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INTRODUCCIÓN
Bernard Granjon

Queda muy lejos ya la época en que la partida hacia una misión de un psicólogo o un psiquiatra de Médecins du Monde[3] suscitaba, en el mejor de los casos, un malestar y en el peor una avalancha de burlas. Entonces solo contaban los salvamentos, los cuidados corporales y, sobre todo, el testimonio. Pero con el tiempo y ante el infinito sufrimiento generado en la población civil por los conflictos armados, la percepción de nuestras limitaciones, el traumatismo de los equipos asistenciales, así como nuestra experiencia de estar proporcionando un apoyo psicológico diferente al que practicábamos en nuestros privilegiados países, los “psi” han adquirido en nuestra asociación derecho de ciudadanía y constituyen incluso una especialidad escuchada y solicitada. No es menos interesante plantearnos, en una mirada retrospectiva, cómo hemos podido llegar hasta ahí y qué coherencia podemos dar a experiencias tan dispares

Hace más de veinte años en Croacia, más tarde en Bosnia, una aterradora guerra civil nos confrontó por primera vez con la violación de mujeres instaurada como una auténtica arma de guerra. La finalidad perseguida por los serbios consistía en introducir en el vientre de las mujeres un cuerpo varias veces extraño, puesto que pertenecía a un padre impuesto, a una etnia, a una cultura y a una religión diferentes a las de la madre. Frente a tal ruptura de los vínculos de pertenencia, la mayoría de estas madres se mostraban incapaces de reconocer a su hijo, y el abandono de éste resultaba casi la única posibilidad de salida. En Zagreb, dirigiendo a los médicos croatas, nos esforzamos por ir en su ayuda.

En Ruanda, poco después de la masacre de 800.000 tutsis y opositores al régimen, nos preguntábamos de qué manera  atender a aquellos niños de la calle que habían escapado de la masacre, huérfanos de padres asesinados frente a sus propios ojos. La idea que adoptamos fue reintegrarlos a su propia cultura, apoyándonos en algunos maestros locales que permanecieron allí. Ellos también habían perdido a muchos familiares y nuestra primera preocupación fue ayudarles a superar sus propios traumas antes de que se hicieran cargo de los de sus alumnos. Así, diferentes psicólogos y psiquiatras de Médecins du Monde se fueron  relevando a su lado durante cuatro años. Pero la violencia es contagiosa y sus efectos mortíferos ―en un país en el que continuó reinando una gran inseguridad― exigieron el envío regular de otros psiquiatras para otras tantas supervisiones. A través de la escuela favorecimos una reinserción en el propio tejido social, profundamente desgarrado por la guerra civil.

En los orfelinatos de Camboya y de Polonia, mediante un sistema de apadrinamiento ―preferible a la adopción― continuamos trabajando en la misma línea.

Pero fue en Turquía, país transitado por todo tipo de migraciones, donde mejor comprendimos la coherencia y el significado de nuestras intervenciones anteriores. Por medio de una asociación turca que colabora con la nuestra, compuesta esencialmente por emigrantes africanos que se hacían cargo de los emigrantes en sus propias lenguas y con sus costumbres, adquirimos la certeza de que ésta era realmente la mejor manera de ayudarles a superar la terrible experiencia del exilio: en sus grupos de pertenencia; sobre todo cuando la partida no podía incluirse en un proyecto de vida.

En Francia, en la asociación Osiris ―que trabaja en colaboración con Médecins du Monde― nos dimos cuenta de la importancia del intérprete, no solo como un transmisor de palabras sino más aún, como un transmisor de sentido. Porque en todos esos casos que hemos abordado, es la pérdida de los vínculos de pertenencia lo que subyace al sufrimiento psíquico al que hemos intentado poner remedio.

 

CUÉNTANOS  CÓMO HA SIDO TU PARTIDA Y TE DIREMOS CÓMO SUFRES
Evelyn Granjon

Partir, emigrar, ser exiliado, expulsado o desarraigado… ciertamente la migración es un fenómeno natural y universal que enriquece el alma humana. Pero cada vez  se emigra con más frecuencia y más lejos. Para el sujeto emigrante plantea la cuestión de la identidad y de la diferencia. Ulises, Edipo, Moisés… perseguidos por sus destinos y a la búsqueda de sí mismos, se pusieron en camino, vagaron, se perdieron, pero regresaron para morir junto a la tumba de sus antepasados. La búsqueda del porvenir hunde sus raíces en el pasado. Así se soporta el perderse, es decir, avanzar sin conocer el camino ni el destino, aceptar lo desconocido y la diferencia, confiando en aquello que somos y que nos guía. “Mañana” y “en otra parte” solo son posibles dentro de una continuidad, como consecuencia de un pasado y de un proyecto, que posibilitará tolerar las transformaciones que uno sufra, sin renegar de sí mismo. Para hacer frente a las diferencias de lugar, de idioma, cultura, costumbres, para poder comprenderlas, organizarlas, contenerlas, es necesario poder inscribirlas y anclarlas en el contexto de los propios orígenes. “El árbol es con lo que se fabrica la piragua”, dice un proverbio melanesio.

Así pues, las condiciones de la emigración no son las mismas para todos y tienen que ver con la partida, el recorrido migratorio y la acogida, temporal o definitiva, en un país.

Para aquel que tala el árbol para construirse la piragua ―cuyo proyecto germina en el pensamiento del viajero y en las raíces del árbol― el entramado de su creatividad nacerá de entretejer sutilmente identidad y diferencia.

Pero cuando se está demasiado lejos de las tumbas ancestrales, cuando el viaje es traumático, cuando las matrices culturales se hacen añicos y los vínculos de pertenencia se rompen, el reconocimiento del otro diferente se hace difícil, incluso imposible; lo extranjero se vuelve extraño y se instala una fisura en el yo. Viajes sin retorno, desarraigos o desgarros, tiempos interrumpidos, pasados olvidados o perdidos, participan de la destrucción del alma, con sus consecuencias individuales y colectivas.

Puesto que el accordage fondateur[4] entre la base narcisista individual (constituida a partir del contrato narcisista) y el contexto familiar, social y cultural, constituyen el trasfondo de la vida psíquica del individuo, este precursor invisible, esta alianza (en el sentido de René Kaës) vincula el sujeto al entorno que lo constituye y le inscribe en una cadena generacional. Este doble anclaje, individual y colectivo, constitutivo de la subjetividad particular, ofrece al sujeto un sistema de representaciones seguras, estables y compartidas, y le permite dar un sentido a lo que vive. Así, la cultura, con sus mitos, precede, envuelve y conforma toda psique particular y participa en su funcionamiento. Garante de la vida psíquica, la cultura afianza la identidad y la integridad al ofrecer al sujeto una versión del mundo, y al permitirle comprender y explicarse los cambios y estragos de su vida. Su coherencia y su continuidad favorecen las relaciones de cada uno consigo mismo, con los otros y con el mundo.  Esta envoltura cultural, siempre en movimiento y en evolución, involucra la experiencia vital de cada uno y le invita a la creatividad.

Esta sintonía entre la subjetividad particular y el contexto, que asegura las bases de la identidad y de la continuidad del ser, necesita previsiblemente de una cierta estabilidad y permanencia  de los  referentes.

Evidentemente, todo cambio de contexto recompone en parte el psiquismo de un sujeto, pero los contratos fundacionales le vinculan a su historia, a su familia y a sus costumbres.

Por contra, ciertas condiciones de la emigración pueden destruir vínculos de pertenencia, con el riesgo de inducir disfunciones psíquicas severas. El desajuste del psiquismo entre lo interno y lo externo, por fallo, ruptura o destrucción de los garantes ambientales y fundacionales a causa de una pérdida de los referentes sociales, culturales o históricos, comporta un desequilibrio profundo, e incluso una crisis estructural.

 

Encuentros con emigrantes

A partir de encuentros con emigrantes en diferentes situaciones, presentadas por Bernard Granjon en el marco de Médecins du Monde, hemos escogido reflexionar sobre las condiciones de la partida del país de origen y sus repercusiones en la salud física y psíquica de los emigrantes, su vulnerabilidad y sus sufrimientos.

La partida hacia otro país puede ser escogida o impuesta. Puede ser programada, reflexionada o al contrario, inesperada, un desgarro no previsto, incluso violento.

Para algunas de las personas que hemos encontrado, su viaje se inscribe en un proyecto de vida mientras que otros tuvieron que partir dejándolo todo, sin proyecto, sin destino, huyendo a menudo con urgencia, incluso bajo amenaza y rompiendo sus vínculos de pertenencia. Los primeros han inscrito su emigración en una continuidad personal, familiar, cultural o social: «yo he sido designado por el padre», «yo he venido para cumplir un sueño». Su proyecto puede ser un fracaso, por supuesto, pero tiene un sentido. Todo lo contrario de aquellos que han tenido que dejarlo todo (familia, trabajo, inscripción social…) por seguridad o por violencia y han perdido a menudo cualquier relación con aquellos que quedaron en su país. «Estoy sin noticias de mi familia. No sé si están vivos o muertos».

Ciertamente, entre los que tienen un proyecto migratorio, hemos encontrado manifestaciones de sufrimiento psíquico, malestar de tipo depresivo: la dificultad o el fracaso del proyecto pueden suscitar desconcierto, tristeza, culpa, con su cortejo de manifestaciones psicosomáticas. Pero la adaptación, en un plazo más o menos breve, a las nuevas condiciones de vida, por deplorables que sean, está en relación con la cualidad psíquica del sujeto y su capacidad de resiliencia. Pueden construirse nuevos vínculos y un porvenir (incluso un futuro) diferentes de los esperados o previstos, pero que tienen un sentido en relación a su proyecto de vida o al mito de una vida mejor: «en la aventura, todo puede llegar» ―nos decía alguien de Costa de Marfil―, «hay que estar preparado para todo y metértelo todo en la cabeza». A pesar de las separaciones y las pérdidas, la emigración se convierte entonces en una experiencia de vida dentro de la historia personal; los recuerdos son accesibles y la esperanza renace. La envoltura cultural y religiosa se modifica, claro, pero persiste, «aguanta», queda una referencia que da sentido a la aventura de la vida y permite establecer vínculos nuevos. «En mi país dicen: cuando trabajas y haces tus oraciones, ya lo tienes todo», explicaba una senegalesa. Lo que se le propone al sujeto es una transformación que le permite integrar identidad y diferencia.

Todo resulta muy distinto para aquellos para los que el viaje es una ruptura relacionada con una situación catastrófica, una obligación de supervivencia no programada en sus proyectos. Los referentes habituales resultan inaccesibles, están perdidos o agotados; el riesgo es el caos del pensamiento, incluso la pérdida de identidad. No se trata de un malestar, sino de un  mal-être[5] (refiriéndonos a la destacada obra de René Kaës). Se trata de una auténtica mutación que impone la discontinuidad a estos sujetos desarraigados y desajustados. El sufrimiento parece más profundo y las capacidades de inserción en la sociedad de acogida se ven reducidas: no pueden investir un lugar ni a las personas que les rodean y se quedan sin proyecto: «aquí se está encerrado, no se existe». Invadidos por sentimientos de impotencia, de hundimiento y abandono, se ven afectados de ansiedades profundas; a menudo están aislados y sin esperanza, en la desolación y estrechez de su mundo: “de momento estoy aquí, eso es todo”. Bloqueados en un presente repetitivo y opresivo, sin pasado ni futuro, se encuentran sin recursos y sin ayudas, y parecen no poder pensar en lo que les llega: «es horrible lo que vivo; cada día hay que huir». Su integración en el grupo es precaria y los vínculos que establecen con otros inmigrantes del mismo origen son frágiles o del tipo collage, formando agregados en vez de grupos, en los que reinan el silencio y el anonimato. Estas personas presentan un gran sufrimiento; su rostro está cerrado, inexpresivo; la mirada en el vacío y el discurso, a menudo confuso, parece construido como un justificante, que no deja ningún acceso a la historia del sujeto y de su recorrido migratorio. A veces el vacío de pensamientos les lleva a engancharse a frases hechas que no elaboran. El déficit de simbolización puede estar en el origen del recurrir al paso al acto, a menudo violento. Sin sus referencias habituales (culturales, sociales, familiares), en la precariedad, su presencia aquí no tiene sentido; sin historia, sin pasado, no pueden pensar en el porvenir. Muchas personas nos han dicho que estaban angustiadas por la idea de morir sin identidad. El entorno parece hostil, inclusive amenazador, y el recelo ―incluso la desconfianza― substituye a la confianza. Los otros y el mundo parecen peligrosos y engendran un sentimiento de catástrofe imaginaria al que las sociedades contemporáneas responden con la exclusión y la represión. Y tanto es así que detrás de las manifestaciones violentas y destructoras es posible a veces reconocer el sufrimiento y el desamparo psíquico del mal-être.

En algunos casos, el cuerpo se convierte en un último recurso para dar una señal cuando la psique no puede dar sentido, y los riesgos de somatización son importantes (cánceres, colitis hemorrágica…). O más aún, las manifestaciones psíquicas de este desamparo pueden evocar patologías severas como psicosis, psicopatías o estados límites, que corresponderían a trastornos profundos del equilibrio y del funcionamiento psíquicos, a un mal-être, un mal del ser, que encuentra su fuente no en lo intrapsíquico (como el malestar), sino en la pérdida de las referencias estructurales y de los marcos sociales y culturales necesarios, los grandes referentes. ¿Se trata de patología? Yo diría que más bien es la expresión patológica de un sufrimiento psíquico extremo, de un sufrimiento sin nombre, de un abandono sin esperanza en relación con las mismas condiciones del desplazamiento. Esto es lo que nos lleva a enfocar cualquier intervención en términos de ayuda, de apoyo, de acompañamiento más que en términos “terapéuticos». Lo que hay que intentar es un trabajo de integración entre la intra y la intersubjetividad, en un nuevo contexto.

 

El sufrimiento de los emigrantes: ¿qué recursos tienen?

Sin sus referencias fundamentales, sin pasado y sin confianza ¿de qué recursos dispone el sujeto para sobrevivir? ¿Cómo no quedarse escindido, dividido entre dos culturas, dos identidades, dos mundos? Esta posición «entre dos» suscita ansiedad y desequilibrio y los conflictos internos no pueden ser regulados con un exterior falto de garantías compartidas. La desesperanza y el sentimiento de catástrofe invaden el campo psíquico al que el otro, el diferente, no puede pertenecer.  La actuación corresponde a veces a una especie de exutorio, un paso al acto, un intento de salida del malestar, pero reactualizando la violencia de la ruptura.

En debate entre sentimientos contradictorios o paradójicos, frente al miedo y al sentimiento de inseguridad, el individuo desajustado intenta acercarse a referencias efímeras o frágiles esperanzas, en un mundo desconocido y a menudo excluyente.

Esta crisis profunda, estructural, ligada a las condiciones migratorias, afecta no solo a los sujetos sino también a sus descendientes que tienen esta parte oscura en su herencia: la transmisión transgeneracional (es decir, sin transformación) de aquello que no puede ser pensado pero que no desaparece y que, por tanto, impone a las generaciones sucesivas restos y trazos de lo que ha sucedido. Y sabemos que un residuo atrapado en la memoria, extraño en sí mismo, puede ser, cualquiera que sea la forma, la semilla de una fijación o de un núcleo traumático. Portadores del silencio y de las ansiedades de una historia traumática innombrable, de fragmentos sin sentido y de acontecimientos negados, los niños y sus descendientes serán los herederos de la memoria del olvido.

Pero este desamparo no elaborable afecta también a los grupos y a la sociedad de acogida, porque algunas personas, en sus intentos de integrarse y de  establecer vínculos, pueden establecer alianzas conscientes e inconscientes con idealismos más o menos utópicos. Estas alianzas patógenas y alienantes con ciertas ideologías, basadas en la noción de peligro y de muerte y en la anulación del pasado, comprometen a los individuos en un mundo de ilusiones: satisfacen ilusoriamente sus heridas narcisistas, suavizan sus angustias y les permiten construir una nueva subjetividad. Pero estas alianzas ideológicas tienen el coste de una ineludible alienación, de la que no tienen consciencia. Algunos comportamientos extremistas encuentran probablemente su fuente en los estados de desajuste y desamparo. También hemos encontrado este tipo de subjetividades reconstruidas y de alianzas ideológicas en personas que han vivido largos periodos de encarcelamiento y de aislamiento en las cárceles turcas.

Otros se ven abocados a construir sus propias creencias para protegerse de pánicos e incomprensiones insoportables. En los grupos construidos en base a creencias compartidas, la deriva comunitaria siempre es posible, y sirve de envoltura común. El repliegue comunitario, que excluye cualquier pensamiento ajeno, sirve a veces de protección y de anclaje para algunos, pero les priva de la libertad de actuar y de pensar, y les aísla.

 

¿Cuáles son los recursos posibles?

Cuando falta la religión, cuando la ley no protege, la cultura se ha perdido, la temporalidad se ha destruido y cuando, por añadidura, el individuo no dispone de condiciones que permitan su equilibrio biológico, ¿de qué recursos dispone para garantizar su humanidad?

¿Cómo ayudar al inmigrante a encontrar un continente reasegurador, un entorno que le permita dar sentido a lo que está viviendo? ¿Cómo ayudarlo a recuperar su temporalidad y permitirle reencontrar, en recuerdos o fragmentos de su historia, o en rituales, algunas de sus raíces con la finalidad de que “el antes” permita construir “el después”?

¿Qué propuestas de implicación y colaboración se pueden hacer para dar un sentido a la situación actual? ¿Pueden las sociedades de acogida, que a su vez están atravesadas por corrientes paradójicas, ofrecer unas condiciones que favorezcan un re-anclaje o un mestizaje cultural? ¿Qué garantías pueden dar para integrar los recursos del sujeto con ciertos valores compartidos y significantes?

En cuanto a nosotros, hemos de encontrar ―inventar― aquello que permita salir de estos estados de miseria y de sufrimiento, para que el individuo pueda dar sentido a lo que vive. Este trabajo requiere de un dispositivo grupal y de una escucha particular.

El grupo ofrece, pues, unas posibilidades y unas garantías que permiten la puesta en marcha de procesos psíquicos individuales:

  1. pluralidad de espacios psíquicos ―intra, inter y transubjetivos― que se vinculan, se articulan, se encuadran y se especifican.
  2. espacio de comunidad, de compartir y lugar de transformación.
  3. lugar intermedio entre la singularidad psíquica y el contexto, el grupo permite, gracias al proceso asociativo grupal, pensar lo impensable.

Dentro del grupo, por su función continente, vinculante y transformadora, podrán construirse nuevos revestimientos culturales y religiosos, por mestizaje, es decir, por medio de alianzas entre la cultura originaria y la de la sociedad de acogida. Este mestizaje cultural ofrece al sujeto un referente y un sentimiento de pertenencia, restaura el reconocimiento de sí mismo y de los otros y le permite volver a tejer los hilos de su historia. Al inscribirse de nuevo en una cadena en la que él es un eslabón, reanudando vínculos de pertenencia, se convierte en actor del sentido de su propia vida y podrá, así, desarrollar su potencia creativa.

Debemos conseguir un entorno social suficientemente acogedor y no amenazante, así como nuevos modelos de acompañamiento y de ayuda más allá del campo terapéutico, que es el nuestro. Y disponemos para ello de algunas referencias, todavía faltas de soluciones, pero que podrían ser la fuente de reflexiones e investigaciones.

Así, tanto a escala individual como social, queda pendiente el difícil camino que el alma humana debe recorrer: el reconocer y aceptar al otro con su identidad y su diferencia.

Palabras clave: emigración, violencias, medicina humanitaria, accordage fondateur, malestar, mal-être, mestizaje cultural.

 

Doctor Bernard Granjon
Ex presidente de Médecins du Monde (MDM)

Doctora Evelyn Granjon
Psiquiatra infantil. Psicoanalista de familia.
Ex presidenta de la Sociedad Francesa de Terapia Familiar Psicoanalítica (SFTFP).


[1] Se trata de una conferencia pronunciada en el marco del Congreso de Hyères (Francia) en abril de 2015. Este texto formará parte de una publicación colectiva sobre Identidad y diferencia, tema del Congreso de Hyères de este año.

[2] Traducido del francés por Isabel Laudo y Carme García Gomila.

[3] Organización no gubernamental (ONG) creada en 1980, o sea, nueve años después que Médicos sin Fronteras.

[4] Nota de traducción: Ajuste (o concordancia, encaje, sintonía) originario.

[5] Sufrimiento mental, desasosiego, dolor psíquico.