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Las vivencias de la infancia y adolescencia conforman nuestra propia historia y nuestra manera de ser en relación con los otros. La infancia ―la que uno recuerda, pero sobre todo la que uno ha vivido― es un eslabón que nos vincula al pasado, a las generaciones que nos han precedido y que llega hasta ese “uno mismo” del presente.

El funcionamiento mental y emocional de la familia forma parte del mundo interno del individuo en los niveles de funcionamiento más primitivos. Cuando tratamos al paciente adulto muchas veces vemos como algunas de las vivencias infantiles y sucesos acaecidos en la infancia o en la adolescencia, han tenido un efecto devastador en el mundo interno y en la configuración de las relaciones de objeto que el individuo establecerá a lo largo de su vida. A veces poco podemos hacer para modificarlo. Quién de nosotros no ha especulado con la idea de cómo hubieran sido las cosas de haberse podido intervenir antes.

Hoy en día difícilmente se contempla el tratamiento del niño sin atender, de alguna manera, a los padres. Se sabe que sin apoyar, informar, contener, implicar, etc., ―dependerá del tipo de intervención― a los padres, o a los adultos que realizan esta función, difícilmente se pueden consolidar los cambios que se alcancen en el niño. El efecto de la sesión apenas puede competir con la proyección diaria de los padres sobre los hijos.

La psicoterapia de familia nos permite, en principio, ir un poco más allá. Pretende intervenir allí donde se generan los primeros vínculos, las primeras transmisiones, los factores de riesgo. Posibilita el acceso al mundo externo del menor y modular el sufrimiento emocional, generador de patología en el futuro. Cuando llega a nuestras consultas el paciente adulto esto ya no estará a nuestro alcance.

 

Menores en riesgo

Son diversos los motivos que conducen a una terapia familiar. De entre las múltiples situaciones que atendemos en nuestra Unidad[1] hemos seleccionado, para este artículo, familias cuya característica central es la existencia de menores en situación de riesgo emocional, de una intensidad tal que puede comprometer seriamente su desarrollo. Nuestra intención es poder reflexionar sobre la asistencia a dichas familias, cuya gravedad añade elementos de complejidad a los que ya de por sí conlleva la psicoterapia de familia.

Cuando hablamos de familias de riesgo pensamos en familias multiproblemáticas, que presentan negligencia en el cuidado de los menores y déficits graves en el ejercicio de las funciones parentales. Sería demasiado extenso describir las situaciones traumatizantes, creadoras de conflictiva emocional, que podemos encontrar en estos casos. Pensamos, por ejemplo, en niños o adolescentes presionados a ser adultos debido a los aspectos carenciales de sus padres. Pensamos también en grupos familiares afectados por crisis coyunturales que comprometen la atención a los hijos; por ejemplo, cambios por problemas de salud, económicos, duelos, situaciones de separación prolongada entre unos y otros, etc.; se trata de situaciones que aun siendo transitorias desorganizan a la familia y la colocan en dificultades que no siempre son capaces de superar. Asimismo, pensamos en familias en las que existe un maltrato psicológico, a veces incluso físico, generado casi siempre por una problemática transgeneracional. En algunos casos no existe este  componente de desestructuración social, pero sí una patología del vínculo; o bien proyecciones excesivas y deformantes de los padres sobre los hijos (Palacio, 2012). Y consideramos especialmente necesaria la intervención en menores o jóvenes embarazadas, o con su bebé, en lo que se prevé será una crianza de riesgo para el bebé, la madre o para el establecimiento de un vínculo entre ambos.

Las familias de riesgo nos llegan derivadas por los diferentes dispositivos de Salud Mental precoz, infantil o de adultos, o por Servicios de la Administración, que han tenido que intervenir como medida de protección del menor.

Si bien es el grupo familiar quien está convocado a la terapia, la indicación de tratamiento en estas familias se configura como una oportunidad para la generación de los hijos y tiene como finalidad el bienestar emocional del menor, protegiendo su desarrollo. Así, nuestra intervención va encaminada al vínculo, a la modificación de la dinámica relacional, de forma que se pueda incidir suficientemente en ella como para disminuir el sufrimiento de los menores y de los padres en el presente. En este tipo de familias, pretender tratar la patología de los padres para modificarla sería ilusorio por nuestra parte. Muchos de estos padres no reunirían los indicadores mínimos necesarios para una psicoterapia psicoanalítica individual o ésta tendría que ser muy extensa en el tiempo ―las viñetas clínicas que presentamos son un claro ejemplo de ello―. Pero no renunciamos a que la función terapéutica de nuestra intervención repercuta, en mayor o menor medida, en la salud mental de todo el grupo familiar.

Así pues, en todos los casos atendidos nuestros criterios de derivación parten de dos premisas: la existencia de un menor en situación de riesgo emocional y la posibilidad en la familia de realizar cambios, por limitados que éstos sean.

En cuanto a las características diagnósticas, encontramos familias de tipo actuador, con dificultades para pensar, impulsividad y, en general con problemáticas expresadas en la conducta. Otro grupo estaría caracterizado por aspectos carenciales, con ausencia de interiorización de unas relaciones afectivas sólidas, sentimientos de vacío, tendencia a establecer vínculos rápidos y superficiales, identificaciones de tipo adhesivo, etc. Y también otras familias cuya característica principal sería la fragilidad y la indiferenciación, con las consiguientes confusiones de roles, falta de límites, niños parentalizados, etc.

Como contraindicaciones absolutas consideramos: el consumo de tóxicos intenso y activo en el momento de la demanda; problemas de abusos sexuales; la existencia de trastornos mentales severos clínicamente activos, o que han producido un deterioro emocional manifiesto, ya que implican la ausencia de interlocutor adulto, y también porque pueden provocar que la comunicación dentro de la sesión resulte muy perturbadora para los menores. En algunos de estos casos se ha hecho la terapia con los hijos solos ―habitualmente adolescentes―, contando con la existencia de una tutela por parte de la Administración.

Pero también hemos observado que la presencia de los hijos en un espacio terapéutico ayuda a rescatar aspectos sanos de los padres, si el proceso funciona suficientemente bien. En las familias con niños pequeños, a menudo monoparentales, la psicoterapia estimula las capacidades de las madres porque recuperan competencias maternas. Winnicott (1971) sugiere que cuando un bebé ve la cara de la madre se ve a sí mismo. La madre le mira y lo que ésta muestra tiene relación con lo que ve en él. En nuestro trabajo tratamos de hacer algo parecido pero desde las madres, es decir, que se puedan ver en el rostro de los hijos para verse ellas mismas como madres y sentir que los hijos las reconocen como tales (Laudo, 2010). En el espacio terapéutico hemos podido ser testigos del progresivo reconocimiento de la identidad maternal a través de nuestra función de terapeutas, es decir, ejerciendo de intérpretes y traductores de los diferentes lenguajes y estilos comunicativos entre unos y otros. Contribuir a tejer un vínculo que apenas existía, o a recuperarlo en lo posible cuando se ha accidentado, es un trabajo lento y prolongado.

Ejemplo de ello es el caso que presentamos a continuación.

 

Estableciendo un vínculo

Desde un servicio de la Administración nos derivan a una joven de 16 años embarazada de 6 meses. Se trata de una adolescente muy actuadora, que se ha fugado en diversas ocasiones del domicilio familiar ―los tíos con los que está viviendo― y de los sucesivos Centros en los que ha residido. A pesar de que desde el embarazo las actuaciones han disminuido, los profesionales que la conocen tienen dudas sobre si la familia podrá hacerse cargo de la criatura. El futuro padre en ese momento está desvinculado. La abuela de la criatura estaba muy desligada de su hija, sin capacidad para ejercer funciones maternales desde hacía mucho tiempo.

Nos informan que las relaciones entre los diferentes miembros de su familia son muy conflictivas y en las entrevistas con ellos vamos viendo que este funcionamiento actuador, con poco espacio para el pensamiento, es un modo de hacer familiar. El hecho de que la joven estuviera tutelada desde la pubertad por la Administración nos da una idea de las dificultades que tenía los padres para poder contener a su hija ya desde muy temprana edad.  Podríamos situar la organización patológica de la familia en lo carencial, es decir, en la falta de introyección de un objeto sólido de confianza, en la precariedad de las vinculaciones y la perpetuación de todo ello a través de sucesivas generaciones.          Empezamos las visitas solamente con los tíos, pues la chica no quiere acudir. A pesar del cansancio que le originan todos los problemas de la familia ―entre estos la pasividad de su marido, observable en las sesiones― la tía expresa el deseo de acoger a su sobrina y al bebé cuando nazca. La futura madre solo aparecerá cuando falte un mes para el parto. Entretanto, los tíos se han separado.

En esta familia, como en otras que hemos atendido, observamos que la llegada de un bebé les moviliza para buscar nuevos recursos y realizar cambios que mejoren la situación familiar. Así, a pesar de sus enormes dificultades personales, la tía parece ser la representante de la esperanza y de la parte más sana del grupo familiar en ese momento (Meltzer, 1989).

En las cuatro sesiones que se pudieron hacer antes del parto, la joven casi no hablaba y cuando lo hacía, mostraba escasa capacidad de simbolización. Su relato estaba invadido por ansiedades paranoides; expresaba el miedo ante la posibilidad de que le quitaran el niño y decía con mucha rabia: “si lo llego a saber aborto, ¡no  pasaré todo el embarazo y el parto para que después se lo quede otro!”. Solo en parte, estas ansiedades estaban reforzadas por la realidad externa de la duda que tenían los profesionales acerca de sus recursos como madre; pero precisamente la habían enviado a nuestro servicio para poder evitar la retirada del bebé.

Así pues, sus fantasías abortivas estaban proyectadas en los Servicios y ella idealizaba el embarazo como forma de defenderse de las mismas. La joven estaba más ocupada reivindicando su maternidad ―que le proporcionaba una identidad― que en fantasear sobre su hijo y en como lo cuidaría. De todos modos, la inminente llegada del bebé le fue permitiendo acercarse a su tía, aceptando su dependencia y dejándose cuidar. Es decir, ocupaba el lugar que como niña no había tenido y que le era imprescindible antes de poder identificarse con la función maternal que su tía estaba desarrollando con ella. El lugar que antes ocupaban las denuncias contra la sobrina, ahora lo ocupaba un progresivo cuidado hacia ésta. Pensamos que el efecto que tuvo en la familia el proceso diagnóstico, en el que podían hablar y escucharse, a la vez que ser escuchados  por los terapeutas, contribuyó a estos inicios de cambio.

Así pues, indicamos un tratamiento abierto a las necesidades de la familia, al que asistieron finalmente la tía, la madre y el bebé. La terapia familiar duró tres años y se llevó a cabo en co-terapia.

El embarazo de una adolescente que además era actuadora, las fantasías abortivas proyectadas en su entorno y la ausencia de una familia contenedora, nos llevaba a pensar en la necesidad de un tratamiento largo. Se necesitaba tiempo para poder crear el vínculo entre la madre y su bebé. Pero su edad y, sobre todo, las limitaciones en su capacidad de simbolización, hacían imprescindible la presencia de la tía a modo de red auxiliar de apoyo al tratamiento.

El niño nació por cesárea y la madre ―a la que llamaremos Lucía― lo vivió como una experiencia aterradora, fragmentada, casi delirante. Los médicos, con su intervención vivida por ella como violenta, acabaron de golpe con la idealización que había mantenido durante el embarazo: “me abrieron la barriga, había sangre por todas partes ¡y me cosieron con una aguja enorme!”. Así, el primer encuentro fue con un niño “feo, ensangrentado, que gritaba sin parar”, y en un ambiente terrorífico.

En las sesiones pudimos observar  lo difícil que era para ella hacerse cargo  de su hijo: no atendía a los cuidados físicos que pudiera necesitar, ni lo calmaba si lloraba, todo lo delegaba en la tía. Aunque el bebé la buscaba con la mirada, la madre no  podía vincularse con él, ni siquiera lo miraba.

En una sesión, hacia los dos meses del bebé, llegó a decirnos totalmente convencida: “¡mirad que cara de malo tiene!”. Entendimos que nos decía que para ella continuaba siendo aquel “niño feo, que gritaba sin parar” del día que nació. Dirigiéndonos al niño, que estaba en brazos de la tía, dijimos: “¡mira qué cosas dice la mamá!, con lo pequeñito que eres y lo tranquilo que estás ahora. Quizá cuando lloras, a tu madre le es difícil aguantarlo porque no entiende que esta es por ahora tu manera de hablar”. Con esta intervención pretendíamos  disminuir la proyección expulsiva, sobre el bebé, de unas vivencias terroríficas y sin sentido que la madre no podía metabolizar. Nos recuerda la noción de objeto bizarro, que no puede ser pensado, solo expulsado, en este caso a través de una verbalización casi alucinatoria (Bion,  1989).

Un tiempo después ya nos pudo decir: “¿veis como me mira mal?”. Parecía que todo lo proyectado sobre el bebé volvía sobre ella, cargado de elementos persecutorios, que a su vez estimulaban un nuevo movimiento proyectivo de la madre. La vinculación entre madre e hijo estaba seriamente comprometida, pero queremos destacar que de todas maneras aparecía un niño que la miraba, aunque fuera mal.

En otra sesión nos dijo enfadada: “no quiere que yo le corte las uñas, solo quiere que lo haga la tía”. Aprovechando esta comunicación de la vida cotidiana dijimos, dirigiéndonos al bebé: “mira, Iván, cuando tu no quieres que la mamá te corte las uñas, ella entiende que le estas diciendo que no es buena madre para ti y esto le duele y la enfada. A veces se le hace muy difícil entenderte”. A través de esta secuencia pretendemos mostrar cómo, a pesar de todo y muy poco a poco, iba apareciendo un deseo en la madre de relacionarse con su bebé.

El hecho de poder disminuir este movimiento proyectivo a través del trabajo interpretativo propició que el frágil vínculo que se estaba iniciando entre madre e hijo se fuera afianzando y discurriera por derroteros más sanos.

Hacia los 11 meses de Iván, la madre empezó a mostrar preocupación por su hijo. Nos dijo que temía por si el niño sería “tan gordo como su propia madre o tan malo como ella”. Es decir, que le pudiera transmitir todos aquellos aspectos enfermos y dañinos que no se habían resuelto en  la familia.

En los momentos de más conexión decía que procuraría que su hijo tuviera una vida diferente a la suya. Se estaba empezando a establecer una nueva relación, veía al niño diferenciado de ella, no solo como una proyección propia. Entendimos que las posibilidades que percibía en el niño correspondían a sus propios cambios.

Al mismo tiempo Iván iba creciendo dentro de la normalidad. Era un niño sano, alegre, curioso, algo travieso y simpático, y la madre fue disfrutando de los aprendizajes que iba realizando. Más tarde iniciaron la convivencia con el padre del niño, que había ido relacionándose con ellos. Por su parte, la tía toleró bien la independencia de su sobrina.

Acabamos el tratamiento cuando constatamos que el vínculo parecía estar ya consolidado. Uno de los objetivos alcanzados es que la joven madre pudo vincularse con su bebé y éste pudo vivir los primeros años de vida, tan importantes en la estructuración de la personalidad, con mayor calidad de la que se presuponía en su inicio.

 

¿Puede incidir una psicoterapia en la transmisión transgeneracional?

La transmisión transgeneracional simbolizada de forma deficiente es una de las causas del sufrimiento familiar. En este caso la psicoterapia de familia cambió el rumbo de los acontecimientos, puesto que el niño no fue retirado de su madre, aunque esperamos también haber transformado en algo la transmisión transgeneracional de una patología del vínculo que ya detectábamos en los abuelos. En esta familia los bebés perdían, al nacer, la condición de objeto idealizado que habían tenido durante el embarazo, convirtiéndose en objetos persecutorios, con lo cual el vínculo madre-bebé tenía muchas posibilidades de quedar maltrecho, como había sucedido en la relación de Lucía con su propia madre.

Esto nos conduce a lo que describen Durieux y Frisch-Desmarez (1999) como uno de los tipos de experiencias parentales amenazadoras para el psiquismo que se transmiten a las siguientes generaciones. Se trata de la afectividad negativa desde la vertiente de la carencia. La falta de disponibilidad y el desinvestimiento materno están en el origen de experiencias precoces dolorosas y no pensables. Además, el desfallecimiento de la capacidad de rêverie materna dificulta la introyección de un buen objeto continente, comprometiendo las propias capacidades de simbolización del sujeto y ―añadiríamos― dificultando la narrativa.

A.M. Nicoló (2014) habla de dos tipos de memoria. Una es la memoria declarativa,  aquella que puede ser evocada, en la que el individuo sabe que recuerda. Otro tipo de memoria es la procedimental, que representa una modalidad de recordar a través de la acción, de las relaciones objetales del pasado o de traumas no elaborados que se han disociado. Es una memoria silenciosa pero perceptible, que informa de la red de interacciones del individuo y la familia en sus funcionamientos más primitivos, que tienen que ver con el actuar y con el cuerpo.

El niño participa desde el nacimiento de la manera pre-verbal de funcionar de la familia, absorbiendo comportamientos y defensas utilizados frente a las vivencias, recuerdos, fantasías y emociones, que son transmitidos como manera de hacer familiar.

Así pues, uno de los objetivos generales de toda psicoterapia de familia, y con mayor motivo en estos casos, será incidir en lo posible en la transmisión transgeneracional patológica. S. Tisseron (1995) señala que hay épocas más sensibles a las transmisiones, como son el periodo fetal, perinatal, primera infancia, etapa de identificaciones edípicas, adolescencia, etc. Por tanto, la psicoterapia de familia es una oportunidad para ello.

 

Instrumentos terapéuticos

En la psicoterapia con familias de riesgo consideramos imprescindible el trabajo en red o el abordaje interdisciplinar. No solamente por razones obvias de que existen otros profesionales interviniendo en un mismo caso, sino porque el trabajo, coordinado e independiente, que realizan dichos profesionales actúa como forma de protección al tratamiento. P. Benghozi (2009) habla de metaencuadre, refiriéndose a la situación en la que el terapeuta puede centrar su mirada y dedicación a la realidad interna ―fantasías, ansiedades, defensas, sentimientos― de la familia, porque sabe que la realidad externa, a menudo precaria y conflictiva, está siendo atendida por el resto de profesionales. Aunque no se pueden obviar ciertas dificultades que dicho metaencuadre inevitablemente entraña ―entre ellas el manejo de la confidencialidad―, pensamos que sin éste no sería posible una psicoterapia. Además, queremos poner en valor la función de yo auxiliar que realizan los profesionales con determinadas familias, muchas veces decisiva en sus primeros contactos con nuestro Servicio,  o en su vinculación al tratamiento. No queremos dejar de señalar la necesidad de que se pueda desplegar en la mente del terapeuta una red interna de relación con los profesionales para que puedan ser vividos como objetos internos facilitadores, lo cual va a ayudar al respeto por el trabajo del otro, evitando en lo posible confusiones de roles e injerencias (Kapsambelis, 2009).

Pero no nos vamos a detener en el tema. Sí que lo haremos en dos elementos que como terapeutas nos han resultado facilitadores del proceso:

  1. La adaptación del espacio para pensar el sufrimiento.
  2. La co-terapia.

 

1. La adaptación del espacio para pensar el sufrimiento.

Muchas de estas familias tienen una tolerancia a la ansiedad y a la frustración extremadamente precaria, por lo cual es imprescindible contar con un espacio regular y de confianza que permita la observación y el pensamiento. A menudo el camino hasta llegar a esto es muy arduo porque además de la proyección de la hostilidad, el terapeuta tiene que contener suficientemente la violencia manifiesta a nivel verbal, que no es infrecuente. En ocasiones es necesario poner límites explícitos, a fin de proteger a los pacientes y el tratamiento, ya que es muy importante para la familia lograr una confianza en la fortaleza de los terapeutas cuando temen que su propia agresividad acabe por destruirlo todo (Laudo y Llairó, 2011).

Pero si el tratamiento va resistiendo estos desafíos y el proceso va progresando, la familia podrá identificarse con la actitud de los terapeutas de  tratar de comprender lo que pasa sin reaccionar “en cortocircuito”. La experiencia de ser pensados por éstos, de rêverie, que los padres o adultos presentes no han podido tener en su infancia, puede ser el germen de una empatía mutua que hasta entonces no existía entre los miembros de la familia. Únicamente un espacio terapéutico regular ―y prolongado― posibilita la transferencia de las situaciones conflictivas para ser vividas y compartidas con el terapeuta en el presente. Este proceso es previo a que dichas situaciones puedan ser transformadas (C. Gérard, 2003). Pero mantener este espacio terapéutico no siempre es viable; a veces asistir a las sesiones con regularidad es algo muy difícil, casi imposible de cumplir para muchas familias debido a sus dificultades de vinculación. Por tanto, aceptamos de entrada una regularidad “flexible” respecto al contrato terapéutico, tanto en lo que concierne a la asistencia a las sesiones como también a los miembros de la familia que se presentan a las mismas. La finalidad ―a través de los encuentros que sí se producen y acogiendo la fragmentación inicial del grupo familiar― es pensar junto con la familia sobre ello para que se pueda ir modificando. En este sentido es importante que el terapeuta tenga en su mente a la familia como grupo aunque ésta llegue fragmentada.

En otras ocasiones son las fronteras físicas del encuadre las que resultan alteradas. Diríamos que el espacio de la consulta en algún momento se ha tenido que ampliar hasta la calle, con la finalidad de atender una emergencia. Existen momentos en que los pacientes recurren a la actuación debido a un desbordamiento interno de la ansiedad y/o agresividad. Estas situaciones suelen presentarse en familias en las que hay un adulto que, desde el punto de vista dinámico, presenta una organización borderline de la personalidad, o un trastorno límite desde un diagnóstico categorial (TLP). Este adulto acostumbra a ser la madre; un padre con estas características generalmente está ausente porque es muy infrecuente que haya podido mantener el vínculo con sus hijos.

Lo explicaremos a través de una viñeta clínica.

 

Atendiendo una actuación desde la co-terapia

Se trata de una madre con dos hijos, que han perdido el contacto con el padre desde hace unos años. En la primera visita, a la que acude la madre sola, se muestra serena, con contacto emocional y una cierta capacidad de autoobservación, explicando, entre otras cosas, que se ve como alguien impulsivo, que salta con facilidad y ―en sus propias palabras― que no sabe gestionar sus emociones.

En la segunda visita, a la que acuden los hijos y la madre, nos muestra ya de entrada lo que a lo largo del tratamiento llamaremos momento TLP: muy indignada y furiosa, alzando un largo paraguas, empieza a hablar mal del hijo mayor. Nos dice que no para de pedirle cosas pero él no cumple con sus obligaciones, puesto que ha tenido que repetir curso. El niño se encara a su madre diciendo que es ella la que no cumple lo que promete: le había dicho que le compraría un móvil y unas bambas para su aniversario, pero ya ha pasado y lo prometido no ha llegado. La madre grita muy enfadada aduciendo que el dinero no llega para todo. Va respirando hondo, aprieta los dientes mientras va golpeando el suelo con el paraguas, mostrando así toda su rabia. Los niños la miran con cara de espanto. De repente, se levanta y, diciendo que ya no puede más, sale del despacho bruscamente.

Una de las terapeutas la sigue mientras la otra permanece en el despacho con los niños. La encuentra justo en el porche de entrada, a punto de salir a la calle, pero al verla se detiene. La terapeuta le dice que le angustia mucho el tema económico… La paciente se pone a llorar. Hablan de como la angustia se transforma en enojo y, sin quererlo, asusta a los niños. Y no les llega la preocupación que siente por ellos, sino solo la rabia y la explosión. Parece que hablando de todo esto ―prácticamente a pie de calle, apoyadas las dos en la pared y justo al inicio de una segunda visita diagnóstica― la paciente se siente comprendida y se va tranquilizando. Después de un rato la terapeuta le pregunta si cree que ya pueden volver y ella acepta.

Mientras esto va sucediendo, dentro del despacho la otra terapeuta habla con los niños de cómo se han sentido. El mayor llora y explica que cuando la madre se pone así no se puede hablar con ella, y se siente impotente. Al principio, el hijo pequeño hace como que no ha pasado nada, pero en seguida puede reconocer que se asusta mucho cuando esto ocurre.

Al reencontrarnos de nuevo en el despacho cada terapeuta explica lo que se ha hablado en cada espacio.

Así, la madre puede “recordar” que tiene otros sentimientos, no solo la furia. Al acercarse a su parte más afectuosa puede darse cuenta de que ha asustado a sus hijos y realizar una “micro-reparación”, disminuyendo así el sentimiento de culpa por el efecto que su rabia haya podido tener en los niños (“ya sabéis que os quiero mucho” ―les dice, sincera―). Éstos, a su vez, “encuentran” a la otra madre, que había desaparecido.

Nuestra finalidad es que los hijos ―y la propia madre― hallen la parte disociada de ésta, allí donde reside el afecto y la preocupación por el bienestar de todos. Igualmente, que esta experiencia contribuya a contener el sentimiento de desamparo de los hijos cuando en otras ocasiones se repita la situación, dentro o fuera de la sesión.

La función terapéutica consiste, en nuestra opinión, en dirigirnos primero a  la ansiedad desbordada de los adultos, en este caso de la madre, y contenerla a través de la interpretación ―y si es necesario combinada con la acción, como hemos podido ver en esta viñeta―. Para más tarde atender el sufrimiento de los hijos. Solo cuando los adultos sienten un acuse de recibo de su propio sufrimiento pueden empatizar con el de sus hijos. En esta ocasión, esto ha podido ser simultáneo gracias a la presencia de dos terapeutas. La repetición a lo largo del tratamiento de estas “micro-experiencias” de aproximar aquello que está disociado, es lo que permite ―en algunos casos, no en todos― otra salida más sana.

Selma Fraiberg (1983) en el artículo titulado con la bella metáfora Fantômes dans la chambre d’enfants, refiere que el acceso ―no solo a los recuerdos traumáticos de la propia infancia― sino a los afectos dolorosos que los acompañaron es lo que permite a los padres evitar la repetición. En esta línea, en innumerables ocasiones en las que se dan movimientos de gran ansiedad, incluso de violencia, hemos comprobado como el punto de urgencia se sitúa en la atención al sufrimiento de los adultos, con la dificultad que ello comporta a veces para los terapeutas.

 

La coterapia

Aun siendo un recurso controvertido, en nuestra experiencia ha resultado muy facilitador, tal y como acabamos de ver. Pero no por ello exento de dificultades, ya que se añade un nuevo elemento al tratamiento: la intertransferencia entre los dos terapeutas. Kaës (1997) la define como un estado de la realidad psíquica de los terapeutas influido por sus vínculos y por la situación grupal del momento. No puede ser entendida ni tratada como un fenómeno independiente de los procesos transferenciales y contratransferenciales que se dan en la sesión. Se trata, pues, de un aspecto de la relación entre los terapeutas que va más allá de la que se da entre profesionales, puesto que queda teñida por la transferencia de los pacientes que, en ocasiones, es diferente para cada terapeuta. Además, conviene tener en cuenta el tipo de relación que tienen los terapeutas entre sí, de entendimiento profesional, de jerarquía, rivalidad, confianza, etc., sean o no conscientes de ello, y que puede variar a lo largo del tiempo o pasar por diferentes momentos.

En la viñeta anterior se puede percibir el entendimiento sin palabras entre las terapeutas, que con una sola mirada se distribuyen la tarea. Esta experiencia a dos favorece que un terapeuta pueda interpretar con el sentimiento de ser comprendido y contenido por el otro, aun a sabiendas de que no necesariamente están entendiendo lo mismo en un momento dado. No hemos de obviar que cuando un terapeuta interviene desde un punto de vista muy lejano al del otro, se pasan momentos difíciles, en los que se pondrá a prueba la capacidad de contención de ambos. Por lo general el trabajo a dos supone cierta delegación mutua, ambos terapeutas confían en que lo que uno no pueda entender lo entenderá el otro y esto produce una sensación de sentirse acompañado, que facilita enormemente el trabajo en la sesión.

De todas maneras el hecho de que la co-terapia sea útil para los terapeutas no significa que sea perjudicial para la familia ya que puede favorecer los procesos de simbolización y de mentalización (P. Robert, 2007). Afirma que en la co-terapia la contratransferencia puede hacerse más consciente ya que puede ser verbalizada en un espacio compartido después de la sesión, y de esta manera la podremos comprender mejor y evitar entrar en colusión con la familia.

En las familias de riesgo, en las que hay un déficit grave en la función parental, es importante poder ofrecer en la terapia un modelo de pareja de terapeutas que asume funciones de pensamiento y contención para atender las funciones parentales dañadas. Una madre de familia monoparental nos decía: “ustedes son dos porque somos muy complicadas, así lo que no ve uno lo ve el otro. Y después de la sesión se lo explican todo”. En este caso podemos ver como la madre proyectaba en los terapeutas una relación de dos que dialogan, comunicando la esperanza de que las cosas que les pasaban podían hablarse y ser comprendidas.

Asimismo, la presencia de dos terapeutas ofrece un abanico de identificaciones más amplio por lo que las posibilidades de los movimientos transferenciales y contratransferenciales se diversifican. Por tanto, después de cada sesión es importante que los dos terapeutas puedan compartir y comentar los avatares de la misma. Así, una abuela, que vivía con su nieto, acusaba a su hija de ser el origen de todas las dificultades que presentaba el nieto porque la encontraba a faltar;  el niño, en la misma sesión, lo corroboró.  La madre, una joven carencial que no lo atendía por sentirse desbordada,  se quejaba a su propia madre, la abuela,  diciéndole: “solo lo ves a él y nunca te pones en mi lugar”. En esta situación uno de los terapeutas conectó con el sentimiento de “poca madre” que tenía el niño y el otro con la reclamación que expresaba la madre de ser atendida y ayudada. El hecho de ser dos terapeutas permitió recoger, con más facilidad, estas dos comunicaciones que se estaban produciendo en la sesión.

Varios son los escenarios que nos inducen a realizar el tratamiento con dos terapeutas. Uno de ellos es cuando se trata de tratamientos en los que se prevé la presencia de identificaciones proyectivas masivas sobre los menores, situaciones en las que se proyecta sobre los niños la culpa, la responsabilidad, o el origen  de la violencia, etc. Así, en un momento dado, puede generarse un despliegue de angustia que aboque a actuaciones dentro de la propia sesión que, aunque  un  solo terapeuta podría contener, obviamente resulta más soportable siendo dos. Porque el sufrimiento adicional que experimenta el terapeuta con este  estilo de comunicación tan proyectivo puede ser matizado a través del trabajo compartido dentro de la propia sesión. Hay momentos en la sesión con el grupo familiar en los que resulta difícil pensar porque uno está ocupado en metabolizar y transformar el impacto de lo que se está viviendo; y también porque todo sucede muy rápido y a varias voces.

Otro de los escenarios posibles ―aplicables a los diferentes tipos de familia, no solo a las de riesgo― es cuando asisten a la sesión dos o más niños en etapa pre-verbal, donde el movimiento y el juego tienen una función relacional importante. Asimismo, cuando coinciden varios miembros de la familia con diferentes estilos y formas de comunicación, por ejemplo, dibujo, juego, movimiento, comunicación verbal, etc. En todos estos casos, ser dos terapeutas nos permite atender los múltiples movimientos y detalles que se van sucediendo y verbalizarlos a la familia. Finalmente, cuando el número de miembros que componen el grupo familiar es elevado, la co-terapia resulta prácticamente imprescindible.

Por el contrario, en otras ocasiones se desaconseja el uso de la co-terapia. Si predominan las ansiedades paranoides, la familia puede sentirse muy controlada, incluso perseguida, frente a dos terapeutas. Por otros motivos, a veces tampoco es oportuna en familias con una organización narcisista: la presencia de dos terapeutas, compenetrados, puede provocar ataques envidiosos inconscientes que aboquen a un impasse o a una interrupción por “fuga hacia la salud”.

 

A modo de conclusión

Toda  psicoterapia de familia, como es sabido,  ayuda a la diferenciación de los espacios psíquicos de cada uno de sus miembros y por ende que éstos puedan reconocer y apropiarse de aquello que les pertenece. Poder modular la transmisión transgeneracional de determinadas patologías del vínculo contribuirá a dicha diferenciación entre los miembros de la familia.

La comprensión psicoanalítica de las dinámicas familiares nos permite desarrollar herramientas de intervención que pueden tener un efecto movilizador para contener, modular y, en algunos casos, modificar aspectos patológicos de las relaciones. Queremos subrayar la necesidad de ir al encuentro de la familia “allí donde habita”, entendiendo por ello, en primer lugar, el poder acomodar nuestra verbalización al nivel de simbolización en el que se halla la familia, para facilitar que ésta pueda recogerla. Lo contrario resultaría estéril a nivel terapéutico. Además, en muchas ocasiones, como se muestra en el segundo caso, esto sucede a nivel concreto, ante una reacción regresiva manifestada a través de la acción como forma de comunicación. En esos momentos es importante que los terapeutas, en un movimiento de ida y vuelta, puedan flexibilizar su encuadre hacia otro más cercano, quizá, al de la psicoterapia con niños.

En muchas de estas familias de riesgo, es inevitable contemplar un abordaje interdisciplinar a modo de red de apoyo externo. También a nivel interno de la familia es necesario contar con aquellos miembros que representan en un momento dado los aspectos más sanos del grupo. Aunque por la naturaleza de las ansiedades que se viven en estos tratamientos ―si pretendemos abordarlas sin quedarnos en la superficie― en numerosos casos la red de apoyo para el terapeuta empieza realmente por el co-terapeuta.

Deseamos enfatizar sobre el carácter preventivo de este tipo de intervenciones, que cuando se realizan a edades tempranas nos dan la oportunidad de incidir en la relación madre-bebé, incluso antes del nacimiento. Recordemos que a través de nuestra acción sobre el mundo externo del niño, podemos cambiar el rumbo de su desarrollo a nivel de mundo interno y relacional.

Para terminar, sabemos que la transferencia no es únicamente repetición a causa de un fracaso de la simbolización, también es un intento de transformación en el encuentro con el otro. El espacio terapéutico facilita, pues, esta transformación. Pensando en la memoria procedimental a la que nos referíamos antes, podríamos decir metafóricamente que, en calidad de terapeutas, queremos formar parte de ella, de aquello que ha vivido la familia en la psicoterapia aunque después no lo recuerde, pero que constituya otra forma de hacer familiar.

 

Referencias bibliográficas

Benghozi, P. (2009), “Les anamorphoses. Identités familiales et passages générationnels”, Congreso Nouvelles identités familiales, Hyères les Palmiers, France.

Bion, W.R. (1987), Aprendiendo de la experiencia, Paidós, Buenos Aires.

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Resumen

En este artículo se presenta la psicoterapia de familia como un instrumento válido para atender a familias de riesgo, aquellas que presentan negligencia en el cuidado de los menores y déficits graves en el ejercicio de las funciones parentales. Uno de los objetivos de estos tratamientos es la disminución del sufrimiento emocional de todo el grupo familiar ―objetivo universal de toda psicoterapia―. Otro sería el de contribuir a reducir la transmisión transgeneracional de vínculos patológicos. Cuanto más temprana sea dicha intervención, incluso antes del nacimiento, más se podrá contribuir al establecimiento de unos vínculos sanos entre los adultos y los menores  que están a su cargo. Es de destacar el valor preventivo que tienen estas intervenciones.

La técnica de estas psicoterapias se basa en los mismos fundamentos que toda psicoterapia de orientación psicoanalítica, sin embargo se destacan algunas  características: un encuadre inicialmente flexible, la co-terapia, el abordaje interdisciplinar, etc., para poder “ir allí donde habita la familia”.

Las viñetas clínicas citadas corresponden a tratamientos desarrollados en la Institución Pública.

Palabras clave: familias de riesgo, psicoterapia de familia, co-terapia, transmisión transgeneracional, vínculo madre-bebé, encuadre terapéutico.

 

Isabel Laudo
Psicóloga clínica. Psicoterapeuta de Familia.
Psicoanalista SEP-IPA.
Profesora del IUSM, Fundació Vidal i Barraquer (URL).
Sant Pere Claver-Fundació Sanitària.
islaudo@gmail.com

 

Victòria Sastre
Psicóloga Clínica. Psicoterapeuta de Familia.
Miembro de la Associació Catalana de Psicoteràpia Psicoanalítica (ACPP).
Profesora del IUSM, Fundació Vidal i Barraquer (URL) y docent de Màster en Psicoteràpia Psicoanalítica de la Universitat de Barcelona.
Sant Pere Claver-Fundació Sanitària


[1] Unitat de Psicoteràpia Psicoanalítica d’Adults i Famílies. Sant Pere Claver-Fundació Sanitària.