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Las palabras que siguen son un eco de las que se produjeron con ocasión de la representación[1], un día de la pasada primavera en Barcelona, de Ese Sísifo, la creación de Arnau Vilardebò[2] sobre el conocido personaje de la mitología griega. La Sociedad Española de Psicoanálisis me invitó a hablar, tras la representación y ante el mismo público, de los mitos griegos y en concreto de su posible vigencia entre nosotros, los modernos. Las formas histriónicas y los ropajes hilarantes con los que Vilardebò salpicó generosamente su espléndido relato no ocultaron, sino todo lo contrario, las profundas e inquietantes verdades que latían en el fondo de la historia, en todos y cada uno de sus pliegues. Tras los aplausos, habríamos podido abandonar la sala ―cada cual con su propia roca a cuestas―. En cambio, fue entonces cuando tuve que empezar a hablar. Tuve, ante todo, que exponer la delicada situación en la que yo me encontraba si quería decir algo sobre Sísifo, y que es la situación en la que nos deja siempre el mito cuando se nos presenta: es que el mito nos habla directamente, o mejor dicho, al mito no le hace falta más que un intermediario, no más; y en aquella ocasión el intermediario había sido el creador del texto y actor, que con la eficacia de sus palabras y de su gesto nos había hecho presente y viva la figura de Sísifo. Tras ello, sobre Sísifo ―pensaba yo―, lo más adecuado era enmudecer. Pero sobre los mitos algo podía decirse.

El mito, pues, nos interpela directamente a cada uno de nosotros ―nos emociona, nos conmueve, nos perturba, nos desconcierta, nos repugna―. Él solo, sin más, ya nos dice lo que tiene que decirnos: él solo dialoga y se entiende con aquello que somos; solamente hay que ir a su encuentro, o dejar que él venga a nosotros.

No es seguro de dónde venga el término “mito”, μῦθος (mythos), pero tal vez provenga de *MU, que quizá represente la forma más elemental de expresión oral: en primer lugar, atribuida a las bestias, pero luego también a los humanos: “no decir ni mu”. Quién sabe si también de ahí “mu-mu-mudo…”

En todo caso, el mito es esencialmente relato, narración: serie de palabras con sentido. Por ello su naturaleza consiste en ser contado una y otra vez: el mito quiere la mutabilidad del relato que se cuenta una vez y otra, siempre diferente, siempre el mismo.

Algunas religiones se basan en un libro: un texto sagrado, revelado, fijo, intocable e inmutable. No es el caso de la religión griega, la cual tiene fijo tan solo, si acaso, el ritual; en ella no hay libro sagrado que determine la versión única de relato alguno. Los mitos vinculados a la religión, como sus leyendas, viven en una multiforme variedad, que con frecuencia puede ser incluso contradictoria. Se puede afirmar que una de las características del mito, una de las más importantes, es su plasticidad, su capacidad de ser contado de mil maneras según la circunstancia, según un determinado interés, según un escrúpulo. Así, un poeta puede silenciar, si lo cree conveniente, determinado episodio, cierto detalle; o bien dar mayor relieve, enfatizar algunos detalles, o alterar otros, no necesariamente secundarios; o bien, sin ningún problema, inventar libremente según su criterio y gusto.

Los autores griegos arcaicos y clásicos que usaron del mito ―poetas y dramaturgos, pero también otros―, casi siempre lo hacían alusivamente: su público conocía ya a los personajes, conocía los episodios en los que ellos se desenvolvían, de modo que bastaba una referencia parcial, un detalle al paso, un atisbo a un detalle que interesa. Solo algunos autores post-clásicos ―helenísticos y romanos― empezaron a sentir la necesidad, por razones diversas, de “atar cabos”: encadenar secuencias narrativas, completar series genealógicas, relacionar personajes y episodios, con el objetivo, muchas veces imposible, de “cuadrar las cuentas”, porque la tradición no era, en general, coherente.

Se me entenderá pues, en este punto, cuando digo que Arnau Vilardebò, con su Sísifo, fue para nosotros, hace tres o cuatro estaciones, un eslabón más de la cadena; que fue, más exactamente, un epígono de los autores de época helenística o imperial.

Extrañamente, “mitología” significa a la vez dos cosas: por una parte designa a un conjunto de mitos pertenecientes a una determinada tradición; por la otra, es el estudio racional de dichos mitos (en el sentido de, por ejemplo, la biología, o la geología). Pero ¿qué es más fácil ―¡y más gratificante!― proponerse, aunque sea humildemente, como colega de Píndaro o de Eurípides ―o, para el caso de Arnau, mejor de Aristófanes―, o arrogarse el papel de exégeta, de intérprete, que es el que se me demandaba para la ocasión? Se comprenderá, en definitiva, que la situación resultaba delicada. Y lo sigue siendo. Pero es un asunto difícil, no porque mis juicios puedan ser erróneos, caprichosos o aberrantes, sino porque en cualquier caso mi discurso deberá enfrentarse, poco o mucho, al mito que ya estará obrando en las conciencias y en los corazones de los que aquel día me escuchaban ―e igualmente de quienes leerán estas páginas―. Habrá que andar con tiento, pues, para que no haya demasiado estropicio.

Los mitos suceden en un tiempo remoto que, en realidad, es un no-tiempo, o mejor un tiempo anterior a nuestro concepto y sentir del tiempo. Y en él, se nos dice, obraban los dioses, esos seres prepotentes y caprichosos, tan lejos, tan por encima de lo que es la pobre, indefensa, naturaleza de los humanos. En el mito obraron también los héroes, otra categoría de seres que reúne algo de la naturaleza divina y mucho de la humana. Habitantes también ellos de aquel tiempo remoto, los héroes con sus acciones fueron en gran parte quienes hicieron posible el mundo de los hombres, de los simples mortales; pues ellos fundaron ciudades, las dotaron de murallas y de leyes, instituyeron templos y cultos: son los héroes civilizadores, como Héracles, como Teseo. Son también, con sus hazañas inimitables, con sus fuerzas sobrehumanas, modelos inalcanzables, pero modelos a fin de cuentas, de los reyes, de los nobles, de los guerreros, de los legisladores. Y sin embargo, al mismo tiempo, la mayoría de esos héroes son problemáticos: fácilmente caen en el exceso y la desmesura, o llevados de su ánimo encendido se equivocan fatalmente; entonces se convierten en fuerzas terribles, destructivas y, con frecuencia, autodestructivas. Carne de cañón para los dramaturgos (pues no había todavía psicoanalistas…).

Pero también en sus errores y en sus fracasos, en su ceguera y en su orgullo, los héroes siguen siendo para nosotros ejemplos: advertencias sobre nuestros límites de pobres mortales; y por ello, sobre todo, dignos de compasión. Y precisamente cuando son llevados a la escena del teatro, los héroes nos enseñan cuán fácilmente se da el paso que lleva de la mayor felicidad a la más dolorosa de las catástrofes: cómo el destino humano pende siempre de un hilo muy tenue, cómo todo parece sujeto al arbitrio mudable de unos dioses crueles, impredecibles e incomprensibles.

Recordemos a Edipo, quien alcanzó con su sabiduría la cima del poder y de la riqueza; el que supo descifrar el oscuro y fatal enigma de la Esfinge y con ello llegó a lo más alto de la felicidad; pero que se vio precipitado en el horror y en la miserable desgracia a causa de la más ciega de las ignorancias, puesto que ni siquiera sabía quién era él mismo. Recordemos, sí, a Edipo, ejemplo del héroe que sufre una caída tanto más dura cuanto era elevada la altura antes alcanzada: ὃς τὰ κλείν’ αἰνίγματ’ ᾔδει καὶ κράτιστος ἦν ἀνήρ (“quien resolvió el famoso enigma y fue hombre de grandísimo poder”), tal vez nunca traído tan a propósito como aquí, por cuanto este fue, como es sabido, el lema que exhibía en su ex-libris Sigmund Freud.

Edipo responde a una de las tipologías de héroe, el héroe sabio; y también él, como tantos otros héroes, sufre una vertiginosa caída en la desgracia, un destino para nosotros incomprensible: el destino funesto al que lo empujan fatalmente sus antepasados. Pero a pesar de su caída en la abyección Edipo no se resigna a la ignorancia: él, que se encumbró gracias a su saber y que ha tenido que saberse esencialmente ignorante, no cejará, sin embargo, hasta descubrir la verdad, ni siquiera cuando sospecha qué horrible verdad sacarán a la luz sus indagaciones. Y entonces, cuando todo sea ya claro y cierto como la luz del sol, se arrancará los ojos. Pero no olvidemos que la ceguera es símbolo de la verdadera sabiduría, es visión interior no sujeta a las ilusiones y falsas apariencias de los sentidos; es la ceguera de los profetas, como Tiresias, y de los poetas, como Homero: profetas y poetas, a los cuales podemos denominar con una misma palabra, vates, puesto que son una misma cosa; solo ellos tienen acceso a la auténtica sabiduría, lo que no vemos el resto de los humanos, lo que se oculta aquí y ahora, pero también en lo recóndito del pasado y en lo insondable del futuro; solo ellos, con su palabra, saben revelar esa verdad.

Un gran número de héroes responden a la tipología del guerrero, que reúne fuerza y valentía; entre ellos, conocido de todos, Aquiles, el mejor de los griegos ante los muros de Troya. Singular la figura de Aquiles por cuanto le fue dado escoger entre dos destinos: morir joven y alcanzar un renombre inmortal, o vivir largos años, mas oscuramente y sin dejar recuerdo alguno.

Citaré, finalmente, un tercer tipo, el del héroe astuto, cuyos ejemplos más conspicuos son Sísifo i Ulises (“de tal palo, tal astilla”, habría que decir, puesto que algunas tradiciones los consideran padre e hijo). Maestros también ellos de la palabra, sin embargo usan esa habilidad no para revelar la verdad, sino para ocultarla: su discurso crea una realidad falsa y engañosa con la cual ciegan a los demás. Baste recordar, en cuanto a Ulises, las vidas falsas que inventa de sí mismo, las identidades ficticias tras las cuales se oculta, el nombre de Nadie con el que escamotea su auténtico nombre y persona a ojos del Cíclope, para al cabo dejarlo definitivamente ciego.

Como Edipo, también Ulises quiere saber: la insaciable curiosidad es el verdadero motor que lo impulsa a recorrer los mares, siempre espoleado por el deseo de conocer novedades, que incluso en el Hades, donde deberá interrogar al sabio Tiresias, lo lleva a curiosear entre las almas de los muertos. Y sin embargo no discernirá la verdad sobre su propio destino: deberá esperar una muerte venida del mar, pero no llegará a reconocer en el joven que lo matará a su propio hijo, Telégono. Inversamente, por así decirlo, también el sabio Edipo ignora que el desconocido al que da muerte en un cruce de caminos es su propio padre.

Con frecuencia la relación de padre e hijo se revela como una especie de clave o cifra del relato, porque en ella se contiene algo que concierne muy profundamente a la vida, pero no solo como oposición o rivalidad, sino también como esencia y evidencia del curso mismo del existir. Volvamos a la Ilíada y recordemos cómo el brutal Aquiles solo recobrará la humanidad cuando sea capaz de reconocer en la figura sufriente del viejo Príamo a su propio padre. Evoquemos una vez más la escena, al final del poema, en la cual ambos, enemigos mortales, lloran, por el hijo, por el padre, por el destino de los humanos fatalmente ligado a la muerte.

¿Y Sísifo? Ahí sigue, cargando con su piedra y haciéndola rodar, una y otra vez, hasta la eternidad. Sísifo quiso desafiar y anular el destino común de los humanos, quiso evitar la muerte; pero ello lo habría convertido en inhumano, una anomalía perturbadora que habría puesto en peligro el equilibrio del cosmos entero. Vida y muerte son una misma cosa, inseparables, y la base de la existencia: y los hombres debemos reconocer esta verdad profunda y aceptarla. Para quien quiso ignorar y burlar la ley que rige el flujo constante de la vida, el castigo condigno es una pena que no tendrá fin. La condena por querer romper la rueda es quedar atado a la rueda sin fin.

Somos hijos y esclavos del tiempo: no podemos oponernos al devenir. Sin duda, Sísifo habrá aprendido la lección, aunque ya no le aproveche; pero es para nosotros que la ha aprendido.

 

Palabras clave: Grecia, mitología, héroes, hermenéutica, mitologemas.

 

Jaume Almirall i Sardà
Doctor en Filología Clásica.
Profesor en la Universitat de Barcelona.
Colaborador de la Fundació Bernat Metge.


[1]En el marco de la XIII edición de Debats de la SEP, que tuvo lugar el 15 de mayo del 2015 en Barcelona. Se trata de un encuentro anual entre psicoanalistas y representantes de otras disciplinas para debatir sobre temas de la actualidad o de interés social y cultural. La presente edición llevaba por título La saviesa dels mites. (N. de Ed.).

[2]Arnau Vilardebò es director teatral, autor y artista escénico. En su repertorio figuran diversas creaciones sobre la mitología griega. (N. de Ed.).