1. Introducción
Comenzaré con un breve y sencillo ejemplo de experiencia terapéutica: Para un paciente, sentirse entendido es una excelente experiencia terapéutica. Ciertamente lo es, aunque creo que hay otra mejor. Pero para llegar a esta última será necesario recorrer un largo camino.
Ante todo, unas palabras con relación al significado de experiencia terapéutica. En el pensamiento psicoanalítico relacional se considera que la experiencia subjetiva es el centro de la vida psíquica. Todos nos sentimos a nosotros mismos y a nuestra relación con los otros, con la naturaleza y con el mundo en general, a través de nuestra experiencia subjetiva. Los pacientes que acuden en busca de ayuda psicológica lo hacen porque su experiencia subjetiva es de sufrimiento, desorientación, tristeza, ansiedad, etc. En el curso del análisis están siempre expresándose según su experiencia subjetiva, y lo que intenta el analista es que esta experiencia subjetiva deje de estar invadida por los sentimientos dolorosos y negativos que atormentan al paciente. Claro está que la experiencia subjetiva incluye procesos psíquicos inconscientes, pero aunque el sujeto no los conozca forman parte de ella y le dan su particular matiz. Por esto he considerado que, si deseamos hablar de qué es lo que da lugar a una disminución del sufrimiento del paciente y a su consecución de un mayor bienestar emocional, hemos de referirnos a experiencias, experiencias terapéuticas o experiencias que actúan como un agente terapéutico, si quiere decirse de este modo. Muchos factores, a los que a veces podemos llamar agentes terapéuticos –denominación, ésta, más mediática− pueden promover la mejoría de un paciente, pero al final, todos estos factores convergen en favorecer la aparición de una buena experiencia; una experiencia positiva que fomenta la reorganización adecuada de la mente del paciente, aunque a veces vaya acompañada de cierto grado de dolor.
Para que quede más claro lo que significo por experiencia subjetiva, me parece de gran valor recordar los cuatro aspectos de la subjetividad humana descritos por W. James (1980-1981) y citados por L. Aron (2000): a) agencia; b) sentido de distinción; c) continuidad y d) reflexión. Por a) debemos entender el sentido de la propia autonomía y capacidad de decisión, ser el autor de la propia vida. Por b), el sentimiento de individualidad, el propio self distinto de los otros selves y el centro de la vida psíquica. Por c), el sentido de continuidad a través de los cambios e, incluso, de la existencia de diversos selves en uno mismo. Por d), debemos referirnos a la consciencia de la propia consciencia, o, podemos decir, a la metaconsciencia.
2. Las cosas no son como parecían
Orientaré este trabajo desde otra manera de ver el mundo y los acontecimientos que en él tienen lugar, muy alejada de la propia de la ciencia positivista e, incluso, de la ciencia de la postmodernidad, la manera que en el momento presente nos ofrecen las ciencias de la complejidad.
Todo en nuestro mundo forma parte de un sistema o de varios, como veremos más adelante, y lo que deseo subrayar ahora es la no linealidad de los sistemas. Decimos que un sistema es no lineal cuando la interacción entre sí de sus elementos componentes da lugar a la aparición de fenómenos emergentes, como son la capacidad de adaptabilidad y de autoorganización, que no pueden explicarse ni por la suma ni por la composición de dichos elementos. De aquí se deriva una situación de enorme complejidad por el gran número de variables que en ella intervienen. Seguiré hablando de estos conceptos más adelante.
Existe un amplio acuerdo en el mundo de la ciencia con relación a que desde la aparición de las llamadas ciencias de la complejidad —también conocidas, simplemente, como complejidad, o como no linealidad, o teoría del caos, o caos determinista— todos nuestros conocimientos deben ser revisados. Nada es como pensábamos antes de las investigaciones acerca de la complejidad propiciadas por los avances de la ciencia y la tecnología instrumental. El mundo de la naturaleza, nosotros mismos en tanto que seres vivientes, y los fenómenos que podemos observar, tanto materiales como psíquicos, no pueden ser explicados por leyes sencillas y elegantes ni reducidos a sus elementos componentes, porque la auto-organización y adaptabilidad de un sistema al medio que le rodea y a sus posibilidades de supervivencia –o sea, la posibilidad de mantenerse lejos del equilibrio termodinámico o entrópico, porque este equilibrio significa la muerte para los sistemas vivos− depende de la ininterrumpida interacción de este sistema con el medio que le rodea −que absorbe y disipa energía− y de la interacción de sus elementos entre sí. La posibilidad de la emergencia da lugar a lo imprevisible, a saltos discontinuos en la evolución de cualquier sistema, a resultados inesperados, a la aparición de fenómenos nuevos y sorprendentes. Pequeñas causas pueden dar lugar a grandes efectos y viceversa.
En la teoría psicoanalítica, siempre ha sido una cuestión muy debatida y nunca totalmente aclarada la que concierne a qué es lo que da lugar a una modificación positiva en la mente del paciente. Lejos ya de la ingenua creencia de que el supuesto conflicto edípico causante de los síntomas de los pacientes que acuden en busca de ayuda se reproduce en la llamada neurosis transferencial, y que la interpretación de tales conflictos intrapsíquicos dará lugar a la desaparición de la neurosis, el interrogante sigue en pie y el intento de dilucidarlo ha sido, en gran medida, lo que ha dado lugar a la aparición de diferentes escuelas psicoanalíticas y también, por qué negarlo, a la aparición de otro paradigma psicoanalítico distinto del freudiano y de sus variantes como son la psicología del yo, la escuela kleiniana, la orientación propugnada por Ana Freud, la escuela francesa, el llamado “grupo independiente” británico, etc. Este nuevo paradigma al que me refiero es el propio del psicoanálisis relacional, en el cual yo baso mi práctica clínica y mi teoría.
La aplicación de la no linealidad a la reflexión acerca de las experiencias terapéuticas en el proceso psicoanalítico no señala líneas técnicas a seguir, pero sí creo que los conocimientos fundamentados en la no linealidad y la complejidad subsiguiente nos pueden dotar de una sensibilidad distinta a la que teníamos antes, imbuidos de la ciencia positivista y de la orgullosa fe en nuestro saber, lo cual nos lleva a situarnos frente al paciente en una actitud más favorable para la ayuda que podemos prestarle. No olvidemos que la actitud interna que percibimos en el otro es aquello que nos lo hace creíble o no creíble, por encima o por debajo de lo que expone o pretende. Intentemos, pues, mejorar nuestra actitud, y con ella, nuestra credibilidad ante los pacientes.
Pienso que el psicoanálisis relacional y las ciencias de la complejidad coinciden a causa de la importancia que ambos dan a los organismos vivos en tanto que sistemas dinámicos adaptables y auto-organizadores, así como en su común interés centrado en el fenómeno de la emergencia como resultado de la interacción de los elementos componentes de los sistemas y de los propios sistemas entre sí. Posiblemente, estas coincidencias se deben a que, como veremos, parece que Ferenczi mantenía una visión del psicoanálisis, desde una intuición personal muy adelantada a su época, acerca de la gran complejidad de la mente y de las relaciones humanas, contrariamente al pensamiento lineal de Freud vinculado a la ciencia positivista de su tiempo. Volveré a retomar esta cuestión más adelante y también me referiré a la teoría general de los sistemas.
3. Un poco de historia
Algunos años después de lo que podemos considerar la creación del psicoanálisis por parte de Freud, surgieron fuertes desavenencias entre este último y su más íntimo discípulo, Sandor Ferenczi, a quien con razón podemos considerar co-creador del psicoanálisis, junto a Freud, más que como simple discípulo. Es bien sabido, por ejemplo, que Ferenczi acompañó a Freud en su viaje a los Estados Unidos cuando fue invitado por la Stamford Clark University en 1916, donde dictó sus Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, y también sabemos que cada mañana, antes de las mismas, Freud y Ferenczi paseaban juntos y entre los dos esbozaban las líneas principales de la conferencia. Y las desavenencias se centraron, principalmente, en la naturaleza de aquello que podía provocar una modificación favorable en el estado psíquico del paciente, así como en los medios que debían emplearse para ello; por lo tanto, en las experiencias terapéuticas y en la manera de activarlas. Para Freud −según quien todo proceso psíquico es una expresión de las pulsiones sexuales o de muerte− la vía de curación estribaba en desvelar al paciente, a través de las interpretaciones, sus conflictos intrapsíquicos inconscientes, centrados en lo que él llamó el Complejo de Edipo, para dar lugar a un insight acerca de los mismos. Dicho en los términos más breves posibles, hacer consciente lo inconsciente.
Pero para Ferenczi (Daurella, N., 2014a), las cosas eran mucho más complejas. La formación de la mente humana no podía reducirse al desarrollo de dos pulsiones −la sexual o libido y la de muerte o agresiva− y de las fantasías endógenas sin relación alguna con la realidad, ni su estudio podía limitarse a la investigación de la expresión, vicisitudes, desplazamientos y sublimación de tales pulsiones. Y pensaba Ferenczi, consecuentemente, que los pacientes precisaban, para la desaparición o alivio de sus sufrimientos, mucho más que una interpretación de los supuestos conflictos intrapsíquicos inconscientes para hacerlos conscientes y, con ello, lograr su disolución. Para sus fines se afanó en idear diferentes técnicas y estrategias en su ejercicio clínico –etapa clásica, etapa activa o frustrante− hasta llegar a la etapa denominada neocatártica, en la que se concluyó que son el rígido superyó del paciente, la carencia de amor y ternura y las privaciones afectivas padecidas las causas de su sufrimiento (Villamarzo, P., 2002). No es mi propósito, aquí, referirme a tales etapas. Lo que sí me interesa es poner de relieve la convicción de Ferenczi de que para ayudar a los pacientes es necesario no solo comprender intelectualmente sus conflictos intrapsíquicos, sino también rechazar toda hipocresía en el trato con ellos, admitir los propios errores, acompañarles como una madre amorosa y tratar de ayudarles en lugar de verles como objeto de investigación para fundar una nueva ciencia, tal como era la meta de Freud. Pienso que todo lo que acabo de exponer pone de manifiesto que Ferenczi tuvo una clarividencia genial y desde buen principio, la teoría relacional del psicoanálisis nació a partir de la perspectiva de lo que ahora llamamos la no linealidad y la subsiguiente complejidad.
Si nos preguntamos ahora de dónde y por qué surgieron estas divergencias entre Freud y Ferenczi, para mí la respuesta es que estas procedieron del método que, desde sus comienzos, se ha empleado en psicoanálisis. Para sus propósitos terapéuticos y de investigación, Freud ideó un método a la vez sencillo y maravilloso: invitar al paciente a hablar libre y espontáneamente de todo lo que aparezca en su mente, sin limitación alguna, y sentarse a escucharlo. Lo que sucedió, sin embargo, es que Freud empleó este método muy desde los inicios de su creación del psicoanálisis, para poner de relieve que todos los procesos psíquicos son una expresión enmascarada o transformada por mecanismos internos de la pulsión instintiva sexual. Una idea que, según creía, debía defenderse a todo trance, como bien claro queda en la correspondencia entre Jung y Freud, en la que este último le dice a Jung que “debemos defender la teoría sexual como un fortín”, en términos mucho más propios de un combativo ideólogo que de un científico (Jung, C.G., 1964).
Pero lo que sucedió fue que Ferenczi, que no se encontraba movido por este interés en que el método de escuchar al paciente hablando libremente, sin coerciones ni trabas de ninguna clase, sirviera para mostrar tajantemente la omnipresencia de la sexualidad, descubrió otras cosas muy distintas de la pulsión sexual y de la pulsión agresiva. En este punto juzgó que Freud fue un aprendiz de brujo, porque con su método los seres humanos se mostraron de manera muy distinta a la que él esperaba. Con el mismo método, Ferenczi, y después de él otros muchos, descubrieron la naturaleza esencialmente relacional de los seres humanos, su sociabilidad, su necesidad de dar y recibir afecto, su ansiedad ante la contingencia, la muerte y la soledad, su deseo de sinceridad y honestidad en el trato con los otros, su creatividad, su capacidad de captar la belleza y de crearla, y todo esto no como una manifestación encubierta de una u otra pulsión, sino que, contrariamente a lo que creía Freud, Ferenczi y estos muchos otros descubrieron que eran precisamente estas diversas dimensiones de la mente humana las que canalizaban y daban forma a las expresiones de la sexualidad y la agresividad, no al contrario. A partir de esta distinta forma de escuchar a los pacientes, las divergencias entre ambos colaboradores fueron inevitables y quedó establecido el germen de la futura división de la comunidad psicoanalítica en dos grandes bloques o paradigmas. Para uno de ellos, el propiamente freudiano, el ser humano es enteramente pulsional, con su mente como una entidad encerrada en sí misma y separada del exterior, una mente cartesiana, y la terapéutica de las perturbaciones psíquicas debe centrarse en la interpretación de las fantasías inconscientes derivadas de dichas pulsiones. Para el otro, el de Ferenczi, el ser humano es inmanentemente social, no existe la mente humana fuera de la interacción con el otro, y es la nueva interacción con el analista el camino que conduce a la modificación de las alteraciones emocionales y a la reorganización de la mente de los pacientes.
Aunque Ferenczi fue repudiado por el círculo de los inmediatos discípulos de Freud, especialmente por Jones y Abraham, su legado fue recogido directamente por muchos psicoanalistas, entre los que podemos citar muy especialmente a M. Balint (Daurella, N., 2014b), R. Fairbairn (Rodríguez Sutil, C., 2010), Clara Thompson y, entre otros, aunque muchas veces sin mencionarlos, por E. Fromm, H.S. Sullivan, F. Fromm Reichmann, K. Horney, F. Alexander, Sandor Rado y, posteriormente, H. Kohut (Ávila Espada, A., 2014). Este legado cursó, a través de generaciones de psicoanalistas en las que permaneció excluido de la corriente principal del psicoanálisis, como un río subterráneo, debido a la marginación que sufrieron las ideas de Ferenczi. Pero en la década de los 90 del pasado siglo los grandes y rápidos avances de la neurociencia −con sus asombrosas aportaciones a través de las técnicas visuales de radioimagen− los avances en la minuciosa y detallada observación de las relaciones bebés-padres lograda mediante los modernos medios audiovisuales, así como las investigaciones de J. Bowlby (1969, 1972, 1980) acerca de la motivación del apego (aceptadas por toda la comunidad científica internacional, junto a las nuevas concepciones de la filosofía del lenguaje que nos enseñan que la palabra es un acto y que, por lo tanto, paciente y analista interactúan continuamente entre sí), dieron un empuje definitivo a las ideas de Ferenczi, y con todo ello, el río subterráneo del psicoanálisis relacional afloró con todo su inmenso caudal, principalmente de la mano de S. Mitchell (1998, 1993, 1997, 2000).
4. La no linealidad/complejidad [1]
Mi intento, al escribir esta breve revisión histórica acerca de las relaciones entre Freud y Ferenczi y los orígenes del psicoanálisis relacional, ha sido el de situar al lector en una mejor posición para la comprensión de mi afirmación de que toda investigación o simple reflexión acerca de qué es aquello que da lugar a un cambio positivo en el paciente en el proceso psicoanalítico, aquello a lo que muy sencillamente podemos denominar experiencia terapéutica, de ninguna manera puede reducirse a un único y escueto factor, como puede ser la interpretación de un conflicto inconsciente o la nueva experiencia de relación con el analista, sino que, forzosamente, han de intervenir en ello un gran número de variables, de las cuales podemos tener solo un conocimiento aproximado. Sin embargo, no por ello hemos de renunciar a un esfuerzo para acercarnos lo más posible a la comprensión de los múltiples factores que favorecen la disminución del sufrimiento en los pacientes.
Puesto que hay algo más que diferencia entre los dos grandes bloques o paradigmas −el pulsional y el relacional— y que es de interés para los fines de este trabajo, deseo detenerme en ello. El paradigma pulsional de Freud fue construido según la ciencia de su época, positivista y lineal, según ya he dicho antes. Un paradigma que ofrece la perspectiva de un mundo ordenado, previsible, guiado por la lógica, donde todos los fenómenos y entes de la naturaleza pueden ser explicados por leyes sencillas y pueden, finalmente, ser reducidos a sus elementos componentes; un mundo en donde hay una relación proporcional entre la causa y el efecto, y en donde la evolución y el crecimiento siguen una secuencia igualmente previsible y lineal, y en el que hay un grupo de ciencias que se denominan exactas por su naturaleza. En términos matemáticos, los fenómenos investigados se expresan con las ecuaciones diferenciales lineales.
Pero el paradigma relacional, inevitablemente por su propia naturaleza, implica y se entrelaza profundamente con el conocimiento del mundo que nos han descrito las ciencias de la complejidad. Advirtamos, para no caer en reificaciones, que al hablar de complejidad no debemos referimos a una idea abstracta como una entidad en sí misma, sino que es el término con que se puede describir un estado real de un conjunto de elementos. Veámoslo en palabras de W. Coburn (2014:60):
“Generalmente (la complejidad) se refiere a una cualidad o característica de un conjunto de constituyentes (e.g. células biológicas, personas, gobiernos) que se relacionan entre ellos de alguna manera (un sistema). Se supone que tal sistema –un sistema abierto— es capaz de: (1) absorber y usar un flujo de energía; (2) conducirse auto-catalíticamente (auto-generativo y auto-transformativo) y (3) adaptarse al medio ambiente para asegurar su supervivencia e incrementar su eficiencia”
Un mundo, el que nos ofrecen las ciencias de la complejidad, que se descubre mucho más obscuro e imprevisible de lo que en la Modernidad llegó a pensarse, en el que se perciben los fenómenos de la naturaleza y de los seres vivos como constituidos e influenciados por un número enorme de variables que impiden que puedan explicarse por leyes sencillas o que puedan reducirse a un número abarcable de elementos constituyentes; un mundo cuyo estudio solo pudo iniciarse con la aparición de los potentes ordenadores actuales capaces de manejar un grandísimo número de variables; un mundo más saltarín, mucho menos previsible, aparentemente más desordenado, pero solo aparentemente, porque ahora sabemos que el caos es determinista; un mundo en el que pequeñas causas pueden producir grandes efectos y viceversa, ilustrado con frecuencia por el ejemplo de que el aleteo de una mariposa en Java puede producir un tornado en Nueva York. En este mundo de la complejidad las ciencias exactas ya no son tan exactas como creíamos. De la misma manera, podemos decir que la física cuántica nos ofrece posibilidades, pero nunca certezas. Los fenómenos, desde esta perspectiva, se investigan y expresan matemáticamente con las ecuaciones diferenciales no lineales, que son, como afirma Van Spruiell (1993), “ecuaciones en las cuales las variables de la ecuación interaccionan entre sí de una forma compleja y no aditiva”. Y esta interacción entre sí de las variables de cualquier sistema y proceso de forma no aditiva sino compleja nos da la clave de la cuestión, porque ello es lo que da lugar a la aparición de la emergencia; o sea, de fenómenos nuevos y no explicables por la suma y la constitución de los elementos que han interaccionado. Para poner un ejemplo, todos los analistas con experiencia en dinámicas de grupo saben que en él aparecen fenómenos psicológicos que no pueden explicarse únicamente por las características personales de los componentes del grupo, sino por la interacción de estos componentes entre sí.
Para no alargarme demasiado, me limitaré a recordar que sabemos, desde la teoría general de los sistemas, creada por L. von Bertalanffy, que todo nuestro mundo está organizado en sistemas. Un sistema es un conjunto de elementos, sean de la naturaleza que sean, que se relacionan entre sí y donde cada elemento es función de otro elemento, de manera que ningún elemento permanece aislado (Ferrater Mora, J., 1979). La teoría general de los sistemas nos enseña que todos los sistemas obedecen a leyes similares, aun cuando estén compuestos por elementos de muy distinta naturaleza: sistemas ecológicos, biológicos, políticos, sociales, culturales, económicos, históricos, sociológicos, científicos, etc., y que cada ser vivo es en sí mismo un sistema adaptativo, por tanto no lineal que, a la vez, es elemento componente de otro u otros sistemas que se relacionan y se interpenetran entre sí. Y nos dice la ciencia que los elementos de todo sistema muestran preferencia para alcanzar una determinada configuración relacional entre sí y estabilizarse en ella, a la cual llamamos estado atractor. Este concepto es de especial importancia para los analistas, puesto que nuestro trabajo consiste en el intento de cambiar el estado psíquico de nuestros pacientes y para la ciencia actual, cambiar es pasar de un estado atractor a otro (Thelen, E. y Smith, L., 1994). Es decir, que ahora sabemos, desde el punto de vista de la ciencia actual, que “las experiencias terapéuticas en el proceso psicoanalítico son aquellas que logran que el estado atractor de la mente de los pacientes se configure en un distinto estado atractor”.
En general suele hablarse de contexto para referirse al entorno relativamente reducido de un paciente, sea familiar, laboral, social o cultural, aunque en sentido estricto también es un sistema. Todo ser humano, en tanto que ser vivo, es un sistema abierto, dinámico y no lineal, en ininterrumpida interacción con el medio ambiente.
5. Las actitudes del analista con relación a las experiencias terapéuticas
5.1. Algunas consideraciones acerca de la actitud
Desde la perspectiva del psicoanálisis relacional la actitud del analista con relación a los pacientes y a sus propias teorías es fundamental para la posible aparición de experiencias terapéuticas en el paciente. Creo que esto es algo de lo que difícilmente puede dudarse. Para poner un ejemplo, recordemos que hoy en día existe un consenso total, con relación a la enseñanza escolar, en el sentido de que la actitud del profesor tiene una enorme importancia en el aprovechamiento de los alumnos. Nadie niega ya que un profesor cercano, comprensivo con las dificultades, que intenta hacer atractiva la materia que explica y que se gana la simpatía de sus discípulos obtiene mejores resultados que quien se limita a dar las explicaciones pertinentes con una actitud fría y alejada de quienes le escuchan. ¿Cómo, por tanto, puede no ser decisiva en un tratamiento psicoanalítico la actitud de quien debe ayudar a otro en su sufrimiento emocional? Afirmo, sin vacilar, que sin el desarrollo de la actitud adecuada, todos los conocimientos de un analista sirven muy poco o para nada e, incluso, pueden obrar en perjuicio del paciente.
De ninguna manera podemos pensar que el tener en cuenta la complejidad del mundo en que vivimos nos permite extraer técnicas para emplear con todos los pacientes, ni tan solo en determinados pacientes en determinadas situaciones. Pensar o intentar esto es exactamente lo contrario del fruto que puede proporcionarnos el conocimiento de la no linealidad y la complejidad. Lo que sí obtenemos de este conocimiento es otra actitud y otra sensibilidad que no tendríamos sin él. Antes de seguir adelante me permito plantear, como ilustración, algo que, muy a menudo, se nos presenta como una situación analítica en toda su pureza: el clásico “aquí y ahora” en el que se encuentran paciente y analista, en el sentido de que se suele considerar que todo lo que sucede en este “aquí y ahora” puede explicarse como nudo, resultado del juego transferencia-contratransferencia (Joseph, B., 2013). Pero para que esto fuera realmente así debería darse a los términos transferencia y contratransferencia, no el sentido que se les da dentro del lenguaje analítico tradicional, sino que deberíamos significar con los mismos la totalidad de la vida psíquica de ambos participantes, consciente e inconsciente, desde su nacimiento hasta el momento presente que, por cierto, se encuentra siempre preñado de futuro. Porque así es como acuden a este “aquí y ahora” paciente y analista, con todo su pasado, su presente y el futuro que anida en sus mentes. Pero aún hay más, porque cada uno de ellos pertenece no a un contexto, sino a muchos contextos y acude a la sesión con ellos, porque no se sale de un contexto y se entra en otro como si se saliera de una habitación para entrar en otra, sino que llevamos con nosotros o, mejor, encarnados en nosotros, todos los contextos a los que pertenecemos o hemos pertenecido, dialogando e interpenetrándose entre sí, y allí están, en este aparentemente puro y escueto “aquí y ahora”.
Por lo tanto, a partir de la teoría general de los sistemas y la no linealidad, sabemos que todo está organizado en sistemas que se interpenetran continuamente y que cada elemento de un sistema puede, a su vez, ser él mismo un sistema. De manera que, en esta situación de puro análisis del “aquí y ahora” de paciente y analista, se presentan varios sistemas a los que ellos pertenecen. Sucede, también, que las modificaciones y movimientos de un sistema pueden, aunque globalmente afectan a todo el sistema, expresarse “localmente”, en uno o varios componentes; es decir, para lo que nos interesa a nosotros, en uno o varios seres humanos. Esto, que puede sonar un poco extraño, puede comprobarse contemplando la facilidad con que en ocasiones, un solo o varios individuos provocan un movimiento de grandes masas. El suicidio de un joven en una plaza de Túnez, por ejemplo, provocó el inicio de lo que se ha llamado la Revolución o Primavera árabe. También el famoso Muro de Berlín se derrumbó de la misma manera: un grupo, más o menos numeroso de alemanes del este, se dirigió al muro con ánimo de derribarlo, los hasta aquel momento terribles guardianes del muro quedaron como paralizados e, inmediatamente, una inmensa muchedumbre siguió el ejemplo del primer grupo y en poco espacio de tiempo se acabó con el muro. También con las costumbres y hábitos sociales ocurre lo mismo: alguien las inicia y rápidamente muchísimos los siguen. Lo que sucede es que, en estos casos, un sujeto determinado expresa “localmente” un tipo de movimiento o modificación que, en realidad, está afectando ya todo el sistema y es por ello que su gesto se propaga con la rapidez de un incendio. Y para acabar con los ejemplos, las técnicas de radioimagen nos muestran que lo mismo tiene lugar en el cerebro. Cuando pensamos, recordamos, experimentamos un sentimiento o nos movemos, se “encienden” unos determinados circuitos neuronales, pero los neurofisiólogos saben muy bien que todo el sistema que es el cerebro es el que está funcionando, aunque esta función se muestra, en la neuroimagen, localizada en una determinada zona del cerebro. Es por todo ello, que desde la complejidad se dice que no son los individuos lo que cambian, sino que es el sistema al que pertenecen el que cambia. Dicho en términos más sencillos y habituales: en un momento determinado, un individuo se convierte en el portavoz de todo el sistema. En política y sociología los ejemplos se multiplican.
Bien, pues todo esto es lo que hemos de tener en cuenta los analistas cuando estamos “aquí y ahora” con el paciente, no puedo cansarme de repetirlo. Claro está que, en la realidad de la clínica, y en nuestra propia experiencia, solo observamos fenómenos: tristeza, alegría, ansiedad, miedo, deseo, amor, odio, sexualidad, pesimismo, optimismo, desesperación, esperanza, demanda de ayuda, disposición a darla, etc., no sistemas ni ideas abstractas acerca de la no linealidad, estados atractor y cosas semejantes. Y, como mucho, podemos saber algo del contexto inmediato en que nos movemos el paciente y el analista, y algo de los contextos pasados; pasados, pero que nunca nos abandonan, de la misma manera que sabemos que los efectos de los rayos ultravioleta se acumulan en la piel cuando nos exponemos al sol y nunca desaparecen aun cuando el sujeto no vuelva a situarse bajo los rayos del sol durante el resto de su vida. También sabemos que, en este “aquí y ahora”, los analistas y los pacientes estamos influenciándonos mutuamente y, como analistas, no debemos huir de la realidad de esta influencia mutua y sus consecuencias, sin que por ello todos estos saberes que nos aporta el conocimiento de la no linealidad y la complejidad nos indiquen pautas técnicas o estrategias a seguir. Aunque sí que nos hacen conscientes de la colosal cantidad de variables que interviene en cada momento del encuentro paciente-analista, cosa que hace completamente ilusoria la creencia de que, verdaderamente, sabemos lo que sucede y por qué sucede, en la mente del paciente. Lo único que podemos conocer, y aún solo aproximadamente, es lo que sentimos y lo que pensamos; es decir, nuestra propia experiencia subjetiva en el “aquí y ahora” con el paciente, ya que todo lo demás son inferencias derivadas de esta experiencia subjetiva, y pienso que ser conscientes de todo ello da lugar a un cambio de actitud en los analistas. Personalmente, siento con fuerza que mi actitud y mi sensibilidad frente al mundo y frente a los pacientes no es la misma que la de antes de interesarme por las ciencias de la complejidad, y con ello, no hago más que seguir el ejemplo de muchos de los psicoanalistas que siguen la teoría relacional del psicoanálisis.
Ya he dicho, en el apartado 1, algo acerca de la actitud, pero cuando intentamos avanzar más nos encontramos con que con ella nos ocurre como con tantos otros conceptos o términos de los que todos entendemos el significado y su manifestación práctica, pero que no acertamos a definir o describir con palabras. Pero he encontrado una definición sencilla de actitud que creo muy útil para el empleo habitual del término en el Webster’s Enciclopedic Unabridged Dictionary. Describe así la actitud: “manera, disposición, sentimiento, posición, etc., con relación a una persona o cosa”. Y también: “posición o postura del cuerpo apropiado para una acción o su expresión” (1996: 96).
Es cierto que las personas suelen expresar de alguna manera sus actitudes. Pero como analistas sabemos que existe otra connotación del término, con la cual pretendemos indicar un sentimiento muy visceral que nos aparece cuando vemos o escuchamos a alguien, y que nos lleva más allá de sus palabras; un sentimiento acerca de lo que llamamos la “verdadera” actitud de esta persona, algo que trasciende sus palabras, un como leer entre líneas para percatarnos de su íntimo sentir, pensar y desear que pueden, o no, corresponder con lo que dice o expresa de la forma que sea. La actitud de una persona es algo que intuimos, entendiendo por intuición la visión directa e inmediata de una realidad, atravesando todas las percepciones que pueden encubrirla o enmascararla. En la práctica de la vida cotidiana, todos, analistas o no, sabemos perfectamente la importancia de la actitud que percibimos en el otro; sentimos algo que, generalmente, nos resulta inefable si tratamos de describirlo verbalmente, y que es aquello que hace que este otro se nos haga agradable o desagradable, busquemos su contacto o lo rehuyamos, nos inspire afecto o desprecio, lo sintamos próximo o lejano, experimentemos confianza o desconfianza, creamos o no creamos en lo que nos dice. Y, como psicoanalistas, pensamos que el conocimiento de la complejidad nos ha de llevar a una actitud de humildad ante nuestras grandes limitaciones en lo que concierne al conocimiento de lo que sería una pretendida realidad objetiva; a una actitud de reconocimiento de nuestra falibilidad, de flexibilidad, de apertura, de un huir de dogmatismos, de honestidad y sinceridad, de respeto a los pacientes y de reconocimiento de la individualidad irrenunciable de cada uno, y, todo ello, envuelto y matizado con un sentimiento de indestructible esperanza y con el firme convencimiento de que esta actitud es el mejor agente que puede darse en el proceso psicoanalítico para fomentar las experiencias terapéuticas.
Conviene decir algo acerca de esta actitud de esperanza. Desde la perspectiva de la ciencia lineal, todos los acontecimientos se hallan predeterminados, los recursos con los que se cuenta son los ya existentes desde el comienzo, todo sigue sus pasos, y en teoría, no debería haber sorpresas porque siempre ha de darse una proporción entre causa y efecto. Una antigua sentencia dice: “El psicoanálisis no da lo que la naturaleza no ha otorgado”, y ello es cierto desde la ciencia lineal. Pero desde la perspectiva de la no linealidad sabemos que existe, como ya he dicho, el fenómeno de la emergencia, la aparición de un hecho nuevo y no esperado producto de la interacción entre dos sistemas o entre los componentes de un mismo sistema; en el caso del proceso psicoanalítico, entre los dos componentes del suprasistema que es la díada analítica compuesta por paciente y terapeuta. Por lo tanto, en cualquier momento puede darse una experiencia de interacción que da lugar a la emergencia de una nueva organización de la mente del paciente, con aparición de nuevos recursos y posibilidades, o, dicho de una manera más estricta, a una desestabilización del estado atractor de la mente del paciente que conducirá a la configuración de otro estado atractor. Domínguez, R. y Ávila, A. (2013) dan un bello ejemplo de esta posibilidad de la esperanza en el tratamiento de una ex-prostituta. También los autores del llamado Boston Change Study Group (BCSG) han descrito estos momentos de interacción transformadores —que, a mi entender, cumplen con la esperanza— a los que denominan momentos de encuentro (1989). Son momentos en los que paciente y analista se encuentran, inesperadamente, desde el punto de vista personal, trascendiendo enteramente lo que, en términos clásicos se denomina transferencia y contratransferencia. No me extiendo más sobre los estudios del BCSG, porque los he descrito detalladamente, en colaboración con Ángeles Codosero[2]. Tan solo quiero añadir que pienso que se entienden mejor estos momentos si los concebimos como el encuentro de dos distintas experiencias subjetivas, con el resultado de un cambio en ambas, en la del paciente y la del analista.
5.2. La actitud del psicoanalista en la práctica clínica
Desde la perspectiva del psicoanálisis relacional, la actitud del analista con relación a los pacientes y a sus propias teorías es fundamental para la posible aparición de experiencias terapéuticas en el paciente. Los analistas relacionalistas no nos sentimos inclinados a formular interpretaciones en el sentido tradicional del término, al que me he referido ya muy extensamente en otro momento (1995), y creo poder asegurar que su empleo en este sentido va decreciendo entre quienes siguen el paradigma relacional. Pienso que los nuevos conocimientos que el paciente obtiene acerca de su mente mediante la formulación de interpretaciones tendentes a desvelar algo que él ignora acerca de sí mismo —y que el analista se supone que conoce— no producen auténticos cambios en su estado psíquico, sino, a lo sumo, intelectualización, sumisión o, en el mejor de los casos, aprendizaje o una identificación con la manera de pensar del analista. El cambio únicamente se produce cuando, a través del diálogo, el paciente piensa y siente lo que antes no pensaba ni sentía, lo cual conduce a que, en determinados momentos, surjan –como fenómenos emergentes de la interacción de las dos subjetividades— nuevos pensamientos y sentimientos, y más amplios horizontes de experiencia y de conocimientos acerca de uno mismo —en ambos interlocutores, por cierto— y podemos decir que ello se logra a través de un distinto tipo de interpretación sin dueño, que pertenece por igual a los dos. Tengamos en cuenta, para la comprensión adecuada de lo que estoy diciendo, que tanto nuestra experiencia clínica como lo que ponen de relieve las encuestas llevadas a cabo en profesionales de la salud mental después de su psicoanálisis, muestran que los analizados están continuamente observando nuestra actitud y que, aquello que para los analistas es una interpretación, para el paciente a quien va dirigida es una muestra de la actitud –que puede catalogar en un amplísimo espectro de posibilidades— del primero para con él y para con sus propias teorías.
Lo último que acabo de decir da razón del porqué los psicoanalistas y psicoterapeutas de las más diversas escuelas de psicoanálisis que, indudablemente, formulan muy diversas interpretaciones, sienten y dicen que sus pacientes mejoran, aunque es de suponer que no todos lo hacen. Y al afirmarlo no mienten, porque además de confirmarlo los pacientes, también lo confirman las encuestas. Lo que estas nos dicen, en general, es que los pacientes tratados con técnicas de orientación psicodinámica –es decir, psicoanalítica en un sentido amplio y diverso— obtienen cambios positivos en su estado psíquico en una proporción significativa. La explicación a este hecho es evidente. Los pacientes mejoran siempre, en el grado que sea, cuando sienten que la actitud del analista tiene las cualidades a que antes me he referido (de apertura, flexibilidad, dedicación, honestidad, etc.), sea cual sea el contenido de las interpretaciones que les ofrece. Es decir, la actitud, si es sentida como idónea por el paciente, es el factor clave que da lugar a la experiencia terapéutica. Y al decir esto no debemos olvidar que también las explicaciones que un paciente recibe promueven las experiencias terapéuticas si se ajustan de manera suficientemente coherente a su realidad, porque le permiten construir una narrativa que da sentido a su sufrimiento y a la secuencia de su vida. Pero esto también dependerá de la actitud que el paciente perciba en el analista.
Siguiendo a W. Coburn (2014) pienso que, aun cuando es mi deseo huir de normas o generalizaciones aplicables a todos los pacientes y a todos los analistas (algo, como ya he dicho, totalmente opuesto a lo que nos enseña el estudio de las ciencias de la complejidad), sí que creo que algunos matices en la actitud del analista son propios de la especial sensibilidad adquirida mediante el conocimiento de la no linealidad/complejidad. Algunas de las características distintivas de la actitud de los analistas que trabajan desde esta última perspectiva son, según Coburn: el respeto a la complejidad de la experiencia humana y la individualidad personal; no olvidar nunca el contexto en el que tiene lugar toda experiencia emocional; tener siempre en cuenta el pasado, el estado actual de la mente del paciente y las circunstancias envolventes; la aceptación de nuestra ineptitud epistemológica; no dejar de tomar en consideración la auto-catálisis y recurrencia propia de todo sistema; distinguir entre dos dimensiones del discurso: el fenomenológico y el explicativo; el diferenciar, en los pacientes, entre la responsabilidad emocional y la libertad limitada; mantener una esperanza radical y la práctica del psicoanálisis dentro de la hermenéutica de la confianza. Creo que, después de todo lo que he expuesto hasta ahora, pueden comprenderse sin dificultad el sentido y el por qué de estos rasgos señalados por Coburn. Sin embargo, comentaré brevemente alguno de ellos a mi manera.
Pienso que el conocimiento de la no linealidad forzosamente nos ha de conducir a una actitud de respeto ante la complejidad de la experiencia humana; una actitud totalmente alejada de la de sentirnos, los analistas, equipados con teorías que nos sitúan en posesión de la verdad acerca de lo que está ocurriendo en la mente del paciente y convencidos de que nuestra misión es la de explicárselo reiteradamente para llevarle al convencimiento de tal verdad. Desafortunadamente, esta es la actitud que ha sido más habitual hasta finales del pasado siglo. Esta misma complejidad nos conduce a reconocer la individualidad de cada persona, la imposibilidad de que existan dos seres humanos absolutamente iguales y, por tanto, al rechazo a creer que podemos tratar a todos siguiendo técnicas o fórmulas preestablecidas.
No existe el individuo aislado. Todo estado mental y todo comportamiento de un sujeto –en tanto que sistema abierto, dinámico y no lineal— es una respuesta y adaptación al medio con el que continuamente interacciona; la mente no es un ente aislado, sino un conjunto de procesos totalmente integrados con el resto del organismo. No puede entenderse a la persona sin tener en cuenta su contexto, en la medida de lo posible. Y esto último aún sin olvidar que, en la práctica clínica, nos es totalmente imposible conocer los distintos contextos en los que ha vivido el paciente; contextos que, de alguna manera, se hallan presentes en su contexto actual y en el contexto de la situación analítica. Lo último que acabo de decir nos impone lo que Coburn denomina nuestra ineptitud epistemológica, frente a la realidad en general y frente al paciente en particular.
Con los términos de recurrencia o auto-catálisis se significa una propiedad cuyo conocimiento es indispensable para la comprensión de los sistemas no lineales. Veamos las palabras de Coburn (2014:74) a este respecto:
“Esta actitud (la auto-catálisis y recurrencia), fundada en que los componentes de un sistema producen su propio agente de cambio y que esto que emerge desde dentro de un sistema puede hacer feed-back sobre sí mismo, alterando su propio estado, modifica lo que habíamos conceptualizado tradicionalmente como la acción terapéutica: esto es, la noción de que una persona, actuando sobre otra es lo que efectúa el cambio. En una visión más contemporánea se contempla la probabilidad de que el agente del cambio emerge como un producto y propiedad del sistema relacional en sí mismo. Valorar el concepto de auto-catálisis incluye asumir la posibilidad de la sorpresa y aceptar la inevitabilidad de la misma en el transcurso de nuestro trabajo clínico. Esta actitud reconoce que la novedad puede emerger en cualquier momento, y deja a nuestro cargo determinar la utilidad y significado de aquello que emerge. Además, esto que puede emerger es entendido como un producto y propiedad de un altamente contextualizado y dialógico intercambio en análisis, lo que Winnicott, tan bellamente señaló en su conceptualización del juego entre las personas. Lo que emerge es siempre una propiedad y un producto de un sistema del que forma parte cada uno de nosotros.”
Por mi parte, creo que en esta propiedad de los sistemas de desarrollar un feed-back interno reside la clave de la no linealidad en la que se basa el psicoanálisis relacional. Los sistemas se auto-organizan a partir de que el output que surge de uno de sus elementos componentes al interaccionar con otro (otros) provoca en este último una respuesta que vuelve como input al primero y lo modifica. Esta recurrencia es lo que da lugar a la gran complejidad de todo fenómeno o proceso y que ha conducido a la ciencia actual a abandonar la antigua concepción lineal de la relación causa-efecto. Como ya antes he apuntado, la aparición, a finales del siglo pasado, de potentes ordenadores que pueden manejar un enorme número de variables ha conducido a la posibilidad de investigar fenómenos de la naturaleza y de los organismos vivientes que antes no podían ser investigados. Este fenómeno de la recurrencia explica el hecho, ahora conocido, de que pequeñas causas pueden provocar grandes efectos, y por el contrario, lo que a veces parecen ser grandes causas resultan en efectos insignificantes. En la clínica psicoanalítica, la recurrencia da cuenta de la ininterrumpida influencia y actuación de los dos componentes de la díada analítica, el uno sobre el otro, y obliga a una total revisión de los antiguos conceptos de transferencia y contratransferencia. En el escenario analítico, toda experiencia de paciente y analista surge bajo la influencia del otro. Nada de lo que aparece es solo del paciente o solo del analista. Por lo tanto, forzosamente hemos de entender que toda experiencia terapéutica es el resultado de la interacción constante de ambos elementos de la díada. Volveré sobre esto más adelante.
Una actitud informada por la no linealidad nos permite no confundir, en la clínica y el pensamiento psicoanalíticos, las dos dimensiones del discurso, la de la observación y la de la explicación. La confusión de las dos provoca la reificación de los fenómenos observados, como tan a menudo sucede en psicoanálisis, dando lugar a que los procesos o funciones se conviertan en “cosas” que existen dentro de la mente. Lo ocurrido con los conceptos de yo, ello y superyó es un ejemplo bien patente de ello. Precisamente me parecería que la denominación “agente terapéutico” corre también este riesgo.
Con relación a la necesidad de diferenciar entre observación y explicación existe otra cuestión de más largos alcances, que exigiría una mayor profundización, y que aquí únicamente voy a señalar, pero que ya he apuntado brevemente en páginas anteriores cuando he señalado que todo organismo vivo es parte de un sistema. Me refiero al hecho, bien conocido, de que todos experimentamos un sentimiento de propiedad de nuestras experiencias emocionales y pensamos que somos responsables individualmente de ellas. Esta es nuestra “observación” fenomenológica y no puede ser de otra manera. Pero en la dimensión “explicativa”, desde la no linealidad, explicamos que todos somos componentes de una relación de sistemas que se interpenetran entre sí y que tales experiencias son un producto de esta relación de la cual somos representantes locales. Por esto he dicho, anteriormente, que aunque en nuestra experiencia fenomenológica se producen cambios en los individuos, desde la idea abstracta de la no linealidad no cambian los individuos sino los sistemas.
Coburn (2014) se apoya en el Heidegger de El Ser y el Tiempo, para recordarnos que hemos sido arrojados al mundo en unas circunstancias que no hemos escogido y que, con frecuencia, nos resultan sorprendentemente dolorosas y nos suscitan preguntas del tipo ¿qué he hecho yo para encontrarme aquí? Reflexiones filosóficas aparte, pensamos que en la clínica este hecho promueve en el analista una actitud proclive a que en el contexto analítico sea posible diferenciar en el paciente entre la situación emocional de la que es responsable y aquella que viene dada por las circunstancias a las que ha sido arrojado. Esta actitud ayuda al paciente a emplear su libertad –que hemos de considerar siempre limitada— para modificar tales circunstancias, en la medida de lo posible y muy especialmente, para vivirlas de forma que dé la mayor coherencia posible y un positivo sentido a su vida. Yo identifico esta posibilidad con una frase de Viktor Franckl que dice: “La vida reparte las cartas, y la cuestión es que cada uno juegue sus cartas lo mejor que pueda”. Podemos ayudar al paciente a no sentirse responsable ni culpable de las cartas que le han tocado en suerte, pero también a entender que depende de su agencia el jugarlas de la mejor manera posible.
Pienso que una actitud basada en el espíritu de investigación de la esperanza y de la hermenéutica de la confianza, tal como ha sido descrita esta última por D. Orange (2011), es la mejor disposición posible del analista para la formación de una interactiva díada analítica que favorezca la emergencia de un nuevo horizonte de experiencias, de evolución y de organización en la mente de ambos componentes. Muchos analistas nos sentimos impuestos, por las aportaciones de la no linealidad, del afán de una incesante investigación para penetrar en lo que está teniendo lugar en este campo de la intersubjetividad creada por el encuentro de dos subjetividades, con la esperanza que nos otorga el saber que el presente, tal vez decepcionante, con el que contamos en un momento dado, puede verse súbitamente enriquecido y transformado como resultado de la interacción de los dos componentes de la díada analítica. Coburn (2014) piensa que el espíritu de investigación encaja bien con la hermenéutica de la confianza de D. Orange, según la cual creemos que el paciente colabora en nuestro esfuerzo por acercarnos lo más posible a su realidad cuando nos ve trabajando codo con codo con él/ella, en lugar de pensar que trata constantemente de frustrarnos y ocultarnos su realidad, como ocurre cuando el analista parte, como era habitual más antiguamente, de la metapsicología de la sospecha basada en Nietzsche, Marx y Freud.
Pienso, así mismo, que por principio, hay un matiz especial en la actitud propia del terapeuta que intenta seguir las enseñanzas de la no linealidad. Este matiz implica que las teorías, conceptos y razonamientos que, inevitablemente, sostiene este analista, los sostiene muy ligeramente, sin sentirse totalmente convencido, dudando de ellos, presto a dejarlos caer cuando la experiencia clínica o argumentos razonados le demuestren que son erróneos e, incluso, esperando que llegue este momento para no quedar atrapado en ideas que, al ser dadas como seguras, fácilmente pueden petrificarse y convertirse en dogmas.
6. Algunos aspectos de la práctica clínica basada en la perspectiva no lineal de las experiencias terapéuticas
6.1. El núcleo de las experiencias terapéuticas
Como es natural, y no podría ser de otra manera, los analistas relacionalistas, aunque totalmente contrarios a la aplicación de técnicas predeterminadas para ser empleadas con todos los pacientes, o de distintas técnicas para diversos tipos de pacientes, buscan orientar los procesos psicoanalíticos que llevan a cabo de manera que se favorezca la aparición, desarrollo y actuación de aquellas experiencias que juzgan terapéuticas.
En un sentido estricto y desde la perspectiva de la no linealidad el núcleo esencial de la experiencia terapéutica –que como toda experiencia es emocional y cognitiva a la vez—, siempre es el mismo. Voy a completar ahora lo que de una manera más sucinta ya he dicho anteriormente: una experiencia terapéutica es aquella que desestabiliza el estado atractor existente en la mente del paciente para promover la posibilidad de la configuración de otro estado atractor más flexible, abierto a la experiencia y con mayor capacidad de auto-organización evolutiva para la adaptación a la realidad interna y externa. Dicho en términos más habituales en psicoanálisis, la experiencia terapéutica es la que da lugar a una disminución de las actitudes defensivas del paciente, del miedo a ser de nuevo retraumatizado, de la acomodación patológica (Brandchaft, B., 1996; Coderch, J., 2014), de los principios de organización inadecuados como remanente de pautas de interacción que han provocado sufrimiento, de los estados mentales patológicamente disociados, del conocimiento relacional implícito inapropiado que dificulta las relaciones con los otros, etc. Consecuentemente, las experiencias terapéuticas favorecen la apertura y ampliación del horizonte de experiencias, el diálogo interno y con los otros, la mentalización, la confianza y la aparición del sentimiento de apego seguro. Juzgo que este último es la condición indispensable para que el proceso pueda dar lugar a una verdadera modificación y crecimiento mental.
Ahora bien, en la práctica clínica encontramos diferentes vías, no exclusivas sino integradas, para la promoción de las experiencias terapéuticas, las cuales pueden también presentarse a través de distintos escenarios relacionales. Algunos pacientes, por ejemplo, pueden precisar un analista más bien silencioso, mientras que para otros es necesario un analista más activo que ponga de relieve su interés y su dedicación por ellos, que actúe como un yo auxiliar, etc. De todas maneras, tal vez lo más acertado puede ser, finalmente, decir que la creación y desarrollo de las experiencias terapéuticas deben ser contemplados desde diversas perspectivas que ofrezcan una visión diferente del mismo proceso. A continuación comentaré, pues, algunos de los aspectos que pienso han de ser más tenidos en cuenta en la clínica con relación a la aparición y desarrollo de las experiencias terapéuticas.
6.2. La teoría de los sistemas dinámicos, intersubjetivos y no lineales
Pienso que la aplicación de la teoría de los sistemas intersubjetivos dinámicos y no lineales al psicoanálisis, tal como ha sido llevada a efecto por R. Stolorow (1997), nos ofrece la visión más central y ajustada a la no linealidad de las experiencias terapéuticas, siguiendo plenamente las orientaciones de E. Thelen y L. Smith (1994), según las que la evolución de un sistema es vista como la continua estabilización y desestabilización del estado atractor existente para pasar a otro y así sucesivamente. La experiencia terapéutica es, por lo tanto, como hemos visto, aquella que desestabiliza el estado atractor y da lugar a un estado de caos, pero no tan intenso que no pueda ser soportado por parte de paciente y analista, a fin de que pueda establecerse otro estado atractor que ofrezca al paciente mayores posibilidades de estabilidad y evolución.
La concepción de la díada analítica como un suprasistema dinámico y no lineal compuesto por los dos sistemas paciente y analista, que se influyen de forma ininterrumpida mutuamente, es una imagen metafórica muy esclarecedora para la comprensión de la experiencia terapéutica. Una intervención del terapeuta, algo nuevo que aparece en el diálogo o incluso un acontecimiento externo que repercute en la díada da lugar a la perturbación desestabilizadora necesaria para la reorganización de un nuevo estado atractor. Pero, naturalmente, Stolorow (1997:342) va más allá y especifica la naturaleza de la experiencia desestabilizadora:
“Un proceso relacional, o en la terminología habitual, una perturbación en un sistema intersubjetivo dinámico y, además, el constituyente central de esta perturbación es la experiencia del paciente de ser profundamente entendido (…) que es lo que aporta a la experiencia su poder mutativo (…) en la medida en la que el paciente, en las profundidades de su propio mundo subjetivo, inserta esta experiencia en su tejido de anhelos y demandas de evolución, capacitándose así la reinstauración de su distorsionado proceso de desarrollo y construyéndose nuevos principios organizadores”.
Expone, también, Stolorow, que el efecto terapéutico de la investigación que pueden llevar conjuntamente a cabo paciente y analista no depende de lo que se desvele en esta investigación, sino del hecho de que la figura del analista trabajando codo con codo con el paciente reproduce en la mente de este la figura de los padres soñados, que muestran al hijo lo importante que es para ellos. Igualmente, según mi experiencia, es el afecto, el sentirse entendido y escuchado, la clave de la experiencia terapéutica.
6.3. La desestabilización y el trabajo al borde del caos
Como ya he dicho, existe un amplio consenso entre los autores que se ocupan de la experiencia terapéutica a la luz de la no linealidad, acerca de la necesidad de que para que se produzca el cambio es menester que acontezca un estado de desestabilización y excitación que denominan “el borde del caos” (the edge of the chaos). Ellen Bonn (2012:2) habla, en este sentido, de un contextualismo turbulento que, según ella, manifiesta la necesidad de perturbadores y caóticos elementos para llegar al cambio. Lo escribe así:
“Contextualismo turbulento es una frase que yo empleo como una forma de captar la sorpresa, novedad, turbulencia y complejidad como componentes críticos de una nueva sensibilidad, al pensar en una teoría que conecta con el trabajo psicoanalítico y el cambio transformativo”.
Existe, también, un acuerdo acerca de la importancia de la introducción, voluntaria o involuntaria, de una novedad perturbadora en el contexto de la diada analítica, la cual puede ayudar al paciente a librarse de las antiguas pautas insanas. No es necesario que la novedad sea muy dramática para que produzca sorpresa y desestabilización. Incluso una novedad que, al mismo tiempo, sea sentida como positiva, puede hacerlo; por ejemplo, el hecho de que el analista, contra lo que se esperaba, no despliegue una actitud retraumatizadora. O, continuando el ejemplo, el hecho de que, contra lo que es habitual en nuestra cultura, el analista sea puntual en las citas, escuche largamente sin mostrar signos de impaciencia y no intente imponer sus criterios. En una palabra, puede ser desestabilizador, simplemente, que el analista no se comporte de acuerdo con las expectativas del paciente, dado que las expectativas son inmutablemente autojustificadoras. Por su parte, Bonn (2010:13) habla de que en estos estados de contextualismo turbulento las circunstancias presentan una especie de encrucijada o bifurcación frente a la cual debe tomarse una decisión. Esto crea un estado de tensión que describe de esta manera:
“Esta decisiva encrucijada es lo que los teóricos del caos y la complejidad denominan un punto de bifurcación, donde dos distintas alternativas o elecciones se abren ante el sistema (…) de manera que paciente y analista se encuentran entre dos imperativos caminos a tomar. Esta tensión recurrente es crucial para la clase de cambio transformacional esperado mediante el esfuerzo psicoanalítico”.
Otra autora, Cristina Kieffer (2007:699), también insiste en la necesidad de trabajar en el borde del caos para lograr el cambio:
“La teoría de la emergencia demuestra cómo el sistema puede desarrollarse y proporciona un soporte adicional para el punto de vista de que la interpretación ‘hacia el borde’ (forward edge) puede ser lo más mutativo en el encuentro terapéutico.”
6.4. La actitud del analista no intrusivo
Antes he hablado de la importancia de las actitudes del analista como factor terapéutico. En este sentido, una de las más interesantes actitudes del analista como agente que pone en marcha las fuerzas curativas de la mente del paciente es la del analista no obtrusivo. Quien primero habló de esta actitud del analista fue M. Balint, en su trabajo The unobtrusive analyst (1968). Recientemente, Neri Daurella nos ha hecho recordar este interesante trabajo de Balint en su libro sobre este autor: Falla Básica y Relación Terapéutica (2014b). Daurella (2014b:115-116 resaltado de la autora) lo comenta así:
“Balint escoge este adjetivo para caracterizar lo que él entiende como una buena actitud para un analista en su relación con el paciente: se trata de ser unobtrusive, o sea discreto, no entrometido, no aficionado a hacerse notar. Cuanto más omnisciente y omnipotente, mayor es el peligro de que se dé una forma maligna de regresión. Cuanto más reduzca la asimetría entre el paciente y él, cuanto más discreto y natural pueda ser visto por el paciente, más probabilidades de que la regresión adopte una forma benigna”.
Pero la actitud no intrusiva, o discreta según la traducción de Neri Daurella, despierta ahora el interés de muchos psicoanalistas por otros muchos motivos además de lo que concierne a evitar el peligro de la regresión maligna. El concepto de pacientes analizables o no analizables ha caído en desuso, ya que se considera analizable todo paciente cuando él y el analista se ponen de acuerdo en ello. Con lo que sí nos encontramos en la actualidad, y de hecho, a ello también se refirió Balint en otros trabajos, es con pacientes que por su patología precisan que el analista se adapte a sus peculiaridades. En estos momentos, el interés general más bien se centra en la experiencia clínica de que muchos pacientes, supuestamente los más graves, sienten las intervenciones del analista, especialmente las interpretativas, como imposiciones de este último sobre su propio pensamiento, como invasiones de su mente y como una interferencia que amenaza el desarrollo de sus experiencias. De la necesidad de evitar esta situación se sigue, en determinados casos, una actitud del analista muy discreta con la que se intenta hacer sentir al paciente un ser acompañado y comprendido de forma muy cercana, devota, enteramente comprometida y con total respeto por la manera en la que va desarrollando sus emociones y formas de pensar en la situación analítica, con total tolerancia y sin que el analista trate de imponer sus propios pensamientos. Y esta, pienso, es la mejor experiencia terapéutica que se le puede ofrecer. Creo que el interés actual de muchos analistas por esta actitud de acompañamiento cercano y de compromiso total, conjuntada con una actitud de respeto a la autonomía del paciente para favorecer que este pueda encontrar su propio camino, se halla en consonancia con los conocimientos derivados de la no linealidad y la complejidad que nos inducen a un mayor convencimiento acerca de nuestra falibilidad, de la continua y mutua influencia entre ambos componentes y de la cocreación de la situación analítica, entre otras de las actitudes ya señaladas. Pero deseo añadir que esta actitud de discreción y no interferencia, dentro, como es natural, de un amplio espectro, es la más beneficiosa para le evolución auto organizadora y reguladora de los afectos de la díada, incluso en los pacientes no particularmente graves. Tal vez en este punto es oportuno recordar que las madres reconocen los estados emocionales y corporales de su hijo y lo acompañan con su expresión facial, sus gestos, el tono de su voz, etc., pero no precisan de muchas explicaciones para que el niño capte este “estar acompañado”.
Una ilustración muy clarificadora de lo que acabo de decir lo encontramos en el trabajo de R. Grossmark The unobtrusive relational analyst (2012). En este trabajo, que considero magnífico y muy representativo de los aspectos más avanzados del psicoanálisis relacional, el autor nos presenta con gran detalle un proceso analítico en el cual destacan la presencia no intrusiva pero altamente comprometida del analista, privilegiando el idioma del paciente, su estilo de relaciones de objeto y sus necesidades infantiles más tempranas. Veamos unas palabras de Grossmark (2012:630) en la parte teórica:
“Con relación a aquellos pacientes que no se viven a sí mismos como existentes en el tiempo y el espacio de una manera coherente y continuada, y que no contemplan a los otros seres humanos como totales, coherentes y separados como sujetos, debe tenerse en cuenta que es demasiado esperar de ellos mutualidad. Frecuentemente, la realidad de tales pacientes les involucra confusión acerca de si ellos están vivos o muertos, y si el mundo, las otras personas y el self realmente existen y puede esperarse que continúen existiendo. Estos deteriorados aspectos del self pueden coexistir simultáneamente con estados del self adaptados verbalmente, intelectualmente y en la relación. Yo sugiero que el hecho de tratar a estos pacientes como si fueran seres vivos, totales y separados puede retraumatizarles, con el peligro de la co-construcción de un análisis como-si. El analista relacional y expresivo que manifiesta su propia experiencia y examina la interacción en el tratamiento puede, inadvertidamente, avergonzar y silenciar a tales pacientes, lo cual puede exacerbar la disociación de las partes más dañadas del mundo interno del paciente”.
Subraya Grossmarck que los intentos de exploración de la intersubjetividad pueden ser traumáticos y disruptivos más bien que facilitadores del proceso, y que “silencio” no ha de entenderse como “no palabras”. Se trata de juntar la presencia, el acompañamiento y el compromiso con un seguir los pensamientos y sentimientos del paciente, sin intentar introducir lo que el analista piensa de ellos ni su deseo de investigar más profundamente el significado de los mismos hasta que el paciente, de alguna manera, dé señales de que se encuentra interesado por conocer lo que piensa el analista y con recursos para poder hacerse cargo de ello. Con esta actitud, piensa este autor, no se interfiere en el sentimiento del paciente de ser dueño de sus sensaciones y de su particular experiencia del analista, lo cual impediríamos si mostráramos que conocemos más que él o si le ofrecemos más de lo que puede pensar por sí mismo. Es necesario, como afirma Grossmarck, no mantenernos ni demasiado alejados, lo cual sería sentido como abandono, ni demasiado cerca, lo que sería vivido como agobiante e intrusivo. Esto, nos dice Grossmarck, significa “mutualidad”, gobernada por la sensibilidad del analista ante las más íntimas y complejas necesidades del paciente.
Si me he extendido en el comentario del trabajo de Grossmark es porque, aunque estrictamente él se refiere a una forma de conducir el proceso psicoanalítico para un determinado tipo de pacientes, yo creo que en el conjunto de sus reflexiones nos ofrece una actitud del analista que, en términos generales, es válida también para aquellos pacientes con los cuales podemos, al mismo tiempo, investigar sus estados mentales y establecer un diálogo en el cual se reconozca la mutua influencia entre paciente y analista. O sea, la actitud por parte del analista de la que nos habla este autor, suficientemente modulada, es la actitud que yo propugno que promueve en todos los pacientes una experiencia terapéutica, porque incide en los fundamentos de la mente de todo ser humano, en las primitivas experiencias vividas por el bebé en concordancia con la madre, y esto es así tanto si en el consultorio se nos presenta un paciente casi psicótico o alguien que parece mostrarse en todo dentro de los límites de la normalidad estándar. Para todos los seres humanos los fundamentos más profundos de su mente se han estructurado a través de las experiencias no simbólicas y no verbales vividas con la madre, y recuérdese bien, en los estudios de las relaciones bebé-madre, que están enriqueciendo tan extraordinariamente la comprensión de la díada analítica (Beeb, B. y Lachmann, L, 1994, 1998, 2003; Ammaniti, M. y Trentini, C., 2009; Ensik, K. y Mayes, L., 2010; Emde, R., 2011; Schore, L., 2012) nunca aparecen las madres formulando interpretaciones al bebé acerca de sus fantasías inconscientes, pero sí acompañándolo muy cercanamente, reconociendo y compartiendo sus estados psicofisiológicos y sus demandas emocionales.
6.5. La experiencia terapéutica del tercero analítico
Para no alargarme demasiado, parto de la dialéctica intrapsíquico- intersubjetivo, para referirme a una experiencia en la cual los individuos se relacionan, a la vez, con el self y con el otro, como sujeto y como objeto; es el proceso de experimentarnos a nosotros mismos, dialécticamente, como sujeto y como objeto, y lo mismo con relación al otro (Benjamin, J., 1995). Cuando reconozco al otro, al mismo tiempo que como un objeto intrapsíquico construido por mí, como un self equivalente, pero distinto y separado de mí, me siento reconocido por el otro y esto me lleva a ser consciente de mí mismo. Esta suposición relacional, afirma L. Aron (2006), incluye un círculo recursivo que crea un espacio triangular que emerge desde dentro de la díada analítica. Este es el tercero analítico que rompe la situación estática de los componentes de la díada, en la que se encuentra cada uno prisionero de las proyecciones del otro, y que crea un espacio para pensar. En este espacio tercero ambos aprenden a pensar, reconocer y experimentar sus relaciones con su self, como sujeto y como objeto, y su participación en las relaciones con los otros, también, como sujetos y objetos. No se trata, por lo tanto, como nos advierte Aron (2000) únicamente de una función intelectual de observación, sino de una función experiencial y afectiva al mismo tiempo. Lo expresa así este autor (2010:668):
“Mi insistencia en la importancia de mantener la tensión entre la autoconsciencia subjetiva y objetiva incluye como un aspecto de esta conceptualización la habilidad para integrar las funciones de observación y de experiencia, conectar el pensamiento con el afecto, la mente y el cuerpo, el modo observacional y el modo experiencial (…). Además, para subrayar un punto esencial, la función self-reflexiva no es lo mismo que la ‘introspección’, la cual se manifiesta en la dudosa presunción de que el self tiene un acceso privilegiado a sus propios estados internos. Por esta razón, yo prefiero hablar de la función self-reflexiva más que de reflexión, la cual connota una actividad intelectualizada y distante”.
Los objetivos del proceso psicoanalítico pueden contemplarse desde distintas perspectivas y según mi experiencia, esta posibilidad de llegar a sentirse como sujeto que vive la experiencia y a la vez como objeto de la propia capacidad de observación es una de las más fundamentales metas, y el llegar a adquirir esta capacidad me parece, sin duda, una señal de haber alcanzado un grado de madurez y estabilidad emocional muy significativos. La práctica clínica me muestra que su carencia, por el contrario, está presente en prácticamente todos quienes acuden a pedir ayuda por sus alteraciones emocionales, salvo en los casos en que esta ayuda se precisa por situaciones traumáticas puntuales tales como pérdida del trabajo, ruptura de pareja, fallecimiento de seres queridos, etc. Al mismo tiempo, no debe olvidarse que se trata, como ya hemos visto en las palabras de Coburn, de una capacidad que una vez adquirida permanezca para siempre como un rasgo invariable, sino de una dialéctica que exige siempre una función activa, una intencionalidad, y cuando se presenta en el curso del proceso analítico, paciente y terapeuta experimentan una vivencia no fija y estática, sino que se presenta, en algunos momentos, como una experiencia activa del self como sujeto y como objeto a la vez, una importante experiencia terapéutica, por lo tanto.
Para profundizar un poco más en el tercero como experiencia terapéutica debemos tener en cuenta las experiencias del uno-en–el-tercero y del tercero- en-el-uno, tal como han sido descritos primeramente por Benjamin (2004) y posteriormente, clarificados y comentados por L. Aron (2006). Se trata de experiencias que igualmente se dan, y pueden ser estudiadas, en la díada madre-bebé y en la díada analítica. Según Aron, el uno-en-el-tercero es el tercero rítmico, dos personas acomodándose y ajustándose el uno al otro a través del ritmo. Benjamin lo describe como dos personas que comparten una pauta o improvisación musical, un ritmo, una danza, una entrega al otro en una cocreación del tercero. En la díada madre-hijo la experiencia se produce en el recíproco intercambio de miradas, de lenguaje, de gestos, de movimientos y de mutuo espejamiento. Y lo mismo podemos decir con respecto a la díada analítica a la cual podemos añadir, a la ya plenamente reconocida mutua influencia de ambos componentes de la díada, la manera en que son influenciados por las pautas y ritmos que han establecido previamente cada uno con el otro (Aron, L., 2006:357).
El tercero-en-el-otro, al cual Benjamin llama también simbólico o moral, establece un espacio de diferenciación dentro de la singularidad de cada uno. Benjamin lo ilustra mediante el término marcación o respuesta marcada, establecido primeramente por C. Gergeley y Watson, J. (1996), como un proceso de biofeedback social. Este proceso nos sirve, al igual que en el caso precedente, tanto para comprender la dinámica de la díada madre-hijo como de la díada analítica. La marcación sirve para señalar al niño –al paciente− que la madre −el analista− ha comprendido su estado mental y lo comparte, pero de una manera distinta, que su experiencia de tal vivencia o estado mental no es exactamente igual, sino que es otra versión de la misma; es otro estado mental. Esta marcación de la diferencia le sirve al niño –al paciente− para internalizar esta otra experiencia, no idéntica a la primera suya, que deviene un símbolo que sirve para regular su estado afectivo, que funciona a manera de barrera contra la ansiedad que acompañaba al estado mental que había sido primeramente expresado y que ha recibido la respuesta marcada. Sin esta marcación el niño −el paciente− habría sido invadido por la experiencia no elaborada de la madre −el analista− y la ansiedad se habría incrementado hasta límites intolerables. Esta experiencia de la respuesta marcada, en cambio, permite y estimula la experiencia de autorreflexión al crear un tercer y simbólico espacio intersubjetivo, espacio de representación entre madre y niño -entre paciente y terapeuta- que facilita la mentalización y la autorregulación afectiva, lo cual constituye en el análisis, también, una importante experiencia terapéutica.
6.6. El apego y la regulación mutua de los afectos
Comencemos con un sencillo y clásico ejemplo. Un niño de corta edad está jugando cerca de su madre que está leyendo, cae al suelo, rompe en llanto y mira a su madre buscando ayuda. Esta percibe que no ha habido daño, sonríe al niño y pronuncia unas palabras tales como “anda, no ha sido nada” o algo similar. El niño rápidamente se calma y sigue jugando. Al verlo, la madre también se tranquiliza y continúa con su lectura. Ambos han regulado mutuamente sus afectos. Esto es lo que en psicoanálisis conocemos como la regulación mutua de los afectos o regulación interactiva. Y en la situación psicoanalítica, esta es también una experiencia terapéutica para el paciente. Pero creo conveniente profundizar algo más en ello.
Si ahora nos preguntamos por qué el niño se ha tranquilizado y ha podido reanudar su juego tras la respuesta de la madre hemos de recordar la teoría del apego creada por J. Bowlby y suficientemente conocida ya por todos. La búsqueda del apego seguro es intensísima en los años de la infancia, y el desarrollo del sentimiento de apego seguro requiere que la figura de apego esté disponible, que responda inmediatamente ante una situación de daño o amenaza y que muestre amor y receptividad ante la demanda. Esto es lo que ha encontrado el niño asustado tras su caída. Por lo tanto, podemos decir que la experiencia del sentimiento de apego seguro es lo que ha regulado y ha hecho soportable la alteración emocional consecutiva a la caída. Pero, a la vez, el niño, con su llanto y con su demanda y con la regulación de sus afectos también ha dado lugar a la regulación de los afectos de la madre, ella también se ha tranquilizado, y ello es así porque la madre, en esta interacción, es un elemento componente de la díada interactiva madre-niño y en la díada, como en todo sistema dinámico, cada modificación de los afectos de uno de los componentes provoca una modificación de los afectos del otro. Y esto es así desde el momento del nacimiento de un ser humano. Recordemos la situación del niño en la matriz socio/cultural en la que nace y se desarrolla, y a la que tanta importancia en la formación de la personalidad damos en el pensamiento relacionalista. Pero, y esto es lo que desde ahora hemos de tener siempre presente merced a los conocimientos que nos aporta la no linealidad, no se trata de una relación del niño con la matriz socio/cultural; es decir, como una entidad distinta de él mismo constituida por la madre y otras personas cercanas, con sus costumbres de cuidado, lenguaje, alimentación etc., sino que él mismo es esta matriz, o es parte constituyente de esta matriz, si preferimos decirlo de esta manera, a cuya creación ha contribuido con su llegada al mundo. El nacimiento de un niño es siempre un acontecimiento de suficiente impacto para producir una perturbación en el estado atractor de la díada parental y da lugar al forzoso establecimiento de otro estado atractor para hacer frente a las necesidades materiales y emocionales impuestas por la presencia del recién llegado. Esto, traspasado a la situación analítica, nos ha de llevar a no olvidar que las posibles experiencias terapéuticas del paciente no se producirán como resultado de algo que recibe de un analista posicionado detrás de él o sentado frente a él, sino como fruto de la dinámica de un sistema diádico del que él es uno de los elementos componentes. Esta situación corresponde a lo que yo he denominado hace ya años (2006), la trama interactiva.
Neurofisiólogos y psicólogos de la evolución están de acuerdo en que no nacemos con la capacidad de regular nuestras emociones, y el niño ha de buscar esta regulación desde los primeros momentos de su vida. Antes de que el niño adquiera la capacidad de regular sus afectos, esta regulación debe provenir de la madre; por lo tanto, se trata de una heteroregulación que, progresivamente internalizada, da lugar a la autoregulación o selfregulación. A. Schore (2012:32) lo describe con estas palabras:
“La tarea esencial durante el primer año de la vida humana es la creación de un lazo de apego seguro y comunicación emocional entre el niño y el cuidador primario. Para establecer esta comunicación la madre debe sintonizar psicobiológicamente con las oscilaciones dinámicas de los estados corporales internos y de la excitación autonómica. Durante la comunicación afectiva, a través de la mutua mirada, la cuidadora sensible aprecia las expresiones no verbales de los estados de excitación del niño, positivos o negativos, y los regula”.
De esta manera, se va formando un sistema diádico regulador a partir del cual las señales, ya sean vocales, llanto, gesto o mímica que emite el niño acerca de cambios en su estado, obtienen la repuesta de la figura de apego, y esto da lugar a la regulación del estado emocional. Esta es la forma en la que el niño va aprendiendo que sus estados de excitación, temor, ansiedad, etc., no van más allá de lo que puede tolerar si la figura de apego se encuentra disponible, y sabemos que la respuesta de esta aliviará su malestar. Esto hará que en momentos de excitación emocional o dolor físico el niño busque la proximidad de la figura de apego para recobrar el bienestar perdido o una disminución del malestar. Esta regulación de los afectos es imprescindible para una sana formación del self. Si un niño se halla invadido por un torbellino de afectos y excitaciones psicofisológicas de todo tipo no consigue internalizar como protosímbolos −o representaciones secundarias− los mensajes que recibe de la madre si esta no sintoniza psicobiológicamente con tales estados emocionales, y como consecuencia, desarrolla un self distorsionado, frágil e incoherente. En la díada analítica interactiva, puede tener lugar la reparación del self del paciente a través de la mutua regulación de los afectos entre ambos componentes de la misma.
En el niño, el conjunto de sus experiencias con la figura principal de apego y otras figuras cuidadoras formarán lo que Bowlby denomina modelos internos de trabajo (1972). Desde esta perspectiva podemos decir que la motivación de apego es un sistema biopsicosocial regulador (Fonagy, P., Gergeley, G., Jurist, E., Target, M., 2002).
De fundamental importancia para la comprensión de la función de la díada madre-hijo, paciente-analista, en la self-regulación (o autoregulación) y la regulación del otro (o heteroregulación) son los trabajos de B. Beebe y L. Lachmann (1994, 1998, 2003) basados en la investigación de las relaciones madre-hijo y su aplicación a la díada analítica. Con relación a este último aspecto, estos autores consideran que su teoría, a la que denominan “perspectiva del sistema diádico” (dyadic systemic view) constituye su particular contribución al giro relacional en psicoanálisis. Afirman que, contrariamente a lo que ha sucedido en la investigación infantil, centrada en la díada, y en el psicoanálisis, centrado en los procesos psíquicos internos, en su teoría de la díada interactiva los procesos internos y los relacionales son igualmente tenidos en cuenta. Los procesos de self regulación y regulación del otro, explican estos autores, emergen juntos en forma recíproca e interactiva, de manera que cada persona es afectada por su propia conducta así como por la conducta del otro. Con relación a la importancia que estas ideas tienen para el psicoanálisis subrayan (Beebe y Lachmann, 2003:380):
“Si no privilegiamos lo interno o lo relacional, y en cambio enfatizamos la recíproca co-construcción, el psicoanálisis será más fuerte para examinar cómo los procesos diádicos pueden reorganizar, a la vez, los procesos internos y relacionales y, recíprocamente, como los cambios en la self regulación de cada miembro alteran el proceso interactivo”.
Para no extenderme demasiado no sigo adelante con el pensamiento de estos autores, pero creo que fácilmente se comprenderá su papel relevante si se tiene en cuenta que, cada vez más en la teoría y la práctica psicoanalíticas, abandonada ya casi por completo la perspectiva de la psicología de una persona y en franco declive la de la psicología de dos personas [3], el interés se centra en la díada analítica como sistema dinámico, intersubjetivo y no lineal, como antes he dicho, y toda experiencia terapéutica del paciente, desestabilizadora del estado atractor de su mente, proviene de esta influencia mutua ininterrumpida que tiene su expresión en el interjuego gracias al que cada componente de la díada regula y es regulado por los afectos del otro.
6.7. El enactment como experiencia terapéutica
En el momento actual el interés acerca del significado y la importancia del enactment en el proceso psicoanalítico está cobrando más y más impulso. Entrar a fondo en ello sobrepasaría con mucho los límites de este trabajo. Por lo tanto, aquí solo me referiré a esta cuestión para señalar brevemente su papel en cuanto a posible experiencia terapéutica, siempre que sea comprendido y adecuadamente regulado por parte del analista.[4]
Dentro de amplios sectores del pensamiento psicoanalítico contemporáneo, especialmente en aquellos que se encuentran integrados en la teoría relacional del ser humano, el enactment que se presenta en el curso del proceso psicoanalítico está ocupando la posición que durante tantas generaciones de analistas ha sido la propia de las asociaciones libres. Desde la creación del psicoanálisis hasta la aparición del giro relacional las asociaciones libres han sido consideradas la expresión derivada y enmascarada de las fantasías inconscientes y conflictos intrapsíquicos que el paciente no puede expresar directamente porque forman parte del inconsciente reprimido y desconocido para él. Por lo tanto, al contenido manifiesto de las asociaciones libres no se le ha dado ningún valor, el cual solo se ha atribuido al contenido oculto que se supone que esconden y que el analista debe interpretar con la esperanza de que lleve directamente al inconsciente reprimido del paciente. Para que se entienda el por qué del interés actual por los enactments en substitución de las asociaciones libres he de comentar, tan brevemente como me sea posible, las debilidades del método de las asociaciones libres.
En primer lugar, hemos de tener en cuenta que las palabras son muy pobres a la hora de expresar toda la riqueza emocional de nuestras experiencias, cosa que hace que solo los poetas sean capaces de transmitir algo de la complejidad y desbordante fantasía de nuestro mundo interior. Por ello, son tan corrientes en el lenguaje cotidiano −¡ay, la tan despreciada sabiduría popular!− frases como “no tengo palabras para expresar”, “las palabras no sirven para”, etc.
Además, los fundamentos de nuestra vida psíquica se han construido a través de las experiencias no verbales madre-bebé, que ahora sabemos que quedan potencialmente grabadas en las redes neuronales del hemisferio derecho (Pally, R., 2003, 2007; Schore, A., 2011, 2012) y ni pueden ser verbalizadas ni puede llegarse a ellas con el simple contenido semántico de las palabras.
Por otro lado, desde la perspectiva de las asociaciones como simples transmisoras del inconsciente reprimido, sin validez en su “valor facial”, el paciente queda totalmente anulado como interlocutor. Desde este punto de vista se le convierte en alguien que nunca sabe realmente lo que está diciendo con sus palabras, ya que el significado de ellas depende de las teorías en las que se apoya el analista en su interpretación. Así las cosas, sus asociaciones en respuesta a la interpretación recibida vuelven a ser interpretadas como portadoras de un significado oculto para él y así sucesivamente hasta el infinito, porque se juzga que el paciente nunca “dice” verdaderamente lo que él cree que dice. No parece que sea una forma muy adecuada de fomentar el crecimiento personal, la libertad, la responsabilidad y el sentimiento de agencia del paciente.
Como muestra del estado de estas cosas, Irwin Z. Hoffman (2006:44) habla en un trabajo de los mitos de las asociaciones libres, y los contrapone al potencial de la relación analítica. Estos mitos son, según este autor:
- “la negación de la agencia del paciente (i.e. el mito de que el paciente no es un agente libre).
- la negación de la influencia personal del paciente y del analista (i.e. el mito de que el paciente y el analista nunca quedan afectados por las palabras y acciones del otro).
- la negación de la compartida responsabilidad del paciente en la co-construcción de la relación analítica (i.e. el mito de que el paciente no comparte con el analista la responsabilidad por la cualidad de la relación analítica)”
A estas objeciones de Hoffman al uso de las asociaciones libres como método para acceder al mundo psíquico del paciente pienso que puede añadirse, entre otras, que este método se dirige, exclusivamente, a hacer consciente el inconsciente reprimido, con total olvido del inconsciente de procedimiento no reprimido que incluye:
a) el inconsciente pre-reflexivo, constituido por los principios organizadores procedimentales de toda experiencia.
b) el dinámico, que es un inconsciente contextual, es decir que depende del rechazo de la comunicación del niño por parte del contexto.
c) el no articulado, que se forma cuando la comunicación del niño no es aceptada ni rechazada sino, simplemente, ignorada (Orange, D., Atwood, G. y Stolorow, R, 1997), inconsciente no reprimido que constituye la inmensa mayoría de los procesos psíquicos que forman la base de nuestra personalidad, de nuestro carácter y de nuestra manera de proceder en la vida (Velasco, R., 2009; Ávila Espada, A., 2005,2013; Mitchell, S., 1988; Coderch, J., 2010).
Otras objeciones son las de que el método de las asociaciones libres lleva, por definición, a centrarse en la interpretación ya muy combatida en nuestros días, a la ausencia de diálogo (Doctors, S., 2009; Ávila Espada, 2013; Coderch, J., 2014) y a la rígida jerarquización de la relación, ya que uno es el que sabe y el otro el que no sabe, sin olvidar el hecho de que las asociaciones son predominantemente una función cognitiva, etc.
Frente a todo esto, el enactment es, como dice el propio sentido de la palabra, una experiencia basada en las emociones que cobran vida en la relación paciente-analista y en la cual intervienen ambos protagonistas. El término inglés enactment significa, traducido al castellano, “dramatización”, “actualización”, “escenificación”, lo cual expresa muy claramente que es “algo que ocurre”, “algo que sucede” entre los dos actores de esta creación dramática que es todo proceso psicoanalítico, en la que los autores son, a la vez, protagonistas. Sería innecesario advertir, sino fuera por las críticas injustificadas que a veces se han vertido sobre este fenómeno, que el enactment no incluye para nada ningún tipo de acto físico o motor, sino que esta dramatización o como quiera llamársele transcurre tan solo a nivel del intercambio emocional y de juego de roles entre paciente y analista.
P. Bromberg (2011:15-16), uno de los autores que más ha dedicado sus trabajos al estudio del enactment, lo explica de la siguiente forma:
“El enactment es un suceso disociativo compartido. Es un proceso inconsciente comunicativo que refleja estas áreas de la self experiencia del paciente en las que el trauma (ya sea del desarrollo o en la vida adulta) ha comprometido, en uno u otro grado, la capacidad de regulación de los afectos en el contexto relacional, por ello, ha comprometido el desarrollo del self al nivel del procesamiento simbólico por el pensamiento y el lenguaje. Por tanto, una dimensión esencial para emplear el enactment terapéuticamente reside en el incremento de la competencia para regular los afectos. El incremento de esta competencia requiere que la relación analítica se convierta en un lugar que tolere el riesgo y la seguridad al mismo tiempo, una relación que permita la reactivación del trauma temprano, sin que esta reactivación sea una ciega repetición del pasado”.
Pienso que estas palabras manifiestan con total claridad la esencia del enactment y su valor como experiencia terapéutica.
Por su parte, E. Ginot (2007:317), autor que se ha ocupado extensamente de las bases neurofisiológicas de la intersubjetividad y la empatía, expresa con relación a la fuerza terapéutica del enactment:
“Los enactments son entendidos como manifestaciones poderosas de los procesos intersubjetivos y como la inevitable expresión de complejos e inconscientes estados del self y pautas relacionales. Recientemente, nuestra comprensión de la naturaleza y papel de los enactments ha sido incrementada por los estudios sobre el apego y los conocimientos neurocientíficos, con lo que se subraya la ubicuidad de la comunicación en la vida temprana y el funcionamiento cerebral implícito. A través de los enactments se expresan y revelan representaciones tempranas y pautas relacionales afectivas precoces, adaptaciones defensivas y manifestaciones conductuales. Por el hecho de ponernos en contacto, no verbalmente, con el mundo representacional del paciente, los enactments nos llevan más allá de la transferencia y de las interpretaciones y nos proporcionan una nueva apreciación de lo que significa el conocimiento del otro”.
Como nos señalan las últimas palabras del precedente párrafo, pienso que no puede haber duda de que los enactments nos ponen directamente en contacto con los estratos más precoces de la mente del paciente muy vívidamente y se escenifican en la relación con el analista, mucho más allá de lo que pueden mostrarnos las asociaciones verbales. El interés por el estudio de los enactments se ha centrado, generalmente, en los estados disociados del self que en ellos se presentan. Esto me obliga a unas palabras acerca de la disociación.
La disociación es, tal vez, el más habitual y necesario mecanismo de defensa. Disociamos frecuentemente durante el día para poder concentrarnos en la tarea que realizamos, como yo, por ejemplo, en este momento aparto de mi consciencia todos aquellos pensamientos, intereses, sentimientos, etc. que perturbarían mi concentración en lo que estoy escribiendo; es decir, disocio mis otros estados del self. Porque existen, en todo ser humano, muchos estados del self, o muchos selves, si preferimos decirlo así (Mitchell, S., 1993), aun cuando la rapidez de nuestros procesos neurofisiológicos nos permite el sentimiento de un self unitario. Pero, como hemos visto en las palabras de Bromberg, hay experiencias que se hacen intolerables en la infancia y entonces el self que vive esta experiencia es disociado y queda apartado del sentimiento del self unitario que integra todos los estados del self no disociados. Advierto que no debemos confundir esta disociación patológica con la represión en sentido freudiano. La disociación es contextual, el niño disocia aquella experiencia que en el contexto en el que vive crea un sentimiento de amenaza y una ansiedad insoportables. En mi opinión, este concepto de la disociación es equivalente al inconsciente dinámico que antes he citado refiriéndome a Orange, Atwood y Stolorow.
Siendo contextual la disociación, la actitud del analista que refiere Bromberg en sus palabras segura pero no demasiado, permite que se reactiven en el paciente los estados del self disociados, a los que este autor denomina, también, estados no-yo. Inevitablemente, tal como hemos visto al hablar de la influencia constante de un componente de la díada interactiva sobre el otro, se reactivan también en el analista sus estados disociados, y la mutua regulación de los afectos permite la integración de los diversos estados del self en el sentimiento del self unitario. En otras palabras, el estado del self antes disociado puede dialogar con los otros estados del self.
Aunque en estos momentos es lo más frecuente en la literatura psicoanalítica asociar el enactment con la reactivación de los estados disociados patológicos, especialmente debido a los trabajos de P. Bromberg, de ninguna manera deben reducirse a este los enactments que se presentan durante el proceso psicoanalítico. Y ni siquiera creo que todo lo que se presenta en los enactments sean experiencias no adecuadamente integradas y no vividas, distorsionadas o reprimidas. Creo que sucede con este concepto algo similar a lo ocurrido con la identificación proyectiva, que en un principio se juzgó como un mecanismo de defensa y en la actualidad se considera una forma natural de comunicación. Los enactments son una forma de comunicar las experiencias y estados emocionales más arcaicos, asimbólicos y no verbales, que no pueden ser expresados de otra forma. Hace ya tiempo que he dicho que, para mí, todo el proceso psicoanalítico es un continuado enactment sobre el que se superponen enactments puntuales de corta duración (2012).
Al hablar del empleo terapéutico de los enactments de ninguna manera me refiero a que el analista realice ninguna maniobra para provocar el desarrollo del enactment. Aunque, en mi opinión, favorece que puedan presentarse los enactments la actitud de discreción y de no interferencia a que antes me he referido, de dejar que fluya la vida emocional del paciente sin poner los diques que significarían las interpretaciones, con una actitud tolerante y de acompañamiento que favorezca el diálogo que permite al paciente sentirse a sí mismo, como sujeto y como objeto de exploración y conocimiento.
7. La raíz más honda de la experiencia terapéutica: la interacción con los procesos psíquicos no simbólicos y no verbales
Desde los principios del psicoanálisis los analistas más expertos declararon que, fuera cual fuera la profundidad a que se hubiera llegado en el análisis de un paciente, el carácter, o sea la forma básica de las relaciones de una persona consigo misma, con los otros y con el mundo, nunca cambia. También los analistas actuales tenemos la impresión de que incluso en los pacientes que experimentan notables mejorías y modificaciones en sus estados y procesos mentales, hay algo en su fondo íntimo que permanece inmutable y a lo que no podemos llegar o apenas podemos llegar, muy escasamente, solo con nuestra forma de “estar con”, con nuestro compromiso y nuestra actitud, pero no con el contenido semántico de nuestras palabras. Ahora comprendemos mejor el porqué de esta situación. Existe un estrato muy limitadamente asequible de experiencias, no simbólicas y no verbales, que forman los basamentos más primarios sobre los que, posteriormente, se va construyendo el edificio de nuestra mente. Estos elementos primarios son los que se resisten a nuestros esfuerzos de comprensión y transformación a través del intercambio verbal. Extenderme sobre esta cuestión sobrepasa de largo los límites de este trabajo, pero diré algo en breves palabras.
Las investigaciones de Wilma Bucci (1994, 1997, 2002, 2011) nos han mostrado que existen tres clases de procesos psíquicos, o tres códigos, de acuerdo con el procesamiento de la información, los no simbólicos y no verbales, los simbólicos y no verbales y los simbólicos y verbales. Lo expresa así esta autora (Bucci, 2002:766-767):
“Los humanos representan y procesan la información, incluyendo la información emocional, en dos formatos básicos: los códigos subsimbólico y simbólico. La distinción dominante en este sistema es entre los formatos subsimbólico y el simbólico, la distinción entre las modalidades no verbal y verbal se halla subordinada a esta. Los tres sistemas se encuentran conectados por el proceso referencial, el cual vincula todos los tipos de representación no verbal unos con otros y a las palabras. Los esquemas emocionales (…) están constituidos por los componentes de los tres sistemas. El funcionamiento adaptado depende de la integración de los tres sistemas dentro de los esquemas emocionales”.
La observación detallada de las primeras relaciones del niño con la madre (Fonagy, P. y Target, M., 1996; Beebe, B. y Lachmann, E, 1994, 1998, 2003; Emde, R., 2011), nos enseñan que el niño va formando su mente a través de la interacción con la madre, al ver reflejados en el rostro y la sonoridad de la voz de esta sus sensaciones y estados mentales. La comunicación bebé-madre no se lleva a cabo con un lenguaje verbal, sino a través de un sutil intercambio de expresiones faciales, mímica, gestos, actitudes corporales, sonorizaciones vocales, etc., que constituyen un lenguaje, de acuerdo a lo que hemos visto al hablar de los trabajos de Bucci, subsimbólico y no verbal mediante el cual se expresan emociones, necesidades y percepciones somatosensoriales.
Al mismo tiempo, las investigaciones neurofisiológicas (Schore, A., 2011, 2012), descubren que las experiencias emocionales del niño durante los primeros 18 meses –edad en la que no se ha iniciado la mielinización del cuerpo calloso ni la maduración del hemisferio izquierdo al ritmo del derecho− permanecen inscritas en el hemisferio derecho, formando un self implícito no verbal. Solo se puede llegar a ellas a través de nuevas experiencias emocionales, no de las palabras como símbolos.
Algunos pacientes psicóticos muy graves únicamente pueden manifestar algo de lo que sienten o de sus estados mentales a través de este lenguaje primitivo, propio de los primeros meses de vida, que consta de expresiones faciales, gestos, actitudes corporales y palabras que no contienen verdadero contenido simbólico, sino que son simples signos vocales de sus emociones y somatosensaciones. El terapeuta debe estar dispuesto a recibir y tratar de comprender este lenguaje primitivo, sin forzar al paciente a un intercambio verbal para el que no se encuentra capacitado, hasta que aparezca la posibilidad de una mejoría con cierto grado de comunicación simbólica. La psicoanalista mejicana Cristina Gómez (2014), en un esclarecedor trabajo, se refiere a los orígenes primitivos del ser, a través del tratamiento de una paciente muy grave con la que las posibilidades de comunicación, durante largo tiempo, debieron centrarse en el intento de comprender este lenguaje primitivo, tolerando los silencios, las palabras sin aparente sentido y los momentos en los que la paciente solo venía para estar en la sesión, incluso a tenderse en un sofá, sin más, y en acompañarla hasta que la paciente fue encontrando por sí misma el camino de la comunicación con posibilidades de verbalización.
Al hablar de las experiencias terapéuticas no puedo dejar de referirme a las dimensiones intrapsíquica e intersubjetiva como dos formas complementarias de experiencia, ambas necesarias para una profunda comprensión de los efectos de la interacción entre paciente y analista. Dice a este respecto L. Aron (2000:667 paréntesis del autor):
“Propongo que el continuado (interpersonal) enactment de (intrapsíquicas) configuraciones relacionales conduce a la posibilidad del cambio psíquico en la medida en que el paciente y el analista recíprocamente internalizan y externalizan, introyectan y proyectan, de uno a otro, un amplio espectro de papeles y representaciones relacionales, incluyendo imágenes de uno y otro como sujetos y como objetos. Elaboro sobre esto un modelo de la función reflexiva basado en la capacidad de sostener en la mente, a la vez, los aspectos subjetivos y objetivos del self y del objeto”.
Y yo pienso que esto tiene muy poco que ver con que el analista ofrezca una explicación semánticamente verbalizada acerca de las supuestas fantasías inconscientes expresada por las asociaciones del paciente.
8. Comentario final
Pienso que la experiencia clínica y la reflexión sobre ella, junto al estudio de los trabajos de diversos autores, me llevan a la conclusión de que la mayor fuerza de las experiencias terapéuticas viene dada por la posibilidad de que las emociones transmitidas por la interacción entre los componentes de la díada resuenen con las experiencias emocionales tempranas que constituyen el self implícito. También creo que paciente y analista emplean en su interacción, además del lenguaje simbólico y verbal, un sinfín de signos y señales para emitir y recibir mensajes que son codificados y decodificados sin intervención de la consciencia reflexiva, los cuales permanecen potencialmente inscritos en el inconsciente de procedimiento y desde allí intervienen como pautas de respuesta implícita afectiva ante el otro. Y opino que este lenguaje, similar al empleado por la madre y el bebé, es el que permite que la interacción paciente-analista pueda alcanzar, aunque limitadamente, los más profundos estratos de la mente del paciente y producir en ella algún tipo de cambio. Creo que hemos de tener en cuenta que la comunicación verbal semántica es fundamentalmente el vehículo que transporta este leguaje primitivo, sin que ello signifique demérito del contenido explicativo que pueda contener. Finalmente, pienso que las experiencias terapéuticas implican siempre una experiencia conjunta paciente- analista, por lo tanto, representan una integración de dos modos de experiencia, la intrapsíquica y la intersubjetiva.
Pienso que el diálogo entre la clínica, la neurofisiología y la observación detallada de la relación niño-padres nos permiten afirmar que el inconsciente de procedimiento, no reprimido, se encuentra inscrito en el cerebro, predominantemente en el hemisferio derecho, no como contenidos concretos, sino como innumerables redes y circuitos neuronales que al activarse e interconectarse entre sí dan lugar a las emociones, representaciones, recuerdos y pautas de relación que dirigen nuestro pensamiento y comportamiento, aunque la mayoría de ellos no lleguen a hacerse conscientes.
A partir de todo lo hasta aquí expuesto, considero que el objetivo del tratamiento psicoanalítico, mucho más allá de la antigua idea de hacer consciente lo inconsciente, ha de dirigirse a la cocreación de experiencias terapéuticas que permitan: superar los mecanismos de acomodación, reestructurar el inconsciente no reprimido, incrementar el diálogo entre los procesos psíquicos implícitos y los explícitos, modificar las pautas del conocimiento relacional implícito, integrar los estados patológicamente disociados, incrementar la capacidad de simbolización de los procesos psíquicos, favorecer la verbalización, establecer la capacidad de autorregulación de los afectos y de la estabilidad de las emociones, equilibrar las dimensiones intrapsíquica e interpersonal en la vida psíquica del paciente y lograr que este último pueda mantener una tensión dialéctica en su mente entre el vivirse, a la vez, como sujeto y como objeto. En resumen, lograr que el estado atractor del paciente pase a otro estado atractor con mayor capacidad de autoorganización y de adaptación a las necesidades internas y externas.
He iniciado este trabajo con la sentencia: el sentimiento de ser entendido es una buena experiencia terapéutica para el paciente. Ahora, si el lector ha tenido la buena voluntad de seguirme hasta aquí, cosa que le agradezco con toda el alma, espero que comprenda una importante modificación en esta sentencia: el sentimiento de ser entendido es una buena experiencia para el paciente, pero la más óptima experiencia terapéutica para el paciente es la de sentirse reconocido.
Entendemos predominantemente con nuestras funciones cognitivas, aunque en ello intervienen siempre los afectos. Pero reconocemos, además de con nuestro intelecto, básicamente con nuestras emociones, con nuestra respiración, con los latidos de nuestro corazón, con todas nuestras percepciones somatosensoriales, con nuestro acompañamiento y con nuestro amor; es decir, sintonizando psicobiológicamente con los estados mentales del paciente.
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Palabras clave: agente terapéutico, experiencia subjetiva, ciencias de la complejidad, enactment, actitud del analista, analista no intrusivo, psicoanálisis relacional.
Joan Coderch de Sans
Psiquiatra y psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis.
Profesor emérito de la Universidad Ramón Llull.
C.Balmes 317, 1º-2ª
2897jcs@comb.cat
[1] En el capítulo 5 de mi libro Avances en Psicoanálisis Relacional (2014), los temas de la no linealidad y la complejidad se discuten ampliamente.
[2] Capítulo 3 de mi libro Avances en Psicoanálisis Relacional (2014).
[3] Hablar de la psicología de dos personas es, en realidad, persistir en la idea de la existencia de una psicología individual; es decir, de dos psicologías individuales que entran en relación una con la otra. Desde la perspectiva de la no linealidad no existe la psicología individual de una persona −y creo que en esto coincido con la teoría relacional−, sino que lo que nos parece ser la psicología de una persona es la manifestación localizada de sistemas y subsistemas que se interpenetran e influyen recíprocamente, y por esto decimos que, además de fenomenológico, el psicoanálisis relacional es contextual, porque siguiendo la idea expresada ya hace muchos años por Sullivan, no puede entenderse a una persona fuera de su contexto. Aunque sucede que ahora sabemos que la idea debe ampliarse en el sentido de que el contexto no debe entenderse como el “aquí y ahora”, sino en el de la interacción de todos los contextos en los que vive y ha vivido el sujeto. Resumiendo estas ideas muy brevemente, pienso que ahora ya no podemos hablar del sujeto y mundo circundante que le rodea, porque el sujeto forma parte de este mundo circundante. Desde este punto de vista, la brillante frase de Ortega y Gasset, yo soy yo y mi circunstancia, ahora debería cambiarse por yo formo parte de mi propia circunstancia.
[4] El lector interesado puede consultar P. Bromberg (2011).The Shadow of the Tsunami. Y a A. Schore (2012). The Science of the Art of Psychotherapy, y el capítulo 6 de mi libro La Práctica de la Psicoterapia Relacional.