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Entre el objetivismo y el subjetivismo

La preocupación y la curiosidad de los seres humanos por su entorno son, probablemente, tan antiguos como nuestra especie. Sin embargo, y si nos limitamos a la cultura occidental, son los filósofos presocráticos los primeros que nos han legado un testimonio fidedigno de ese fenómeno intelectual. Tales de Mileto, el primero entre los primeros, inspirado seguramente por el universo acuático en el que siempre se desarrolló la cultura griega, afirmó que todo procedía de lo húmedo o, en definitiva, del agua. Y no hay duda de que algo de eso ha confirmado la ciencia, por no hablar de la teoría atómica de Demócrito, otro de los filósofos del cosmos o de la naturaleza (Russell, 1945). Sabios todos ellos que miraban a su alrededor, sobrecogidos por el infinito misterio del mundo en que vivían, e intentaban captar y entender su condición última. Se trata, desde luego, de la primera tentativa objetivadora que registra nuestra cultura, aunque ni siquiera ella está exenta de reflexiones inquietas sobre las limitaciones de la percepción humana.

Esta preocupación alcanza rango de planteamiento fundamental en autores como Parménides, para quien los fenómenos de la naturaleza y, por tanto, las explicaciones cosmológicas, forman parte de la ilusión, por lo que lejos de constituir la Verdad, no son sino el resultado de la opinión de los hombres. Opuesto a Parménides en otros aspectos, Heráclito coincide con él en su afirmación de subjetivismo al asegurar que todo fluye y que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. En efecto, podrán encontrarse en el pensamiento humano pocas afirmaciones tan claras de la precariedad de la realidad, aunque no menos rotundo resulta el mismo Sócrates al aseverar que solo sé que no sé nada. De hecho, con él culmina una línea de razonamiento que constituyó la fuerza y la flaqueza de los sofistas, y que no es sino el movimiento de signo contrario al de los filósofos cosmológicos: la reflexión sobre el hombre y el cuestionamiento de su capacidad de conocer la realidad objetiva.

Objetivismo y subjetivismo no han cesado de alternarse a lo largo de la historia de la filosofía. Al marcado subjetivismo de Platón siguió el realismo de Aristóteles, y a ambos, neoplatónicos y neoaristotélicos durante muchos siglos. De hecho, toda la filosofía occidental puede ser entendida en términos de dicha alternancia, representando cada giro, de uno u otro signo, una superación del precedente de signo opuesto que, incluyéndolo, aporta nuevas propuestas correspondientes a un nivel de complejidad superior. Los filósofos no suelen basar sus ideas en la descalificación de otros autores anteriores, sino que los integran, y por lo general, parten de lo que en ellos ha habido de importante para fundamentar sus propios pensamientos.

A través de los grandes sistemas filosóficos idealistas y realistas, se alcanzan los tiempos modernos, marcados por un positivismo firmemente objetivista que expresa la euforia de la revolución industrial y su ilimitada fe en el progreso. Es la principal fuente de la ideología moderna, todavía ampliamente vigente y que, en el caso de la psicología, llegó casi sin competencia hasta mediados del siglo veinte. En ese proceso cabe enmarcar la ilusión freudiana de un futuro en que sus teorías psicodinámicas obtendrían la verificación en los laboratorios de neurofisiología. Y desde luego, también ilustran a la perfección el espíritu moderno, la reflexología de Pavlov y el conductismo de Watson, que se repartieron con el psicoanálisis el territorio psicoterapéutico de esa época.

Pero en 1927, el que luego sería Premio Nobel de Física, Werner Heisenberg, había presentado su célebre principio de incertidumbre, según el cual es imposible conocer con precisión y simultáneamente la posición y la velocidad de un electrón. El contenido físico de tal afirmación no es muy relevante para lo que aquí nos ocupa, pero lo que sí resultó muy influyente fuera del campo estrictamente científico fue la idea de que es imposible conocer algo. Lejos de un relativismo banal, que se desprendería de la interpretación textual del enunciado mismo, la importancia filosófica del principio de incertidumbre radica en la idea de los límites del conocimiento objetivo, lo cual lo ha convertido en una de las fuentes inspiradoras de un nuevo giro subjetivista llamado postmodernismo. La otra gran fuente inspiradora es el filósofo vienés Wittgenstein, cuyo énfasis en la importancia del lenguaje ha sido interpretada por los postmodernos como una legitimación de su subjetivismo.

La sensibilidad postmoderna, que ya había desembarcado en las ciencias físicas con la incertidumbre de Heisenberg e incluso con la relatividad de Einstein a comienzos del siglo veinte, tardaría paradójicamente más de medio siglo en alcanzar a la psicología y a la psicoterapia, pero al hacerlo, transformó notablemente a los dos grandes modelos vigentes. Lacan, para el cual el hombre y el paciente se revelan en el lenguaje, desafió al psicoanálisis freudiano sustituyendo, como buen estructuralista, la historia por la estructura. Por su parte, el cognitivismo transformó al conductismo, reivindicando al pensamiento y a la conciencia, junto al comportamiento y por encima de él, como objeto de intervención y de investigación de la psicología.

Pero no pararon ahí los cambios. El psicodrama, la psicoterapia gestáltica, y en general, las distintas psicoterapias llamadas humanistas, reivindicaron la importancia de las emociones en sus respectivos modelos, abriendo así las puertas a una de las claves más subjetivas del psiquismo humano. Y además y sobre todo, nació la terapia familiar.

 

El postmodernismo y la terapia familiar

No es una imprecisión afirmar que la terapia familiar nació postmoderna, como resultado de esa primera oleada fundacional. La idea de que no existe una realidad relacional única y objetivamente descubrible, sino que las realidades relacionales se construyen desde la subjetividad, es probablemente la premisa emblemática del postmodernismo sistémico (o, como algunos desearían, post-sistémico). El énfasis en lo relacional es imprescindible para evitar caer en un relativismo incompatible con la actividad científica y terapéutica. Y, ¿es posible imaginar una situación en que las distintas subjetividades construyan realidades relacionales más diversas que la de una familia, con sus múltiples personajes, roles y conflictos? Hasta el terapeuta más novato e ingenuo aprende pronto que en una familia es imposible determinar quién tiene razón o en qué miembro reside “la verdad”.

A pesar de lo cual, la terapia familiar vivió dos oleadas más de postmodernismo ―constructivista en los años ochenta y socioconstruccionista en los noventa― que radicalizaron los planteamientos relativistas, en nombre del individuo en el primer caso y de la sociedad en el segundo. Y en detrimento de la familia en cualquiera de los dos. Resulta difícil entender la necesidad de esa apuesta, a todas luces exagerada, por una ideología que termina minando las bases del modelo ―y, en algunos casos, cuestionándolo abiertamente― y, para intentarlo, se impone una reflexión que encuadre el fenómeno. De entrada, ¿por qué ocurre en la terapia familiar y no en otros territorios de la psicoterapia? ¿Y por qué en Estados Unidos y en sus áreas culturalmente más próximas, los mundos anglosajón, germánico y nórdico?

La primera respuesta ha sido ya adelantada. La terapia familiar nace postmoderna porque, por definición, reunir a los distintos miembros de una familia evoca necesariamente sus distintos mundos y realidades y descarta la aproximación a alguno de ellos como “el verdadero” y a los otros como “los falsos”. Dos títulos de Watzlawick, el gran divulgador del comunicacionalismo paloaltino, lo dicen todo al respecto: How real is real? (¿Es real la realidad?), (Watzlawick, 1977) y The invented reality (La realidad inventada), (Watzlawick, 1984). Y, sin embargo, el pedigrí de postmodernismo no debía de ser suficientemente puro, porque en los años ochenta, coincidiendo con la oleada constructivista, autores como Keeney (1982) y Dell (1982) arremetieron contra Watzlawick y sus compañeros de Palo Alto, descalificándolos como pragmáticos desde posiciones que reivindicaban la improvisación como única fuente legítima de creatividad terapéutica. Era la llamada estética del cambio, propuesta sin duda estimulante si no abriera la puerta a la frivolidad del “todo vale”. Lo que en cualquier caso estimuló fue la polémica, porque Watzlawick (1982) reaccionó enérgicamente contra su descalificación y hasta alguien hubo que contraatacó definiendo certeramente a los estéticos como sometidos a la fashionable mind (la mente a la moda) (Coyne et al., 1982). El postmodernismo, pues, tiene tan sólidas y antiguas raíces en la terapia familiar, que no puede sorprender que haya alimentado a sus jóvenes cachorros con una dieta de “más de lo mismo”.

El constructivismo en terapia familiar bebió de autores como Von Foerster, Von Glaserfeld y Maturana, quienes, procedentes de campos ajenos a la psicología o la psiquiatría, fueron seducidos para que se convirtieran en epistemólogos de la nueva teoría sistémica… o postsistémica. Y, como referente teórico central, se propuso la cibernética de segundo orden, que destacaba la imposibilidad de observar desde fuera un sistema con el que se interactúa, siendo inevitable la integración en él, y en consecuencia, la auto-observación. Además, la interacción instructiva es imposible y por tanto los sistemas, que están determinados estructuralmente, no pueden ser conocidos objetivamente. El conocimiento no es sino acoplamiento estructural, que permite que dos sistemas interactúen sin desvirtuarse.

La terapia familiar constructivista hace un principio de estas ideas y propone una intervención basada en la improvisación y en las prácticas conversacionales. Las preguntas circulares y reflexivas (Tomm, 1987) son la mejor representación de una sensibilidad según la cual el terapeuta no puede imponer su realidad al paciente o a la familia, sino que debe ayudarle a descubrir sus propias respuestas: “¿Qué suele hacer tu hermana cuando tu padre llega a casa y tu madre sale a recibirlo contándole todo lo que ha pasado en su ausencia?”. El terapeuta constructivista intentará inducir mediante este tipo de intervenciones la posibilidad de no dejarse triangular, pero no actuará directamente desactivando la triangulación.

Pero, desafortunadamente, la radicalización condujo, desde un razonable cuestionamiento de la posibilidad de observar objetivamente un proceso relacional en el que se participa, a la negación del rol de experto y a la exaltación de la improvisación como suprema modalidad de intervención terapéutica. No puede extrañar, pues, que se produjeran abusos y que empezara el alejamiento de la terapia familiar respecto a la clínica, a la que había realizado aportaciones tan prometedoras. Sin embargo, el golpe de gracia al “constructivismo radical” ―en expresión de uno de sus portavoces, Von Glaserfeld― no vino de otros sectores de la sistémica, sino del feminismo. En efecto, éste se sintió profundamente irritado y reaccionó con una crítica feroz ante unas propuestas que sugerían igual validez de las distintas construcciones subjetivas frente a un mismo fenómeno, por ejemplo, el maltrato: la del maltratador y la de la víctima. Con el paso de los años ochenta a los noventa, el postmodernismo en terapia familiar abandonó casi totalmente el constructivismo y abrazó con entusiasmo la causa socio-construccionista.

¿Cuál era la diferencia? Como adelantamos más arriba y su nombre indica, el construccionismo social pone énfasis en la intervención de la sociedad en la construcción de realidades, y en particular, en las que se expresan a través de los síntomas. Recurriendo a Foucault (1961), se atribuye al discurso social dominante la influencia decisiva en la construcción de la patología, y en definitiva, en el mantenimiento de las relaciones de dominio. También son fuentes importantes de inspiración Vigotsky y Bajtin (Bajtin, 1979), psicólogos rusos de la época soviética impulsores de teorías sociogénicas del lenguaje, coherentes con el marxismo pero más sutiles que la ideología estalinista oficialmente imperante en la URSS.

Porque, en definitiva, el socio-construccionismo postmoderno es una especie de neomarxismo psicoterapéutico encubierto, pasado por el pensamiento políticamente correcto. Neomarxismo no solo porque usa a autores marxistas como referencia en momentos en que esa corriente de pensamiento está en descrédito, sino porque asume el postulado básico de que los males del género humano proceden de la sociedad a través de las relaciones de dominio. Nada nuevo, en definitiva, puesto que, ya en los años sesenta y setenta, el antiinstitucionalismo de Basaglia (1968) en Italia y la antipsiquiatría de Cooper y Laing (1971) en Inglaterra, mantuvieron posturas similares, habiendo sido su influencia notable en los inicios de la terapia familiar. Más aun, la extraordinaria implantación y la riqueza de ideas del pensamiento sistémico en Italia no se entienden sino como herencia de Basaglia y del movimiento Psiquiatría democrática, fundado por sus colaboradores, exponentes del marxismo crítico del 68 europeo.

Pero el marxismo de los socio-construccionistas es encubierto porque ―además de no explicitar jamás su inspiración en Marx― cuando citan a los autores marxistas o cripto-marxistas lo hacen con las fechas de sus traducciones al inglés. Así que, por ejemplo, Foucault se convierte en un filósofo… ¡de los años ochenta! El problema es que así se produce un anacronismo confuso que ignora la experiencia previa de los movimientos contestatarios referidos, y lo que es más importante, sus límites, que empujaron a muchos de sus seguidores hacia la terapia familiar sistémica hace treinta años. Es decir, que ya se sabía en aquellos tiempos la enorme influencia de la opresión social sobre los trastornos mentales, pero también se aprendió que ello no resolvía el problema de la locura. Y ahora se nos vende el primer producto como si de una novedad se tratara y se continúa ignorando el segundo.

Además, el lecho de Procusto del pensamiento políticamente correcto se ha instalado paradójicamente sobre las terapias postmodernas, rechazando prácticas e ideas arbitrariamente consideradas poco respetuosas o directamente opresivas. Es así como la censura ha repudiado cualquier tipo de diagnóstico, aunque se base estrictamente en criterios relacionales, rechazando también las prescripciones y cualquier modalidad de intervención que se realice desde la posición de experto. Solo vale, alcanzando la categoría de práctica liberadora, la conversación terapéutica, basada en la improvisación creativa.

El socio-construccionismo tiene dos ramas fundamentales: la llamada conversacionalista, surgida en el centro de Galveston en torno a las figuras de Goolishian y Anderson (1992); y la conocida como narrativista, representada fundamentalmente por el australiano White (1989) y el neozelandés Epston (1989). Ambas coinciden en el posicionamiento político de fondo, aunque los narrativistas están más abiertos a los recursos técnicos, y consecuentemente, son menos radicales en el rechazo de la posición de experto. Así, por ejemplo, una práctica emblemática del narrativismo es la externalización, que permite, poniendo fuera del sujeto las raíces de la dificultad, luchar más eficazmente contra ella. Es emblemático el diploma concedido por White a un joven paciente encoprético, acreditativo de “haber vencido a la caca traicionera”. El objetivo es la deconstrucción de las narrativas opresivas impuestas, para reconducir el discurso en un sentido liberador, tanto de los síntomas como del dominio a ellos asociado.

 

La terapia familiar ultramoderna

Los excesos del postmodernismo y la sensación de que su ciclo se agota justifican sobradamente preguntarse acerca de qué va a sucederle. Y Marina (2000) no duda en inventarse una propuesta: el Ultramodernismo. Propuesta que, desde aquí, hemos asumido como propia, sugiriendo algunas consecuencias de su aplicación al campo de la terapia familiar (Linares, 2001 y Linares, 2006 a).

Para empezar, el terapeuta familiar ultramoderno acepta con toda naturalidad el rol de experto. No se trata, sin embargo, de un experto cualquiera, puesto que somete gustoso la validación de su expertez a una negociación con la familia y, a veces, también con el paciente de forma relativamente autónoma. Es importante que ellos sepan que él o ella “saben”, pero que no van a utilizar su saber para tiranizarlos o para imponerles realidades que ellos no estén en condiciones de aceptar. Es un terreno delicado, puesto que, a la vez que demuestra sus conocimientos, el terapeuta debe garantizar su buen uso. Por ejemplo, resistiendo a pie firme las invitaciones a “decirnos lo que debemos hacer o lo que está mal de lo que estamos haciendo”.

El terapeuta ultramoderno debe ser y mostrarse responsable, a la vez que debe pedir responsabilidad a los miembros de la familia, ponderada y proporcionalmente a su posición en la misma. A diferencia del terapeuta postmoderno, tentado eventualmente de declararse irresponsable del devenir de la familia, en su condición de simple acompañante conversador, el ultramoderno asume la responsabilidad que se desprende de su expertez. Y ello no significa regresar a aquella formulación, terriblemente culpógena, de que “no hay familias resistentes sino terapeutas ineficaces”. No, también hay familias resistentes o, hasta cierto punto, todas lo son, y algunas sencillamente imposibles. El ejercicio de la responsabilidad excluye la omnipotencia, y todo terapeuta es consciente de que existen límites a su saber y a su buen hacer.

En cuanto a la responsabilidad exigible a los miembros de la familia, es tan obvia como necesariamente matizable. Todos los personajes involucrados en un juego disfuncional deben responsabilizarse de las consecuencias de sus actos, pero de distinta manera. Es lógico que el maltrato físico comporte consecuencias penales para los adultos, pero no lo es que el maltrato psicológico y relacional, más lesivo a menudo que aquel, sea exonerado a priori de toda responsabilidad moral. Una terapia exitosa pasa por un proceso de cambio y el terapeuta debe guiarlo induciendo buenas dosis de autocrítica, y no vacilando en señalar errores y malentendidos. Evitando, eso sí, actitudes inquisitoriales y asumiendo posiciones afectuosas y comprensivamente solidarias. Los niños, por su parte, también deben ser ayudados a comprender el sentido relacional de sus actos, pero evitando conducirlos a situaciones en que, eventualmente, protejan a los adultos más de lo que éstos los protegen a ellos.

El giro ultramoderno implica la recuperación de un cierto objetivismo, aunque claro está, de ninguna manera el retorno al positivismo moderno. En consecuencia, se reivindica el diagnóstico psicopatológico, debidamente reformulado como conjunto de metáforas guía. Bateson (1972) descalificó el diagnóstico como dormitivo, y no le faltaba razón si pensamos en el etiquetaje de la conducta desviada en que consistía la nosografía psiquiátrica hasta su cuestionamiento por los movimientos contestatarios de los años sesenta y setenta. Era un diagnóstico tautológico, que definía al alcohólico por su afición desmedida a la bebida o al psicótico por su tendencia a delirar y agitarse. Pero, aún entonces, entre soflamas hipercríticas y discursos panfletarios, los llamados antipsiquiatras no podían evitar, tapándose discretamente la boca con la mano, intercalar algún paréntesis de doble epistemología frente a problemas complejos. V.g.: “Bueno, pero entonces ¿se trata de un psicótico?”.

Algo de esa actitud ha heredado la terapia familiar, siendo ya hora de superarla con una decidida redefinición del diagnóstico en términos relacionales. Es el espíritu que inspiró la primera formulación de la teoría del doble vínculo, que establecía una cierta relación lineal entre dicho fenómeno comunicacional y la esquizofrenia, posteriormente negada en aras de la sacrosanta circularidad. ¡Cómo si no fuera evidente que la circularidad no suprime la linealidad, sino que la incluye en un nivel de complejidad superior! A veces, el afán por innovar de los grandes autores les hace renegar de algunas de sus propuestas en beneficio de otras posteriores, corriéndose el riesgo de que, en el proceso revisionista, se pierda o se minusvalore un material precioso. Le ocurrió a Freud (1915-17) con la teoría del trauma y también a Bateson (1972) con el doble vínculo, que, cuestionado en sus aspectos lineales, se convirtió en un constructo demasiado abstracto y de escasa utilidad, terminando por ser relegado. Injustamente, si tomamos en consideración la enorme potencialidad de su formulación original.

La terapia familiar ultramoderna reivindica, pues, la linealidad, sin renunciar a la preciosa circularidad. El paradigma cosmológico copernicano, con el que aún nos regimos para movernos por el mundo, tiene apenas trescientos años de antigüedad. Y no hay duda de que su concepción heliocéntrica resulta de extraordinaria utilidad para entender los husos horarios y para orientarse en los grandes viajes intercontinentales. Pero no vamos a Australia muy a menudo y todavía utilizamos expresiones como “el sol sale” o “el sol se pone”, perfectamente válidas en nuestra experiencia cotidiana, aunque correspondientes al paradigma ptolemaico vigente los 18 siglos anteriores a Copérnico, que consideraba a la tierra esférica, pero situada en el centro del universo, con los astros, y por supuesto, el sol girando a su alrededor. Para movernos en nuestro entorno habitual, seguimos utilizando un paradigma anterior a Ptolomeo, que desde tiempos inmemoriales, defendía la naturaleza plana de la tierra. ¡Si vamos a comprar el pan obsesionados con la esfericidad de la tierra, lo más probable es que no pasemos del semáforo de la esquina!

Así que se impone conservar la causalidad lineal para múltiples interacciones cotidianas, aunque enmarcada en una circularidad que aporta la imprescindible dimensión de complejidad. ¿A quién se le puede ocurrir que la manera como los padres tratan a sus hijos no influya de forma determinante en el desarrollo de la personalidad de éstos? Sin embargo, insertos en un ecosistema complejo, la reacción de los hijos puede modificar el trato que reciben de sus padres.

Focalizar la inadecuación en el trato psicológico que algunos padres dispensan a sus hijos ha de dejar de ser un tabú para la terapia familiar, como lo ha dejado de ser reconocer y explicitar el maltrato físico. Lejos quedaron los tiempos en que las asociaciones estadounidenses de familiares de enfermos mentales se sintieron atacados por la terapia familiar y contraatacaron provocando un trauma del que el mundo sistémico norteamericano aún no se ha recuperado. Desde entonces los terapeutas han aprendido mucho sobre cómo tratar a familiares culpabilizados, a la vez que la opinión pública ha asimilado la evidencia del maltrato parento-filial y la legitimidad de una implicación social en la lucha contra el mismo. El maltrato psicológico es el elemento intermediario entre el bloqueo de los procesos de nutrición relacional y la psicopatología, siendo la responsabilidad del terapeuta la instauración del “buen trato” y no, desde luego, ampliar el combate inquisitorial para “erradicar cualquier modalidad de maltrato”.

El terapeuta ultramoderno debe rescatar la mejor tradición sistémica de usarse a sí mismo, asumiendo la necesidad de amar a los pacientes y a las familias, incluyendo a unos maltratadores que deben ser percibidos como víctimas, también ellos, de la terrible cadena del maltrato. El terapeuta “siente” en terapia, y su subjetividad emocional es un legítimo y decisivo recurso terapéutico. Por supuesto que también utilizará la rica y variada gama de técnicas terapéuticas acumuladas en la tradición sistémica, sin menospreciar las prescripciones comportamentales, caídas desgraciadamente en desuso en los círculos postmodernos, que las descalifican como manipuladoras o poco respetuosas. Maturana, al que se cita en apoyo de tal descalificación, define como imposibles las interacciones basadas en la simple instrucción, que no es sino la imposición arbitraria de una subjetividad a otra. Pero una prescripción comportamental no es una interacción instructiva si, siguiendo siempre al citado autor, se realiza desde el acoplamiento estructural, es decir, desde la aceptación respetuosa de la subjetividad del otro. En definitiva, para que una prescripción sea válida y tenga opciones de servir para algo, debe realizarse dentro del horizonte relacional de las personas a las que se dirige, que tienen que ser capaces de llevarla a cabo sin violentarse ni aumentar sus sufrimientos. Y esa misma cualidad es generalizable a cualquier intervención terapéutica, sea de la naturaleza que sea. Si una propuesta conversacional pretendidamente respetuosa se sitúa fuera del horizonte cultural de la familia, resultará, en el mejor de los casos, irrelevante.

Si el terapeuta sintoniza con estas ideas y actúa en consecuencia, se descubrirá a sí mismo hablando en prosa… ultramoderna, pero también, lo que es mucho más importante, desarrollando su inteligencia terapéutica.

La terapia familiar ultramoderna es un invento con voluntad provocadora, y no una nueva bandera con pretensiones territoriales. Su mensaje más importante es la necesidad de acabar con el dogmatismo postmoderno, abriendo las ventanas del territorio sistémico a aires frescos y desmitificadores, alimentados a su vez por lo mucho de bueno que hay en la tradición psicoterapéutica. Ambas cosas son necesarias para que la terapia familiar recupere relevancia en el campo de la salud mental: que aporte ideas novedosas y estimulantes y que deje de proponerse como la eterna revolución del pensamiento terapéutico. ¡Patética revolución la que, en cincuenta años de rodaje, no consigue tomar la Bastilla ni conquistar el Palacio de Invierno!

Cuando el gobierno alemán se propuso incluir las psicoterapias entre las prestaciones sanitarias financiadas por la Seguridad Social, la terapia familiar sistémica no fue reconocida como un modelo científicamente solvente porque no pudo presentar un cuerpo de investigaciones “basadas en pruebas”, homologables con las de orientación psicoanalítica y cognitivo-conductual. Le ha costado diez años al movimiento sistémico alemán reunir el dossier necesario para ser, ¡por fin!, reconocido en fechas recientes (2008). Jugar un papel relevante en el campo de la salud mental implica, entre otras cosas, homologarse lo suficiente con el resto de modelos como para no salirse del foco.

En cuanto a la inteligencia terapéutica, no se trata de un don divino capaz de producir superdotados o idiotas según los avatares de su caprichosa distribución, sino del resultado del desarrollo de sencillos recursos consustanciales a la condición humana. Al igual que ocurriera con la inteligencia emocional, este nuevo “descubrimiento” permite comprender fenómenos complejos (éxitos grandiosos, cambios espectaculares) con medios sencillos y modestos. Espero que el lector se dé cuenta de que la inteligencia terapéutica está a su alcance, con independencia de los obstáculos burocráticos y las barreras corporativas. Solo son necesarios el sentido común, la honestidad intelectual y un proceso razonable de formación.

 

Reflexiones finales

El Cuadro I resume algunas de las características fundamentales del modelo que hemos desarrollado en las páginas precedentes, marcando ciertas diferencias con los modelos postmodernos más extendidos.

Es hora de recapitular sobre algo que, a estas alturas, ha debido de quedar suficientemente establecido:

Que la terapia familiar ultramoderna es, ante todo, eso, terapia familiar.

El individuo y la sociedad son dos referentes fundamentales. El primero, en tanto que sujeto indiscutible de derecho y legítimo actor de cualquier juego relacional, a la vez que, desde una perspectiva fundamental en un libro sobre terapia, como portador de síntomas. El segundo, porque constituye un suprasistema de pertenencia que sobredetermina y contextualiza los fenómenos relacionales y psicológicos mediante una organización y una mitología que configuran las dos caras de la cultura.

MODELOS POSTMODERNOS, INTRAPSÍQUICOS Y CRÍTICOS TERAPIA FAMILIAR ULTRAMODERNA
CONSTRUCCIÓN DE LA REALIDAD Individuo / Sociedad Individuo / Familia / Sociedad
MALTRATO Y PSICOPATOLOGÍA Discontinuidad y dicotomía Continuidad a través del maltrato psicológico
DIAGNÓSTICO PSICOPATOLÓGICO Rechazo Diagnóstico relacional como “metáforas guía”
LINEALIDAD Rechazo Integración en la Circularidad
MOTOR DEL PSIQUISMO Lenguaje Amor complejo / nutrición relacional
ROL DE “EXPERTO” Negación Principio de “responsabilidad”
CONDICIÓN DE LAS TERAPIAS Conversaciones “Colaborativas” Intervenciones Inteligentes

Cuadro 1

Los modelos tradicionalmente llamados intrapsíquicos, y en la tradición sistémica, el constructivismo, focalizan al individuo como constructor de realidades, mientras que los movimientos alternativos críticos (antipsiquiatría, anti-institucionalismo…) y su epígono, el socio-construccionismo, atribuyen dicha función a la sociedad. Evidentemente acaban trabajando también con el individuo, puesto que la sociedad tiene la fea costumbre de resistirse a acudir a las sesiones.

Desde una perspectiva ultramoderna, ambas instancias resultan insoslayables, pero el énfasis terapéutico se sigue poniendo en la familia. Parece perogrullesco tratándose de terapia familiar, pero, ¡oh paradoja!, no lo es tanto desde el momento en que muchos profesionales supuestamente sistémicos renuncian a trabajar con ella. Y sin embargo, no hay inversión terapéuticamente más rentable que abordar a la familia como sistema de pertenencia privilegiado, intermediario imprescindible entre la sociedad y el individuo.

No tenemos empacho alguno en aceptar que la psicopatología (individuo) es el resultado complejo de la interferencia del amor por el poder (sociedad). Pero este proceso, que coincide con la esencia del maltrato psicológico, responde a pautas muy variadas ejecutadas por la familia. Por eso estas líneas, al igual que nuestra práctica terapéutica, le están dedicadas en su doble función de generadora del amor y transmisora del poder.

Hemos definido el maltrato psicológico como el verdadero problema que deben afrontar todos los modelos terapéuticos en el campo de la salud mental. Ello vale, muy especialmente, para la terapia familiar, que, por ser un modelo relacional, está mejor pertrechada para abordar fenómenos relacionales, como el maltrato psicológico. A diferencia de un apéndice de menor importancia del maltrato físico, el psicológico es el que otorga a éste toda su carga destructiva, confiriendo a unas pautas agresivas, generalmente de gravedad menor, capacidad de dañar el desarrollo de la personalidad hasta el enloquecimiento y la aniquilación.

Además de clarificar epistemológicamente el universo del maltrato, este planteamiento tiene importantes consecuencias prácticas. Por una parte, resuelve la discontinuidad entre maltrato y psicopatología, que tan a menudo atenaza la intervención terapéutica en el campo de la salud mental. Efectivamente, carece de sentido reconocer el maltrato físico y aceptar la legitimidad de su abordaje basado en el control social, a la vez que se niega la psicopatología o se la reduce a una especie de epifenómeno banal frente al cual solo hay que “conversar” improvisada y colaborativamente.

Por otra parte, focalizando las pautas de maltrato psicológico familiar (triangulaciones, deprivaciones y caotizaciones) como objeto fundamental de intervención, se hace evidente la inutilidad, y hasta la imposibilidad, de priorizar el control social, a la vez que se impone la conveniencia de contar con guiones específicos que orienten y dirijan la “conversación” terapéutica. No es lo mismo combatir la triangulación desconfirmadora subyacente a una psicosis, que contrarrestar la deprivación descalificadora que acompaña a una depresión mayor. Y el control social seguirá siendo necesario cuando peligre la integridad (física) del sujeto, pero supeditado a estrategias psicoterapéuticas que apunten a las pautas de maltrato (psicológico) que subyacen.

A estas alturas del discurso, resulta obvia la reivindicación de un diagnóstico psicopatológico, reconvertido de conjunto de etiquetas clasificatorias de las conductas desviadas, en sistema de metáforas-guía facilitadoras de la comprensión de fenómenos relacionales disfuncionales complejos.

¡No más incurrir en dobles epistemologías, que son, a fin de cuentas, modalidades de doble moral! Carece de sentido negar, por un lado, la legitimidad del diagnóstico, susurrando por otro, de modo vergonzante, la posibilidad de que… “el paciente sea un psicótico.” La terapia familiar ultramoderna renuncia al panfleto anti-diagnóstico, reivindicando la profundización en la comprensión de sus bases relacionales como medio más eficaz para deconstruir la psicopatología convencional.

Por todo ello, la terapia familiar ultramoderna no denigra la causalidad lineal ni la menosprecia olímpicamente alzando las cejas, sino que la reivindica plenamente, aunque, eso sí, integrándola en un nivel de complejidad superior, que es la causalidad circular. Y ello tiene, una vez más, importantes consecuencias prácticas.

Si me roban la cartera en una aglomeración callejera, antes de reflexionar sobre la injusticia de las desigualdades sociales, que empujan a tantas personas a la delincuencia, iré a la policía y pondré una denuncia. Y luego, ciertamente, no me ahorraré reflexiones que me eviten incurrir, a mí y a mis interlocutores habituales, en burdas simplificaciones racistas del tipo “¡es culpa de los inmigrantes!”.

Del mismo modo, en tanto que terapeuta ultramoderno, intentaré neutralizar la pauta de maltrato psicológico generadora del síntoma, consciente de que los padres u otras figuras que ejercen las funciones parentales, son los primeros responsables de su instauración, aunque en su posterior mantenimiento y desarrollo intervengan decisivamente otros actores y, muy especialmente, el paciente. Si, por un prurito de circularidad hipersistémica, atribuyo a todos la misma responsabilidad, descalificaré la terapia e indispondré con la misma, cuando menos al paciente.

Que el lenguaje es un elemento fundamental en la definición de la condición humana no merece siquiera discusión, como tampoco admite dudas su importancia decisiva en la relación terapéutica.

La propuesta ultramoderna reconoce al lenguaje como definitorio de lo humano, anteponiéndole otro elemento aún más decisivo en ese proceso: el amor. No nos amamos porque somos capaces de hablar, sino que hablamos estimulados por ese motor relacional infinitamente potente que es el amor. Ya hemos insistido bastante en la condición compleja de este amor, que trasciende lo estrictamente emocional incorporando ingredientes cognitivos y pragmáticos. La “nutrición relacional” no es otra cosa que la vivencia subjetiva de ser complejamente amado, es decir, de ser objeto de pensamientos amorosos, de sentimientos amorosos y de actuaciones amorosas.

Y al igual que el amor es un fenómeno complejo, también lo es su interferencia por el poder a través de las relaciones de dominio. El resultado no es otro que la doble condición humana, primariamente amorosa y secundariamente maltratante.

Isomórficamente, la terapia es un proceso restaurador del amor, destrabado en la medida de lo posible de bloqueos e interferencias. El terapeuta usará, a tal efecto, su propia subjetividad amorosa, proyectada en un pensar, un sentir y un actuar de tal índole. Y una vez más, el lenguaje servirá de vehículo para tan trascendental proceso.

La negación del rol de experto se ha convertido en una seña de identidad de las terapias postmodernas, so pretexto de no invadir con clichés autoritarios la intimidad de pacientes y familias. Sus defensores no suelen dejarse impresionar por la evidencia de que los clientes vienen buscando precisamente eso, un experto. El debate podría ser eterno y, probablemente, aburrido y estéril, por lo que, desde posiciones ultramodernas, apelamos al sentido común, adscribiéndonos a la más simple y sana tradición de terapeutas no autoritarios, expertos en movilizar los recursos de sus clientes más que en imponer los suyos propios.

El fantasma que inquieta a los negadores de la expertez es real y encarna al poder médico, aliado de las relaciones de dominio. Su presencia es evidente en la medicina moderna, así como en la psiquiatría pseudocientífica, abrigada con ropajes biologicistas. Pero la necesaria crítica de estas perversiones de la relación terapéutica no autoriza a deshacerse del bebé junto con el agua sucia. El experto segurizador, capaz de sacar de las personas las potencialidades que éstas no han podido desarrollar, es una bendición para el sistema, al igual que sus sugerencias y consejos empáticos, y resulta tremendamente injusto descalificarlo como irrespetuoso o autoritario.

El terapeuta ultramoderno opina, aconseja y prescribe, pero no lo hace atrincherado en una supuesta objetividad, sino desde la responsabilidad de su implicación personal en problemas humanos que ponen en juego su capacidad de empatía y el legítimo manejo subjetivo de sus recursos.

Por eso, y para concluir, debemos expresar nuestro más profundo desacuerdo con la mitología postmoderna de la “conversación colaborativa” como esencia y sentido último de la terapia. ¡Claro que hay que conversar, y ciertamente que hay que hacerlo de modo colaborativo! Mas, de puro obvia, la fórmula resulta banal. Los terapeutas que no conversan (que, aunque parezca mentira, los hay), o los que lo hacen de forma no colaborativa, se descalifican ellos mismos y, o quedan relegados por triviales o, en el peor de los casos, se integran en la borgiana “Historia universal de la infamia”. Pero ser terapeuta exige algo más que evitar la condición de infame o de trivial.

La intervención terapéutica inteligente, que reivindicamos los sistémicos ultramodernos, incorpora la conversación colaborativa, pero lo hace provista de guiones u hojas de ruta, que impriman una orientación al conversar. Y tales guiones se confeccionan con material procedente de dos fuentes fundamentales.

La primera fuente es la propia persona del terapeuta, articulada en su más legítima subjetividad. El terapeuta deberá ser lo más consciente posible de su perfil profesional o, lo que es lo mismo, de su ecuación personal que combina capacidad literaria, inteligencia emocional y espíritu práctico. Y, al tiempo que la implementa sin desperdiciarla ni violentarla, hará lo posible por enriquecerla, compensando carencias y llenando lagunas.

La segunda fuente es, claro, está, la familia y el paciente, inspiradores de las metáforas guía en que consiste el diagnóstico relacional. No se conversa ni se colabora del mismo modo con un psicótico, con la pareja de un depresivo mayor o con una familia multiproblemática. Al primero hay que ayudarle a liberarse de una triangulación desconfirmante, a la segunda a compensar una complementariedad rígida y a la tercera a generar tejido relacional que la impulse a salir del caos.

La inteligencia terapéutica se define, como en los más exquisitos films clásicos de Hollywood, por esos guiones meticulosos y creativos que aúnan la subjetividad del terapeuta y las particularidades de las familias y pacientes, extrayendo lo mejor de cada una de ellas.

 

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Resumen

La terapia familiar sistémica nació a mediados del siglo veinte en una primera oleada postmoderna reivindicadora de un inevitable subjetivismo. Dicha tendencia se reforzó con otras dos oleadas sucesivas, identificadas con el constructivismo y el construccionismo social. En la actualidad, y desde la valoración de los aportes debidos al subjetivismo postmoderno, se impone un nuevo giro que, sin retroceder al viejo positivismo, reivindique matices objetivistas enriquecedores del diagnóstico y de la intervención terapéutica. Tal es el sentido de lo que se propone como terapia familiar ultramoderna.

Palabras clave: terapia familiar, postmodernismo, ultramodernismo, inteligencia terapéutica, nutrición relacional.

 

Juan Luis Linares
Doctor en Medicina. Psicólogo.
Director de la Escuela de Terapia Familiar, Hospital de Sant Pau, Barcelona.