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Concebimos la tarea psicoterapéutica (Ávila Espada, 2013) como un recorrido de búsqueda en relación, participada por lo menos de dos sujetos. Al menos dos, porque la esperanza (y la desesperanza) en el cambio siempre tiene múltiples entornos vinculares. Desde la posición del clínico que se ofrece como disponible para prestar ayuda buscamos trasformar la interrogación y sufrimiento de la persona en una nueva perspectiva. Y si anhelamos encontrar un paisaje, nada más urgente de evitar que un impasse

El término impasse alude a un callejón, pero sin salida, zona frecuentemente gris u oscura, habitualmente poco iluminada, acceso secundario, salida de emergencia, zona de descarga o lugar para emplazar la basura. No es un camino a recorrer hacia nada, aunque puede ser la única vía posible en ciertas circunstancias. Si ha de habitarse lo aceptamos en cuanto inevitable. También será un lugar discreto, no expuesto a la exhibición pública. Estar “en barbecho” (Khan, 1991) puede manifestarse como un impasse, pero sin las connotaciones que la literatura psicoanalítica le da habitualmente a este concepto (Etchegoyen, 1986).

Iniciar un recorrido psicoterapéutico implica asumir riesgos; el primero, explorar el territorio donde estamos situados, conocer al compañero de viaje, examinar las metas, valorar los recursos de cada uno. Casi siempre, en el camino habrá que sostenerse (a sí, al otro), con una disponibilidad mutua, aunque distribuida asimétricamente. El clínico se basa para ello en la ética del compromiso con el otro que sufre, no tiene otra posición legítima (Orange, 2013a, 2013b, 2016).

¿Qué impasses tendremos que afrontar? La respuesta más tranquilizadora los sitúa como accidentes del camino. Pero una combinación de experiencia y constante observación nos ayuda a afrontarlos por la vía más segura. Estamos acostumbrados a considerar esos “mapas” donde marcamos rutas de mayor o menor dificultad, escogiendo la alternativa viable para cada momento. Aquí nos ayuda la teoría filtrada por la experiencia. Sobre estas mismas bases despejamos incógnitas, esencialmente relatos de caminantes avezados.

Reconocernos y asumirnos como sujetos situados es esencial: situados en nosotros, en la dimensión de nuestra subjetividad y en los significados del contexto que no es solo nuestro, sino también compartido con otro(s), enfrentando la compleja tarea de sustituir la pseudo-comprensión (aquello que supuestamente tenemos en común) por la generación de la experiencia compartida en la relación, emergente de la mutualidad inevitable, aunque asimétrica, entre el clínico y quien es escuchado. Hay tanta distancia entre la figuración que uno y otro pueden hacerse de la tarea común como pseudo-consonancia mediada por la identificación proyectiva mutua. Esa especie de fantasía inconsciente compartida en la “pareja” terapéutica. La “buena voluntad” de la actitud clínica obtura entonces la discrepancia, solo podemos percibir en el otro aquello que necesitamos, y así, aunque esperamos completar el cambio, nos inclinamos a repetir. Estamos en impasse. Impasse siempre de al menos dos, reasegurando el conocimiento relacional implícito que confirma nuestra existencia. Somos en el impasse. Una clase de validación por el otro que confirma nuestra identidad, aunque se manifieste como parálisis. Esta es una de las fuentes del impasse, un resultado inevitable, lo que nos atrae del otro es justamente lo que nos ayuda a no ver (ni de sí ni del otro), mientras se confirma una experiencia psíquica larvada, un reconocimiento soterrado. Ahí encallamos. Los Baranger aludieron en parte a este fenómeno denominándolo “bastión”  (Baranger y Baranger, 1961-62; Baranger, Baranger y Mom, 1983).

El “bastión” es un impasse que escapa a la reflexión y a la fantasía pero que usa el fantaseo como refugio, espacio donde esconderse sin tener conciencia de ello. Estancarse para preservar cierta vida psíquica para un potencial momento posterior. Estancamiento escondido que puede organizarse en un universo aislado, pero que funciona mejor “a dos”, a condición de que no sea perturbado. Tolerar el estancamiento del otro, si es percibido, es un auténtico reto a los propios estancamientos intocables. El desafío es ese, no cómo mover al otro, sino cómo movernos nosotros mismos. Y ello requiere implicarse, comprometerse (Ehrenberg, 2000).  Pero ¿cómo? No hay respuesta, menos aún una respuesta técnica.

¿Se trata de comprender? No hay apenas nada que comprender del estancamiento del otro, tal vez solo reconocerlo, valorar nuestra posibilidad de acompañarlo, y cuestionar en qué nos sería valioso “cambiar con…” No hay nada que interpretar, aunque haya mucho que sentir y reconocer. El paciente está varado y perdido, nosotros también, y ninguna teoría nos va a sacar del atolladero. Son áreas de confusión, angustia, incluso terror, en las que hay que poder estar, tolerando la desestructuración y la angustia que la acompaña, explorar y contener lo quizás sabido, pero no pensado, sin trazar precipitadamente un mapa que nos reasegure en ese territorio (Bion, 1978).

Hay muchos otros matices y vertientes en la condición del proceso terapéutico que se puede identificar como impasse.

Impasses acaecidos en el tratamiento: expresiones de resistencia al cambio a través de larguísimos encallamientos en un tema, imprescindible pero insuperable; formaciones de resistencia al vínculo, a través de un estar como sí, entre ellos con frecuencia los llamados “análisis didácticos”, “protegidos” tras los límites del setting; estar para dejarse hacer y cumplir con las expectativas de rol; también estar, pero negando que el otro nos influya, reconociendo el rol, no al sujeto.

Impasses cuya función es bloquear el acceso a la experiencia de sí, de lo traumático escindido. Impasses para dificultar la autoconciencia de nuestro devenir en el ciclo vital, donde permanecer sin percibirse funciona como una experiencia suspendida o congelada. Se “superan” etapas, el falso self alcanza logros, el self verdadero queda apartado del combate, se estanca en una posición “segura”. Es la resistencia a crecer/cambiar en el riesgo del encuentro, esperando alcanzar condiciones anheladas o recuperar mundos de experiencia refugiados en la idealización. Lo constatamos en la necesaria espera de la infancia donde el fantaseo ocupa amplios escenarios subjetivos, en la larga transición adolescente que nos permite escapar de la toma de conciencia de las transformaciones, la indefinición de la primera juventud, cada vez más prolongada. Todos ellos mundos de experiencia larvada que son necesarios y cuyo forzamiento deviene traumático. El impasse se muestra aquí como miedo a la vida, y como refugio frente al nuevo conocimiento de sí en el crecimiento, en el cambio. Cambiar es sobre todo reconocerse diferente.

También nos topamos con impasses resultantes de las heridas narcisistas del terapeuta, donde la ilusión de omnipotencia expresada en los “buenos deseos” de cambio en el otro, disfraza los verdaderos propósitos: mantener nuestra cohesión del self frenando la angustia derivada de percibirnos incompletos mediante la exigencia de logros en el otro. Protegernos en la evidencia de que nada está perfectamente logrado para no percibir así nuestra incapacidad de completarlo. Que el otro no avance justifica nuestra posición. Con ello el pernicioso perfeccionismo: los peligros de aspirar a la excelencia como defensa frente a explorar las potencialidades del juego creador.

Pero la tensión de interrogación constante al otro revierte permanentemente hacia nosotros mismos. Y entonces desconectamos. ¿Verdaderamente alguien puede “suspenderse de sí” por un largo periodo cediendo al otro el lugar de nuestra experiencia?  Solo brevemente. Se dan idas y venidas, flujos constantes. Quedamos abiertos a la sintonía con el otro, pero no desconectados de nosotros mismos. Una escucha que resulta a veces muy compleja, pues el “ruido” propio oscurece cualquier sintonización duradera. Y nos tememos que si en el terapeuta no hay ruido, tampoco haya escucha posible.

En cualquier caso no elegimos estar en impasse, nos encontramos sumidos en él y a veces tomamos conciencia de ello, con sorpresa. Sospechamos que otras veces no lo percibimos.

Reconocemos, entendemos, no sin cierta incomodidad, que no se trata del impasse del paciente, tampoco solo del nuestro, sino que es el impasse de la diada terapéutica. Será consubstancial al impasse que nos cueste reconocer esta dimensión relacional, el impasse como ingrediente de la mutualidad. Sentirnos cambiando con el otro puede ser una experiencia inquietante (¡peligro!) y/o placentera (¡peligro!), donde los límites de la experiencia subjetiva de cada uno son borrosos. Khan (1987) describió estos fenómenos en las perversiones. Y para estar en el impasse sin sentirnos a la deriva, necesitamos comprender más. ¿Cómo aceptar el estar acompañando el impasse de otro, sin acomodarnos a la ceguera que conlleva? El impasse puede ser el tiempo necesario, a veces muy largo, para la “metabolización de los bastiones”, también una manera de evitar la melancolía, o tal vez el preludio del cambio (Ferro, 1993). No lo sabremos de antemano, ni en etapas relevantes del recorrido.

 

Lo ilustraré con dos experiencias:

M.A.[1] acude al tratamiento para una “segunda oportunidad” y tras la insistencia de una amiga que la quiere “salvar” de su estancamiento en la vida, posible reflejo del suyo propio. Descrita por quien la deriva como “un pozo sin fondo”, M.A. traza ante el clínico un relato trabado donde no hay lugar para la esperanza: nada puede ser cambiado, ni en las condiciones de un entorno muy demandante (familiar, donde cuida y acompaña a una madre mayor que está sola tras su viudedad y a pesar de tener más hijos; laboral, donde no puede fallarse a las exigencias de rendimientos cada vez más inalcanzables), ni en su mundo subjetivo, donde solo guarda para sí el espacio de vivir el agotamiento tras cumplir hasta la extenuación con todos los deberes. Esta persona es la viva imagen del cuidador sumido en el cuidado omnipotente de otros donde nunca alcanza reconocimiento de sí; una imagen que reverbera en el clínico que es arrastrado a un papel de salvador imposible salvo que tenga esperanza en que el otro crezca, sabiendo esperarle sin forzarle. Sin tolerancia a que M.A. despliegue su ritmo hiperlento en reconocer y atender sus necesidades, nada puede hacerse. Sin tolerancia a la manifiesta carencia de agencia para el cambio nada puede hacerse. Pues el forzamiento “educativo” de un proceso de cambio cuyo ritmo aún no se ha configurado solo logrará confirmar que no hay opción a reconocerse ni a ser reconocido. M.A. no puede ser reconocida en lo que aún no se ha manifestado, requiere una espera paciente capaz de estar disponible para validar el destello del sujeto escondido, explorable solo si se está ahí para recibirlo. Si con M.A. perdemos la paciencia y la esperanza, lo perdemos todo, tal vez porque no estamos preparados para reconocer que solo estamos allí para esperar a la esperanza. M.A. surgió desde la asfixia, como un buzo que ha aprendido a respirar despacio para administrar su reducido oxígeno, y para salir al exterior necesita una descomprensión previa, y respirar muy, muy despacio en su ambiente relacional muy enrarecido antes de abrirse poco a poco al flujo de la intersubjetividad.

Carente de la rígida coraza defensiva que limita pero protege a M.A., N.I.H.A.L.I.B.E. llega al tratamiento en casi total confusión, de sí y del otro; une bizarramente partes de sí a las que pone nombres o roles, y somete a igual lógica los nombres de amados/amantes o analistas. Al inicio del tratamiento pasará más de dos años escenificando un diálogo disociado entre la “persona” que le habla por dentro y la que siente y se expresa hacia afuera, y parte de ese diálogo se registra en cuadernos que ella misma ilustra. Llega al tratamiento en el entorno de un duelo próximo e intenso, apenas iniciada su elaboración, y ya es bastante en ese periodo transformar el terror psíquico, la angustia somática y la somatización en narrativas inestables, despersonalizadas. Más que identificar el impasse, se requiere sostener un espacio donde el caos se vaya depositando hasta formar un paisaje, como el desierto tras la tormenta huracanada. El escenario se configura entonces a través de un proyecto singular, su tarea será reconstruir la huella histórica documental real de un personaje de su saga familiar, mientras ella misma se divide, organiza y ensambla, según conviene, las partes de su self mejor identificadas, que son y nombra así:

N ieta (fugaces recuerdos).
I nfans (perdida en una saga de largo recorrido).
H ija sin proyecto, de personajes tan extraños como cercanos.
A dolescente eterna, nunca completada, mero pasaje a “personajes funcionales”
L idia Wurst, la trabajadora de origen germánico, sin concesiones.
I lse, la contable escandinava que lleva su apellido, un personaje de carácter.
B ielorrusa sindicalista eslava, reivindicadora.
E mma Switz, la que archiva todo y lo reproduce bajo una apariencia quiche de Beatrix Potter.

Tres años más funcionando en su nuevo papel de historiadora (del personaje familiar, de sí misma), usando el espacio del tratamiento para sostenerse en la tarea. Los logros funcionales se suceden, mientras constituye una identidad como sí en la que es capaz de hacer(se) tantas cosas: libros, exposiciones, museos, archivos, conferencias, artículos, webs…

Se le pregunta por ella, dónde está, quién es y quiere ser, qué le gusta…  No puede verse, siempre remite a que la tarea no está acabada: objetivos, cumplir, documentar, presentar dossiers… “ordenar aquí mi cabeza” (cerca de sus cuarenta), “tengo que compensar los veinte años perdidos”.  Y se instala en la exigencia de rendir cuentas en todas sus facetas “L.I.B.E.”. “Estoy cabreada conmigo porque no rindo suficiente”. Y sufre como quien se estrella contra un muro, porque… es cigarra pudiendo ser hormiga.

Se ve débil y sin voluntad cuando puede ser Gandhi, porque “todo lo que te hace fuerte duele”.

Rabiosa por enferma, inútil, lenta, como-esclerótica, cuando se siente rodeada por la fortaleza de sus hermanos: “No quiero ser la versión light de la novia de Batman”.

Desespera esperarla. La incitación a tirar de ella que siente el analista es casi irresistible, pero, no quiere ser rescatada por un omnipotente Bat-terapeuta, quiere ser ella quien surja resiliente.  Necesita su doloroso impasse. Esperar sin dormirse. Creer en lo que ha de venir, sin tener ni idea cómo será. Intuyendo que será sencillo estar consigo misma en un contacto con otro que la reconozca. Algo que se pre-anuncia en el trabajo de las sesiones, pero que se empieza a dar en su experiencia cotidiana. Queda completar la tarea de reconstruir la parte del legado familiar que le ha sido asignada —su primer papel en la familia— y con ello integrar casi todas sus facetas en una sola ¿“B.E.L.”?, que cuenta ya con historia propia, aún pendiente del hilvanaje que requiere la buena narrativa. Esperando, la trama se va tejiendo… el tapiz espera.

Nuestro problema en el impasse, tras reconocernos partícipes y agentes, es saber esperar, tolerar que el ritmo venga marcado por los acelerones y frenazos que el otro necesita desplegar. Dejarnos llevar pareciendo que llevamos las riendas, reajustar el ritmo, la dirección, renunciando al rumbo, solo intentar comprenderlo y ajustarlo, en última instancia, cuando es imprescindible para la supervivencia psíquica (y física en ocasiones). Saber esperar es tener esperanza en el cambio. Una esperanza que es la esencia del clínico, que acompaña la espera de la cura (cambio).

De otro modo, nos dejaríamos llevar por el saber y la ilusión de omnipotencia. Nos hace falta la ilusión para figurar el espacio potencial del cambio. Creer (como “ilusos”) que el cambio es posible para que haya lugar a cambios. Crear desde creer, figurando al otro transformado, lo que será posible en nuestra esperanza, y que el otro puede usar como espacio de reconocimiento, ser deseado sin ser exigido. Si no podemos “pensar” figuradamente al otro en su cambio, ¿qué espacio podremos brindar para que sea usado? Pero no podemos fantasear o “fabular” el cambio, solo podemos soñarlo genuinamente, aún sin conciencia de ello. Esa es la esencia del papel terapéutico del impasse, su posibilidad de sostener la rêverie del cambio.

 

Referencias bibliográficas

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Resumen

El autor ve la tarea psicoterapéutica como un recorrido de búsqueda en relación participada de por lo menos dos personas; una relación en la que se debe tratar de evitar el estancamiento. Considera el impasse como un estancamiento oculto que se puede organizar en un universo aislado. Afirma que el clínico debe tolerar el estancamiento del paciente y su resistencia al cambio. También hace hincapié en el impasse como un callejón sin salida. El clínico, reflexiona el autor, debe basarse en la ética del compromiso con el otro. El terapeuta como participante y agente reconocido debe tolerar el ritmo marcado por la aceleración y el frenado del paciente, aceptando su propia subjetividad y los significados del contexto. El autor reflexiona sobre que lo que se espera dentro de la díada terapéutica es la  esperanza de cambio sin dejarse llevar por el saber y la ilusión de omnipotencia. Saber esperar es tener esperanza en el cambio; una esperanza que es la esencia del terapeuta.

Palabras clave: impasse, tarea terapéutica como relación participada, resistencia al cambio, estancamiento, agente,  díada terapéutica.

 

Abstract

The author sees the psychotherapeutic task as a research trail in a participated relationship which involves at least two people; a relationship in which stagnation should be avoided. He considers the impasse as a hidden stagnation that can be arranged in an isolated universe. He states that the clinician should tolerate stagnation of the patient and their resistance to change. He also emphasizes the impasse as a dead end. The clinician, according to the author, should base themselves on the ethics of commitment to each other. The therapist as a participant and agent must tolerate the rhythm of acceleration and braking of the patient, accepting his own subjectivity and meanings of context. The author reflects on the fact that what is expected within the therapeutic dyad is a hope to change unencumbered by knowledge and the illusion of omnipotence. Knowing how to wait is hope for change; a hope that is the essence of the therapist.

Keywords: impasse, therapeutic task as a participated relationship, resistance to change, stagnation, as agent therapist, therapeutic dyad.

 

Alejandro Ávila Espada
Doctor y psicólogo clínico.
Catedrático de la Universidad Complutense.
Presidente de Honor del Instituto de Psicoterapia Relacional.
avilaespada@psicoterapiarelacional.es


[1] Su apellido real evoca la denominación de una figura que en la baja edad media tenía poder suficiente para cuidar, pero era proclive a caer en abusos de tal poder, el cual perdió y quedó reducido a una “dignidad” que podía o no ser reconocida.