Introducción
Consideraré el impasse como la paralización de un proceso terapéutico en marcha, para impedir modificaciones en la relación analítica que pudieran conducir a cambios no contenidos por la personalidad del paciente ni por dicha relación. Probablemente siempre existe, en mayor o menor medida, algún grado de connivencia inconsciente del analista.
Varios factores pueden contribuir al establecimiento de un impasse. Por parte del paciente, cuando peligra seriamente su equilibrio mental, aunque sea patológico; la psicopatología no se traduce tan solo en resistencias más o menos difíciles, sino en un auténtico estancamiento. Por parte del analista, puede ser un error o limitación técnica duraderos. En este caso, caben dos posibilidades: por falta de experiencia suficiente del analista, al menos respecto del tipo de psicopatología y de relación que ese paciente concreto genera; o bien, por razones contratransferenciales, que generan “factores antiterapéuticos” en el propio analista (H. Rosenfeld, 1987). También la escuela de pertenencia puede ser un factor limitante que contribuya al impasse: ciertas psicopatologías pueden ser de más difícil acceso según los planteamientos teóricos y técnicos de base. Y por último, es posible que el estado actual del psicoanálisis no se haya desarrollado suficientemente como para conseguir la transformación de ciertas patologías.
A veces, es posible resolver el impasse, lo que se ilustra en el material clínico que se expondrá. Otras, la única manera de “resolverlo” consiste en aceptar las limitaciones cuando por los motivos que sean el impasse se ha hecho insuperable, y proponer una interrupción acordada, a fin de no prolongar el sufrimiento innecesario cuando éste tiene lugar, o poner fin a una pérdida de tiempo, cuando el estancamiento es una simple reiteración de lo ya sabido. Por lo tanto, el impasse conlleva un problema ético, al mismo tiempo que técnico.
De acuerdo con Etchegoyen (1986), el tipo de estrategias psicológicas que puede desplegar el paciente para generar un impasse, serían fundamentalmente tres: reacción terapéutica negativa, acting-out y reversión de la perspectiva. No entraré a detallarlas, pues ya existe una amplia bibliografía al respecto. Aunque, como suele suceder con algunos conceptos psicoanalíticos, con el tiempo pierden presencia en los trabajos publicados, lo cual no quiere decir que haya desaparecido el fenómeno clínico al que se refieren.
Diagnosticar un impasse no suele ser fácil, por dos razones que son opuestas. Una, la que se da en las formas de impasse consideradas como más frecuentes, en las que una de las características primordiales es su mutismo; no se advierten signos de su presencia hasta transcurrido un tiempo. De manera que aun cuando se cumplen las condiciones externas requeridas para llevar a cabo un psicoanálisis no se producen avances. La otra razón la encontramos en otros tipos de impasse, donde lo que existe es una confrontación abierta entre paciente y analista, a pesar de que ambos parecen interesados en llevar a cabo el análisis o, mejor dicho, en mantener la relación analítica, pero existe un desacuerdo manifiesto y frecuente entre ambos. En este caso el analista está convencido de que se trata de una seria resistencia del paciente que es necesario resolver, o bien el paciente insiste en no sentirse comprendido. En todo impasse existe siempre alguna forma de implicación del analista que contribuye al estancamiento, algo en lo que están de acuerdo los autores (Maldonado, 1983 y Schwaber, 1995, entre otros)[1]. Si bien el bloqueo del proceso analítico es la característica principal ―de ahí el nombre de impasse―, no obstante, conviene no confundirlo con la apariencia de detención del mismo debida a una resistencia que cuesta vencer o a una elaboración que no acaba de producirse (Etchegoyen, 1986). Pero no siempre es fácil hacer tal distinción, porque una resistencia puede ser incoercible o el proceso de elaboración inacabable, dando a lugar en cada caso a un impasse. ¿Cómo diagnosticar, entonces, el impasse? El factor tiempo puede ser el determinante. Meltzer evalúa en un año el tiempo de estancamiento transcurrido para establecer el diagnóstico de impasse, y estima otro período similar para resolverlo (Meltzer, 1977). Pero no deja de ser arbitraria la cifra, pues varía mucho dependiendo de cada relación analítica. La pareja analítica tiene una experiencia mutua respecto del tempo propio requerido, bien sea para proporcionar una interpretación el analista, como para adquirir el insight y su elaboración correspondiente, el paciente. Cuando dicho tempo se altera de manera considerable respecto de lo que es lo habitual para la pareja entonces sería un criterio para el diagnóstico de impasse.
El impasse constituye un momento del proceso en el que la pareja analítica ha encontrado unos obstáculos especiales, a los que ya se refirió Freud. En Análisis terminable e interminable (Freud, 1937), revisa una amplia gama de posibles impedimentos, y subraya el carácter especialmente recalcitrante de ciertas resistencias, cuya fuerza “se defiende con todos los medios posibles contra la curación y está absolutamente resuelta a aferrarse a la enfermedad y el sufrimiento”. El problema es dilucidar si tales impedimentos son insolubles desde la propia relación analítica ―bien sea porque hemos topado con la “roca” de la personalidad del paciente, lo inmodificable; o porque el analista ha adoptado un “vértice” (Bion, 1970) inadecuado, que solamente un desplazamiento del mismo propiciaría el desbloqueo― o si nos encontramos ante las limitaciones impuestas por el estado actual del método psicoanalítico.
Probablemente el impasse es un hecho “inevitable” en todo proceso analítico, como dicen Giovachini y Brice (1975). Dichos autores sugieren la hipótesis de que los impasses surgidos en la transferencia son consecuencia de los impasses habidos en el desarrollo psicológico del individuo que se reactivan en la situación analítica. En efecto, si durante los primeros tiempos del proceso analítico se han podido resolver ciertos niveles transferenciales ―diríamos que los más asequibles tanto para el paciente como para el analista―, todo progreso implicará la aproximación a otros niveles o áreas más difíciles, que son los que pueden ocasionar el bloqueo. Desde esta perspectiva, podríamos decir que la resolución del impasse es la piedra de toque para validar el alcance del progreso de un análisis.
La hipótesis central de este trabajo consiste en que el fundamento de algunos impasses es que el analista escotomiza, junto con el paciente, una parte de la transferencia (y la contratransferencia correspondiente), o algunas de las transferencias, precisamente aquellas que son más básicas y primitivas en la vida psíquica del paciente. Si bien es posible detectar y tratar otras transferencias, no lo es respecto de aquellas que resultan más urgentes, pero al mismo tiempo más delicadas, difíciles y dolorosas de elucidar. Decimos entonces que el analista colusiona con el paciente, porque se pone de su lado para impedir que se produzca insight, o mejor dicho, el cambio en la relación analítica. Cuanto más grave sea la psicopatología del paciente, más difícil será tratar aquellas transferencias. Algunos autores (Hinshelwood, 1994) consideran que el impasse puede ser una de las características de los pacientes con una organización patológica de la personalidad (Steiner, 2003), al establecer de entrada el bloqueo del proceso. Y dependerá del analista tener la voluntad para aceptar en análisis un paciente de tales características. Sin embargo, el estudio de los casos de impasse que han podido resolverse aporta alguna luz a la comprensión de los obstáculos al análisis, como trataré de mostrar.
Formas clínicas de impasse
Aquí me referiré al impasse en el paciente con una patología caracterial no grave y, por tanto, dentro de los criterios de “mayores posibilidades de analizabilidad”[2]. El impasse ha sido descrito preferentemente en pacientes con una relación de objeto básicamente narcisista. No me ocuparé de la relación entre narcisismo e impasse. Pero considero que el componente narcisista siempre está presente, en una u otra medida, en toda psicopatología.
Quiero destacar el hecho de que en el impasse, paciente y analista, conjuntamente, a pesar de mantener las condiciones externas de setting, sostienen una relación que no cumple las finalidades para las que se creó: alcanzar nuevos insights para propiciar el cambio psíquico. Como ya he dicho, esto lo diferenciaría de otros obstáculos, atribuibles a uno u otro miembro de la pareja analítica, como la resistencia incoercible (en el paciente) o el error técnico (en el analista). Clínicamente, el impasse se manifiesta de diferentes maneras: que paciente y analista conscientemente deseen la continuidad del proceso pero en niveles inconscientes exista una oposición al mismo; que el paciente se oponga a su desarrollo (mediante las formas más diversas: reacción terapéutica negativa, acting-out, reversión de la perspectiva, resistencia coercitiva duradera, etc. ); o que el analista, inconscientemente, no atienda las necesidades del paciente, porque no las perciba. Esta última situación, es más frecuente en el caso de pacientes graves, lo que ha sido explicado por H. Rosenfeld (1987). En este trabajo me ocuparé especialmente de la primera situación. Teniendo en cuenta lo dicho, previamente, quisiera describir algunas formas clínicas de impasse.
1. Impasse imperceptible: Es el impasse descrito por la mayoría de autores. Sería el impasse sensu strictu. Cuando paciente y analista realizan una aplicación del método psicoanalítico según los estándares establecidos, de acuerdo con su modelo de referencia, lo que les ha permitido avanzar hasta un momento en el que se aprecia que el proceso analítico se halla estancado desde hace un tiempo. Ambos se encontraban instalados en un tipo de relación no demasiado incómoda, e incluso aparentemente satisfactoria, pues parecen estar “haciendo” análisis. Hasta que surgen indicios contrarios: se advierte que el análisis se ha desvitalizado, convertido en una actividad rutinaria, automatizada en el cumplimiento de los preceptos técnicos del setting analítico pero con un bajo nivel de vida emocional; o bien las sesiones se convierten en algo aburrido, tanto para el analista como para el paciente. El primero, comienza a sentir cierto malestar de culpa al percibir el nulo beneficio del análisis, para lo cual trataría de tranquilizarse dando interpretaciones, aunque no respondan a una auténtica comprensión de lo que está sucediendo, y por tanto, probablemente repitiendo contenidos ya dichos. El paciente también siente culpa que trata de aliviar simplemente cumpliendo con los requerimientos externos del encuadre, pero sin auténtica implicación emocional.
2. Impasse por focalización de conflictos: Es posible observar otro tipo de estancamiento en el caso del paciente que, una y otra vez, vuelve a la misma temática conflictiva. De manera que aunque “cumple” la regla de la asociación libre, siempre suele ser dentro del ámbito del conflicto que viene reiterando. Con lo cual las posibilidades de modificaciones estructurales quedan bloqueadas. En realidad, se trataría de una variedad del impasse anterior. Al igual que aquél, llega un momento en que el curso del análisis transcurre con relativa placidez, cumpliendo ambos integrantes con los requisitos externos pero sin que se produzcan “nuevas” experiencias transferenciales, ni nuevos elementos en el material clínico, ni nuevos insights, ni, en consecuencia, cambios en la relación, ni en la mente del paciente; sino que todo revierte a esa zona “focalizada” por el paciente, en la que ya ha conseguido probablemente algunos progresos.
Por ejemplo, un paciente casado y con hijos, a lo largo de varios años de análisis mantenía su interés central en la relación conflictiva de sumisión/rebeldía con diferentes figuras familiares y, en definitiva, todo su esfuerzo estaba encaminado a diferenciarse de “esta familia”, a declararse y sentirse autónomo respecto de ella. Poco a poco fue consiguiendo una mayor independencia y autonomía, tanto externa (al resolver su dependencia con el negocio familiar) como interna (aún después de la emancipación laboral tardó tiempo en liberarse de las “rumiaciones” continuas de pensamientos referidas al tema ―el paciente se veía a sí mismo como el loro de un familiar que siempre andaba protestando con la misma cantinela― y que consistían en reproducir, una y otra vez, escenas en las que se ponía en evidencia la equivocación de algún familiar en ciertas decisiones que tomaron en su momento y que de alguna manera perjudicaban al paciente, lo que reactivaba su resentimiento). Tales argumentos, que él había revisado en sus más mínimos detalles, eran luego, obviamente, expuestos con idéntica precisión en las sesiones a fin de convencer al analista de la veracidad de los hechos y la justeza de su postura de indignación contra tales familiares, en particular un hermano. Al principio del análisis, durante bastante tiempo —según confesó tiempo después— de vez en cuando acudía a la sesión con la inquietante impresión de que al entrar en el despacho se encontraría con dicho hermano que salía tras haber hablado con el analista para confabular contra él. A medida que avanzábamos en la comprensión de toda esa situación, el analista iba considerando y haciendo notar al paciente, la exclusión de otras áreas de su vida, como es la de su propia familia, él como padre y marido. No obstante, el paciente sostenía con convicción la nula necesidad de tratar cuestión alguna respecto de tales temas, pues sus problemas, sus conflictos origen de su malestar se derivaban de esa familia “impresentable” que le había tocado en desgracia. En la transferencia, muy raramente podía reconocer el paciente el conflicto vivo que estaba reproduciéndose en la relación conmigo; hecho que implícitamente venía a confirmar tal negación puesto que yo quedaba relegado al papel de mero espectador de los relatos sobre los enfrenamientos entre el paciente y su familia, de los que esperaba que yo extrajera la conclusión de que él estaba en lo cierto. Actitud que al mismo tiempo no dejaba de ser una puesta en acción en la sesión[3] de su venganza contra los familiares en la persona del analista, al quedar ninguneado.
3. Impasse manifiesto: Al igual que en el “impasse imperceptible”, durante un tiempo no se aprecia el estancamiento, y si surgen dificultades se consideran propias de todo proceso analítico. Hasta que llega a hacerse manifiesto para analista y paciente, se le diagnostica, y ambos parecen interesados conscientemente en resolverlo. A diferencia del anterior, en el que la evidencia del impasse es el inicio de su solución, en este caso, y es lo más penoso, a pesar de su conciencia por ambas partes, persiste durante un tiempo. Es un impasse a pesar de la pareja analítica, en la medida que ambos están profundamente colusionados, es decir, aliados en los niveles más ocultos (escindidos y disociados) de la relación transferencia-contratransferencia. A esta modalidad clínica corresponde el impasse que ilustra el material clínico en el que fundamentaré la hipótesis del trabajo.
4. Impasse de confrontación o violento: En esta modalidad de impasse, llegado a un punto del proceso analítico, el paciente propone con cierta exigencia la interrupción del mismo, aún a sabiendas de que el analista no está de acuerdo y de que él mismo no llevará a cabo la actuación definitiva. De manera que no solo el análisis no avanza, sino que parece que la única razón de su existencia es mantener ese tipo de relación de confrontación. Las razones aducidas por el paciente para interrumpir pueden ser o bien que el análisis ya le ha ayudado bastante o que, por el contrario, no lo hace suficientemente, o en absoluto. Procesos de identificación proyectiva para eludir la experiencia de ciertos aspectos de la relación analítica subyacen en este grupo de pacientes. A veces, lo que se proyecta en el analista es la necesidad de análisis, lo cual suele ser fácil de detectar. Otros pacientes, en este mismo grupo, proyectan en el analista la dificultad o imposibilidad de llevar a cabo la tarea de reparación por los objetos dañados, incluido el analista, daño del que han ido tomando conciencia en el curso del análisis. En este caso, el paciente necesita demostrar que el analista no está realizando bien su trabajo, haciendo inviable el progreso analítico, e impidiéndole así que realice la función reparatoria que requiere su tarea (Money-Kyrle, 1956). Así, proyecta en el analista su dificultad para reparar. Pero el paciente no puede dejar el análisis porque entonces tendría que asumir toda la culpa no contenida[4]. Vendría a constituir una forma particular de impasse dentro del descrito por Meltzer (1977), quien considera que el estancamiento analítico se produce en el umbral de la posición depresiva ante la incapacidad para resolver ésta.
De las cuatro formas clínicas descritas, las dos primeras comportan el riesgo de pasar inadvertidas durante bastante tiempo hasta que se diagnostican. Una vez detectadas, su resolución se encuentra con el obstáculo de que no existe un grado de ansiedad suficiente como para apremiar el desbloqueo. Las otras dos formas, en cambio, dada la turbulencia emocional que generan, fuerzan a paciente y/o analista a intentar encontrar una salida a la situación. Pero comportan el riesgo de precipitar el paso a la acción, bien sea en el paciente (en el sentido de acting-out de diversos tipos, incluyendo la interrupción del análisis) como en el analista (por ejemplo, interpretaciones o modificaciones del encuadre inadecuadas).
Cualquiera de las formas clínicas descritas podría abocar en un impasse irresoluble, o por el contrario encontrar la salida, aunque hay razones para pensar que la cuarta es la de peor pronóstico. Por otro lado, según la idea aquí sostenida, aunque en última instancia es el temor al cambio catastrófico lo que impulsa al impasse, cada una de las formas descritas comporta diferentes manifestaciones transferenciales y contratransferenciales y, por tanto, abordajes técnicos peculiares.
En este trabajo deseo llamar la atención sobre el impasse en pacientes en los que es posible una salida, a fin de comprender la dinámica que subyace. Con el apoyo de material clínico, me limitaré a desarrollar el tipo que denomino impasse manifiesto. No obstante, no quiero decir que sea el único viable. Cualquiera de las formas clínicas descritas podría participar de esa posibilidad, o por el contrario, ser un impasse sin salida. Como hemos visto, existen una serie de factores que contribuyen a la creación del impasse y, por tanto, su resolución dependerá de la complejidad de éstos. En definitiva, de la combinación de los aspectos psicopatológicos y sanos del paciente, o dicho de otra manera, del tipo de organización (patológica) de la personalidad resultante de dicha combinación y la respuesta contratransferencial ante ésta; es decir, del tipo de vínculo establecido entre paciente y analista en el transcurso del proceso analítico previo al estancamiento. No obstante, la comprensión e hipótesis aducidas para la forma de impasse que he escogido creo que pueden ser extensibles a las otras.
Ilustración clínica [5]
1. Presentación del caso
Se trata de una mujer depresiva, con núcleos melancólicos, que acude a análisis por dificultades de comunicación, en especial con su pareja, que ocasionan enfrentamientos violentos, ante los que ella se inhibe y se bloquea, a sabiendas de que con ello provoca el descontrol en el marido. Durante los tres o cuatro primeros años de análisis, a cinco sesiones por semana, fue posible desarrollar un proceso en el que mejoraron sus capacidades de comunicación interna con ella misma, con la pareja y en la transferencia. Como rasgos distintivos de las dificultades de comunicación en la relación analítica destacaré los silencios y el llanto. Aunque oscilaban en intensidad, estuvieron prácticamente siempre presentes hasta el momento del impasse. Me acostumbré a tolerarlos, aunque en determinados momentos me resultaba más difícil que en otros. Sobre todo si yo había intentado mostrar lo que me parecía que estaba ocurriendo sobre su silencio pertinaz, o sobre el llanto incoercible. Exploré bastantes posibilidades de sentidos respecto de ambas conductas, que tuvieron relativo éxito, en cuanto a ser aceptadas con convicción por la paciente.
La relación de objeto estaba presidida por identificaciones narcisistas ―aunque no exclusivamente― como una manera de vivir a través del objeto, de controlarlo y de depositar en él todo aquello que no era posible contener. Así, el silencio, al principio, correspondía a una actitud regresiva, como una forma de “vegetar” (según expresión de la paciente) en una relación de fusión con el analista; más adelante, el silencio era expresión de una postura activa, terca, de oposición al analista para competir y frustrarlo, en parte debido a sentimientos de envidia. A esta posición correspondía su actitud callada con la boca cerrada, la facies casi pálida sin que apenas se ruborizara su piel, como expresión de la distancia, dureza y oposición activa, muy distinta a la del silencio con actitud corporal flácida, dejándose caer en el diván, como esperando ser recogida y “vivida” por el analista. Y aún, pude distinguir ambas actitudes de la adoptada en un silencio reflexivo.
El llanto también ofrecía características diferentes según el momento. Salvo en situaciones puntuales que claramente eran manifestaciones de un estado de desesperación, en general se trataba de un llanto silencioso apenas perceptible, a no ser por las lágrimas que yo veía rodar por sus mejillas, acompañado por un tono de voz apesadumbrado y un ritmo de comunicación verbal lento y entrecortado, que no siempre era adecuado al contenido de dicha expresión verbal. Sin darme cuenta, me llegué a acostumbrar al llanto, como formando parte de su particular estilo de comunicación. De manera que en muchas ocasiones dejé de considerarlo objeto de análisis hasta que nos encontramos en pleno impasse, y volví a tomarlo en primer plano. El silencio, en cambio, por razones obvias, sí había sido motivo de interpretación más asiduamente.
Como he dicho, en los primeros años de análisis se produjeron progresos en sus capacidades de comunicación, tanto internamente como en la relación analítica. Por ejemplo, en cuanto a su habitual facilidad para aportar sueños, que además comunicaba con responsabilidad, trayendo asociaciones, esforzándose por situarlos en el contexto de su vida mental y de la relación analítica. También desarrolló una mayor capacidad para observar sus reacciones emocionales en el aquí-y-ahora de la sesión. La duración y frecuencia de los silencios comenzaron a ser menores y el llanto disminuyó ligeramente. Pero llegó un momento en que se reactivó la violencia en la relación con su pareja, que se había rebajado en el curso de esos primeros años de análisis. La paciente no veía otra salida que la separación. Pero si lo hacía, eso supondría asimismo la separación del análisis pues sus ingresos no le permitían costearlo. Las sesiones tan solo servían, pues, para evacuar el llanto y la queja de una situación en la que el analista no podía hacer nada, en la medida que el problema estaba proyectado/disociado en el marido.
Durante bastante tiempo traté de trabajar esa situación, intentando comprender lo que suponía en el mundo interno de la paciente, así como lo que era evidenciable en la transferencia. Le hablé de su dolor y resentimiento por sentirse abandonada por el analista, durante los fines de semana, las vacaciones, de una sesión a la siguiente (cada vez que tales circunstancias me parecía que podían contribuir a esa comprensión). Ella me había informado con rabia y resentimiento que, de pequeña, la madre la mandó a casa de la abuela, que recuerda con poca comida, mientras los hermanos quedaban en la casa paterna, con abundancia de alimentos y llena de vitalidad. También intenté llevar a la transferencia su queja insistente del maltrato verbal del marido, mostrándole una cierta necesidad de poner en evidencia al analista que la deja sufrir de esa manera.
2. El umbral infranqueable de la posición depresiva: sueño de “la condena a muerte”.
Tras meses de realizar este trabajo, el resultado seguía siendo nulo: la paciente no dejaba de sufrir porque, según ella, únicamente separándose conseguiría el bienestar en su vida. Sin la separación, todo lo que hiciéramos aquí de poco serviría. Pero entonces perdería el análisis, cosa que de ninguna manera quería, por lo que le había ayudado. Así que ambos empezamos a darnos cuenta del estado de impasse en el que nos encontrábamos, pero sin saber cómo salir.
En ese momento apareció el siguiente sueño que resultó muy revelador del impasse en el que nos encontrábamos. Es una sesión de lunes, la paciente ha vuelto a discutir con la pareja agriamente, y ha tenido este sueño: Yo había hecho algo malo por lo que me condenaban a muerte. Y para ejecutar la sentencia se celebraba una especie de ceremonia. Se me ocurre que era como una ceremonia de primera comunión, pero para mi muerte. Mi madre iba conmigo. Y yo le decía: ¡Mamá, te quiero mucho! Ahora me doy cuenta que la llamaba mamá, y no madre. Como si yo fuera una niña pequeña. Ella me pregunta si podía hacer algo para que me perdonaran. Pero yo le digo que no. Entonces, entramos en una iglesia donde había dos agujeros: el del aire y el del agua. Me dan a escoger el tipo de ejecución que prefiero: si mediante el aire o el agua. Es decir, si asfixiada por falta de aire, o ahogada por el agua. Dije que por agua sería más rápido. Me arrojan por el agujero del agua… y muero. La paciente se muestra angustiada.
Probablemente es uno de los sueños del que guardo más viva impresión por su carácter fatalista y por el sentimiento de impotencia que me transmitió. Y fue uno de los indicadores más claros que me rebelaron la situación de impasse en la que nos encontrábamos desde hacía un tiempo. Era muy explícito en cuanto a la desesperación de la paciente “condenada a morir” sin que la madre, el analista en la transferencia, pudiera hacer nada por ella, impotente, como ella, para conseguir el perdón de ese otro aspecto escindido de la transferencia: un superyó severísimo, inmisericorde e insensible. Como advertí más adelante, me sentí fácilmente identificado con la madre a quien la hija le expresa su afecto, y me resultó, en cambio, más difícil reconocerme en el objeto superyóico cruel. Lo que sí consideraba evidente era que el mero hecho de continuar el análisis suponía perpetuar el mismo estado de cosas: una aparente buena relación con el analista (que a lo sumo solo servía de “pecho-wáter” donde evacuar las penas) junto a una relación de características sadomasoquistas disociada en el marido, y un aspecto escindido, menos presente y del que yo no era consciente en aquel momento, el del analista como superyó cruel.
En primer lugar, traté de comunicarle lo que el sueño podía expresar de la situación que estaba viviendo en la transferencia. Su vida analítica estaba condenada a morir. Ella solo podía escoger el método de ejecución: la vía del aire o la del agua. La del aire, es decir, la de utilizar la vía aérea de comunicación, hablando, que suponía recibir el aire con las palabras del analista, que sentía que le tapaban la boca hasta la asfixia. En más de una ocasión, habíamos visto el aspecto de competitividad encubierto, bajo la apariencia de sumisión, proyectando la rivalidad en el marido y en el analista. Además, el sentimiento envidioso dentro de ella también le cerraba la boca para hablar (en la época del sueño se reactivaron los silencios largos). La otra vía de ejecución, la del agua, representaba el llanto inconsolable, el lamento continuado que inundaba las sesiones de sentimientos de insatisfacción, desgracia, infelicidad y desesperanza. Y todo ello ante la presencia impotente del analista. Si bien podía reconocer en él, como a la madre en el sueño, alguien que estaba junto a ella, e incluso por quien podía sentir afecto, tal vez por lo que la había ayudado hasta entonces, al mismo tiempo era alguien incapaz de interceder para que ella fuera perdonada.
Sin embargo, el trabajo de ese sueño y sus derivaciones durante las semanas siguientes, aunque esperanzador por momentos, no permitió salir del impasse. La paciente continuaba con la amargura, el llanto, los silencios, el sentimiento de condena irremediable. Como si el único sentido de mantener la relación analítica fuese convertirla en una experiencia expiatoria, sin fin. Le interpreté así, pero de nuevo con nulo resultado. Así que fui pensando en la inviabilidad de este análisis. La mera aceptación de las condiciones analíticas la sometía a ella a perpetuar esa condena, que además no acababa de ejecutarse. No solo me planteaba problemas técnicos, sino éticos. ¿Cómo podía prolongar aquella situación? Pero, ¿proponer la interrupción del análisis? Eso sería abandonarla, precisamente en un momento en el que ella estaba tan desesperada. Me sentía atado de pies y manos. Impotente. Exactamente como la madre en el sueño. Con auténticas dificultades para pensar, con poco espacio mental, por la presión que la paciente y la situación ejercían sobre mí.
Por tanto, pensé que el objetivo inmediato era conseguir por mi parte un mínimo de libertad para pensar. Es decir, salir de esa relación presidida por un componente sadomasoquista con un objeto superyoico cruel, frente a lo cual la buena relación con el analista que la ha ayudado quedaba completamente impotente. Así que le dije que tal estado de cosas estaba convirtiendo el análisis en una experiencia antianalítica, porque solo servía para generar sufrimiento, por lo que yo estaba dispuesto a considerar la posibilidad de una interrupción, tal vez como un mal menor, a fin de preservar la parte de buena relación que había habido entre ella y yo, según ella misma reconocía. No se trataba de fijar una fecha, sino de considerar esta cuestión como un elemento a tener en cuenta para buscar otra salida, hablada, distinta de las alternativas del sueño de la ejecución[6], por si eso fuera posible. Cuando formulé la propuesta de interrupción, creo que pude evitar una actitud contaminada contratransferencialmente de sentimientos de rabia u odio contra ella por “estar haciéndome fracasar como analista, al dejarse dominar por el aspecto envidioso y competitivo”, como en otros momentos de ese período de impasse me pareció vivir, y lo que seguramente dio lugar a interpretaciones también contaminadas por ello. Ahora sentía pena por ella y pesar por los dos de no poder llevar adelante este análisis, a la vez que estaba dispuesto a impedir la continuidad si solo servía para sufrir, tratando de rescatar lo bueno de la relación.
3. Adicción a una relación sadomasoquista
Días después, la paciente vuelve a venir vestida con pantalones (no fue hasta transcurrido un buen tiempo de análisis que empezó a vestir por primera vez en su vida adulta con ropa de mujer, lo que habíamos comprendido como expresión de su faceta masculina competitiva que en realidad ocultaba los intensos temores a su identidad femenina). Tras muchos esfuerzos por no dejarse arrastrar a la actitud de silencio de otras veces, consigue hablar. Dice sentirse esperanzada con su pareja porque va siendo más capaz de comunicarse con él. Y explica el siguiente sueño: Yo iba con mi hermano por la carretera y de pronto veíamos un coche parado. Nos preguntábamos qué hacía en aquel lugar. Un poco más adelante encontramos a dos hombres echados en el suelo que se pinchaban droga. Tenían mal aspecto físico. Entonces entendimos porque el coche estaba allí estacionado. Parece que mi hermano no le dio importancia, mientras que a mí me despertó malestar y ganas de vomitar. Incluso ahora al explicarlo siento un poco de náuseas.
Este material nos permitió ver, en primer lugar, su preocupación por algo que ya sabíamos, que el análisis estaba parado, como el coche en el sueño. Pero además mostró un aspecto de la dinámica subyacente: la relación de dos figuras masculinas ―le dije―, ella con pantalones (asintió con fuerza) y la otra, el analista, yo, que habíamos establecido un vínculo adictivo. Adicción a una relación en la que el analista impone unas condiciones de análisis que perpetúan su sufrimiento y a lo que ella respondía sometiéndose. Al parecer ―añadí―, los dos encontrábamos alguna satisfacción en ello; aunque también era verdad que le inquietaba esa situación, como lo indicaba su preocupación en el sueño de la parte femenina representada por ella misma, que conseguía traerlo y experimentar angustia; aunque al mismo tiempo existía el otro aspecto de ella, representado por el hermano, que trataría de minimizar la gravedad de la situación. Pero era tan difícil de “digerir” todo eso, que una vez explicado el sueño existía el riesgo de “vomitarlo”. Tras mi intervención, la paciente dijo que mientras me escuchaba sentía que le faltaba aire, tenía sensación de asfixia. Le recordé el sueño de no hacía mucho en el que una de las formas de ejecución era “por la vía del aire”, es decir, cuando mis palabras le dejaban sin aire, le tapaban la boca, porque me vivía en una relación competitiva, a la que suponía que yo también estaba “enganchado”, queriendo imponerle mis ideas. Respondió sintiéndose comprendida y aliviada, pero al mismo tiempo —dijo— “¡con cuánta rabia!”. No obstante, todo ello parecía esperanzador porque se pudo “ventilar” sin que le asfixiara.
Sin embargo, poco tiempo después, volvió a restablecerse la relación desesperanzada. Decía que no veía solución, que todo en su vida era un fracaso, sus relaciones, en casa, y que, por tanto, mejor morir. Lloró desconsoladamente toda la sesión. Una vez más, la inundación de la desesperanza del sueño, de la condena a muerte. Y el analista impotente, atrapado en ese estado de cosas. Si bien parecía que la culpa y la envidia constituían parte del núcleo de dicha situación, cuando se lo interpretaba no ayudaba a resolverlo. De manera que renové el planteamiento pendiente de la interrupción del análisis como un mal menor, que acabaríamos de pensar en las próximas semanas. Con esa actitud yo trataba de mostrar, una vez más, que no estaba interesado realmente en perpetuar la relación adictiva al sufrimiento mutuo del segundo sueño. Ni en desempeñar el papel de un superyó cruel.
4. Inicio del desbloqueo del impasse. Ansiedades catastróficas: “la niña sin piel”
Mientras nos encontrábamos en esta espera, trajo varios sueños en una misma sesión: en uno aparecía su hija corriendo cierto peligro; en otro, que le impresionó mucho (y a mí también), aparecía la niña: con todo el cuerpo sin piel, lo que le recordaba a los animales cuando están muertos y desollados. Pero en el sueño, la niña estaba viva, de manera que el más mínimo contacto, simplemente al rozarla y no digamos al cogerla, le resultaba extremadamente doloroso. Y aún, un último sueño en el que muestra su preocupación: porque su casa estaba sucia y debería limpiarla para que su hija pudiera vivir mejor. Dijo luego que estaba preocupada por la niña, porque llevaba unos días comiendo poco y no sabía adoptar una actitud fuerte y firme para conseguir que comiera.
El sueño de la niña sin piel fue el otro material que me impactó considerablemente, pero arrojó mucha luz sobre el estado mental de la paciente y la relación transferencial. Retrospectivamente, podemos ver en ello el anuncio de la salida del impasse. Traía todas las dificultades del self infantil desprotegido frente al cual había estado utilizando defensivamente otros niveles transferenciales, en particular el de tipo sadomasoquista. Este sueño me permitió comprender otra área de la vida mental de la paciente: la niña sin piel que experimenta un intensísimo dolor ante cualquier roce con la realidad. Posteriormente, fui recordando que el tema de la protección física del cuerpo de los niños pequeños es algo que había sido motivo de preocupación y había aparecido en sueños y fantasías, en una secuencia que indica una cierta evolución. Así, al principio aparecieron imágenes de niños pequeños desnudos pero cubiertos de pelos largos, “como los animalitos”; luego, estaban muy vestidos, cubiertos de muchas ropas; después, ya aparecían desnudos; y, finalmente, ahora la niña desnuda y además sin piel. Es decir, ilustra la evolución de las capas defensivas de las que se había ido despojando en el curso del análisis. Ahora pudimos comprender de otra manera su reacción ante mis interpretaciones: cuando le producían alivio, al mismo tiempo experimentaba un sentimiento doloroso mezclado de rabia. Mi interpretación habitual había sido la de señalar el aspecto envidioso, como base de la reacción terapéutica negativa. Pero ahora pude comprender algo más. Sentirse comprendida suponía “sentirme penetrada por sus palabras” ―como dijo un día―. Y eso le despertaba tantas ganas de llorar que no pararía añadía―. Era como penetrar el caparazón de la pseudopiel protectora, basado en la relación de competencia masculina, junto a cierta cualidad sadomasoquista, con riesgo de resquebrajamiento, cuando le estaba sirviendo de contención (aunque patológica), y temiendo entonces vaciarse (por el agujero del agua), licuarse o, por el contrario, quedar atrapada por mis palabras[7].
Estos últimos sueños muestran también su preocupación por “la niña” que si no «come» del análisis quede abandonada por un analista que no es suficientemente fuerte (al plantearle la interrupción) para tolerar sus dificultades. Y expresa su necesidad de que el analista le enseñe a ser fuerte, siéndolo él, para que ella pueda incorporarlo y así fortalecer a la niña “sin piel” que no come, tal vez por tanta fragilidad y temor a no contener la realidad dolorosa incorporada.
5. Consolidación de la salida del impasse: “el análisis-roca impide el suicidio”
Finalmente, quisiera aportar el material de unos meses después, también de un lunes, donde se muestra que la relación analítica está iniciando el nuevo camino que nos permitirá salir del impasse. Nada más comenzar la sesión dice que “siente tanta rabia que no hubiera venido. Tanta, que lo destruiría todo”. Le digo que tal vez la rabia es proporcional a la intensa necesidad de venir a la sesión. Ella contesta: “Cuando usted habla parece que me alivia el dolor que tengo. Pero algo duro dentro de mí me dice: ¡pero si no tienes esperanza! ¿Para qué te va a servir lo que te está diciendo?”. Tras una pausa, continúa diciendo que ha estado sola con su hija, porque el marido estaba de viaje. Piensa que ha sido mejor porque, en realidad, lo que quiere es dejar a su marido, que se da cuenta que ya no lo necesita. Que aunque él está mejor con ella, quiere dejarlo. Y tuvo un sueño anoche: Yo estaba en la playa con dos mujeres más, sobre unas rocas. Hablábamos de suicidio. En algún momento, yo decía que también me quería suicidar. Y una tercera decía que no. Entonces, la roca en la que estábamos sentadas empezó a moverse mar adentro. En realidad, el suicidio consistía en dejarse ahogar. Pero, poco después, la roca se para y comienza a moverse en dirección hacia la playa… No sé cómo. Y entonces yo digo que no me quiero suicidar. Una de las mujeres me dice que soy una cobarde, porque si tengo un cáncer en la ingle es mejor acabar de una vez. Pero yo le digo, muy firme, que no sé si es un cáncer o un grano, pero que en cualquier caso yo quiero vivir. Es un sueño muy angustioso. Y he tenido mucho miedo. Pudimos ver en este sueño y en lo que asoció el conflicto planteado dentro de ella entre la tendencia suicida, de acabar con todo, incluso el análisis, que llevaría a la deriva cuando se trataba de dilucidar si había algo enfermo en ella, y por otro lado el aspecto de firmeza y decisión de querer vivir, lo que se acompañaba de una firmeza de la «roca» del análisis.
Hubo una etapa del análisis en que éste, con el analista, también iba a la deriva arrastrado por ella, sin fuerza ni capacidad para hacer otra cosa, como había estado ocurriendo durante el tiempo de estancamiento. Pero, últimamente, parecía posible volver a tierra firme. Probablemente fue esa firmeza del analista con su método la que le permitió a la paciente aprender a ser firme también en su deseo de querer vivir. Su respuesta a mi intervención fue de alivio, al mismo tiempo que acompañado de rabia, que a continuación se seguía del sentimiento de desesperanza. Le señalé que quizá actuaba el aspecto duro de ella, que ya conocíamos; que, como un caparazón, creía garantizar así su integridad mental.
Fue quedando cada vez más manifiesto que ese aspecto duro surgía sobre todo de su necesidad de sentirse protegida con un caparazón que cubriera a la niña sin “piel”, y evitara el contacto con ansiedades catastróficas. Y que pudo ser sustituido por la firmeza y fortaleza de la experiencia analítica como un continente más adecuado. A partir de ese momento el proceso analítico continuó adelante el tiempo necesario hasta finalizarlo, cuando ambos consideramos que podíamos darlo por terminado, al cabo de varios años más tarde.
Comentarios
La primera pregunta que cabe hacer es por qué se detuvo el proceso analítico. Y la segunda, por qué se mantuvo la relación analítica a pesar del sufrimiento que originaba. Durante la misma experiencia de impasse no resulta viable una respuesta, debido a la contribución inconsciente del propio analista al bloqueo. Pero una vez que se detecta y se plantea la necesidad de encontrar alguna salida, comienzan a apuntarse vías de solución que abren nuevos insight que ahora nos permiten una comprensión retrospectiva de lo ocurrido hasta ese momento, y adoptar una actitud nueva de observación de la relación analítica.
Para comprender la dinámica del impasse me apoyaré fundamentalmente en las ideas de Bion (1970, 1966) sobre los problemas del cambio psíquico. Todo cambio supone la inclusión de elementos nuevos que compromete la estabilidad del receptor y su vínculo con tales innovaciones, con el riesgo de que depare una experiencia catastrófica. Según Bion, existe un riesgo de que la relación continente/contenido quede desbordada por los nuevos elementos a contener y desemboque en el caos. Así describe Bion la situación de impasse:
“La clave reside en la observación de las fluctuaciones que hacen que el analista sea ♀ (continente) y el analizado ♂ (contenido) y al momento siguiente se invierten los papeles. Cuando se ha observado este patrón deberá observarse también los vínculos (comensal, simbiótico y parasitario) dentro del mismo” (Bion, 1970, p.108).
Recordaré las definiciones que Bion da de estos vínculos[8]. Vínculo C: el pensamiento O y el pensador son mutuamente independientes. No hay reacción, o como diríamos habitualmente, identificándonos con el pensador, la verdad no ha sido descubierta, aunque «existe». Vínculo S: el pensamiento y el pensador se corresponden y se modifican entre sí a través de esa correspondencia. El pensamiento prolifera y el pensador se desarrolla. Vínculo P: el pensamiento y el pensador se corresponden, […] se sabe que la formulación es falsa pero se la conserva como una barrera contra una verdad temida porque aniquila el continente, o viceversa. La falsedad prolifera hasta que se convierte en mentira. La barrera de la mentira aumenta la necesidad de la verdad, y viceversa (Bion, 1966).
Es decir, el impasse tendrá lugar cuando el analista no se encuentra suficientemente receptivo a las proyecciones del paciente, o cuando el paciente no puede contener las interpretaciones del analista. La otra cuestión que señala Bion es la naturaleza del vínculo que une la actividad que realizan analista y paciente. Para que el vínculo progrese es necesario que pueda contener los elementos nuevos que surjan de las asociaciones del paciente o de las interpretaciones del analista, pudiendo tolerar los momentos de crisis en que existe la amenaza de ser inundados por la catástrofe del cambio psíquico.
En el caso de mi paciente, el sueño de la condena a muerte creo que expresa la situación de crisis que amenaza con la destrucción de la paciente y del análisis, en la medida que ella siente que no pueden ser contenidas las ansiedades catastróficas (“morir asfixiada, sin aire, o ahogada por agua”). Introducir cambios importantes en su vida mental, como prescindir del caparazón de las formas de relación violenta, dura, que le sirven de pseudocontención, supone dejar al desnudo “la niña sin piel”, incapaz de tolerar el dolor psíquico, es decir, una catástrofe. De ahí que entonces se establezca un impasse mediante un vínculo P (“parasitario”), como muestra el sueño de los hombres que se pinchan droga, es decir, un vínculo en el que existe un aporte mutuo de algo que en el fondo solo sirve para la mutua destrucción. Como de hecho estaba ocurriendo en la transferencia/contratransferencia. En ella proliferó la mentira de que la relación entre analista y paciente tiene por objetivo hacer sufrir, hasta su ejecución, a la paciente (y con ella al analista). Mentira de la que participaba incluso el mismo analista, pues no encontraba argumentos para mostrar que no era así. De ahí que la única salida in extremis que encontró fue la de plantear la interrupción. Ello permitió, que el analista se desmarcara un poco de esa relación parasitaria, lo que habilitó a la paciente para mostrar y acercarse a las ansiedades catastróficas de la niña «sin piel», y tolerarlo, contrarrestando las huidas suicidas, manifestadas en otro sueño. Entonces todo eso pudo ser contenido en una relación de vínculo S (“simbiótica”) que fue creando paralelamente, en alguna medida, a lo largo del proceso analítico, y que al predominar en este momento dio lugar a un enriquecimiento mutuo: la paciente mejoró su capacidad de comunicación y el analista su capacidad de pensar.
Por último, quisiera añadir algo sobre el término pseudotransferencia. Joan Rivière, al final de su excelente trabajo sobre la reacción terapéutica negativa, y refiriéndose a pacientes narcisistas y de patología caracterial, dice que suelen establecer transferencias falsas (sic) lo que:
“… constituye un duro golpe para nuestro (de los analistas) narcisismo, que envenena y paraliza nuestro instrumento para lo bueno (nuestra comprensión de la mente inconsciente del paciente) despertando intensas ansiedades depresivas. Por ello, muy a menudo, solemos negar la falsedad del paciente que permanece oculta y no analizada” (J. Rivière, 1991).
Aquí está claramente expresada la connivencia del analista que, como tantos autores señalan, constituye un elemento primordial en el desarrollo de un impasse. Aunque el material clínico aquí expuesto permite sugerir que la negación del analista a captar la falsedad del paciente, no se debería exclusivamente al componente de herida narcisista, como señala Rivière, ya que existen otras reacciones contratransferenciales posibles, como son el rechazo o la relación competitiva, y sobre todo el evitar situaciones próximas a la catástrofe. Si pensamos que la pseudotransferencia que establece el paciente viene motivada por la incapacidad para tolerar transferencias más primitivas que le aproximarían a ansiedades catastróficas, entonces la “ceguera” del analista ante ello podría ser una manera de evitar que la relación analítica ―él incluido― entrara en situaciones catastróficas que teme no podría contener, yésta quedara destruida.
Apéndice: impasse y enactment[9]
El original de este trabajo inédito fue escrito y presentado[10] hace unos cuantos años, bajo el título Impasse y pseudotransferencia. Desde entonces ha proliferado la preocupación y publicación de trabajos sobre el concepto de enactment. Al revisarlo para su publicación veo que por el contenido podía haberlo titulado Impasse y enactment, que es el que finalmente he adoptado. El impasse es una consecuencia del enactment. Se puede poner el acento en uno u otro. Aquí yo lo he hecho sobre el primero, aunque el segundo está implícito. El desarrollo y actualidad del concepto de enactment, que suele referirse tanto al paciente como al analista, ha venido a incrementar aún más el reconocimiento de la importancia de la implicación inconsciente y “actuada” del analista en el proceso analítico.
En síntesis, lo que define el enactment[11] es la participación inconsciente del analista en una especie de actuación, o dramatización en el aquí y ahora de la sesión, en respuesta a la presión ejercida por las “actuaciones”, también inconscientes, del paciente. Estas formas de actuación, se trasmiten por canales no verbales, dado el carácter primitivo de las mismas. De ahí lo difícil de ser detectadas. El impasse, como hemos visto, se caracteriza por pasar inadvertido; paciente y analista “actúan”, sin ser conscientes de ello, repitiendo pautas de relación que se oponen a la comprensión de lo que está ocurriendo en niveles primitivos, y en consecuencia se bloquea el proceso.
Betty Joseph (1999), en un artículo de título bien significativo: From acting-out to enactment, resume así la idea de enactment: “Todo el desarrollo en esta área del enactment ha traído un importante cambio de énfasis desde lo que podríamos llamar acting-out al acting-in, enactment; es decir, a la presión para actuar dentro de la relación transferencial” (Citado en Bohleber et cols., 2013).
Así pues, este artículo que ahora se publica aquí, puede servir de puente entre el concepto de impasse y el de enactment.
El haberme apoyado en especial en la comprensión de las fantasías inconscientes subyacentes al material onírico para comprender el impasse, ha limitado la ilustración de la importancia de la comunicación no verbal, aunque existen algunas referencias de ello; por ejemplo, cuando me refiero al silencio y al llanto. Es evidente, que con tales “actuaciones” (enactments) la paciente estaba ejerciendo una tremenda presión.
En el caso expuesto, el impasse pudo resolverse con las herramientas técnicas con que contaba en ese momento: interpretación de la transferencia en el aquí y ahora de la sesión; cierto uso de la contratransferencia, mediante la comprensión de lo que me era asequible para evitar que mis interpretaciones no quedaran demasiado contaminadas de emociones contrarias a la comprensión del paciente; y por último, el recurso de plantear la posible interrupción, cuando me vi atrapado en una relación “sin salida”, fuente de sufrimiento para los dos.
Al escribir este apéndice, me pregunto si hubiera sido innecesario recurrir a la decisión extrema de la interrupción, en el caso de haber tenido el conocimiento que tengo ahora del fenómeno del enactment. Pues si bien como dije, estuve atento a visualizar mi contratransferencia, en la medida de lo posible, creo que no lo empleé suficientemente para completar mi comprensión del paciente. Yo podía, por ejemplo, experimentar el mismo sentimiento de impotencia para salir del impasse ante mi paciente que la madre en el sueño de la condena a muerte: cuando ella viene a la sesión desesperanzada una y otra vez, sin que yo pueda hacer nada por ayudarla. Pero no capté ese nivel de fragilidad que finalmente se expresa en el sueño de la niña sin piel. En la medida que tal vez solo me identifiqué con las figuras superyóicas, bien sea la protectora (la madre), o la cruel y persecutoria de quien procede la sentencia a morir, no pude estar receptivo a sus continuas actuaciones de fragilidad (el llanto) en la sesión que hacían que todo el análisis se hiciera también muy frágil, incluido yo mismo.
Agradecimiento: Quiero expresar mi agradecimiento a los editores por brindarme la oportunidad de la publicación del trabajo, y en particular a Isabel Laudo por la minuciosa tarea de revisión del texto que ha permitido que gane en claridad y mejora estilística.
Referencias bibliográficas
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Resumen
El estudio del impasse está estrechamente relacionado con el de los obstáculos que se oponen al cambio psíquico. De manera particular cuando el cambio compromete especialmente la personalidad del individuo, por temor a lo que Bion ha llamado “cambio catastrófico”. Se sugiere que el proceso analítico se estanca cuando se aproxima a ese tipo de cambio que se teme no sea contenido por la débil personalidad del paciente ni por la relación analítica, cuando ni una ni otra son todavía sentidas suficientemente fuertes. Ante esta situación, el paciente establece pseudotransferencias como defensa, que consisten en la transferencia de aquellas relaciones de objeto que son tolerables, evitando las de carácter primitivo que conectarían con ansiedades catastróficas. Es decir, el impasse previene de tales riesgos inmovilizando la experiencia de la relación analítica en un determinado cliché que se va repitiendo. El analista colusiona al tomarlo e interpretarlo como las transferencias prioritarias. Se describen algunas formas de impase y se ilustra con un caso clínico en el que éste pudo resolverse. Finalmente, se le compara con el concepto actual de enactment.
Palabras clave: impasse, pseudotransferencia, contratransferencia, cambio catastrófico, enactment.
Antonio Pérez Sánchez
Psiquiatra. Psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP-IPA).
Miembro titular con funciones didácticas de la SEP.
Miembro del equipo europeo de redacción del Encyclopaedic Dictionary of the International Psychoanalytical Asociation. IPA-ED.
Miembro del Sponsoring Committee para el Grupo de Estudios de la IPA, Núcleo Portugués de Psicoanálisis.
[1] Hoy día (2015) prácticamente la mayoría de analistas están de acuerdo en esta idea, lo que se ha expresado con el desarrollo del concepto de enactment, como digo en el apéndice.
[2] Se sobreentiende que el criterio de analizabilidad aquí sostenido queda relativizado. No se plantea en términos de analizable o no analizable, sino de gradación. El hecho de que desde hace ya unos años se haya trabajado en análisis con pacientes caracteriales graves, e incluso psicóticos, justifica esta postura. Ello no excluye la existencia de una mayor indicación de análisis en unos pacientes que en otros, dependiendo siempre del factor analista (experiencia, formación, interés científico en tal patología y método con el que cuenta) la aceptación de los casos considerados menos analizables.
[3] Enactment, diría hoy.
[4] Por razones de espacio, dejo a un lado la cuestión de la resolución, o no, de la culpa, descrita por M. Klein, a través de los procesos reparatorios (1952), y no mediante las falsas reparaciones (1935), de especial importancia para el establecimiento del impasse.
[5] Parte de este material está tomado de mi libro Análisis terminable (1997).
[6] Debo pasar por alto la interesante discusión sobre la idoneidad y riesgos de esta decisión técnica, pues me interesa centrarme en la naturaleza del impasse.
[7] Ambos estados parece que podrían corresponder a las descripciones hechas por Bick de las ansiedades catastróficas en el sentido del “callejón sin salida” (dead end) y “la caída sin fin” (endless falling).
[8] No utilizo las denominaciones dadas por Bion pues se prestan a quedar saturadas por ideas que, atendiendo al uso del lenguaje común, suelen tener un significado diferente del que les dio el propio Bion. Y aún en el lenguaje psicoanalítico suele hablarse, por ejemplo, de relación simbiótica, como equivalente de fusional, justamente lo contrario del sentido sugerido por Bion. Así que usaré sus iniciales.
[9] Conservo el término inglés enactment porque en la literatura psicoanalítica internacional sobre el tema se ha ido imponiendo; de la misma manera que ha sucedido con el de insight. La posible traducción al castellano por “enacción” para el sustantivo o “enactuar” para el verbo, no dejaría de ser un neologismo ya que el diccionario de la RAE no los admite. Por otra parte, al parecer las ciencias neuropsicológicas de base cognitivista ya utilizan el concepto de “enacción”, tomado también del inglés to enact, como una forma de conocimiento mediante la acción, diferente del adquirido mediante la representación.
[10] En la Sociedad Española de Psicoanálisis, en 1997.
[11] Para una actualización del concepto de enactment puede verse el interesante trabajo de varios analistas de diferentes tradiciones psicoanalíticas, Werner Bohleber, Peter Fonagy, Juan Pablo Jiménez, Dominique Scarfone, Sverre Varvin and Samuel Zysman (2013): “Towards a better use of psychoanalytic concepts: A model illustrated using the concept of enactment”, Int. J. Psychoanal., vol. 94, pp. 501-530. Existe una versión castellana en el Libro Anual de Psicoanálisis, vol. XXIX, 2014, pp. 129-152.