La Sociedad Española de Psicoanálisis inauguró con este tema las actividades docentes del curso 2014-2015. Desde la Sección Colegial de Médicos Psiquiatras del Colegio Oficial de Médicos de Barcelona compartimos el objetivo de establecer las bases para un abordaje integral y complementario con otras corrientes de pensamiento dentro del campo de conocimiento de la salud mental.
Cuando se comentó que en esta sesión inaugural trataríamos sobre los trastornos de angustia pensé que podía parecer que no estábamos en sintonía con la tendencia predominante en la red de salud pública en Catalunya. La «moda» hoy está en definir rutas de la depresión y de los trastornos mentales severos o bien el código para la prevención del suicidio, moda, en buena medida, impulsada por los emergentes sociales actuales o por la presión de asociaciones de familiares de enfermos mentales y el encargo asistencial prioritario de atención a las patologías más graves.
Sin embargo, en un segundo momento pensé que una problemática con una prevalencia estimada del 15% de la población general no es un tema menor y además, si ese problema también penetra en muchos otros ámbitos de la patología mental, ya me parece que se trata de un tema que hay que poner de relieve y darle la importancia que merece.
Cito a Freud en las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1917): “No hay duda de que el problema de la angustia es un punto nodal en el que confluyen las cuestiones más diversas y decisivas, un enigma la solución del cual debería iluminar toda nuestra vida mental.”
El tema de la angustia o de la ansiedad está relacionado con los fenómenos de excitación del sistema nervioso que se da tanto en animales como en seres humanos. La ansiedad es un estado psicobiológico emergente que funciona como indicador necesario de algún peligro que amenaza la vida y permite prepararnos fisiológicamente para ello. Solo cuando los niveles de ansiedad son muy elevados y disfuncionales hablamos de patología.
La separación dicotómica mente-cuerpo fue subrayada por René Descartes (Damasio, 2004) y la podemos equiparar a la separación materia-espíritu, que tanto ha influido en la medicina occidental, de forma muy distinta a la visión de la tradición médica oriental, mucho más integral.
Si esa dicotomía la analizamos en la historia de las ideas y la consideramos en relación al pensamiento etiopatogénico subyacente, podríamos remontarnos a la perspectiva contrapuesta que adoptaron las escuelas griegas de Esculapio y de Hipócrates. Los seguidores de Esculapio trataban a los pacientes a través de la inducción onírica en casas acondicionadas para ello, que recuerdan a los oráculos, un acceso al conocimiento liberador o adivinador de la realidad que se manifiesta en este mundo no solo desde la materia.
La medicina hipocrática, contrariamente, atribuía las causas de las enfermedades físicas y mentales a los desequilibrios humorales (fluidos materiales concretos). También la curación debía consistir en restituir dicho equilibrio. Esa simplificación conceptual ha servido de fundamento a las propuestas terapéuticas en medicina hasta bien entrado el siglo XIX.
Los pacientes considerados alienados fueron socialmente marginados hasta la intervención de Pinel a comienzos del siglo XIX. Considerar como enfermedad (biológica) y no como degeneración moral las alteraciones mentales, posibilitó ese cambio conceptual y de régimen de trato. La psiquiatría biológica, con la introducción de los primeros antipsicóticos, así como las propuestas anti psiquiátricas de los años 60-70 del siglo XX, permitieron la externación de pacientes de los antiguos manicomios. Los factores sociales o relacionales se pusieron de manifiesto como elementos relevantes en la producción de los trastornos mentales desde comienzos del siglo XX.
La ansiedad no puede equipararse más que en sus formas más extremas con la historia de la enfermedad mental propiamente dicha. Para el filósofo estoico Epicteto, las raíces de la ansiedad no están en nuestra biología sino en cómo percibimos la realidad y para disminuir la ansiedad hay que corregir las percepciones erróneas, lo que podría considerarse una perspectiva afín a alguna de las propuestas actuales de la terapia cognitivo conductual.
En 1670, Spinoza afirmaba que “el temor surge de una debilidad en la mente y por lo tanto no pertenece al uso de la razón”.
De hecho, cuando al individuo le atenaza la angustia se siente débil, atemorizado, y los mecanismos que usa para combatirla y disminuirla no son producto directo de la razón sino de reacciones más o menos automáticas. Solo si se da una remodelación de dichos mecanismos, incorporando factores cognitivos y de reajuste del funcionamiento corporal más saludables, se podrán inducir cambios que favorezcan la remisión sintomática.
La ansiedad –considerada como sufrimiento psíquico– va de la mano de un correlato somático de malestar (que en nuestra tradición psicopatológica denominamos angustia), debido a una activación del sistema nervioso autónomo que conlleva sudoración, modificaciones vasomotoras de la piel, palpitaciones, taquipnea, etc.
La ansiedad nace del conflicto y nace con nosotros ya en el primer llanto. La teoría psicoanalítica de las relaciones objetales nos ilustra ampliamente sobre la importancia de la ansiedad, tan necesaria para impulsar nuestro desarrollo y evolución psíquica. Cuando la ansiedad no se puede elaborar y permanece encapsulada en fijaciones o regresiones, formará posteriormente el núcleo de las patologías que comentamos aquí.
La mayoría de tratamientos psicofarmacológicos de la ansiedad se centran en disminuir rápidamente el sufrimiento sin atender a un proceso evolutivo y elaborativo más personalizado. En algunos países, donde la profesión de psicoterapeuta tiene un prestigio académico, el tratamiento benzodiazepínico continuado se considera contraindicado y más aún, atendiendo a los riesgos adictivos que puede comportar y a su caracterización fácil de “tratamiento-parche”.
Cuando atendemos por primera vez a un paciente con trastornos de angustia hay que descartar en primer lugar que la angustia sea secundaria a algún trastorno somático subyacente (endocrino, neurológico, etc.). En segundo lugar debemos considerar si la angustia se genera en el contexto de patologías psiquiátricas más estructuradas con categoría de enfermedad (trastornos psicóticos, melancolía, etc.).
Cuando ya hemos descartado que se den ninguna de estas patologías que condicionarían el tratamiento de la ansiedad como un problema secundario, es cuando debemos dilucidar si el paciente asocia su ansiedad con circunstancias o estados de ánimo, facilitando a través de la clarificación, las relaciones causa-efecto rescatables de las representaciones subconscientes. Vemos con mucha frecuencia, cuando no se dan estas circunstancias de facilidad de concienciación, que el trastorno ha emergido en un período biográfico marcado por la hipotimia.
La vulnerabilidad a padecer crisis de angustia se relaciona con experiencias traumáticas en el período del desarrollo, sean propias o de personas familiares muy próximas (de las que hay dependencia emocional). También encontramos correlación positiva entre ansiedad de separación en la infancia y crisis de angustia con agorafobia en la edad adulta (Bowlby, 1989).
Por el contrario, vínculos estructurantes bien definidos por la teoría del apego como “apego seguro” ―que se correlaciona con la introyección de figuras paternas con la “mente bien amueblada” en una concepción corriente― son factores de protección para los trastornos de angustia.
Las personas con “apego inseguro”, especialmente el llamado ambivalente, desarrollan mucho más fácilmente trastornos de angustia en la infancia, adolescencia y edad adulta. Una reacción ansiosa e imprevisible por parte de la figura materna en la infancia, fundamenta formas de reacción con hipersensibilidad ansiosa y aprensión hipocondríaca.
La mente humana tiene horror al vacío. Cuando no tiene una idea clara del significado de cualquier fenómeno, improvisa una explicación, lo que nos lleva fácilmente al prejuicio. Nietzsche nos decía que “toda palabra encierra un prejuicio”. Del contraste entre pensamiento y sentimiento, del debate y el diálogo, nace la opinión o doxa, la cual está en lucha dialéctica permanente con la episteme (saber aceptado y constituido como verdad científica).
En la historia de las causas de los trastornos mentales vemos cómo se dan por ciertas explicaciones convenientes en diferentes momentos históricos: la degeneración, el mal de ojo, los castigos divinos; también algunas con pretensiones científicas: la debilidad del sistema nervioso, las infecciones, lo genético, los padres esquizofrenogénicos, los bullings, los cambios de tiempo, los aspectos constitucionales, etc.
El saber establecido dominante en el ámbito psiquiátrico, la episteme actual, relaciona los trastornos de angustia con factores genéticos y neurobiológicos y como consecuencia promueve sobre todo tratamientos psicofarmacológicos. La “evidencia científica” que lo justifica, se fundamenta en estudios estadísticos de ensayos clínicos, que a menudo sufren de sesgos tales como pueden ser, las cuestionables selecciones de muestras y variables.
Recientemente las conceptualizaciones sistémicas, la psicología relacional y la teoría de la complejidad, nos permiten salir de una simple concatenación causal de tipo lineal. Los factores genéticos, modelados por elementos de neuro-desarrollo que se correlacionan con vínculos interpersonales estructurantes o tóxicos en los entornos familiares y que están en interacción dialéctica con los esquemas que constituyen la subjetividad, son los que acabarán cristalizando los trastornos de la ansiedad que tratamos aquí, si las condiciones de contexto así lo inducen (desencadenantes).
Los trastornos de angustia expresan un predominio jerárquico en el sistema nervioso central de reacciones corporales reguladas por núcleos y vías subcorticales, sin un control adecuado por parte del córtex. Ello es así porque evolutivamente es más eficiente automatizar rápidas respuestas ante los peligros que retrasarlas debido a un procesamiento neuronal superior, solo que cuando el peligro no tiene fundamentos adecuados a la realidad, ese automatismo comporta recurrencias sin control de la conciencia.
La base neurofisiológica que compartimos con animales, incluso con formas de vida primitiva, consiste en estímulos (aferencias) sobre el hipotálamo, el cual a través del CRF, estimula la secreción de ACTH, hormona que a su vez promueve que las glándulas suprarrenales segreguen elevadas cantidades de adrenalina y cortisol. Esas hormonas excitan de manera inmediata los reguladores cardíacos y respiratorios incrementando su ritmo y comportan aumento de la glucemia. Todo ello es una preparación adecuada del organismo para luchar o huir; pero en caso de su activación sin esa acción realista y la consiguiente descarga somática plena de significado, ese conjunto de activación neuro-hormonal, constituye la base de la angustia.
Según nos recordaban Ansermett y Magistretti en su libro A cada cual su cerebro (2006), las emociones activan trazas neuronales, circuitos favorecidos, que se reactivarán fácilmente por estímulos afines. Esos estímulos generan una respuesta automática como la que hemos descrito, con el añadido de que altos niveles de cortisol persistentes en sangre, comportan niveles altos de tensión arterial, alteraciones en el sistema inmunitario y lo que nos parece especialmente significativo: la reducción del hipocampo (que tiene un papel esencial para la grabación de la memoria, la cual depende en buena medida del monto de emoción que acompaña a la experiencia).
Cuando la ansiedad (con el correlato somático asociado o bien su equivalente psíquico) se asocia con un estímulo repetido, se puede generar una fobia, que viene favorecida en su cristalización psíquica por elementos constitucionales ―sería el caso, por ejemplo, de la fobia a ratones y serpientes como preconceptos epigenética o genéticamente condicionados en los humanos― o bien por asociaciones metonímicas o metafóricas propias del individuo, de lo que Freud denominaba su serie complementaria (Conferencias de introducción al psicoanálisis, 1916-1917). Es de observación común que el niño “normal” pasa por períodos en su evolución jalonados por fobias diversas que se van desvaneciendo con el tiempo a medida que va metabolizando sus ansiedades en su proceso de desarrollo.
Debemos destacar la importancia de la ansiedad anticipatoria que está asociada a pensamientos y representaciones mentales cargadas de afecto, ansiedad que queda simplificada cognitivamente en animales, pues para ellos las categorías de tiempo futuro y proyecto vital no existen o son muy reducidas. Ese aspecto cognitivo en la generación de ansiedad es significativo, no solo etiopatogénicamente, sino también como vía favorecida para la terapéutica (proceso de mentalización).
Los trastornos de angustia, como tales, no adquieren carta de naturaleza en la nosología psiquiátrica hasta la primera publicación del DSM en 1980. Anteriormente a esta fecha los cuadros de ansiedad se contemplaban sobretodo dentro de la esfera neurótica. El DSM acuñó condiciones patológicas como la fobia social, agorafobia, o ansiedad generalizada. No parece que esa delimitación nosológica sea independiente de la aparición de los tratamientos ansiolíticos que tienen una especificidad sobre la disminución de los síntomas de angustia.
La propuesta actual en el DSM-V de considerar cuadros como el TOC separados de los trastornos de angustia parece fundamentarse exclusivamente en estudios de circuitería cerebral, y esa exclusión no se corresponde con la clínica. Debemos tener muy presente que la modulación de la ansiedad es una diana terapéutica de primer orden para todo paciente y para la relación asistencial. Un cierto nivel de ansiedad puede ser funcional y estimulante, pero hay que modularla para que no se convierta en impedimento para un funcionamiento social y personal adecuado.
La diferenciación entre ansiedad confusional, persecutoria y depresiva, proviene de la teoría de las relaciones objetales y tiene interés para la terapéutica. En relación a la nosología, considero que la eliminación del concepto de neurosis de las clasificaciones nosológicas actuales aleja los componentes de personalidad y la conceptualización global del ser humano de los meros síntomas conductuales, promoviendo indirectamente un abordaje terapéutico parcial.
Se me ocurren dos viñetas que ejemplifican la importancia de la ansiedad. En los países nórdicos (concretamente en Laponia), donde existe una mayor ratio de profesionales por paciente y donde el personal asistencial tiene formación en psicología relacional, obtienen resultados muy positivos en el tratamiento a largo plazo de los trastornos psicóticos. En estos países se emplean de forma muy restrictiva los fármacos antipsicóticos o incluso prescinden de ellos, modulando en ocasiones la ansiedad del paciente con alguna benzodiazepina. En mi experiencia, muchos pacientes psicóticos perciben el tratamiento antipsicótico al uso como un freno para su recuperación. Sienten a menudo que estos fármacos no les permiten “pensar” ni elaborar las emociones. Es especialmente cuestionable, a mi parecer, el uso de tranquilizantes mayores si el paciente no presenta una fragmentación mental esquizofrénica. La comprensibilidad de los trastornos psicóticos, sin embargo, nos llevaría a otro tema diferente al que trato ahora.
En otro contexto muy distinto, hace pocos días realizábamos una asamblea de todo el personal en una unidad de ingreso comunitaria y de puertas abiertas, en la que se tratan pacientes graves considerados subagudos. En ella, se propuso que los profesionales hablasen sobre su propia experiencia. Una enfermera de noche comentó, angustiada, lo mal que se sentía cuando en ese contexto no se aplicaban medidas restrictivas (requisar tabaco o pertenencias a los pacientes) y los pacientes podían entrar y salir cuando les parecía. Aparecía el conflicto entre responsabilidad del personal cuidador por el hecho de tener pacientes ingresados y la libertad y normalización de roles sociales como elemento fundamental en la rehabilitación comunitaria.
El tono de la asamblea, a medida que los participantes fueron expresándose libremente y se clarificaba el concepto de rehabilitación que nos animaba a todos, así como los buenos resultados clínicos que se obtenían, fue cambiando desde un nivel de angustia elevado a un sentimiento de reconocimiento e ilusión por el trabajo, verbalizados por varios de los profesionales de enfermería y por los clínicos. La contención de la angustia, tanto de un individuo como de un grupo, depende en muy buena medida de la posibilidad de tolerancia, expresión libre y elaboración mental.
Dar significado ―y significado sentido como verdadero― es una tarea esencial de todo terapeuta. “El psiquiatra ante todo ha de ser un sentidólogo”, decía el profesor Castilla del Pino. El diagnóstico de una situación, sea relacional o intrapsíquica, debe derivar en un incremento de conocimiento para el paciente y no solo para el psiquiatra. Cuando el diagnóstico se convierte en arma de poder frente al paciente, éste se aferra sumiso a la solución propuesta sin participar en ella más que en términos de obediencia. El diagnóstico, como proceso de conocimiento, debe facilitar que sea el paciente quien se recoloque frente a su padecimiento con un proyecto personal de mejoría y con esperanza, ayudado por el terapeuta-facilitador, para conseguir un re-aprendizaje por la experiencia, experiencia correctora y rehabilitadora. El diagnóstico debería suponer una liberación para el paciente y no un encadenamiento a un protocolo de tratamiento que puede favorecer la heteronomía.
Si bien el DSM ha facilitado la concordancia diagnóstica de los diferentes especialistas, delimitando agrupaciones sintomáticas relativamente homogéneas y coherentes, también ha promovido la falta de distinción de categoría entre síntomas, síndromes y enfermedades. El DSM niega la correlación entre diagnóstico nosológico e hipótesis etiológica, centrándose en agrupaciones sintomáticas. Tal como hemos expuesto, las hipótesis causales son inevitables en la mente del psiquiatra, a causa de la operativa propia del pensamiento humano que es buscador de sentido, aunque ello deba ser de modo provisional (suspensión de juicios precipitados) y pendientes de ser contrastadas.
El DSM incorpora el pragmatismo de la etiquetación sin necesidad de que el diagnosticador tenga un nivel alto de formación psicopatológica y favorece una consideración reduccionista de los procesos de intervención psiquiátrica, los cuales tienden, a menudo sin conseguirlo, a la resolución rápida de la sintomatología potenciando el uso de psicofármacos como tratamiento central.
A los psicofármacos no se les puede atribuir el mismo nivel epistemológico que a los tratamientos psicoterapéuticos. Ambos producen mejoras constatadas en la clínica y en técnicas de neuroimagen cuando se aplican, sin embargo, la psicoterapia requiere de una participación activa del paciente, consolidando los aprendizajes emocionales y los cambios relacionales que ello ha de conllevar. El psicofármaco, que como hemos comentado puede tener un papel auxiliar en la modulación de los niveles de ansiedad, adquiere carta de naturaleza terapéutica como soporte a un proceso de recuperación funcional y, por lo tanto, se ha de contemplar como un instrumento a ser retirado en la medida que sea posible. Únicamente si los cambios producidos, ya sea en el proceso de rehabilitación o bien inducidos por el re-aprendizaje psicoterapéutico, promueven cambios en las funciones y roles sociales, podemos hablar de recuperación estabilizada y también se constatará esa mejora por métodos de imagen del sistema nervioso central.
El peso específico de las crisis de angustia en el funcionamiento de una persona no está solamente relacionado con la intensidad del malestar sino también con la tolerancia que puede tener el paciente en relación al significado que otorga a sus síntomas. Dicha tolerancia se correlaciona con la personalidad subyacente. Así, personalidades con predominio de rasgos narcisistas tolerarán peor la “debilidad” que sienten y que se asimila socialmente con la sintomatología ansiosa. Si la necesidad de control es muy elevada, el descontrol que comporta el correlato somático de la ansiedad produce otro monto de ansiedad y de lucha interna que refuerza la sintomatología. Todo ello puede implicar un retraimiento conductual, espacial (agorafobia) o una marginalidad social evitativa con elevados beneficios secundarios (pseudo-gestión del trastorno) o bien, con ganancias externas que sobrecondicionan el trastorno.
Un punto nodal de los trastornos de angustia reside en el control de la ansiedad anticipatoria por parte del paciente. Conseguir reducir esa ansiedad a través de estados de relajación inducida por diversas técnicas, se ha de combinar con modificaciones cognitivas y redireccionamiento de la atención. La confianza y la alianza terapéutica son elementos fundamentales para conseguir resultados positivos.
Si se producen crisis de angustia, debe lograrse que no se compliquen con evitaciones defensivas que repliegan y desfuncionalizan al paciente en un estado de mayor inseguridad y desesperanza.
Sin embargo, a pesar de todos los tratamientos, a menudo la tendencia a tener crisis de angustia persiste y el paciente ha de ser capaz de gestionar la tendencia recurrente de su sistema nervioso autónomo a reaccionar con ansiedad o a sufrir crisis en momentos emocionalmente frágiles de su vida. Las técnicas psicoterapéuticas de orientación psicoanalítica deben contribuir, sobre todo, a la mejora de los factores subyacentes de personalidad, enriqueciendo el mundo interno y los esquemas y circuitos relacionados con el incremento de seguridad personal.
Referencias bibliográficas:
Ansermett, F., Magistretti, P. (2006), A cada cual su cerebro. Plasticidad neuronal e inconsciente, Buenos Aires, Katz.
Bowlby, J. (1989), Una base segura, Paidós.
Damasio, A. (2004), El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano, Barcelona, Crítica.
Damasio, A. (2005), En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos, Barcelona, Crítica.
Freud, S. (1979), Conferencias de introducción al psicoanálisis, vol. XI, Buenos Aires, Amorrortu.
Freud, S. (1979), Inhibición, síntoma y angustia, vol. XX, Buenos Aires, Amorrortu.
Freud, S. (1979), Más allá del principio del placer, vol. XVII, Buenos Aires, Amorrortu.
Stossel, S. (2014), Ansiedad, miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior, Barcelona, Seix Barral.
Resumen
Tras un breve recorrido histórico sobre conceptos que hacen referencia a la ansiedad el autor esboza aspectos relacionales del individuo y funcionales del sistema nervioso central que según el estado actual de los conocimientos fundamentan los denominados trastornos de angustia. Se plantea la complementariedad de los distintos abordajes terapéuticos según el momento evolutivo y el predominio de uno u otro núcleo psicopatológico.
Palabras clave: ansiedad, apego, traza mnémica, hipocampo, rol social.
Lluís Albaigès i Sans
Psiquiatra, psicoterapeuta psicoanalítico.
Coordinador de Área de Salud Mental de l’Hospitalet.
Presidente de la Sección Colegial de Psiquiatras del COMB.