«It seems unlikely that the learning that has grow out of the clinical experience of psychoanalysis over the years could disappear entirely, but it may be that psychoanalysis as a distinct profession will become increasingly marginal. What it has discovered to be of enduring value might well survive, absorbed into the practice of psychotherapy; the rest could fade away».
«Parece poco probable que el aprendizaje que ha surgido de la experiencia clínica del psicoanálisis a lo largo de los años pueda desaparecer completamente, pero puede suceder que el psicoanálisis como profesión diferenciada se vuelva cada vez más marginal. Lo que ha descubierto ser de valor duradero podrá sobrevivir, absorbido en la práctica de la psicoterapia; el resto se desvanecerá.»
K. Eisold
Introducción
Hoy en día, es una realidad y un hecho que el cambio en las demandas de tratamientos psicológicos por parte de la sociedad y en particular por los pacientes, debido tanto a factores culturales como sociales y económicos que conforman nuestra época actual, ha hecho que el uso de las psicoterapias psicoanalíticas tenga una amplitud que va en aumento, sobrepasando la demanda concreta y específica de psicoanálisis. Muchos pacientes pueden beneficiarse de las psicoterapias psicoanalíticas en un grado considerable -aunque seguramente muchos menos de los que podrían- sin contar con las distintas aplicaciones de los fundamentos psicoanalíticos en una gran variedad de prácticas terapéuticas y asistenciales. Esta ampliación de sus aplicaciones terapéuticas no se limita al ámbito de las terapias individuales, sino que asistimos a su aplicación en círculos más amplios (parejas, familias, grupos), así como en programas asistenciales ateniéndose a franjas de edad: en la primera infancia, adolescencia, adultos, etapa media de la vida (mildlife) y en la senectud; y a nivel de instituciones encargadas de la asistencia en salud mental en sus diversos escalones de atención: centros de salud, hospitales de día, hospitalización y rehabilitación.
Estas condiciones sociales, culturales y económicas, han afectado de una forma directa a la práctica del psicoanálisis, que se ha visto mermado en su aplicación disminuyendo el número de pacientes que pudieran beneficiarse de esta metodología terapéutica así como de personas interesadas en formarse como analistas, reduciéndose el número de candidatos de los Institutos Psicoanalíticos de formación. Estas circunstancias han puesto de relieve a las psicoterapias psicoanalíticas en detrimento del psicoanálisis, lo que ha motivado este conjunto de reflexiones, repensando esta relación y constatando un cambio paradigmático. Eisold (2005) resume este estado de la cuestión con esas palabras que recogíamos en la introducción: “(…) pero puede suceder que el psicoanálisis como profesión diferenciada se vuelva cada vez más marginal. Lo que ha descubierto ser de valor duradero podrá sobrevivir, absorbido en la práctica de la psicoterapia; el resto se desvanecerá”. El psicoanálisis como profesión y método terapéutico pudiera volverse marginal, minoritario o incluso desaparecer del primer plano de las ofertas terapéuticas, no así sus descubrimientos que serían recogidos por estas psicoterapias, constituyéndose en sus herederas.
No obstante, aún hoy día, los psicoterapeutas psicoanalíticos parecen seguir buscando su identidad o legitimidad como “metal noble” y no ser el producto de la aleación del “oro psicoanalítico con el cobre de la sugestión”. Se podría postular, aunque no todo el mundo probablemente estaría de acuerdo, que las necesidades y demandas actuales de tratamientos psicológicos han obligado a un cambio en la forma de aplicar los tratamientos. La psicoterapia derivada e inspirada en el psicoanálisis se ha constituido como su más sólida aplicación y ramificación o derivación científica. Los psicoanalistas han ido reconociendo su importancia y difusión general tanto en la sociedad como en los medios asistenciales, lo que ha obligado a su reconocimiento y aceptación, estableciéndose un diálogo e intercambio científico entre ambas disciplinas, en una interlocución en interacción dialéctica. Producto y consecuencia de ese reconocimiento y diálogo es el hecho de que algunos Institutos de formación Psicoanalítico han incorporado en sus programas de formación a la Psicoterapia Psicoanalítica. Por todas estas cuestiones planteadas, vale la pena preguntarnos por las semejanzas y diferencias entre ambas prácticas terapéuticas, e indudablemente por los criterios que nos permitirían deslindar los espacios propios del psicoanálisis y de las psicoterapias, para beneficio de ambos, evitando formas espúreas de prácticas psicoterapéuticas y psicoanalíticas que han dado lugar a lo largo de la historia a pseudo psicoanálisis y pseudo psicoterapias con los correspondientes perjuicios para pacientes y terapeutas, los cuales deben usar su mente (principal instrumento terapéutico) en las condiciones que les proporciona y acota el método específico de cada modalidad terapéutica.
La necesidad de delimitar el psicoanálisis de las psicoterapias se le planteó ya a Freud a fin de diferenciarlo de las otras técnicas de la época: sugestión e hipnosis, fundamentalmente. Lo que definía el método psicoanalítico en sus inicios era la comprensión de la transferencia y las resistencias. Freud (1914) nos comenta: “Es lícito decir, pues, que la teoría psicoanalítica es un intento por comprender dos experiencias que, de modo llamativo e inesperado, se obtienen en los ensayos por reconducir a sus fuentes biográficas los síntomas patológicos de un neurótico: el hecho de la transferencia y el de la resistencia. Cualquier línea de investigación que admita estos dos hechos y los tome como punto de partida de su trabajo tiene derecho a llamarse psicoanálisis, aunque llegue a resultados diversos de los míos. Pero el que aborde otros aspectos del problema y se aparte de estas dos premisas difícilmente podrá sustraerse a la acusación de ser un usurpador que busca mimetizarse, si es que porfía en llamarse psicoanalista”. Hoy en día no limitaríamos la definición de la práctica analítica o no destacaríamos como características definitorias exclusivas la transferencia y la resistencia, pero en cualquier caso conviene resaltar la amplitud de miras de Freud, que aceptaría que alguien se llamara analista si trabajara bajo la égida de esas premisas. Aquellos que no cumplieran con estos requisitos sí se les podría calificar, en justicia, de usurpadores. La complejidad de la mente humana ha obligado a aplicar programas de formación en Psicoanálisis cada vez más rigurosos y exigentes para dar respuesta a las necesidades y problemas que se derivan de su ejercicio, y garantizar así una preparación adecuada a los retos que plantea el estudio y el tratamiento de las patologías del funcionamiento mental.
Unos años después, Freud (1919), preocupado por la insuficiente expansión del psicoanálisis que no llegaba a personas socialmente más necesitadas y que podrían beneficiarse de sus descubrimientos, propone lo que sería la primera definición de psicoterapia psicoanalítica: “En la aplicación popular de nuestros métodos habremos de mezclar quizá el oro puro del análisis al cobre de la sugestión directa (….) pero cualesquiera que sea la estructura y composición de esta psicoterapia para el pueblo, sus elementos más importantes y eficaces continuaran siendo, desde luego, los tomados del psicoanálisis propiamente dicho, riguroso y libre de toda tendencia”.
Vemos un Freud sensible a las necesidades de amplios sectores de la población, sectores desfavorecidos que no podrían sufragarse los costos de un Psicoanálisis pero que también tendrían derecho a beneficiarse de sus hallazgos y aportaciones para la mejora de su salud mental. Freud se muestra inquieto por los riesgos derivados de la presencia de elementos de sugestión directa en la aplicación de los principios de la teoría psicoanalítica a otro tipo de prácticas psicoterapéuticas. Consideraba que las psicoterapias de inspiración analítica correrían mayores riesgos de contaminación de aspectos sugestivos que el propio psicoanálisis y nos advierte de este contratiempo: “Es una advertencia oportuna, pero no querría desautorizar o descalificar la validez de este tipo de terapias. Si esa psicoterapia se esfuerza y se atiene rigurosamente a los presupuestos teóricos psicoanalíticos, esos lances quedarían más fácilmente conjurados, asegurándose así la idoneidad de estas terapias para dar cumplida cuenta de su función”.
Así pues, Freud establece la especificidad del psicoanálisis, e inaugura la psicoterapia psicoanalítica. Ambas citas reflejan varias preocupaciones fundamentales que se encuentran en la base de las discusiones que han surgido hasta hoy:
a) que el psicoanálisis mantenga su rigor al establecer su especificidad.
b) que las psicoterapias que sigan sus principios inspiradores mantengan un nivel de calidad científica aceptable.
c) que llegue a un mayor número de personas, fundamentalmente a aquellas con escasos o precarios recursos económicos, mediante las psicoterapias derivadas de aquel, con la correspondiente precisión y exactitud científica.
Retomando la analogía Freudiana del oro puro para el psicoanálisis y la aleación de este con el cobre para la psicoterapia psicoanalítica, podemos decir que en la actualidad no se corresponde con la realidad clínica, más bien deberíamos decir que el “oro” (las comillas, porque siempre habría impurezas, las de nuestras limitaciones), consistiría en la utilización del método adecuado, sea el del psicoanálisis o el de la psicoterapia según las necesidades del paciente y las disponibilidades del terapeuta. Si se emplea el método correspondiente con rigor, como decía Freud en la cita del principio, “tan noble metal” será el psicoanalítico como cualquier otro método psicoterapéutico. Si la oferta y propuesta terapéutica que hacemos al paciente responde a las necesidades e intereses de este y aplicamos su método con rigor, vigilando no introducir elementos sugestivos en su ejercicio, en esas circunstancias todas estas prácticas serían “metal noble”.
Nuestro grupo de trabajo de estudio e investigación de la especificidad de la psicoterapia psicoanalítica ha constatado que si hasta ahora la controversia era sobre la aplicación de la psicoterapia psicoanalítica frente al psicoanálisis, ahora estamos en el momento de plantearnos, de una manera más bien pragmática, sobre la aplicación del psicoanálisis. El estudio de los factores que han llevado a esta situación se aleja de nuestra intención y sería motivo de otras reflexiones. No cabe duda que entre los constituyentes internos, es decir, aquellos producidos por las exigencias del propio análisis, debemos reseñar que su elevado rigor técnico y su alto coste no solo de índole psicológica, sino de disponibilidad de tiempo, nivel adquisitivo, así como de compromiso y de implicación en la búsqueda de la verdad personal, hacen de su ejercicio una práctica que requiere esfuerzo y capacidad de soportabilidad del dolor mental, tanto para el paciente como para el analista.
Esto conlleva una revisión de la evolución de los conceptos teóricos y técnicos, tanto del psicoanálisis como de las psicoterapias derivadas de éste. Las psicoterapias actuales han evolucionado. Han incrementado progresivamente la utilización de elementos de la técnica psicoanalítica como la interpretación de la transferencia y la valoración del aquí y el ahora de la relación terapéutica en el sentido de transferencia total. Han ido incorporando a su setting interno y metodológico cada vez más facetas del psicoanalítico, culminando hoy día en un estado de confusión en el que resulta difícil deslindar lo que es un psicoanálisis de una psicoterapia psicoanalítica de larga duración e intensiva. Así pues, en el curso de la historia de la relación entre psicoanálisis y psicoterapia ha ido disminuyendo la distancia entre las respectivas técnicas, y el consenso mayoritario inicial en establecer una clara demarcación entre una y otra ha ido diluyéndose. Los debates persisten en ámbitos del panorama psicoanalítico internacional y sus conclusiones abundan en lo dicho.
Hay coincidencia en que existe una amplia gama de procedimientos terapéuticos de inspiración psicoanalítica. Si seguimos ese gradiente encontraríamos que en un extremo se situaría el Psicoanálisis propiamente dicho, y en el otro la Psicoterapia Psicoanalítica, pasando por las psicoterapias de apoyo, la psicoterapia psicoanalítica breve o focal, etc. Habría una zona intermedia en la que puede resultar fácil establecer la diferencia, pero no así en esos dos extremos de ese continuum psicoterapéutico. Las psicoterapias psicoanalíticas intensivas han ido implementando gradualmente un mayor número de sesiones a la semana y el uso de la interpretación transferencial, por lo que en esas circunstancias resulta complejo diferenciarlas de un psicoanálisis propiamente dicho. No obstante, de lo que se trata es de si es posible establecer criterios para definir si es un procedimiento u otro, o si estaríamos hablando de un mismo proceso o de similares resultados beneficiosos para el paciente, ya que no olvidemos que el psicoanálisis es una forma de psicoterapia.
Concepto de proceso analítico
Se han barajado diversos conceptos para diferenciarlos, pero sin que se lograra un consenso. Entre ellos distinguiríamos: uso de la transferencia, de la resistencia, creación de la neurosis transferencial, interpretaciones transferenciales, interpretaciones extratransferenciales, diferencias de setting terapéutico, análisis de las defensas, etc. Al ser tantos los criterios diferenciadores, no nos puede sorprender que la distinción entre estas terapias sea difícil. Creemos que un criterio que nos permitiera diferenciar el Psicoanálisis de las Psicoterapias Intensivas, que son aquellas que más se le asemejan, sería el establecimiento de un proceso analítico. El proceso analítico sería algo específico del análisis y por tanto consustancial a su particularidad y especificidad. Si se diera nos informaría que la terapia a la que nos referimos es un análisis. Consideramos que plantearnos este ítem como medida del tipo de terapia nos ayudaría a salir del siempre manido y manoseado tema del número de sesiones, es decir de la frecuencia y del setting de cada una de ellas, aspecto que, siendo importante como es, no deja de ser un marco donde se desarrolla la terapia pero que no la definiría por sí misma.
Si bien la teoría del funcionamiento mental en la que se sustentan el Psicoanálisis y las Psicoterapias orientadas psicoanalíticamente es la misma, cabe reseñar que la implementación técnica difiere en ambas. Desde esta perspectiva, y a partir de aquí, podríamos revisar y estudiar las diferencias técnicas y metodológicas centradas en el método de observación y escucha terapéutica, el establecimiento del encuadre, vicisitudes y elaboración del vínculo, importancia de la valoración del aquí y el ahora en la situación terapéutica, el trabajo interpretativo y compararlas tanto en un método como en otro. Entendemos por método un conjunto de elementos técnicos que configuran un determinado procedimiento terapéutico y por proceso el desarrollo que se pone en marcha gracias a dicho método. Procede entonces estudiar e intentar definir en qué consiste ese proceso analítico, que utilizamos como criterio básico para distinguir una terapia como analítica. Esta creación de un proceso analítico es la “marca” de que nos encontraríamos ante un Psicoanálisis.
Si seguimos las ideas de Horacio Etchegoyen (1989) como referentes y guías en nuestra reflexión, diríamos que todo proyecto terapéutico se desarrolla, como cualquier otra actividad humana, bajo dos perspectivas o coordenadas: la espacial y la temporal, es decir bajo la égida espacio-temporal. La tarea terapéutica se definirá por estas dos variables: en un espacio y en un tiempo concreto, que reciben el nombre de situación (la espacial) y de proceso (la temporal). La situación terapéutica nos indica el lugar en el que transcurre ese proyecto, el espacio en el que se produce; mientras que el proceso terapéutico nos orienta sobre la variable tiempo que lo definirá. Así pues, el proceso hace referencia a lo que se produce y podemos observar en ese espacio, su devenir y secuencia temporal.
La tarea analítica se desarrolla a través del tiempo configurando lo que entendemos por proceso analítico. Tendría las siguientes acepciones:
1. Cuando disponemos ciertos acontecimientos del paciente en un orden temporal estamos definiendo un proceso, al ordenarlos en función del tiempo.
2. Es proceso todo lo que va sucediendo en el tiempo, y a través del tiempo adquiere una unidad que se encamina hacia un final determinado. El proceso camina hacia un objetivo y termina cuando se alcanza.
3. Vemos una relación y estrecha unidad entre los estados anteriores y posteriores que se dan en un proceso, condicionados mutuamente, sea cuales sean los modelos teóricos que empleemos. Es decir, en un proceso, los hechos psíquicos siguen una secuencia en la que a determinados fenómenos le siguen otros, modelados por los anteriores, que a su vez establecerán los posteriores. En un proceso encontraremos un orden y una secuencia de hechos psíquicos que constituirían una unidad de sentido.
4. Es una sucesión de eventos en las que las intervenciones del terapeuta son determinantes en la ordenación de la secuencia de los mismos. Ante una determinada configuración del material, el significado y sentido del mismo que aportaría el terapeuta nos facilitaría inferir lo que sucederá a continuación en la mente del paciente. Las interpretaciones y la relación con el analista son factores que jugarían un papel imprescindible en el establecimiento de un proceso.
5. Es un requisito imprescindible para que haya proceso que se produzcan cambios, propiciados por las interpretaciones. Sin cambios en el funcionamiento psíquico del paciente no podríamos hablar de proceso.
6. Un proceso culminaría cuando se alcanzan los objetivos terapéuticos establecidos inicialmente o reformulados a lo largo de la terapia. Proceso iría estrechamente vinculado a la consecución de unos objetivos.
Esta sucesión de hechos psíquicos es consecuencia y producto del diálogo terapéutico sostenido entre el paciente y su terapeuta, por lo que ambos condicionarán que se den determinados eventos o no. Según la calidad y características de ese diálogo, de ese intercambio de pareceres, facilitarían o favorecerían que se den determinadas manifestaciones psíquicas. El terapeuta con sus intervenciones encaminadas a desentrañar los obstáculos que en la mente de paciente impiden su evolución, permitirá entonces que se den nuevos acontecimientos psíquicos, haciendo de la terapia algo vivo y en constante movimiento en el mejor de los casos. Sus intervenciones y el grado de profundidad que adquirieran modelarían las características de ese proceso. En ese diálogo terapéutico es imprescindible la calidad de la participación, tanto del paciente como del terapeuta. Es un diálogo cocreado entre ambos. El terapeuta, con su comprensión de los fenómenos psíquicos que se darían en el diálogo analítico expresado en sus interpretaciones, generaría las condiciones para que se pudiera instaurar ese proceso. La naturaleza de los hechos psíquicos que se irán desplegando, constituyendo un proceso, estarán condicionados por las intervenciones de los dos miembros de la pareja terapéutica. Según estas, la emergencia de determinados acontecimientos se daría o no, coloreando la calidad del trabajo asistencial y configurando que se dé o no un proceso y la calidad del mismo. Sucesión, continuidad, evolución y cambio serían conceptos estrechamente relacionados con el de proceso que los incluye e incorpora, asimilándolos.
No importa mucho que expresemos esta evolución de acuerdo con unas u otras teorías psicodinámicas del desarrollo mental. Hay diversas teorías o postulados que nos muestran la vivencia de desarrollo, crecimiento y maduración, y teorizan sobre ella. Es indistinto que hablemos de la transición, según el modelo psicosexual del desarrollo conceptualizado por Freud, que a determinada fase le seguirá otra, de una fase oral pasamos a la anal y así sucesivamente, o bien que al proceso primario le seguirá el proceso secundario o a la organización preedípica, la edípica. Si nos orientamos por las ideas de Margaret Malher, hablaríamos de la transición entre el autismo y la simbiosis o entre la simbiosis y la separación e individuación. Según la conceptualización de Melanie Klein a la posición esquizoparanoide, le seguirá la posición depresiva, o alcanzaremos el umbral de la posición depresiva (Meltzer). O nos encontraremos ante la transición entre la indiferenciación o la dependencia infantil y la diferenciación o la dependencia madura según el modelo teórico de Ronald Fairbairn, etc.
Todas ellas nos hablan de una secuencia y continuidad evolutiva, de evolución de etapas que marcan los mojones de ese desarrollo, crecimiento y maduración. A unas les siguen otras hasta la final, considerada como la más evolucionada y madura. A pesar de las diferencias en la conceptualización del desarrollo podemos apreciar una concertación en la idea de que se realiza por fases o etapas, que podemos discriminar al estudiarlo. El proceso analítico trata de una relación, que tiene una dirección y un sentido, en que podemos detectar sus progresos y regresiones, sus encrucijadas y las lentas transformaciones que se van sucediendo en su devenir transicional, con la presencia de conflictos y su resolución, y el modo en que se consigue.
Las intervenciones del terapeuta buscarían proporcionar instrumentos para que en manos del paciente, este pudiera realizar y continuar esa labor por sí mismo en un futuro, que hiciera suya la función terapéutica, y que tras aprenderlo pudiera introyectarlo, asumiendo él mismo la capacidad terapéutica para resolver las dificultades que la vida pudiera depararle. En un proceso el analista da al analizado los instrumentos necesarios para que por si solo se oriente y vuelva sobre sí mismo, rescatando los significados perdidos. El analista proveería con su actitud y estimularía a que el paciente comunique verbalmente los contenidos de su mente sin actuarlos. Es el encuadre interno del analista, en alianza con la parte adulta del paciente, lo que modularía la ansiedad de este, conteniendo y limitando las actuaciones. El analista debería invitar al paciente a comunicar, tolerar y contener sus aspectos infantiles en lugar de actuarlos. La instauración de ese proceso se basaría fundamentalmente en la capacidad que el paciente adquiriría de tomar conciencia de su realidad interna. Sería la adquisición de esas capacidades las que definirían un proceso. La capacidad de auto-observación y de toma de conciencia de las realidades psíquicas se daría como consecuencia de la curiosidad por la propia vida mental y la capacidad de reflexionar sobre lo que se iría descubriendo.
Nuestra investigación pretende definir cuáles serían esos eventos o hechos psíquicos, cuya presencia en el devenir de la terapia nos permitirían afirmar que nos encontramos ante un verdadero proceso terapéutico analítico. Nuestro esfuerzo va encaminado a poder precisar, si es que se puede, aquellas circunstancias que nos autorizan a afirmar que aquella terapia ha logrado instaurar un proceso con estas características.
Creemos que valdría la pena aclarar, previamente, diversas confusiones conceptuales que se dan cuando abordamos la idea de proceso y que intentaremos resumir en las siguientes:
– Una confusión conceptual, al menos desde nuestro punto de vista, se da cuando se hacen sinónimos el proceso con los objetivos de la terapia. Se considerarían como objetivos el crecimiento personal, la experiencia creativa que se debería dar en toda terapia, la promoción del crecimiento mental del paciente, etc. Creemos que si bien es cierto que una terapia que no contemple dichos objetivos no sería en sentido estricto una terapia, estos son demasiado amplios e inespecíficos para saber si nos encontramos ante un proceso. No podemos confundir los objetivos con las características específicas de la labor psíquica que se deberían dar en una terapia para acercarse a ellos. El proceso sería el conjunto de circunstancias, de acontecimientos psíquicos demostrativos de una tarea mental que se han dado en el transcurso de una terapia para aproximarse a esos objetivos, así como de la calidad de los mismos. El proceso incorporaría en si los objetivos pero no es lo mismo que estos. Igualmente consideraríamos que en muchas ocasiones aquellos rasgos definitorios de lo que es un proceso se consolidarán como objetivos. Los criterios presentes en la terapia y que definen un proceso, se irían incorporando a la misma terapia como objetivos en sí mismos por la cualidad que tienen. Y viceversa, algunas características de lo que es un proceso se convertirían en objetivos a alcanzar. Es decir, no hay que esperar al final de la terapia para que se den los objetivos descritos sino que éstos nos han de acompañar en el transcurso del trabajo terapéutico para que se dé un proceso. De la misma forma, algunos de los hechos psíquicos que se manifiestan en un proceso adquirirían categoría de objetivos, como la capacidad de vincular acontecimientos, de vinculación entre unos aspectos de la mente y otros, entre unos aspectos del self y otros, entre el self y los objetos internos, entre el self y los objetos externos, al tiempo que se puede tolerar su separación y autonomía y en concreto la que experimentaría el paciente respecto del analista, que será más completa una vez finalizado el proceso analítico en el que ambos han intervenido.
– En otras ocasiones, creemos que se confunden los criterios señaladores de proceso con los criterios de analizabilidad o indicadores de terapia. Aquellos pacientes que acuden para crecer y madurar, para tener una experiencia creativa, o que quieren conocerse mejor, desentrañar los misterios de su alma, estas circunstancias podrían ser aspectos favorecedores de la indicación de un tipo de terapia pero no asegurarían ni garantizarían que se instaure un proceso terapéutico.
– En otras, creemos que se confunde la instauración de un proceso terapéutico con cuestiones metodológicas. El mero hecho de aplicar una metodología analítica no es una garantía de que se vaya producir un proceso. Se puede dar por sentado que si aplicamos un análisis lo que se dará de cajón será un proceso analítico, al igual que se puede considerar que en una psicoterapia, es más difícil o no es posible que se instaure un verdadero proceso, confinando la presencia de un verdadero proceso a la aplicación de un Psicoanálisis. Esa identificación de proceso analítico con el Psicoanálisis, como si de por sí bastara y fuera suficiente, creemos que ha sido fuente de confusiones, errores, y perjuicio para los pacientes.
Creemos que un proceso no se daría tanto por los objetivos ni por las indicaciones de la terapia, ni solo por la metodología a emplear, sino por algunas características específicas del trabajo que se ha de efectuar. Se daría por la presencia de algunos hechos que se presentarían en la terapia y que nos permitirían considerar que sí se está en un proceso. Queda claro que entre esos hechos a los que hacemos mención es relevante la presencia de cambios psíquicos. Sin cambios, difícilmente podríamos considerar que se ha dado un proceso.
No podemos pedir ni esperar que el paciente venga con una actitud tan favorable a la instauración de un proceso, que se dé por sí solo, pero sí que es responsabilidad del terapeuta con sus intervenciones, mostrar, comunicar y enseñar una determinada actitud vital ante los hechos de la mente y de las emociones, imprescindible, no sólo como objetivo, sino para poder desplegar las potencialidades de la terapia. Las condiciones para que podamos aseverar que estamos ante un proceso, se pueden comunicar, enseñar, mostrar y participar al paciente, mediante las intervenciones y la actitud del terapeuta en el diálogo del análisis. Si aquél es receptivo a esa nueva actitud, entonces sí que podremos constatar la validez de ese proceso.
Características definitorias de proceso
Después de revisar qué lugar y función cumpliría el proceso en una terapia y de intentar deslindarlo de otros conceptos, quizás ahora estaremos mejor pertrechados para abordar el contenido que define a este concepto como continente.
La diversidad y diferencias entre unas definiciones y otras es considerable, y eso cuando se define, porque se trata de un concepto cargado de una cierta inefabilidad que oscurece su significado. Todos parecemos saber lo que es y de lo que se trata; pero cuando intentamos definirlo entramos en el terreno de la oscuridad y dificultades para lograrlo. Hay definiciones tan abarcativas que difuminan su significado. Otras, en cambio, dan por supuesto a lo que se refieren, eludiendo concretar su sentido, dándolo por sentado, como si fuera sobreentendido por el lector. Intentaremos estudiar comparativamente las diversas afirmaciones para deducir nuestra opinión al respecto.
Podríamos decir que no hay proceso sin terapia aunque al revés no siempre es verdad: puede haber terapias de diverso tipo sin proceso analítico. Saber en qué consiste un proceso analítico nos llevaría a preguntarnos cuáles serían sus características definitorias y comprobar si efectivamente es un instrumento adecuado para ayudarnos en esta diferenciación entre psicoanálisis y psicoterapia. ¿En qué circunstancias se da el proceso analítico? ¿Lo encontraremos siempre en un Psicoanálisis? ¿Pudiera emerger en otro tipo de terapias? Y si es así, ¿Cuáles serían sus diferencias? ¿Tiene sentido insistir en una clara distinción entre el psicoanálisis propiamente dicho y los tratamientos psicoanalíticos? (H. Kächele, 2011).
Las definiciones más genéricas detallan y valoran como indicadores de que nos encontramos ante un verdadero proceso terapéutico si se dan estas circunstancias:
– El paciente acude a la terapia con una actitud de compromiso, de implicación, de hacer una terapia y no para que se la hagan, de sentirse objeto activo de la misma y no sujeto pasivo. La actitud pasiva correspondería con la vivencia de que obtendría su mejoría y curación del buen hacer y saber del terapeuta, por lo que sólo le bastaría con acudir a las sesiones, escuchar las interpretaciones para que ese cambio se produzca. En cambio, la actitud activa presupone que se siente agente y rector de su vida, evitando la victimización que conllevaría la pasividad como actitud vital. Se siente protagonista de su vida, actor de la misma, y no mero receptor de los designios de los demás, y por tanto se siente responsable de lo que le ha sucedido y le sucede. Expresa la vivencia de que es un gestor de sus asuntos, aunque con dificultades para dilucidar y gestionar adecuadamente sus intereses, por lo que solicita ayuda. Encontramos que un primer factor de la presencia de un proceso, desde esta visión generalista, es si el paciente se siente comprometido en su tratamiento.
– Se daría un proceso cuando el paciente logra adquirir mediante la ayuda del terapeuta una forma de ver lo que acontece en su vida y por ende en la terapia, lo que sucede en su mente, lo que emerge en la misma. ¿Cuáles serían las características que definen esa forma de ver? Una actitud especial hacia la estructura de la mente y hacia sus contenidos es el producto natural de un proceso analítico. Será mediante el interjuego transferencia-contratransferencia y la conciencia del mismo lo que permitirá un acceso especial a la mente y al propio mundo interno que se expresará en lo que denominamos como proceso analítico.
Creemos que esta forma especial de ver y acercarse a los contenidos mentales se podría definir por las siguientes circunstancias:
– Capacidad de observación de sus contenidos mentales, de percibirlos, de atender a sus emociones y afectos, de identificar sus pensamientos.
– Capacidad de tolerar su presencia en el sí de su mente y aceptarlos.
– Capacidad de observar el funcionamiento de su mundo interior, aceptarlo y aceptar comunicarlo al terapeuta.
– Mantenimiento de una actitud, reflejo de la que le muestra el terapeuta, capaz de nombrar los sentimientos y pensamientos sin juzgar ni juzgarse.
– Mostrar una actitud de apertura, tolerancia, aceptación, en definitiva de amor por sí mismo y por la verdad.
– Capacidad y deseo de modificar esos contenidos observados, tolerados y aceptados.
– Renuncia a los ideales narcisistas del yo ideal que creía tener, de aceptar que no es como creía que era, desidentificándose de ese yo anterior.
– Capacidad de duelo por ese yo ideal anterior.
– Disposición a modificar la narración con la que se explicaba su vida a tenor de los descubrimientos que se producen en la terapia.
– Hablamos de proceso cuando el paciente descubre y tolera que sus necesidades transferenciales solo obtendrán satisfacción mediante la actividad analítica, su descubrimiento y revelación, y no mediante la contratransferencia del analista.
– Actitud dispuesta a la búsqueda de la verdad de uno mismo, por muy dolorosa que sea.
Podríamos resumir lo que estamos detallando como la presencia en el paciente de una actitud especial hacia la estructura de su mente y sus contenidos y hacia el despliegue de unas determinadas capacidades para con la propia realidad psíquica. Es esa actitud lo que nos parece específico de la presencia de un proceso analítico. Si está presente esa actitud, creemos que se aclararían los diversos puntos que se utilizan para describir un proceso. Es un modo especial de conocerse, de saberse.
Queda claro, entonces que lo que definiría un proceso sería, no sólo la adquisición de conocimientos sobre uno mismo, sino el modo de obtenerlos, la identificación con la función terapéutica, que permite el desarrollo de la capacidad de autoanálisis mediante la evolución de la capacidad de auto observación. Se valora el proceso no tanto por sus objetivos sino por el trabajo que se ha de efectuar.
El proceso analítico surge espontánea y naturalmente de la situación analítica. Se da un proceso analítico (F. Busch, 2011) si junto a la adquisición de un conjunto de conocimientos sobre uno mismo, el paciente logra y hace suyo un modo de conocimiento, una forma de obtenerlo, lo que es lo mismo que conquistar la capacidad de autoanálisis, a diferencia de los pacientes que obtienen conocimientos de su funcionamiento mental pero no esa modalidad para alcanzarlos. La internalización del proceso psicoanalítico la podríamos contemplar como la seña de identidad del trabajo psicoanalítico, y su resultado, el cambio psíquico amplio, independientemente de que su formato sea psicoanalítico en sentido estricto o psicoterapéutico. Para Busch (2011) ese autoanálisis incluiría las funciones de auto observación, auto reflexión y auto indagación. El proceso psicoanalítico conduce a intrigarnos por el funcionamiento de nuestra mente. Sabemos hoy día que la intensidad de un tratamiento por sí mismo no es motivo suficiente para alcanzar un resultado satisfactorio y duradero.
Remedando a Freud diríamos que si se dan estas características específicas de un proceso analítico, llamaremos a la terapia que le ha dado lugar como analítica, aunque la metodología empleada pudiera variar de la canónica. El proceso definiría a la terapia y no al revés. Creemos que no se puede confundir las «marcas» con los «genéricos». En nuestro caso el «genérico» es la teoría psicoanalítica, y las “marcas” serían los diversos métodos de implementación de las mismas.
Discusión
En diciembre del 1989 la Asociación Psicoanalítica Americana (A.P.A.) celebró un Panel sobre la problemática de diferenciar el Psicoanálisis de las Psicoterapias Psicoanalíticas en el que aparecían diversas posturas y opiniones, reseñadas por Ph. Tyson y J.L. Morris (1992). En el caso de que i el psicoanálisis se definiera por la creación de una neurosis de transferencia se preguntaban:
– ¿Puede conceptualizarse la naturaleza de un tratamiento según el desarrollo o no de la neurosis transferencial?
– ¿Puede la neurosis de transferencia desarrollarse y resolverse en una psicoterapia psicoanalítica, o la consideramos específica del Psicoanálisis?
Al intentar responder a estas cuestiones fueron surgiendo diversas definiciones y especificaciones de criterios para diferenciar las diversas terapias, pero se fue consensuando que el concepto de proceso analítico sería el eje sobre el que pivotaría la definición de un Psicoanálisis y si se diera en cualquier terapia, esta se calificaría como analítica.
En mayo del 1996 la Asociación Psicoanalítica Americana (APA) celebró un encuentro con un Panel dedicado específicamente a este tema, titulado “The relevance of frequency of sessions to the creation of an analytic experience”, reseñado por A.K. Richards (1997), en el que intentaron responder a las siguientes cuestiones o a una parte de ellas:
– ¿Puede un análisis tener lugar con una frecuencia de tres sesiones semanales?
– ¿Bajo qué condiciones puede tal frecuencia dar como resultado un tratamiento analítico?
– ¿Qué es lo esencial para que una experiencia terapéutica la podamos calificar de analítica?
– ¿Cuál es la relación de la frecuencia con la creación de tal experiencia?
– ¿Cómo podemos distinguir y diferenciar un psicoanálisis de una psicoterapia de orientación psicoanalítica?
– ¿En qué circunstancias se produce un proceso analítico, independientemente de si es Psicoanálisis o Psicoterapia?
Para ello sometieron al escrutinio de los asistentes diversas sesiones de psicoanálisis y de psicoterapia psicoanalítica para comprobar en cuáles se había dado un proceso analítico. Concluyeron que el establecimiento de un proceso analítico sería la clave para definir un procedimiento terapéutico como psicoanálisis, independientemente de si su setting corresponde fielmente a un análisis o a una psicoterapia, porque constataron, para su sorpresa que ese proceso analítico se había dado en algunas de las psicoterapias presentadas y no en todas los tratamiento analíticos. Coincidieron en que un proceso analítico lo podían constatar en algunas de las psicoterapias con una frecuencia de dos o tres sesiones semanales. La cuestión de la frecuencia de sesiones era un factor importante pero no definitorio, una condición necesaria pero no suficiente. Había en el debate unanimidad al considerar que una mayor frecuencia de sesiones daría lugar a una mayor intensidad y un mejor proceso analítico, y por ende a mayores cambios psíquicos. Era una opinión compartida también, que un tratamiento de alta frecuencia semanal es un criterio insuficiente para definir la creación de un proceso analítico porque esa alta frecuencia no necesariamente lo produce. La creación de un proceso analítico no dependería, entonces, del número y frecuencia semanal de sesiones, aunque a una alta frecuencia le sería dado una mayor intensidad y mejor proceso analítico cuando este se produjera. Coincidían en reconocer que una mayor frecuencia proporcionaría mayores posibilidades de analizar fantasías inconscientes primitivas y funcionamientos más arcaicos. Estas mayores posibilidades no son una garantía de éxito en su consecución. La insistencia por parte del analista, que vemos en muchos casos, en mantener esa alta frecuencia ante el paciente podía generar en este la sospecha de que su analista está más interesado en defender sus intereses técnicos que velar por su bienestar y buscar lo más adecuado para él.
En el transcurso de este interesante debate, Horowitz hizo un apunte que puede resultar útil para aclarar y especificar aún más en qué consiste el proceso analítico, diferenciando los siguientes conceptos: atmósfera, experiencia y proceso:
– Atmósfera psicoanalítica: que consistiría en el tono de respeto y aceptación que mantiene el analista hacia las intervenciones del paciente, estimulando y generando un ambiente de libertad de expresar los contenidos que surjan en su mente.
– La experiencia analítica del paciente, como consecuencia de lo anterior, que vive la libertad de asociar libremente, examinando las resistencias a hacerlo, así como la vivencia de que su analista escucha sin juzgar ni entrometiéndose en su vida, como una experiencia única.
– Proceso analítico que para él radicaría en los cambios de puntos de vista del paciente sobre sus síntomas, cambios en la forma de verse a sí mismo, asociado a cambios en la transferencia y en las defensas resistenciales.
En el debate de la APA (1996) se llegó a postular la idea de diferenciar entre Psicoanálisis de alta o baja intensidad dependiendo de la frecuencia de sesiones semanales; pero en los que se ha desarrollado un proceso analítico.
Conrotto (2011) nos avisa de que muchas de las razones de esta confusión acerca de la relación entre Psicoanálisis y Psicoterapia radican en que no se ha diferenciado adecuadamente entre el psicoanálisis como modelo de formación y la especificidad del psicoanálisis como modelo de tratamiento. Como modelo de formación tiene que cumplir unas condiciones estándares, formuladas por los organismos competentes, como es la IPA en el caso de la formación de analistas.
En el psicoanálisis como modelo de tratamiento no serían imprescindibles el cumplimiento de esos estándares. Igualmente subraya que la esencia del proceso analítico no se basa en el número de sesiones sino en el establecimiento de la neurosis de transferencia, en el interjuego con la contratransferencia y la interpretación. Considera que un tratamiento analítico con baja frecuencia de sesiones puede ser calificado como un “psicoanálisis light”.
En cualquier caso podríamos afirmar la existencia de un continuum entre las psicoterapias psicoanalíticas intensivas y de larga duración con el psicoanálisis, siendo las divergencias limitadas a los aspectos cuantitativos más que cualitativos (Hernández, 1994). Hernández nos comenta en su ponencia que es posible que un proceso analítico no se produzca o que lo sea limitadamente en un tratamiento psicoanalítico y a la inversa, es posible que ese proceso analítico se produzca en una situación psicoterapéutica. Un proceso analítico sería más profundo y más intenso en un psicoanálisis; pero no siempre se produce y a veces lo encontramos en una psicoterapia, concluyendo que tampoco el proceso analítico sería un criterio diferenciador, por lo que no ve factor que pudiera diferenciar a ambas terapias de modo claro y definitivo. La diferencia estribaría más en la configuración témporo-espacial, por lo que ambas terapias serían los dos polos de ese continuum en el que en el psicoanálisis se acentúan al máximo los rasgos que caracterizan al proceso analítico. Como polos de ese continuum, en ocasiones se tocan y llegan a confundirse, no pudiendo distinguirse las diferencias entre ambos.
Conclusiones
En resumen, la tesis que sustentamos en estas líneas es que ese proceso, refiriéndonos al específicamente analítico, puede darse en ambos procedimientos terapéuticos, a pesar de las diferencias técnicas y metodológicas, si se cumplieran determinados criterios que hemos especificado con anterioridad. Bien es verdad que el setting del psicoanálisis pudiera favorecerlo con mayor intensidad pero no es exclusivo y pudiera darse en psicoterapia psicoanalítica si se dieran esas circunstancias que hemos intentado destacar en párrafos anteriores. Si cumplieran esos requisitos o condiciones se podría dar, independientemente de la técnica implementada.
Referencias bibliográficas
Busch, F. (2011), «Distinguiendo Psicoanálisis de Psicoterapia», en Libro Anual de psicoanálisis, núm. XXVI, pp. 185-194.
Conrotto, F. (2011), «On the frequency of psychoanalytic sessions: history and problems», The Italian Psychoanalytic Annual, núm. 5, pp. 123-134.
Eisold, K. (2005), “Psychoanalysis and psychotherapy: a long and troubled relationship», International Journal of Psychoanalysis, núm. 86, pp. 1175-1195.
Etchegoyen, R. H. (1986), Los fundamentos de la técnica psicoanalítica, Buenos Aires, Amorrortu.
Freud, S. (1914), «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico», Obras Completas, XIV, Buenos Aires, 1979, Amorrortu, pp. 1-64.
Freud, S. (1919), «Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica», Obras Completas, XVII, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, pp. 151-163.
Hernández, V. (1994), «Psicoterapia psicoanalítica y Psicoanálisis», I Jornada de Psicoanálisis y Psicoterapia Psicoanalítica, Sevilla, Sociedad Española de Psicoanálisis, pp. 21-30.
Kächele, H. (2011), «Distinguiendo Psicoanálisis de psicoterapia», Libro anual de psicoanálisis, tomo XXVI, pp. 195-201.
Kramer Richards, A. (1997), «The relevance of frequency of sessions to the creation of an analytic experience», Journal of the American Psychoanalytical Association, núm. 45, pp. 1241-1251.
Tyson, Ph. y Morris, J.M. (1992), «Psychoanalysis and Psychoanalytic Psychotherapy- Similarities and differences: therapeutic technique», Journal of the American Psychoanalytical Association, núm. 40, pp. 211-221.
Resumen
Tras examinar los cambios socio-culturales que se han dado en nuestra sociedad, se constata que las psicoterapias psicoanalíticas han ido incrementando su presencia en el panorama asistencial en detrimento del psicoanálisis. Se estudian las afirmaciones sobre el riesgo en la psicoterapia psicoanalítica, de la aleación del oro de la teoría psicoanalítica con el cobre de la sugestión, destacándose el necesario rigor para que ello no sucediera. Se estudia diferenciar las psicoterapias de inspiración analítica con el psicoanálisis y tras revisar los diversos criterios, se valora la presencia o no de un proceso analítico como uno de los más significativos de un psicoanálisis. Se considera que un proceso analítico se podría definir no solo por el hecho de que el paciente adquiera conocimientos sobre su funcionamiento mental sino por la forma de obtenerlos. La introyección de la función analítica determinará la presencia o no de ese proceso. Se estudian las características de este proceso, diferenciándolo de otros conceptos con los que se le ha comparado. Constatamos que este proceso se podría dar tanto en psicoterapias psicoanalíticas intensivas como en un psicoanálisis, por lo que la alta frecuencia de sesiones en un análisis no sería suficiente para que se instaurara. Se concluye que la frecuencia de sesiones, si bien es una condición del setting de gran importancia, no definiría la presencia de un proceso, haciendo que las psicoterapias psicoanalíticas y el psicoanálisis constituyan un continuum terapéutico.
Palabras clave: psicoterapia, psicoanálisis, proceso analítico, encuadre, frecuencia de sesiones.
Amelia Rodríguez Morcillo
Médico especialista en Medicina Familiar y Comunitaria.
Responsable referente de Atención Primaria del proceso integrado de “Ansiedad, Depresión y Somatizaciones” del Area Virgen del Rocío de Sevilla.
Miembro de la Asociación Internacional de Psicoterapia Psicoanalítica Relacional (IARPP-IPR) y del Instituto de Psicoterapia Relacional.
ameliarodriguezmorcillo@hotmail.com
Mº de Jesús Alonso Cordero
Psicoterapeuta Psicoanalítica de la Asociación Psicoanalítica Mexicana y miembro de la Sociedad Española de Psiquiatría y Psicoterapia de Niños y Adolescentes (SEPYPNA).
mjesusalonso@hotmail.com
Carmen Angelino Medina
Licenciada en Psicología. Universidad de Sevilla.
Máster en Psicoterapia Relacional. Terapia Familiar y de pareja. Universidad de Sevilla.
Formación en Psicoterapia Psicoanalítica. Grupo Andalucía de la SEP
carmenangelino@hotmail.com
José Luis Gálvez Velasco
Psiquiatra. Psicoterapeuta Psicoanalítico por la Federación Española de Asociaciones de Psicoterapia.
Coordinador del programa de Intervención temprana en Psicosis de La Unidad de Salud Mental Este de Sevilla.
jlgalvezvelasco@ya.com
Frank García-Castrillón
Doctor Especialista en Psicología Clínica y profesor de Psicopatología en UNIR.
Miembro didacta de ASPP (AEPP) y profesor de Teorías de Personalidad de St. John´s University (NYC).
fkcast@hotmail.com
Esperanza Gonzalez Durán
Doctora en psicología clínica. Psicoterapeuta.
Miembro de la Asociación Psicoanalítica Relacional.
esperanzagd@hotmail.com
Pablo Gotor Ventura
Psicoterapeuta. Secretario de la ASPP
pgotorventura@gmail.com
Lola Lázaro
Licenciada en Medicina. Especialista en Psicodiagnóstico y Tratamiento: Psicoterapia Psicoanalítica. Universidad Pontificia, Comillas, Madrid.
Miembro de la Asociación Española de Psicoterapia Psicoanalítica (AEPP) y de la FEAP.
lolalazarom@gmail.com
Soledad López Cano
Psicóloga Clínica, Psicoterapeuta Psicoanalítica y Miembro de Fórum.
slopezcano@yahoo.es
Estrella López Dominguez
Licenciada en Psicología. Psicoterapeuta psicoanalítica.
Experta en Salud Comunitaria, perspectiva psicosocial en los Servicios de Salud, por la Universidad de Sevilla.
estrella2@correo.cop.es
José Luis Lillo Espinosa
Médico, especialista en Psiquiatría.
Psicoanalista Titular con plenas funciones didácticas de la SEP-IPA.
10664jle@comb.cat