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MIRANDO A MI PADRE
Alícia Gorina

“Algunas personas de la comisión de lectura dijeron que no les gustaba tu texto, que era demasiado terapéutico y eso les echaba para atrás.” Desde que me hicieron este comentario sobre un texto mío que presenté a la comisión de lectura de un importante teatro del país, he estado intentando encontrar una obra artística que no sea de alguna manera terapéutica para el artista que la realizó, que no proviniera de algún impulso personal, de una obsesión compulsiva, de un tema autorecurrente… Una obra de arte sincera, claro. He estado reflexionando y no he encontrado ninguna. Ninguna que sea lo suficientemente destacable para mí como mínimo. Incluso estuve mirando la bibliografía de los miembros de la comisión de lectura y tampoco encontré ninguna en ellos. Esto me hizo pensar que la sinceridad era precisamente lo que los echaba para atrás de mi texto, porque decía sin vergüenza que estaba hablando de mí misma. Creyeron incluso que estaba comprometiendo a mi entorno, y eso les parecía pervertido, cuando en realidad para mí y para mi entorno no lo era.

Sacar adelante un proyecto creativo y por lo tanto también un espectáculo teatral, un proyecto en concreto y no otro, tiene que venir de un impulso de necesidad. Es este proyecto el que se necesita sacar adelante y no otro, sea por una necesidad individual o colectiva. Identificar este motivo es la primera de las responsabilidades que un creador escénico se tiene que comprometer a aceptar. Es un esfuerzo de sinceridad imprescindible a realizar.

Esta necesidad de aceptar el impulso personal que nos mueve en el momento de crear fue el tema de partida para sacar adelante el proyecto Watching Peeping Tom, un espectáculo que se estrenó el noviembre de 2013 en el Festival Temporada Alta de Girona dirigido por mí misma, en el que mi padre, el crítico cinematográfico Àlex Gorina, se interpretaba a sí mismo haciendo una conferencia sobre la película Peeping Tom (él mismo ya hablará más adelante sobre la película) y una actriz (Patrícia Mendoza/Alba Pujol) dialogaba con él en el escenario haciendo de mí. No se trataba de hacer un psicodrama. Se trataba de ir a fondo destapando la supuesta convención teatral. Si quería reivindicar el carácter personal de la creación, la figura de “el padre” era perfecta.

En primer lugar, pues, se trataba de poner en evidencia que la ficción nace de la vida. Y mi padre real haciendo una conferencia real eran los elementos reales perfectos para demostrarlo. Cuando dirijo un espectáculo la ficción de la obra de teatro entra por la puerta de mi casa sin llamar, sin pedir permiso, destructivamente se instala en mi sofá, cena con nosotros, duerme en nuestra cama entre mi marido y yo. Cualquier creador entiende perfectamente la confusión entre realidad y ficción en un proceso creativo, la vive en la propia piel, y sabe que la frontera tan clara entre una cosa y la otra a ojos del espectador, es solo una ilusión. Por eso esta vez necesitaba hacer el viaje de vuelta, quería que por una vez fuera mi vida real la que subiera al escenario sin pedir permiso y se instalara cómodamente frente a los espectadores.

Y al hacerlo, también se trataba de aceptar que el teatro es más real que la realidad. Para mí ir al teatro es un ritual sagrado, es entrar en un espacio donde nada será lo que parece, donde sucederán hechos que, teóricamente, no serán reales, pero que estarán pasando allí mismo, delante de mis ojos, en directo, en ese preciso momento. Porque el aquí y ahora es la magia del teatro. Durante toda la historia del teatro los creadores escénicos han tenido que luchar para que el teatro se considerara un arte noble, como el resto de las artes. Su carácter efímero, su imposibilidad de perdurar en la historia, ha dejado en el olvido sistemáticamente a los creadores escénicos (no a los dramaturgos). Este es el destino trágico de dedicarse al teatro. Pero su tragedia es su virtud: ver en directo, vivir en directo el arte del actor. ¿Quién puede afirmar que lo que está viendo es ficción? Una obra de teatro pasa de verdad. Es imposible saber si el actor no se está emocionando en el escenario cuando el propio espectador lo está viendo sudar, llorar, hablar, chillar, sentir. El rato que pasamos en un teatro es un trozo de vida real. El tiempo de los espectadores pasa durante la representación, a la vez que pasa el de los actores. Para mí lo que vivo en el teatro es real porque está vivo.

A la vez también se trataba de ver que la vida a menudo es más teatral que el teatro. En nuestra vida hacemos teatro constantemente. A menudo en nuestro día a día nos vemos obligados a simular y esconder emociones, a interpretar personajes, a usar técnicas propias del arte dramático para relacionarnos, para negociar, para conversar. Y no hablemos de políticos, programas de televisión, debates, etc. Cuánto teatro. Ensayar con mi padre ha sido una lección magistral en este sentido. A los actores les cuesta muchísimo interpretarse a ellos mismos, pero para él no ha sido nada complicado y es que, como todos, lo hace en la radio, en la televisión, en las clases, en las conferencias y presentaciones, él mismo lo ha reconocido, no es diferente de lo que hace cada día, excepto el hecho que esto se eleva a un escenario y eso convierte lo que es vida en teatro.

Pero todavía quería ir más allá, hacer un ejercicio de sinceridad más profundo sobre uno mismo. Como ya he dicho la creación sale de un impulso personal. Pero también era necesario aceptar o descubrir por qué me dedico al teatro y qué es para mí el teatro. Y las dos preguntas tienen una misma respuesta que se concreta en el concepto de familia: hago teatro por culpa de (o gracias a) mi padre. Por eso Watching Peeping Tom también quiere recuperar lazos familiares, quiere redescubrir de donde provengo, quiere aceptar que soy hija de un hombre adicto al cine y adicto a mirar y que no puedo evitar buscar la atención de esta mirada. Y partiendo de la exploración de nuestro propio vínculo paterno-filial reivindicar el concepto de familia en general, el concepto de colectivo y comunidad para exponer finalmente nuestra convicción de que el teatro también es una forma de colectividad. Actores y público forman una comunidad que tiene ganas de compartir una experiencia. Hemos recordado durante el proceso de ensayos que la palabra “familia” etimológicamente se refería a todas las personas que compartían casa, que vivían en la misma domus, esclavos y ciudadanos. Como decía antes, el teatro es para mí un espacio sagrado, una casa, un espacio de comunidad donde vive una familia. Por eso el teatro es personal y es colectivo al mismo tiempo.

Y así llegamos hasta el último factor importante e imprescindible a tener en cuenta del espectáculo: el espectador. No hay teatro si no hay espectador. ¿Pero quién es el espectador? ¿Cómo es? ¿Cómo mira las obras de teatro? ¿Cuál es su papel? No estoy segura si somos conscientes de hasta qué punto los espectadores somos responsables también de aquello que vamos a ver. La responsabilidad no es solo del director, del autor, del actor o del equipo que ha levantado el espectáculo, el espectador tiene que saber que su actitud frente a la obra puede modificar totalmente el efecto que ésta pueda provocar en él. Nos tendríamos que plantear cómo queremos sentarnos delante de una obra de teatro. Podemos escoger ser un espectador pasivo, abiertos completamente a dejarnos impresionar y arrastrar por aquello que se nos ponga delante; espectadores que confiemos a ciegas en la conciencia de los creadores cuando han puesto un espectáculo en escena, y que por lo tanto nos entreguemos a él. O podemos ser un espectador activo, consciente, dispuestos a hacer el esfuerzo de mirar el espectáculo analizándolo y reflexionando, a sacar conclusiones, y a dejar que éste afecte de manera racional en nuestra vida y en nuestras decisiones futuras. Por eso durante la representación de Watching Peeping Tom se daba a cada uno de los espectadores un trozo de pan para que hicieran miguitas, y al final se les pedía que dejaran las miguitas encima de una mesa, y cuando lo hacían se les recompensaba con un trago de vino. Hacer las miguitas era una pequeña acción que pretendía hacer reflexionar justamente sobre si se quiere participar activamente en el espectáculo o se prefiere mirar pasivamente. Y al final el público se encontraba reunido alrededor de una mesa comentando la experiencia vivida, con pan y vino, elementos que reforzaban la idea de comunidad.

Así pues decidí sacar adelante el proyecto con mi padre para reivindicar el carácter personal de la creación, para poner un elemento de realidad encima del escenario que rompiera definitivamente la frontera entre realidad y ficción, y para reivindicar la familia. Pero sobre todo para tener la experiencia de haber hecho este viaje con mi padre. Para mí Watching Peeping Tom a través de la película Peeping Tom explica el ciclo del creador, que también es el del espectador, que hace falta morir para volver a nacer como espectadora y como creadora y explica como nuestra obra somos nosotros y nosotros somos nuestra obra.

 

SATURNO DEVORANDO A SUS HIJOS
Àlex Gorina

Tengo algunas certezas sobre la relación entre los cineastas y sus películas, que supongo son transferibles a todos los ámbitos de la creatividad artística, y muy especialmente a la vivencialidad no tanto de las obras de teatro como tales, sino del carácter único que cada representación supone, por parte de director y actores, pero mucho más considerando las circunstancias propias de cada día: emocionales, de concentración, por el cansancio o la rutina, o bien cualquier factor indeterminado que se produzca, espontáneo. Y es que cada obra es una confesión en primera persona, voluntaria o involuntaria, consciente o inconsciente, sea un trabajo personal, o sea de encargo. No importa. En cada obra hay una autobiografía, un autorretrato, o un fragmento de los mismos.

Por lo tanto, es inevitable que se pueda realizar un estudio que determine el alcance de este factor individual: hacemos a partir de lo que somos, o lo hacemos a partir de cómo somos. Es imposible diferenciar nuestro Yo, de nuestro reflejo. La obra siempre nos refleja, y cualquier intento de ocultación acaba siendo una demostración a gritos. Crear es recrearse, renacer, morir o simplemente disfrutar de sí mismo y de los gustos propios, las convicciones, los intereses, los miedos, las vergüenzas, el interrogante de vivir y de morir, o bien todas aquellas otras obras del pasado en las que nos confundimos y amamos a nosotros mismos. Ponerlas en evidencia y en cuestión, es como ponernos en evidencia y cuestionarnos: un exhibicionismo inherente en todo aquello destinado a la contemplación ajena.

Peeping Tom o “El fotógrafo del pánico” (como fue retitulada en España cuando su estreno tardío en 1970, en pleno período pre-transicional, cuando el franquismo agonizaba y la censura relajó mucho su vigilancia sobre la moral de los españoles) fue y es una obra maestra de Michael Powell, un cineasta-artista inglés de cultura vasta, intereses constantes en el mundo del subconsciente y una capacidad innata para subvertir los cánones narrativos y creativos de su tiempo. Cuando llegó el momento de realizar en solitario su primera gran obra (antes había trabajado mayoritariamente en tándem con un gran amigo, Emeric Pressburger) no dudó en zambullirse en lo que acostumbramos a conocer como Ópera Prima, aquella primera aportación incipiente, precipitada, urgente, apasionada, en la que los autores suelen explicarlo todo de una vez, como si la vida pudiera impedirles volver a hacerlo más adelante, con calma. Suele ocurrir en el momento en que una vocación se presenta en sociedad, a los 20 años (dicho como un número que representa al conjunto), pero Michael Powell se sintió libre y artista solitario, concentrado en sí mismo sin ataduras ni dar explicaciones, ni responder a nada más que un acto de sinceridad desgarrador y peligrosísimo, a los 55 años, cuando ya era un experto de la expresión cinematográfica, un hombre de éxito, aplaudido y premiado, pero también un maestro en posesión ya de todos los recursos, y que había agotado algunas vías, por lo que le apetecía un cierto experimentalismo.

¡Y qué experimentalismo! Hizo de sí mismo su propio conejillo de Indias, y se diseccionó haciéndolo simultáneamente con la sociedad de su tiempo, el cine de su tiempo y la nueva sabiduría en desarrollo sobre lo que habían aprendido o creído comprender, todos, de Freud… sin salvavidas.

Peeping Tom substituyó a un proyecto de biografía de Freud que no pudo realizar, pero constituye un admirable vehículo para la mirada interior y el descenso a los infiernos.

Yo mismo, como espectador de cine, recuerdo el impacto inusual del primer visionado de la película en un momento en que todo estaba aún por construir a mi alrededor y en adelante. Nadie me había hablado ni mirado desde la pantalla con la lucidez y alucinación como lo hizo Powell. Peeping Tom (El mirón Tom, sería una traducción más aproximada, claro) es la historia de un hombre solitario, dedicado a filmar o trabajar para el cine, afectado profundamente por los experimentos que su padre científico realizó con él para investigar los límites del terror, y que le filmaba en el laboratorio, con los ojos muy abiertos, gritando de dolor, apresado por la imagen en el instante del shock. Nuestro Peeping Tom persigue con la cámara prolongar el trabajo de ese padre y de su dependencia, intentando multiplicar al infinito los momentos de horror vividos, mientras persigue la imagen perfecta e irrepetible, única, el sueño de las Snuff-Movies, en que el primer plano recoge la expresión de una víctima en el momento de verse morir sin poderlo evitar. El Cine, como documento instantáneo de un segundo de vida que se apaga en la pura e incalculable, irrepetible expresión de un sentimiento de angustia perfecto. La distorsión del sentido, el Expresionismo a la millonésima potencia. La mente como conductora irracional de nuestras acciones.

En Peeping Tom el propio Michael Powell interpretó al padre de nuestro asesino-víctima de sí mismo, y de su padre. El cineasta en el papel del taumaturgo, asumiendo el doble papel de progenitor todopoderoso y creador fílmico que mueve todos sus sujetos y objetos a su capricho para conseguir una obra maestra (que siempre lo son con la condición de convertirse en nuevos puntos de referencia que alteren los discursos conocidos de antemano) Powell se autoinculpa por ser el director-padre que crea un nuevo orden, un nuevo cosmos, a su necesidad, imagen y semejanza. Y a su lado, la familia real, su mujer e hijo, en los papeles de madre del protagonista y del mismo protagonista en su infancia.

Mirar Peeping Tom implica hacerla y protagonizarla, porque está filmada con la intención de que seamos nosotros, los espectadores, quienes veamos a través de los ojos del personaje, cineasta y asesino, y al mismo tiempo a través de sus víctimas. Y cuando estas dos miradas se cruzan en un espacio indefinido entre el celuloide o la pantalla y nuestros ojos, se crea una simetría monumental de confusión que es una revelación filosófica.

Hablar de Peeping Tom en Watching Peeping Tom con tu hija, dirigido por tu hija, hablar desde el escenario-pantalla con los espectadores, voyeurs de la representación, de nosotros, de la película, de Michael Powell y sus demonios internos, pero sin ser conscientes de ello (probablemente, voyeurs de sí mismos) es otro abismo condicionado, además, por el efecto único de cada experiencia, cada noche teatral.

Hacerlo es una inesperada y necesaria liberación, como padre, como espectador, como admirador incondicional del poder de la imagen, y por el reto saludable, sanador y diáfano de la sinceridad.

Naturalmente en su tiempo Peeping Tom fue condenada, considerada abominable, monstruosa, sucia. “De esas cosas, no se habla” decían. Ni se filma. Porque nunca es el momento oportuno para decir la Verdad, de verdad.

Palabras clave: “El fotógrafo del pánico», Watching Peeping Tom, proceso creativo, figura paterna, autenticidad.

 

Alícia Gorina
Directora de teatro
aliciagorina@hotmail.com

Àlex Gorina
Crítico  cinematográfico