Antònia Grimalt es psicoanalista titular con funciones didactas de la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP), perteneciente a la International Psychoanalitical Association (IPA). También es psicoanalista didacta en el Han Gröen- prakken Psychoanalytic Institute for Eastern Europe y miembro del Forum for Psychoanalisis of Children de la Federación Europea de Psicoanálisis. Ha desarrollado su actividad docente en diversos ámbitos, desde los seminarios en el Institut de Psicoanàlisi de Barcelona, hasta las supervisiones clínicas o la docencia en diferentes masters universitarios. Asimismo, es coautora de algunos libros ―entre ellos Procesos mentals primaris (2008)― y autora de numerosos artículos sobre teoría y clínica psiconalítica.
Aunque su actividad profesional abarca igualmente adolescentes y adultos, TEMAS DE PSICOANÁLISIS ha entrevistado a la Dra. Antònia Grimalt en su calidad de psicoanalista y psicoterapeuta infantil, con la intención de compartir su punto de vista en relación al tema de la angustia en los niños. Cómo conceptualizarla, entenderla y también cómo diferenciarla de lo que serían manifestaciones de angustia o ansiedad propias de los diferentes momentos evolutivos del niño.
TDP.- ¿Cómo entendemos los psicoanalistas la angustia en los niños?
Antònia Grimalt.- Para empezar, me gustaría aportar una cita de Bion, de 1967:
Todos estamos bastante seguros de que sabemos algo acerca de la realidad de la ansiedad (…) pero ésta no tiene olor ni forma, no se puede ver, ni oír, no es accesible a ninguno de nuestros sentidos físicos. (…) Se nos hace perfectamente evidente en la situación analítica, pero en el momento en que empezamos a ponerla en palabras, suena como algo sin sentido (…) porque el lenguaje que usamos habla de algo muy diferente y existe una brecha entre lo que significan las palabras y (…) aquello de lo que realmente estamos hablando. La situación analítica que todos conocemos es inefable; solo pude ser conocida por la persona que estaba allí, y que pasó por esta experiencia emocional.
La angustia forma parte de la existencia humana. El bebé al nacer tiene que afrontar la extraordinaria aventura del conocimiento del mundo como parte de su proceso de adaptación y supervivencia. Dadas las características de nuestra especie, la propia personalidad forma parte del mundo por conocer y la asimilación de las experiencias emocionales es un factor de este proceso. La neotenia del ser humano, su prematurez biológica y psíquica lleva implícita la necesidad de desarrollar un equipamiento mental para afrontar esta aventura. Las vicisitudes de este desarrollo van a estar asociadas por largo tiempo a un vínculo con las capacidades y funciones parentales de amparo, cuidado y revêrie. La mente humana necesita de la relación con el otro para poder desarrollarse. Bion describe admirablemente este despertar inicial de la mente humana que puede compararse a un big bang “de pensamiento” en el encuentro entre la proyección de angustias primitivas (elementos beta) y una mente que es capaz de recibirlos y transformarlos (revêrie) y que transmite no solo el producto acabado (las ansiedades descontaminadas o elementos beta transformados en elementos alfa) sino, lo que es más importante, el método para realizar dichas transformaciones. El fallo en el desarrollo del procesamiento mental es fuente de toda patología como resultado de la evacuación y la descarga de angustias primitivas no elaboradas.
Las creencias respecto de sí mismo, de los otros y del mundo empiezan a formarse al principio de nuestras vidas. Si estas experiencias han sido muy negativas y dolorosas nos dejan susceptibles a distorsiones de pensamiento y dificultades en épocas posteriores de la vida.
¿Cómo se asimilan las experiencias emocionales? Ser capaz de “vivenciar” emociones, experimentarlas y transformarlas a nivel psíquico es una de la mayores dificultades que tenemos los humanos si existen deficiencias en el desarrollo mental. “Vivir” las emociones y metabolizarlas exige un trabajo continuo y este trabajo presupone la integración de un aparato para asimilarlas, manejarlas y contenerlas. Este aparato se desarrolla a partir de la relación con los objetos primarios. La introyección de las funciones de revêrie y contención permite instalar dentro del Yo los recursos para transformar los estados protoemocionales en representaciones emocionales: un proceso de elaboración onírica en un trabajo continúo sobre los estímulos internos y externos del presente vivido, que facilita la regulación de los afectos.
Las emociones que forman parte de nuestra dotación prenatal no tienen color, sonido, ni olor, es decir, no tienen en principio cualidades sensoriales que les sean inherentes, solo adquieren cualidad sensorial en relación a experiencias singulares en la vida de cada persona. También la ansiedad, como dice Bion, es un fenómeno sobre cuya existencia nadie duda, pero no es sensorial. No tiene las características que corresponden a los sentidos; no se puede palpar porque no tiene forma ni textura, no se ve ni se oye. Por tanto, no es accesible a través de los sentidos y solo se puede captar a través de la intuición.
Los estados protoemocionales forman parte del registro de impresiones sensoriales difusas, internas o externas, impregnadas y confundidas con un estado anímico sin metabolizar, de ahí que se denominen a veces sensoemociones. Estas pueden considerarse como signos que se procesan a diversos niveles. Si ello no es posible (debido a vicisitudes de la relación primaria) se externalizan y se convierten en síntomas. Estos pueden manifestarse como evacuación en el mundo externo, dando lugar a terrores, sensaciones de persecución, autismo, formas psicóticas, etc. También pueden evacuarse en el cuerpo (enfermedades psicosomáticas) o en el cuerpo social en forma de anomalías en el carácter, conducta rebelde, negativista, etc. Si la presión no es demasiado grande ―o si existe una cierta capacidad de contención― dichas protoemociones, a medio elaborar, pueden ser contenidas en el espacio psíquico mediante estrategias defensivas. Si la estrategia es aislarlas se transforman en agregados compactos que forman una fobia; si la estrategia es el control, en obsesiones; y en hipocondría si la estrategia es el exilio en un órgano del cuerpo.
En La importancia de la formación de símbolos en el desarrollo del Yo (1930), M. Klein destaca el papel de la angustia como factor impulsor del desarrollo mental. La capacidad del Yo para tolerar la angustia está en relación directa con su fortaleza y es la condición para el contacto con la realidad psíquica y, por tanto, para el crecimiento emocional.
Bion vincula la contención de la ansiedad, en las experiencias tempranas, al aprendizaje y al pensamiento. Ofrece un marco conceptual para comprender la relación entre las frustraciones y el pensamiento que los neurocientíficos han descrito como desarrollo cerebral. Describe el proceso por el cual el bebé que no tiene experiencias de futuro ni del mundo exterior, vive sus necesidades como algo desbordante. Una madre sensible comprende la desesperación, tolera la ansiedad y responde de un modo que transmite su comprensión (contención). El bebé percibe confianza en la respuesta compresiva de la madre y su angustia disminuye gracias a la experiencia de sentirse comprendido y contenido. Si las cosas no van bien aparece el “terror sin nombre”, ansiedades catastróficas primitivas que no han podido elaborarse a nivel del registro psíquico, fruto de las dificultades de contención por parte de los objetos primarios, de dificultades en el niño, o de ambos.
TdP.- ¿Sufren los niños crisis de angustia como los adultos?
Antònia Grimalt.- Como decía antes, las emociones que impregnan la mente del otro, son determinantes fundamentales para el desarrollo mental y constituyen el tejido conectivo en el que se establecen los contenidos mentales. De la capacidad receptiva y de escucha de los padres depende la detección de angustia en el niño. Si no existe esta disponibilidad, a menudo pasará sin ser identificada; el niño tendrá poco espacio mental para contener un aglomerado de sensoemociones, protoemociones sin nombre que pueden evacuarse en una crisis de angustia, o “ataque de pánico”, descrito como una sensación de terror acompañado de intensa taquicardia, sudoración, mareo, náuseas o sentimiento de muerte inminente. La experiencia es tan terrible que viven con el miedo de que puedan sufrir otro ataque. El niño suele hacer cualquier cosa para evitar la situación que lo provoque. Es posible, incluso, que no quiera ir a la escuela o separarse de sus padres.
La angustia surge cuando la dotación madurativa del niño no puede responder de forma adecuada a una tensión experimentada como amenazadora: el hecho de que la tensión sea de origen interno o externo, o que la dotación madurativa sea débil o inexperta, no cambia en absoluto su naturaleza. Las manifestaciones clínicas de la angustia son variadas, múltiples y cambiantes. Aparte de las manifestaciones crónicas y agudas, en la clínica infantil hay que distinguir entre las manifestaciones pre-verbales de angustia y las que surgen cuando el niño puede expresar con palabras lo que siente.
También aquí deberíamos tener en cuenta todas las situaciones de padecimiento de estrés post-traumático, cuando ha habido un acontecimiento sumamente estresante, como experiencias de abusos físicos o sexuales, ser testigo de un hecho violento, la vivencia de un desastre como un bombardeo o un huracán. El niño puede experimentar el acontecimiento una y otra vez en forma de instantáneas terroríficas, u otra clase de pensamientos perturbadores, que le llevan a un estado de pánico que puede conducir a inhibición, evitación y aislamiento, con incapacidad de comunicarse debido a fuertes sentimientos de terror y de culpa. Como resultado, pueden intentar evitar todo lo que se encuentra asociado con el trauma, o sobreactuar al sobresaltarse o tener dificultades del sueño.
A otro nivel creo que también es importante considerar un factor central en la organización de nuestra cultura que es la elevada cuota de competitividad, negación de las emociones y la substitución de los valores emocionales por el consumo material. Una de las cuestiones que están influyendo en el aumento de las crisis de angustia es el actual nivel de exigencia que se deposita en el niño, apartándolo de la parte lúdica y de contacto emocional, imprescindible para su desarrollo. Muy a menudo los padres esperan que sus hijos sean una especie de superdotados y les apuntan a un gran número de actividades extraescolares, que si bien es cierto que potencian múltiples facetas de conocimiento en el niño, también le restan tiempo que debería emplear en el juego propio de su edad y le someten a situaciones intensas de estrés.
Mi impresión es que la sociedad actual dominada por la medicina de la evidencia y el imperio de los fármacos, da muy poco espacio al reconocimiento de lo mental y emocional. La relación es de importancia vital para el desarrollo de la mente, así como el espacio y el tiempo para el desarrollo de funciones de revêrie, fantasía y ensueño. A veces los padres substituyen sus ausencias con abundantes gratificaciones materiales, y tratan al niño como un objeto inanimado o máquina que tiene que dar unos rendimientos, en lugar de ser tratado como persona.
TdP.- ¿Cómo se puede manifestar la angustia? Los terrores del niño, ¿podríamos considerarlos como expresiones de crisis de angustia?
Anònia Grimalt.- Cuanto más pequeño sea el niño, mayor participación de reacciones somáticas. El ejemplo más típico es el terror nocturno, que se trata de una conducta alucinatoria nocturna: el niño, de repente, se pone a gritar con los ojos despavoridos y la expresión aterrorizada. No reconoce ni su entorno ni a su madre y parece inaccesible a cualquier razonamiento. Suele presentar palidez, sudores y taquicardia. La crisis puede durar algunos minutos y a continuación el niño se duerme. Suelen aparecer alrededor de los 3 años como emergencia de una angustia extrema no elaborable que afecta el aparato psíquico. Su aparición intermitente se considera como una manifestación de los avatares y primeras tentativas de elaboración de las angustias edípicas.
La constatación de la angustia preverbal en el lactante y en niños muy pequeños depende mucho de la capacidad de observación y empatía del adulto. Cada madre conoce el registro de los gritos de su bebé, que expresan cólera, el placer del balanceo, una llamada y a veces también pánico, gritos que consiguen que ésta corra a su lado. Las manifestaciones somáticas evidentemente están en primer plano y pueden abocar a un corolario de trastornos somáticos: anorexia, cólicos, etc. Y, en especial, trastornos del sueño, sobre todo en la dificultad de encontrar un ritmo regular de vigilia-sueño satisfactorio.
TdP.- Y las crisis de cólera, las fugas, etc., ¿podríamos entenderlas como crisis de angustia?
Antònia Grimalt.- A veces se tiene poco en cuenta las manifestaciones inhibitorias de la angustia. Algunos niños ansiosos pueden mostrarse más bien silenciosos, tímidos, prudentes y retraídos. Pueden ser muy complacientes y deseosos de complacer al adulto. En el otro extremo están los berrinches, pataletas, gritos, evitación y desobediencia. Estas conductas pueden malinterpretarse como de oposición y “dificultad” cuando en realidad están relacionadas con la ansiedad.
Con el paso de los años el niño exterioriza su angustia, no mediante palabras pero sí mediante acciones. Así, el corolario de la crisis de angustia será, hacia los 11-12 años, el paso a la acción en formas diversas: crisis de cólera, exigencias insaciables, fugas y distintos trastornos de la conducta. Existe entonces el riesgo de que la ansiedad del adulto provoque una espiral ascendente en que la angustia de uno aumente la del otro. La contención física, firme pero benevolente, y la limitación de la destructividad del niño representan las mejores actitudes para calmar en un principio estos accesos de angustia. Si bien se describe el inicio como sin causa aparente, a menudo una entrevista clínica empática encuentra un acontecimiento o un pensamiento que precede a la crisis y la desencadena, y que suele estar relacionado con la idea de separación.
TdP.- A veces usamos indistintamente las palabras ansiedad y angustia. ¿Cuál sería la diferencia?
Antònia Grimalt.- Freud utilizó el término alemán Angst para referirse a un afecto negativo acompañado de una activación fisiológica desagradable. Este término fue traducido al inglés como anxiety. Pero en castellano y en francés tuvo un doble significado: ansiedad y angustia en el primer caso y anxieté y angoissse en el segundo. Y ambos términos tienden a utilizarse indistintamente. Sin embargo creo que podemos observar matices diferenciales entre estos dos términos relacionados con posteriores desarrollos teóricos de Freud (1926), cuando éste establece una diferencia entre ansiedad automática y ansiedad señal. Describe la primera como caracterizada por un predominio de concomitantes somáticos. Y la segunda tiene a la vez significado psíquico y una función: poner en marcha defensas para evitar el dolor de una situación traumática de desamparo. Creo que con esta diferenciación Freud nos brinda un modelo de mentalización del dolor ya que habla de una angustia con significado psíquico que tiene la función de poner en marcha defensas, de modo que el Yo pueda evitar la situación traumática de desvalimiento. En la angustia automática el Yo queda sin ligaduras, presentándose una situación traumática de indefensión: es una angustia sin significado psíquico.
Bion, retoma la angustia automática, a través del terror sin nombre y la sitúa en un contexto relacional entre dos mentes (madre-bebé). En el contexto de su teoría del pensar ―e incluido en una dinámica vincular (mente de la madre/mente del bebé)― la idea de desvalimiento psíquico se enriquece. Es indudable que la revêrie materna cumple una función de amparo mental como continente al proteger de las vivencias catastróficas de desamparo, trasformando el pánico en una emoción tolerable, y proporciona los medios para pensar y modular el dolor. Cuando esta relación falla debido a dificultades en uno u otro de los miembros del par, se perturba el procesamiento psíquico de algunas experiencias emocionales. Estas experiencias emocionales no procesadas permanecen en la psique como hechos no transformados ni digeridos. Constituyen un funcionamiento arcaico que puede hacer su irrupción en forma de crisis de angustia, pánico o somatizaciones.
El sistema de representaciones mentales nace y se va haciendo más complejo mediante la internalización de las respuestas de la madre a los estados emocionales del bebé. Este desarrollo del sistema representacional es indispensable para adquirir la capacidad de mentalización, necesaria para que el individuo diferencie sus afectos y los de los otros, regule los propios estados afectivos y dé continuidad y flexibilidad a la conducta interpersonal.
Podemos describir la ansiedad como una emoción normal que todos hemos experimentado y que forma parte de mecanismos básicos de supervivencia. Es una respuesta a situaciones de miedo que nos resultan sorprendentes, nuevas o amenazantes. La ansiedad lleva a enfrentarse a una situación amenazadora o nos prepara para escapar. Es decir, se trata de una emoción encaminada a la adaptación y la preservación, nos ayuda a enfrentarnos a situaciones estresantes y desarrollar recursos para superarlas. Sin embargo esta función puede verse alterada y dar lugar a un trastorno de angustia.
Cuando se experimenta ansiedad ante estímulos específicos (avión, serpientes, ascensor) se habla de miedos o temores. Muchos niños tienen miedo a diferentes estímulos: el miedo a la separación, a los estímulos desconocidos (como los extraños) o el miedo a estímulos que pudieron ser peligrosos para la especie en otros períodos de la evolución (alturas, serpientes) son frecuentes a determinadas edades. Se trata de miedos modulados por la experiencia que son transitorios y normales y que suelen desaparecer a medida que el niño crece.
En la práctica, un gradiente continuo relaciona angustia, ansiedad y miedo, por lo que se va desde un estado que sería puramente fisiológico (reacción de estrés) a un progresivo registro psíquico (lugar de la fantasía).
TdP.- Nos podrías diferenciar entre ansiedad o angustia propia del desarrollo y la angustia patológica en el niño. ¿Cuáles serían las claves para diferenciarlas?
Antònia Grimalt.- Un cierto grado de angustia forma parte del desarrollo sano del niño. Ansiedades de separación de corta duración, miedos a la oscuridad, a los extraños, a los ruidos, las tormentas, forman parte de las inquietudes habituales que los niños pueden experimentar a medida que crecen y maduran, y que normalmente son contenidas y elaboradas por los padres que les ayudan a metabolizarlas. Dificultades de tolerancia a la frustración en el niño o vicisitudes en las capacidades de contención de los padres, o ambos factores asociados, pueden llevar a situaciones de enraizamiento de la ansiedad que conducen a patología y dan lugar a muy diversas manifestaciones. Las relaciones entre la ansiedad del desarrollo y la angustia patológica son complejas. Además, la constatación de asociaciones patológicas denominadas “comorbilidad” ―como, por ejemplo, el elevado nivel de ansiedad asociado a los trastornos por déficit de atención y su gran frecuencia en los trastornos de ansiedad― plantea implícitamente la cuestión de la transformación del afecto ansioso en otra patología, ya sea psíquica ―fobia, inhibición, obsesión, etc.―, afectiva ―depresión―, conductual ―inestabilidad, agitación, cólera―, o que tome una expresión somática ―trastornos del sueño, de la alimentación o quejas hipocondríacas―.
Todo este abanico da cuenta de que el diagnóstico diferencial puede presentar muchas dificultades. Angustias de corta duración forman parte normal del crecimiento, y suelen desaparecer gracias a la capacidad de contención de los padres que ayudan al niño a desarrollar recursos para pensar y enfrentarlas. Sin embargo a partir de aquí pueden desarrollar trastornos de ansiedad profundamente arraigados que perduran hasta la vida adulta. La relación entre la ansiedad propia del desarrollo y la patología es compleja y nunca podrá dilucidarse en la instantánea de la observación clínica descriptiva sino que precisa acompañarse constantemente de una perspectiva dinámica. Como decía Ana Freud: No es la presencia o ausencia de angustia, su cualidad o incluso su cantidad, lo que permite predecir la enfermedad o un desequilibrio psíquico ulterior. Lo único significativo al respecto es la capacidad del Yo para dominar la angustia.
La capacidad y fortaleza del Yo está en relación con la calidad de las relaciones interiorizadas. El niño, tanto en su evolución saludable como en su patología, debe ser estudiado en la red de las relaciones con su entorno, desde un abordaje holístico, es decir, como un sistema que no puede ser explicado solamente por cada una de sus partes.
La observación del niño, la exploración de la calidad de relación con sus objetos y también la calidad de relación que tienen sus padres con él, a veces solo puede llevarse a acabo a través de un trabajo terapéutico. Sin embargo, en ocasiones, una observación cuidadosa de cómo evoluciona la situación y un trabajo de contención a los padres, permite ver el grado, la gravedad y el peligro de que se instaure como trastorno patológico, al mismo tiempo que puede representar una ayuda para que los padres puedan acercarse emocionalmente al niño y comprenderle.
TdP.- No es lo mismo un bebé que un niño de dos años, o que uno de siete, por ejemplo. Aunque ya te has ido refiriendo a ello, ¿cómo se manifiesta la angustia en las diferentes etapas evolutivas del niño?
Antònia Grimalt.- Podemos describir la emergencia de la angustia más primitiva según un eje de diferenciación / separación, en relación a los estadios precoces del desarrollo. Diversos autores la describen desde la perspectiva de fusión / difusión, utilizando los términos de angustia de vacío, de licuefacción, de hundimiento, de explosión, de desgarro, de caída, de engullimiento, de intrusión, de invasión, de caída a las profundidades, de petrificación, etc. Todas ellas son denominaciones metafóricas que pretenden dar una imagen representativa de un estado hipotético a nivel preverbal. Estas angustias surgen a partir de vivencias que amenazan a la supervivencia del Yo y, por supuesto, se relacionan con la amenaza catastrófica, no mentalizada, de perder un objeto primario continente no diferenciado de sí mismo, o con el peligro de no ser contenido en el espacio mental de dicho objeto.
La angustia de separación surge de la intervención del tercero que separa. Conocida como “ansiedad frente al extraño”, en que el bebé es capaz de reconocer la diferencia entre sí mismo y sus objetos primarios. Esto introduce secundariamente las angustias centradas en el objeto y la posibilidad de su pérdida y corresponden al trabajo de elaboración psíquica (proyección, desplazamiento, aislamiento). El bebé puede entender que la madre puede irse pero no entiende que va a regresar, lo cual conduce a ansiedad. El trastorno por ansiedad de separación, en cambio, no es una fase evolutiva normal y se caracteriza por un temor inadecuado en un niño de mayor edad de estar lejos de casa o de sus padres o familia; puede tener miedo a ir a la escuela o a estar solo y puede también presentar síntomas físicos como dolor de barriga, cefaleas, etc. A menudo “se aferran” a sus padres y tienen dificultades para quedarse dormidos. El trastorno de ansiedad por separación puede ir acompañado de depresión, tristeza o miedo a que algún miembro de la familia se vaya o muera. Aproximadamente uno de cada 25 niños experimenta trastorno de ansiedad por separación.
Cuando el lenguaje comienza a formar parte de la experiencia, las palabras desempeñan un gran papel en la disminución de la ansiedad, que puede ser entendida mediante la comunicación y el pensamiento. El niño adquiere la capacidad para pensar acerca de sus miedos, lo cual permite tolerar las frustraciones a través de la palabra y el pensamiento. Cuando se sienten desafiados por la incertidumbre se activa el pensamiento como una herramienta que les ayuda a pensar en miedos futuros, junto con la expectativa de que cuando el reto sea demasiado grande, los demás le ofrecerán una función contenedora. Sin este proceso el desafío puede dar lugar a una ansiedad excesiva, que puede contaminar las experiencias de aprendizaje y provocar inhibición.
TdP.- ¿Se interpreta de la misma forma el sufrimiento por angustia en el niño que en los adultos, o se minimiza pensando que son rabietas, maneras de llamar la atención, etc.?
Antònia Grimalt.- Por desgracia abundan las situaciones en que los padres, por sus propios problemas, trabajo, estrés, dificultades económicas, etc., no pueden ser receptivos a la ansiedad que puede experimentar el niño. Como no son ellos los que la sufren no son capaces de hacerse eco y empatizar, y lo transforman en una cuestión de que hay que “educar al niño y no hacer caso de sus tonterías”. Desgraciadamente algunos sistemas educativos en las escuelas que siguen el procedimiento de castigar a los niños, aislándoles del grupo y mandándoles a la “silla de pensar”, están cayendo en este mismo estereotipo. El niño que actúa sus ansiedades a través del comportamiento, no es capaz de pensar si no se le ayuda y lo que se fomenta con ello es un sistema de actuaciones en espiral con sus correspondientes castigos (aunque supuestamente no tienen la apariencia de castigo), que no contienen la ansiedad sino que fomentan la desesperación, instaurando un círculo vicioso.
TdP.- Y para terminar, ¿cómo abordamos los psicoanalistas las crisis de angustia?
Antònia Grimalt.- El primer paso para abordar la angustia es reconocerla, y a veces es difícil. Antes de hacer una indicación terapéutica específica para el niño creo que es importante valorar el contexto familiar, las capacidades de contención de los padres y sus posibilidades de escuchar y ayudar al niño. Si no, existe el riesgo de que los padres depositen al niño en el tratamiento como una actividad extraescolar más y se desentiendan.
El niño, desde su nacimiento, es víctima de un conflicto interno: su organización psicopatológica remite a este conflicto primitivo relacionado con las imágenes parentales de sus fantasías más arcaicas. Al ser una persona en evolución, con más razón, es importante tratar la dinámica conflictiva subyacente que le permita desencallar su estancamiento y seguir su proceso evolutivo. El espacio de juego que ofrece la terapia de orientación dinámica, la escenificación de conflictos y fantasías y sus posibilidades de metabolización son, en mi opinión, la indicación más adecuada. El ritmo de las sesiones, idealmente, debería depender de la importancia de las dificultades, de la capacidad de elaboración del material analítico entre las sesiones y del grado de las resistencias.
Hay un nivel evolutivo, que creo que es primordial de cara a la prevención y posibilidades de evolución sana: el de las ansiedades en el lactante y las patologías del vínculo primario. Es en estos momentos primitivos donde se fraguan las bases de la personalidad y los patrones de relación con el mundo. Considero que las intervenciones precoces madre-bebé, en este nivel primitivo de relación, de detección y tratamiento de las patologías del vínculo, deberían formar parte de todo el sistema asistencial en salud mental integrado en la red de servicios de preparación al parto y relación postparto.