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Se habla mucho de nuevas parejas o nuevas familias. De hecho, las estructuras y las organizaciones familiares cambian. En la actualidad, podemos constatar empíricamente tres fenómenos que están de moda. El primero se sitúa en una búsqueda genealógica, en una especie de necesidad compulsiva de  reconciliarse con los antepasados. El segundo sería el del retorno al territorio: cada uno debe volver a sus raíces y reencontrar el sabor de la tierra. Y por último, hay un gran retorno a la autoridad: los niños deben obedecer a los padres, ¡qué descubrimiento! Asimismo, hay diferentes tentativas de restablecer las referencias, pero entendiéndolo más en términos de reivindicación, cuando lo que parece que está en proceso de cambio sería más bien la continuidad, la filiación y de forma más genérica los procesos de transmisión. Procesos que el trabajo con las familias nos permite estudiar.

La práctica de las terapias de familia nos lleva a contemplar diferentes niveles simultáneamente. El cara a cara, la polifonía de las singularidades individuales y la realidad de la vivencia común conducen hacia la percepción y la realidad externa. Se constituyen sistemas de representación y de acomodación recíprocos a espaldas de los individuos. Estos mecanismos no actúan de forma inconsciente, sino “no consciente”. No se trata de material rechazado, sino de elementos instintiva o culturalmente “programados”. Así sucede, por ejemplo, en la proxémica descrita por Hall (1968): uno se posiciona en el espacio en función del lugar ocupado por unos y otros. Así, la escucha del analista tiene que cubrir de forma imprevisible y caótica un campo de modificaciones más o menos codificadas.

Para intentar reflexionar sobre la influencia de lo social en la vida psíquica me apoyaré en mi experiencia de psicoanalista de pareja y del grupo familiar. Consideraré el estudio de todo ello como una especie de laboratorio del individuo, del grupo y del colectivo, y sobre todo de sus interrelaciones.

 

Parecido y pertenencia

No debería confundirse vínculos con relaciones. Las relaciones familiares pueden ser muy malas y en apariencia muy distendidas, con vínculos muy fuertes y estables. Por supuesto esto no es innato, pero se constituye rápidamente en los primeros años de vida. Es al establecerse una filiación ―volveremos sobre ello― cuando se origina un reconocimiento mutuo.

El análisis de grupo ha podido mostrar que el individuo psíquico no puede quedar limitado al individuo biológico. Los trabajos de Bion, en particular, han demostrado la capacidad de transformación del psiquismo materno respecto a las emociones del bebé. Pero queda una parte no mentalizada, que se podría calificar de elementos en bruto o incluso de partes del self fluctuantes, o de no-Yo, que continúan siendo activas a lo largo de toda la vida en nuestra relación con el otro. Estos espacios entre dos se encuentran igualmente en ciertos estados particulares que pueden ir desde la preocupación maternal primaria ―descrita por Winnicott― hasta los sentimientos amorosos y las vivencias de duelo. Todo el mundo ha tenido la experiencia de estos momentos de fluctuación, incluso de despersonalización, en los que las preocupaciones cotidianas parecen quedar en un segundo plano. A veces sucede que, al oírlos en la sesión, el analista se siente desconectado de una escucha activa en beneficio de un estado regresivo, que favorece otra percepción que no había podido sentir hasta entonces.

Esto nos replantea la transmisión de inconsciente a inconsciente, con la que conviene ser extremadamente prudente para evitar los cantos de sirena del romanticismo o del pensamiento mágico. Sin embargo, ya en 1915, en el capítulo sobre El inconsciente en la metapsicología, Freud escribía: “Es muy notorio como el inconsciente de un hombre puede reaccionar al inconsciente de otro hombre convirtiéndolo en consciente”.

Este paso de inconsciente a inconsciente no puede, pues, limitarse a una única dimensión intergeneracional. En las sesiones de grupo puede existir una forma de contagio de los afectos, favoreciendo la regresión mediante la resonancia de fantasías inconscientes o interfasmatización. En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud escribía: “El hecho es que las señales que se perciben de un estado afectivo tienden por naturaleza a provocar automáticamente el mismo afecto en aquel que los percibe. Freud se planteó en distintas ocasiones la cuestión de la transmisión psíquica, especialmente a propósito de la telepatía y del ocultismo (Robert, 2003).

Hoy sabemos de la importancia estructurante de la díada madre-bebé. Pero esta sensación de estar unidos en un solo cuerpo se extiende igualmente al vínculo más amplio del grupo primario. El sentimiento de pertenencia se apoya sobre lo que Jean Claude Rouchy (1998) definió con el término de incorporats culturels. Precisa que es partir de estos incorporats[2] que funciona el sistema protomental, y que en ellos lo psicológico, lo físico y lo mental están indiferenciados. El individuo actúa movido “por conductas programadas y no mentalizadas que convierten las interacciones en sincrónicas”.

Pero el sentimiento de pertenecer a un mismo cuerpo y de ser uno con el otro, no es un privilegio de la relación madre-bebé, ni del encaje en su filiación. En la constitución de una pareja existen nexos donde cada uno de los miembros se reconoce en el otro y ello sellará alianzas inconscientes.

Jurg Willi (1975) describió el concepto de colusión, retomado y desarrollado por Jean Lemaire. Se trata de una organización psíquica alrededor de un conflicto profundo de esa misma naturaleza, no resuelto. Obviamente dicha organización puede expresarse en funciones muy diferentes aun teniendo el mismo origen psíquico.

Por su parte René Kaës (1992) propuso la noción de pacto denegador. Basándose en el concepto de contrato narcisista de Piera Aulagnier, Kaës muestra como una pareja puede construir una alianza inconsciente para luchar contra los elementos insoportables de cada uno de los miembros de la misma, manteniéndolos reprimidos. Así, en el grupo familiar las alianzas inconscientes transforman a los diferentes protagonistas en interdependientes unos de otros, tanto en una lectura generacional como conyugal.

 

Generaciones y bases identitarias

Lo queramos o no, pertenecemos a una familia y estamos inscritos en una cadena generacional y sujetos a un lugar asignado. En Introducción al narcisismo (1914), Freud escribió: “El individuo, en efecto, lleva una doble existencia: en tanto que su propio destino depende de sí mismo, y en tanto que eslabón de una cadena a la que está sujeto contra su voluntad o al menos sin la intervención de ésta”.

No basta ser dos para hacer un niño. La parentalidad no es un estado sino un proceso que depende de las competencias psíquicas y de la inscripción en la comunidad humana a través de los subgrupos de pertenencia. “[…] Es obligado constatar que en ningún lugar, en ninguna sociedad, un hombre y una mujer no son suficientes por sí mismos para hacer un niño. Eso que fabrican juntos, en proporciones que varían de unas sociedades a otras y con sustancias diversas (esperma, sangre menstrual, grasa, respiración, etc.) es un feto pero nunca un niño humano, completo, viable. Deben de intervenir otros agentes para ello” (Godelier, 2004). Godelier precisa que esos agentes pueden ser de varios tipos, como los difuntos, los antepasados, los espíritus e incluso los dioses.

Para poder ser padre o madre, es necesario reconocerse como hijo o hija de… Es bajo esta condición que podrá producirse la transmisión entre generaciones. Dicha transmisión no tiene nada que ver con una herencia recibida de forma pasiva. Es lo que decía Freud (1938) al final del Compendio, citando la frase de Goethe: “Aquello que tus antepasados te han dejado en herencia, si lo quieres poseer, gánalo”.

 

Viñeta clínica, familia C

Se trata de una familia que acude a mi consulta con la siguiente configuración: dos hermanas y dos hermanos de edades comprendidas entre los 40 y 50 años, que vienen con uno o dos de sus hijos, de aproximadamente unos 20 años. Los primos y las primas se entendían extraordinariamente bien, “como toda la familia” ―dicen ellos―. Pero con ocasión de una fiesta familiar se produjo el robo de un móvil que pertenecía a una prima, y uno de los primos es en gran medida el sospechoso. Desde entonces existen fuertes tensiones entre ellos.

Señalo que ninguno de los consortes está presente durante este encuentro. Entonces me replican que todo el mundo piensa que el problema se sitúa justamente entre ellos, es decir, en la propia familia. Los padres habían llegado a Francia en condiciones muy difíciles, huyendo de un país en guerra. Para tirar adelante fue necesaria una solidaridad a toda prueba. Era, pues, inimaginable que un miembro de la familia fuera a destruir esta unión sagrada.

Al hilo de las sesiones, se irá poniendo de manifiesto que este robo escandaloso tenía como finalidad liberar a las siguientes generaciones de este pacto vital. Aquello que constituía un vínculo sagrado corría el riesgo de transformarse en una relación de influencia. Poco a poco los cónyuges pudieron venir a participar en las sesiones, encontrando sus palabras y su necesidad de apropiación de la familia de la cual ellos habían sido como mínimo cofundadores.

Las nuevas generaciones deben apropiarse, transformándolo, de lo que les llega del pasado, pero la generación anterior debe también aceptar transmitirlo, sin temor a sufrir una hemorragia narcisista. Lo que me parece más atacado hoy en día son precisamente los procesos de transmisión y en particular la negación recurrente de la frontera generacional, otra forma de negación de la castración. Ahora bien, el proceso de filiación y transmisión exige a la vez continuidad y ruptura. La cualidad del continente familiar jugará ahí un papel primordial favoreciendo la permeabilidad y diferenciando separación de desaparición.

 

El individuo social

No se trata de buscar una causalidad directa entre los cambios sociales y el funcionamiento del grupo familiar, ni tampoco invertir la proposición partiendo del grupo primario para ir hacia lo social. Sin embargo, es interesante recoger algunas de las modificaciones del campo social para reflexionar acerca de su impacto desde el punto de vista del funcionamiento psíquico y los eventuales efectos sobre nuestra práctica clínica. Me referiré a esta cuestión en términos de límites y de fronteras, que representan en ocasiones el malestar identitario que encontramos en nuestros pacientes. El espacio y el tiempo parecen jugar en el mismo equipo a la voz de «deprisa, deprisa» y de «todos somos iguales».

Sin lugar a dudas la autoridad es el criterio más emblemático de la interrelación entre legitimidad interna y legitimidad externa. Lacan decía que «la autoridad del analista solo proviene de uno mismo… y de algunos más». Los otros son los pares y los padres; pero incluso aunque alguien tenga una dimensión de encarnación de la autoridad, los «otros» no se reducen solo a personas físicas. Lo que fundamenta la designación de la autoridad, es la elección del portavoz, a través de unos procesos establecidos. Estos procesos son validados – al menos parcialmente – por su permanencia. No cambian a merced del viento.

Precisamente, hoy en día, lo que está siendo atacado es la continuidad. Los valores fundacionales de la humanidad no han cambiado durante siglos: la verdad siempre es preferible a la mentira, la valentía a la cobardía y el amor al odio. Simplemente observamos que lo que cambia según las épocas son los valores que se sitúan en primer plano. Así sucede con “trabajo, familia, patria”. El trabajo puede ser la mejor y la peor de las cosas, y lo mismo sucede con la familia y la patria. Solo sobre una base de valores atemporales, pero sobre todo incuestionables en sus cualidades fundacionales –por ejemplo, libertad, igualdad, fraternidad– se puede asentar la perennidad de los procesos constituyentes.

La humanidad se funda con el paso de la horda al grupo con la muerte del padre. “Un día, los hermanos expulsados se reunieron, mataron y se comieron al padre, hecho que puso fin a la existencia de la horda paternal. Una vez reunidos, se convirtieron en emprendedores y pudieron realizar aquello que individualmente no hubieran sido capaces de hacer” (Freud, 1913). Es principalmente la culpa resultante, la que permite la organización fraternal y grupal. Desde este punto de vista, el superyó individual no puede quedar disociado del superyó cultural que por supuesto prohíbe, pero también contiene y protege.

Todo lo que sucede hoy en día alrededor de la violencia, de la dificultad para contenerla y, desde luego, de la excitación que genera, nos lleva a reflexionar sobre los déficits, es decir, el desmoronamiento de los meta-organizadores sociales y las estructuras instituidas y constituyentes.

El autoritarismo ─totalmente confundido con la autoridad– se está reivindicando a gritos, tal y como queda reflejado en ciertos programas de televisión. La autoridad supone el reconocimiento de los límites, incluyendo los propios. La autoridad también supone renunciar a la omnipotencia. La autoridad no tiene nada que ver con el autoritarismo o con la reivindicación de autoridad. Es el reflejo de una situación interna y de unas capacidades contenedoras. Cabe señalar por cierto que la severidad, tan a menudo proclamada, incluso exhibida,  remite a lo pregenital y en particular a los movimientos sádicos. Una ley anti-violencia fácilmente puede ser tomada como una contra-investidura de este movimiento pulsional.

Pero quisiera volver al tema de las generaciones. La autoridad se asienta sobre la legitimidad interna y sobre el grupo. Se instaura en un espacio entre un superyó que prohíbe y un superyó que protege, sostenido de manera emblemática en la dialéctica de la pareja parental. También se inscribe, quizás preponderantemente, en las imagos paternas con las que uno se puede identificar, a condición de quedar diferenciado.

Hoy en día hay muchos ejemplos que testifican la desaparición de las fronteras generacionales. Pongamos que unos padres llevan a sus hijos a un parque de atracciones. El que los padres estén contentos por sus hijos o que se alegren con ellos, favorece un espacio de intercambio y de identificación. En cambio, que se diviertan como niños, es decir, en el lugar de los niños es otra cosa.

Actualmente parece existir una confusión entre el infantilismo y lo infantil. El reconocimiento de lo infantil permite no solo una flexibilidad interna sino también una permeabilidad a las aspiraciones y/o al desamparo de la infancia. El infantilismo, por su corto recorrido, por su excitación y por su búsqueda de la descarga inmediata obstaculiza el acceso a la carencia y, en consecuencia, a la diferenciación.

La misma confusión existe entre sexualidad y sexual. Hoy en día fácilmente podemos advertir cómo una sexualidad “liberada” puede enmascarar una evitación de lo sexual en tanto que vehículo de una conflictiva psíquica creativa. Del mismo modo, la confusión de lenguas está a la orden del día. Solo hay que ver como se ha ampliado el uso de la palabra “mimo”, que estaba reservada al ámbito de la relación madre-bebé y en especial a la ternura maternal, y cómo ahora se utiliza frecuentemente en las relaciones de pareja refiriéndose a una relación sexual.

El que los padres depositen en sus hijos un cierto número de expectativas, y que deseen que logren aquello en lo que ellos mismos han fracasado es en sí mismo la prueba de una investidura narcisista que permite –a través de los duelos y los conflictos– el acceso a la objetalidad. Pero a menudo el niño puede ser percibido como un doble y en este caso la alteridad no puede ser reconocida.

 

Lo íntimo y lo público

En el seno del grupo familiar, existen y se modifican espacios parentales, espacios fraternos y espacios individuales. Las interacciones entre el yo y el nosotros están constantemente en acción. Una cierta dosis de desequilibrio y de incertidumbre refleja seguramente el buen funcionamiento e incluso la vitalidad del grupo familiar. A las fronteras intrafamiliares, hay que añadir su corolario, es decir, allí donde se dan las fronteras entre el grupo familiar y el cuerpo social. Es posible que hoy en día los límites de la intimidad familiar estén siendo cuestionados. Si, antes se podía lavar la ropa sucia en casa, hoy en día eso ya no es posible.
Es un progreso indiscutible que lo social se pueda introducir en el domicilio para evitar el riesgo de maltrato y/o de abuso sexual. ¿Pero, hasta dónde puede llegar el deber de injerencia sin perturbar el equilibrio ecológico del grupo familiar? Para poder plantearnos verdaderamente el problema, es importante tomar consciencia de los grandes movimientos de balanceo de la llamada opinión pública. Por ejemplo, actualmente hay un gran retorno de lo biológico –en especial, a través del derecho de acceso a los orígenes– atribuyéndolo a la lógica de un supuesto interés individual.

Durante muchos años trabajé en el ámbito judicial donde se planteaba la cuestión de mantener, o no, el vínculo entre el niño y su familia de origen. Hubo un movimiento en el que los internamientos eran extremadamente frecuentes, incluso –en algunos casos– sistemáticos. En el periodo siguiente, ocurrió lo contrario: la retirada debía evitarse a toda costa en beneficio de mantener el niño en su familia de origen. Pasaba lo mismo en las visitas al domicilio: tan pronto los educadores evitaban desplazarse y entrevistaban en sus despachos a las familias con dificultades, como hacían lo contrario. Por supuesto, estas diferentes posiciones eran argumentadas en cada ocasión, pero muy a menudo se podía vislumbrar como estas racionalizaciones se inscribían en el ambiente cultural del momento.

¿Cómo podemos suponer que todas estas situaciones eran impermeables a la política y, especialmente, a las diferentes etapas del derecho de injerencia en un primer momento, y al deber de injerencia en otro momento?

El reconocimiento de la dependencia y la pertenencia a un grupo pueden constituir una herida narcisista. Para remediarlo, el individuo delega en el grupo una parte más o menos grande de su narcisismo. En la adolescencia eso es espectacular, debido a la importancia que alcanza el ideal del yo grupal y en las formas patológicas, en las que los logros del grupo incluyen totalmente los del individuo. En todos los casos, esta delegación narcisista es parcial. Con la globalización, la rapidez y la magnitud de los cambios, la uniformidad puede erosionar lo individual. En el grupo el individuo oscila entre el yo y el nosotros, como ocurría en su familia. En lo colectivo el individuo puede perderse. Bajo la apariencia de una reivindicación de independencia y del derecho a la felicidad individual, el rechazo del grupo puede cambiar en favor de la opinión pública. Pensar como la mayoría –o pensar lo opuesto, que viene a ser lo mismo– tiene el riesgo de atacar aquello que fundamenta un verdadero espíritu crítico. Así lo demuestran los sondeos cuando plantean este tipo de preguntas: ¿Está a favor o en contra de la continuidad de las reformas?

También se observa un movimiento regresivo hacia la multitud en detrimento del grupo. Esto hace pensar en la confusión – en particular la de Reich– entre represión y rechazo. La opinión se erige en ideal del yo, cantando al unísono: ¡derecho a la felicidad individual! Es como si nos estuviéramos enfrentando a una patología narcisista colectiva, donde la ausencia de conflicto y, por consiguiente, la negación de la alteridad abriría la puerta a las sectas y a los extremistas de todo tipo.

 

Las prácticas clínicas

¿Qué consecuencias tienen estas modificaciones del entorno sobre nuestra práctica clínica? Existen diferentes niveles de respuesta frente a esta pregunta. Podemos preguntarnos sobre las indicaciones, el encuadre y el proceso, pero yo insistiré sobre todo en los dos últimos aspectos. En lo referente a las indicaciones, hoy en día se trata más de demandas ligadas al sufrimiento mental que de auténticas neurosis. El sufrimiento narcisista y las incertidumbres identitarias derivan, con cierta lógica, del cambio radical en los referentes al que me refería anteriormente. La huida hacia la actuación, incluso hacia la somatización, alcanzaría también a los procesos de simbolización. Resulta bastante coherente, en estas circunstancias, adaptar algunos dispositivos y tener en cuenta el recurso de la mediación, que permitirá ofrecer un tercer espacio que, sobre todo, favoreciera movimientos de ida y vuelta entre la realidad externa y la realidad interna. No voy a desarrollar aquí las cuestiones de indicación de análisis de grupo, simplemente subrayaría su gran valor heurístico, tanto desde un punto de vista teórico como clínico.

Pero por lo general es el encuadre lo que resulta atacado. Aquí hay que distinguir dos tipos de ataque. El primero es el del cuestionamiento de la asimetría, bastante clásico por otro lado. Ejemplo típico en este ámbito sigue siendo el pago de las sesiones perdidas, este elemento central, reflejo de la constancia y de la permanencia del encuadre, queda enmascarado por exigencias sociales. Debería poderse pagar con tarjeta de crédito y exigir del analista el compromiso de obtener resultados. Destaquemos que, no obstante, algunos analistas tampoco son demasiado claros en esta cuestión, lo cual viene a poner de manifiesto los vínculos transferenciales que tuvieron con su propio análisis; quizás les ha costado acogerse a la apropiación de su filiación analítica. No resulta extraño oír que “de todas formas no hay que ser rígido”, bajo la apariencia de una adaptación y de una sacrosanta co-construcción del encuadre ―como si mantener el encuadre tuviera algo que ver con ser bueno o malo― y evitando al mismo tiempo cualquier riesgo de transferencia negativa.

Por otro lado, empieza a aparecer un segundo ataque que yo no había visto hasta ahora. Un colega que realizaba grupos de niños desde muchos años atrás, me dijo hace poco que estaba pensando en parar porque ya no soporta más la violencia y la excitación permanente de los niños. Este ataque viene a poner en evidencia, sin duda, la prevalencia de la coerción sobre la contención, y de la co-excitación inmediata en una situación de grupo eludiendo procesos adaptativos a base de una inhibición de las buenas formas. El contacto con el otro se convierte en excitante ipso facto, lo cual remite a la violencia básica y a la necesidad vital de eliminar al otro. Los analistas que trabajan con esta modalidad grupal conocen bien la existencia de una gran excitación en los grupos de niños. Parecería que la violencia social ya no está canalizada y llega, en cierta forma, en directo. La coerción ―ejemplo de ello serían los dispositivos de video-vigilancia― pone freno, incluso impide el desarrollo de los procesos de para-excitación, pero la contención interna es deficiente, lo cual se traduce en expresiones de violencia no vehiculizadas por lo sexual. La coerción solamente podría tener un sentido si fuera un apuntalamiento destinado a ser introyectado. Si queda como una prótesis externa del aparato psíquico no puede adquirir las cualidades necesarias para la transformación.

A menudo suelo trabajar con familias muy enfermas, en las que las diferencias de sexos y de generaciones no tienen ningún sentido, y en las que el  recurrir al encuadre y a la propia persona del analista es indispensable. La transferencia tal como la entendemos habitualmente no existe. Solamente funcionan las proyecciones en bruto, y progresivamente ―en el mejor de los casos― las reacciones del analista se perciben como señales y consecuencias de estas mismas proyecciones.

También los adolescentes que tratamos presentan todo tipo de comportamientos inadaptados y patologías de la conducta. En ocasiones se subraya con acierto la necesidad del paso al acto como descarga y también como paso previo de una simbolización. El recurso a la actuación en sí mismo no nos impide hacernos cargo de un tratamiento, pero conviene destacar la importancia de la articulación con la realidad externa: si cambia, o muestra grietas, afectará directamente la posibilidad de una evolución favorable. Se habla mucho hoy en día del trabajo en red, pero lamentablemente los diferentes servicios, por falta de contención institucional, se ven envueltos en cuestiones narcisistas.

Cuando Freud creía todavía en lo neurótico, el trauma y potencialmente el incesto parecían muy presentes. La preeminencia del escenario fantasmático ha contribuido ampliamente a ello, no solo a aprehender las cosas de una forma diferente, sino también a tratarlas. Pero ello ha dado lugar a derivados inversos cuando el acto solo ha sido escuchado como una construcción, incluso como una fabulación del paciente.

El incesto, en su odiosa realidad, existe. El clínico no sabría enfrentarse a ello por sí solo. Jueces, educadores, médicos, trabajadores sociales y otros profesionales, todos ellos son actores indispensables para tratar esta ruptura traumática. Pero además de los repliegues y rasgos narcisistas apuntados más arriba, la excitación se propaga entre unos y otros como un reguero de pólvora, privando así a este potencial grupo en red de toda capacidad continente y, sobre todo, transformadora. El deterioro de los “metaencuadres” dentro de los hospitales, las escuelas, servicios judiciales, ataca los mismos vínculos, que son en sí mismos la base de los procesos de colaboración. No es raro, pues, asistir a un choque de roles y del lugar de cada uno: el juez hace de médico, éste se trasforma en educador, etc. Ello nos remite particularmente a la ya mencionada confusión entre comprensión y sanción. La ley ya no cumple su papel, el tercero desaparece. Nos enfrentamos así a una posición estrictamente en espejo en la que los que deberían tratar un conflicto lo viven de modo idéntico sin posibilidad de poner distancia. La patología incestuosa es realmente impresionante desde este punto de vista.

El enfoque psicoanalítico de los grupos nos ha mostrado la permeabilidad de las fronteras entre el psiquismo individual y el grupal o colectivo. Cualquiera que sea el dispositivo analítico de que se trate, continúa siendo absolutamente pertinente la necesidad de contar con un encuadre estable y riguroso. La neutralidad del analista continúa siendo igualmente indispensable por cuanto facilita el desplazamiento hacia otro escenario. Pero los recientes trabajos acerca de la empatía (Bolognini, 2006) ―ya previamente apuntados─ y desde una determinada perspectiva, los trabajos sobre las relaciones precoces y la relación madre-bebé (Lebovici, 1994), y aún desde otro punto de vista los trabajos sobre el co-pensamiento (Widlöcher, 1955), pueden quizá abrirnos caminos para una escucha situada entre la atención flotante, la resonancia y la escucha fantasmática (Robert, 2008). El reconocimiento de que el paciente vivió una forma de violencia puede constituir un primer paso para que éste pueda acceder a su parte activa. Es como si él dijera en esencia: “Puedo admitir lo que está en mí a condición de que se me reconozca primero lo que ha sido puesto en mí a pesar mío”. Puede verse ahí el riesgo de una deriva, en el mejor de los casos comprensiva y en el peor compasiva. Pero es posible que, mediante esta cuestión técnica, los lenguajes del analista y de su paciente puedan convertirse en un idioma con sentido para ambos. El encuentro analítico se realiza en un punto intermedio y en una zona de incertidumbre.

 

A modo de conclusión

Sea con un retorno a los orígenes, al sentido de pertenencia o a la autoridad, hay un intento de resistirse ―a menudo de forma inadaptada― a la aceleración del tiempo. Los progresos científicos y tecnológicos o los textos jurídicos sobrepasan la capacidad de asimilación y pueden originar traumatismos. Para que pueda realizarse una integración del cambio es necesario una envoltura individual, familiar, grupal y colectiva. No se trataría de capas yuxtapuestas y/o superpuestas, sino de un mismo recubrimiento con diferentes membranas.

¿De qué manera es atacada actualmente la membrana más externa, la colectiva?

En el preámbulo de la declaración de los derechos humanos, se habla de derechos y de deberes. Esta precisión lo cambia todo porque establece y reconoce la interdependencia y el interés colectivo. Hoy en día parece que “los derechos del niño”, “el derecho de disponer del propio cuerpo”, “el derecho a la adopción”, “el derecho a un alojamiento”… sostienen el ideal de una satisfacción individual y, si es posible, inmediata. De ahí que los deberes solo puedan ser entendidos como alienantes y la contención percibida como una coacción.

El segundo ataque ―concomitante al primero― tiende a penalizar las figuras parentales. No hace tanto tiempo, los maestros o los enfermeros eran percibidos como figuras fuertes y reaseguradoras. Pero han ido perdiendo progresivamente su aura, siendo reemplazadas, en los mismos ámbitos, por la figura del profesor y/o del médico generalista. Y ya sabemos lo que pasa hoy en día, que el profesor universitario y el médico especialista han perdido a su vez su  arrogancia. Los personajes que parecen atraer en ese momento son los que exhiben un éxito visible y, si es posible, rápido. Estas veletas identificatorias no permiten ninguna identificación estable y sólida.

En estas condiciones, los jóvenes a la búsqueda de referentes elegirán representantes de la comunidad ―como bomberos, chóferes de autobús, etc.― en un intento de identificarse desde una modalidad oposicionista y violenta. Pero es justamente esta misma violencia la que se refuerza siempre en la búsqueda de para-excitación externa.

Antes el maestro y el médico podían representar las figuras parentales, pero parece que hoy la representación, y el trabajo interno que se necesita para ello, dejan paso a los representantes en el sentido teatral del término. Las consecuencias de todo ello en nuestro trabajo terapéutico son, sin duda, que nos encontramos más atrapados en las relaciones en detrimento de la transferencia, frenando de este modo el podernos liberar para dirigirnos a otro escenario.

 

Referencias bibliográficas

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Willi, J. (1975), La relation de couple, le concept de collusion, Genève, Delachaux-Niestlé, trad. Française, 1982.

 

Resumen

Si bien determinados procesos inconscientes no varían, el grupo familiar ha cambiado en sus aspectos “morfológicos”. La mutación más importante concierne a las fronteras generacionales. El psicoanalista se enfrenta a una falta de referentes y corre el riesgo de hacer rígido su encuadre.

Palabras clave: familia, psicoanálisis, fronteras, invariantes, encuadre.

 

Résumé

Même si certains processus inconscients ne varient pas, le groupe familial dans ses aspects «morphologiques» a changé. La mutation la plus importante concerne les frontières générationnelles. Le psychanalyste confronté à un manque de repères risque de vouloir rigidifier son cadre.

Mots clefs: famille, psychanalyse, frontières, invariants, cadre.

 

Philippe Robert
Psicoanalista de la IPA.
Profesor de Psicología Clínica en la Universidad Paris Descartes. Laboratorio de Psicología Clínica y Psicoanálisis.
Presidente de la Société Française de Psychothérapie Psychanalytique de Groupe (SFPPG).
Presidente de Honor de la PSYFA (Psicoanálisis y Familia).

 


[1] Traducción realizada por Isabel Laudo, Carme García Gomila y Victòria Sastre.

[2] Nota de traducción: Se podría traducir por incorporaciones o agregados, referidos a objetos “en bruto”, poco elaborados y poco transformados.