cuidadosa las circunstancias que rodean las crisis y la historia de cada paciente, permite en muchas ocasiones, comprender la importancia que pueden tener los factores psicológicos y puede permitir un abordaje de psicoterapia psicoanalítica, que como en el caso de María, pueda facilitar un aumento de la expansión y fortaleza de su yo y por lo tanto, que le permita poder tener una mejor capacidad para tolerar y manejar la angustia sin tener necesidad de descargarla con tanta frecuencia. Este abordaje tiene en muchas ocasiones una función preventiva.

 

Modelos teóricos dinámicos actuales para la comprensión de la angustia

En los trastornos de angustia cómo en otros trastornos psiquiátricos, los factores biológicos, psicológicos y el entorno interaccionan de una manera compleja y se han sugerido diversos modelos para su desarrollo y persistencia.

Todos los modelos incluyen un sistema biológico hipersensibilizado que se “dispara” de manera inadecuada y también un desequilibrio entre unas estructuras subcorticales hiperactivadas y unas estructuras corticales de inhibición inadecuadas. A lo que algunos modelos añaden una vulnerabilidad de base psicológica.

Las alteraciones en el apego y la separación se van repitiendo en los modelos biológicos y psicodinámicos del trastorno de angustia, motivo por el cual me ha parecido conveniente hacer esta pequeña aproximación a algunos estudios y trabajos que me han parecido significativos.

En algunos modelos biológicos, el trastorno de angustia se desarrolla a partir de una alteración a nivel neurofisiológico, la de un umbral patológicamente bajo para una respuesta al miedo innata, relacionada con la ansiedad por separación. Esta teoría se repite y se amplía en el modelo de separación-ansiedad de Panksepp (1998). Este autor considera la ansiedad como primaria, afirma que una pérdida temprana sensibiliza los sistemas cerebrales para futuros ataques de angustia y añade que existe un fallo inhibidor arriba-abajo para el sistema de separación-ansiedad, así como para el sistema del miedo (Panksepp, 2005).

Busch et al. (1991) y Shear et al. (1993) plantean que una sensibilidad a la separación de base biológica puede afectar en gran medida al funcionamiento psicológico de un individuo, aumentando la probabilidad de que los miedos psicológicos de separación puedan desencadenar la angustia.

En otro estudio se plantea que la incapacidad de los cuidadores para responder eficazmente al niño puede dar lugar a alteraciones en la regulación del afecto, generando una vulnerabilidad para el afecto extremo como el hallado en el Trastorno por angustia. Por lo tanto, un apego inseguro aumenta la probabilidad de que el sistema de separación-ansiedad, que asociamos con el trastorno por angustia, se active en el curso de una separación real o simbólica, (Davila, Ramsay, Stroud, y Steinberg, 2005, citado por Busch, 2010).

En varios estudios se ha podido observar que los pacientes con trastorno de angustia y agorafobia perciben que sus padres les han prestado poca atención y mucha protección (lo que se denomina “control sin afecto”), en comparación con los sujetos sin trastornos psiquiátricos conocidos (Faravelli et al., 1991; Pacchierotti et al., 2002; Silove, 1986; Wiborg y Dahl, 1997; citados por Busch, 2010).

También se ha visto que los pacientes con trastorno de angustia presentan una mayor incidencia de elementos estresantes de la vida, sobretodo pérdidas, en los meses previos al comienzo del trastorno, comparados con los sujetos control (Faravelli y Pallanti, 1989). El Trastorno de angustia estuvo asociado de manera significativa con la separación parental temprana, sobre todo con la materna y la muerte (Kendler y col., 1992a. citado por Gabbard, 2000).

Otro aspecto importante que se ha podido constatar es que los adultos con trastorno de angustia han experimentado un mayor número de acontecimientos vitales traumáticos en su infancia que los individuos control (Faravelli, Webb, Ambonetti, Fonnesu y Sessarego, 1985; Peter et al., 2005).

Fonagy et al. (2005) plantean que en algunos niños, las deficiencias en el reflejo emocional que les devuelven los padres les dificulta poder identificar de forma precisa la ansiedad y los cambios fisiológicos asociados. Ya de adultos hacen una interpretación catastrófica de estas experiencias fisiológicas que viven como peligrosas y son propensos a funcionar en el modo de “equivalencia psíquica”, identificando los síntomas de angustia con peligros reales en lugar de valorarlos como el producto de un estado mental.

Las amenazas al apego parecen disparar una angustia sobrecogedora. Milrod (1998), citado por Gabbard (2000), sugiere que las personas que desarrollan un trastorno de angustia tienden a tener sentimientos de autofragmentación y pueden necesitar de alguien que les acompañe o de un terapeuta para que les ayude a sentirse seguros en su identidad.

Rudden, Milrod, Aronson y Target (2008) han ampliado el concepto de alteración en la mentalización en el trastorno por angustia centrándose en la falta de conciencia de los pacientes que lo padecen, en los estados mentales y las experiencias ambientales que contribuyen a sus síntomas de angustia. Así, los pacientes con angustia perciben los síntomas como si aparecieran de la nada, en lugar de darse cuenta de que se derivan de experiencias psicológicamente amenazadoras (como la separación), que desencadenan sentimientos conflictivos como la rabia y fantasías que se perciben como peligrosas.

Busch et al. (1991) plantean que las personas vulnerables al trastorno de angustia tienen un temperamento que tiene como base el miedo a lo desconocido, y por lo tanto, dependen mucho de sus padres para conseguir una sensación de seguridad; y si el niño sufre pérdidas tempranas o experimenta padres con los que no puede contar o que rechazan su dependencia, esto le puede provocar sentimientos intensos de rabia. El yo intenta manejar la rabia y el miedo a la separación utilizando defensas como la negación, la formación reactiva y la proyección. Las dos primeras pueden ayudar al paciente a repudiar aspectos que siente negativos como el enojo o la rabia, mientras que la somatización y la proyección trabajarían para evitar la reflexión interna.

Una vez convertido en adulto, un hecho estresante, que incluya una pérdida en la fantasía o en la realidad o una amenaza al apego, aumentará los sentimientos de abandono y rabia y comenzaría una especie de círculo vicioso en el que se desarrollaría una dependencia por miedo, ansiedad, sentimiento de culpa, rabia y más dependencia por miedo, que puede hacer fracasar las defensas y por tanto desencadenar los síntomas de angustia. La constelación formada por la rabia conflictiva y la rabia temerosa aumentaría la persistencia y la recurrencia de la angustia.

 

Un abordaje integrado del trastorno de angustia

Si tenemos en cuenta que el trastorno de angustia se ha asociado a una disfunción en los sistemas de los neurotransmisores podemos suponer que los fármacos que inciden sobre algunos de estos neurotransmisores, como los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina, de la serotonina-norepinefrina y las benzodiacepinas, pueden ser efectivos en el tratamiento de los trastornos de angustia, ya que modularían los síntomas a través de la ruta subcortical.

Cuando hacemos un abordaje psicofarmacológico es preciso escoger el fármaco más adecuado por su efecto farmacológico, pero también es importante el papel que le damos al fármaco en una determinada estrategia terapéutica. Los psicofármacos serían, a mi entender, un elemento más dentro de un plan integrado, en el que hay que tener en cuenta medidas psicológicas y sociales, dando prioridad en cada momento al elemento del plan que se considere más eficaz, eficiente y lo menos iatrogénico posible.

Los psicofármacos no deben utilizarse solamente para eliminar los síntomas, sino “para favorecer la relación y la elaboración psicológica (al menos parcial) de la situación ansiógena” (Tizón, 1997).

Puesto que el significado que el paciente le atribuye al fármaco afectará en la manera de utilizarlo, es preciso contar con los recursos más sanos y autónomos que tenga el paciente e introducirlo como una ayuda, en la línea de favorecer la relación asistencial y el acercamiento del paciente a la comprensión de lo que le ocurre, intentando reducir en lo posible la idealización y las expectativas mágicas.

Como Hernández (2011) pienso que los factores neurofisiológicos nos ayudan a explicar pero no a comprender en toda su complejidad el trastorno de angustia. Desde la explicación podría ser suficiente el tratamiento farmacológico, pero desde la comprensión hay que incluir el tratamiento psicológico-relacional. Las primeras experiencias de relación dejan huellas en la estructura mental, que son memoria, pero no memoria consciente, sino que corresponderían a la memoria implícita de procedimiento; tienen unas potencialidades activas para las conductas mentales y relacionales, sobre todo cuando experiencias emocionales actuales toman un significado emocional (simbólico y metafórico) que las reactiva. Podríamos decir que la estructura mental y también la estructura neurológica en la que se sustenta quedan sensibilizadas a nuevas experiencias de significación real o simbólica, similares a las que marcaron esta impronta temprana. Esta sensibilización constituye en sí misma una predisposición o vulnerabilidad.

Una visión holística que pueda integrar estas dos perspectivas haría de la medicina una medicina más personal, ya que tendría en cuenta el valor causal del significado emocional y personal, de especial importancia en todo lo que tiene que ver con la psicopatología.

Para concluir, y volviendo a María, el intento de comprensión de las primeras experiencias, desde la primera entrevista, así como la exploración minuciosa de las circunstancias en que aparecían las crisis, me permitió, basándome en los modelos teóricos referidos, explorar las dificultades y los recursos de la muchacha y plantear un tratamiento mixto farmacológico y una psicoterapia de orientación psicoanalítica.

 

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Palabras clave: bases neurobiológicas, regulación emocional, ansiedad por separación, sistema de apego, huella mnémica.

Mª Isabel Elduque
Psiquiatra-Psicoanalista SEP-IPA
isabelelduque@gmail.com