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Introducción

La historia de la relación entre el psicoanálisis y la música es como la de aquellas obras de madurez de algunos grandes compositores (Beethoven, Schubert, Mahler) que dejaron inacabadas o en esbozo sus últimas sinfonías. En la madurez actual del psicoanálisis sigue inacabada la “sinfonía” en cuya composición la música o, en sentido más amplio, la “musicalidad”, armoniza con las elaboraciones teóricas sobre el origen de la mente del hombre y sobre cómo ocurren los procesos de cambios en una relación analítica.

Pero al iniciar el recorrido sobre la relación entre psicoanálisis y música, la pregunta se hace inevitable: ¿cómo es posible que una ciencia que pretende ir hacia lo más profundo de la mente humana, explorar los espacios más alejados de la conciencia y de la razón y que, por ende, tiene como signo de identidad el estudio del inconsciente, se haya interesado en general poco y de manera tardía por la música, que ocupa un lugar de privilegio como lenguaje de las emociones, del inconsciente?

Creo que habría que buscar en varias direcciones. En primer lugar, la personalidad del fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, con una notoria falta de sensibilidad hacia la música. Sin bien escribió artículos destacados sobre el arte y los artistas -Leonardo, Miguel Ángel- lo hizo siempre acerca de las artes visuales -pintura y escultura-, lo que sugeriría que habría desarrollado una personalidad más visual que auditiva. A pesar de ello, según cuentan sus biógrafos (Gay,P., 1988), conocía y apreciaba algunas de las óperas más famosas de la época (especialmente el Don Giovanni de Mozart), pero en ellas la música, por muy excelente que sea, está al servicio del drama teatral1. Su interés por la ópera se centraba básicamente en los conflictos morales de los personajes, lo que no es nada extraño si tenemos en cuenta que al comienzo, Freud concebía sobre todo el psicoanálisis como la pugna del sustrato biológico-pulsional del hombre contra las restricciones impuestas por la moral, y qué mejor personaje que Don Juan para encarnar esta situación dramática.

La concepción de Freud del conflicto del hombre en su lucha por la supervivencia del deseo y la pulsión lo acercaba a Darwin, alguien que, como el propio Freud, tampoco mostró tener una gran comprensión del papel de la música en la evolución del ser humano. Darwin creía que ni disfrutar de la música ni tener la capacidad de producir notas musicales eran facultades que tuvieran la menor utilidad para el hombre y por tanto debían catalogarse entre las más misteriosas con las que estaba dotado. Y todavía hoy en día, un científico puede afirmar sin ambages que en lo referente a su causa y a su efecto biológicos “la música no sirve para nada (…) podría desaparecer de nuestra especie, y nuestro estilo de vida permanecería prácticamente inalterable” (Pinker, S., 1997). De una manera más matizada, William James, un psicólogo americano coetáneo de Freud, afirmó en sus Principios de psicología que la sensibilidad hacia la música había entrado en la mente humana “por la puerta trasera”.

La dificultad que mostraron algunos grandes pensadores en comprender el sentido de la música, puede deberse también a otras razones. Si volvemos a la personalidad creadora de Freud, nos encontraremos con un hombre de ciencia que considera que su tarea principal es “transcribir en palabras”, las manifestaciones del inconsciente, ya que precisamente esta traducción en palabras, esta interpretación, es la que permite traer lo inconsciente reprimido a la luz, hacerlo consciente. Pero la vivencia musical es básicamente pre-lingüística, es decir, no podemos “entenderla” por medio de un pensamiento organizado verbalmente. Igual que si quisiéramos hacernos una idea de un concierto de música leyendo la crónica de él en un periódico: por muy bien escrita que esté, difícilmente viviremos la emoción que produce su escucha. La imposibilidad de poner en palabras, conceptualizar la emoción que produce la música, es una dificultad a la que muchos científicos no han sabido responder o han respondido de forma parecida a aquel padre que siente un gran disgusto cuando su hijo, en quien había puesto grandes expectativas, le dice que quiere dedicarse a la música, algo que considera improductivo y sin valor. El hecho de que el estudio de la música se haya considerado hasta hace relativamente poco algo sin demasiado valor científico, ha dificultado por tanto su reconocimiento. “Puede que una de las razones de la escasez de historias clínicas musicales”, observa Oliver Sacks, “sea que los médicos rara vez les preguntan a sus pacientes si tienen algún problema con su percepción musical (mientras que un problema lingüístico, por ejemplo, inmediatamente sale a la luz). Otra razón de este descuido es que a los neurólogos les gusta explicar, encontrar mecanismos hipotéticos, y también describir; y prácticamente no hay neurociencia de la música anterior a la década de 1980. Todo esto ha cambiado en las dos últimas décadas gracias a las nuevas tecnologías que nos permiten ver la actividad del cerebro mientras la gente escucha, imagina o incluso compone música” (O. Sacks, 2009).

Pero la música ha sido finalmente admitida debido a la gran tenacidad de la memoria musical, a su eterno retorno, no tanto desde lo reprimido inconsciente, sino desde los propios orígenes de la especie humana y desde los estratos más primitivos de la mente. En una conocida secuencia de la película de Stanley Kubrick, 2001: Una odisea en el espacio, se produce la situación siguiente: uno de los tripulantes se ha apercibido de que el ordenador HAL trata de apoderarse del mando de la nave espacial y decide borrar su memoria, para lo cual va desconectando de manera progresiva los archivos. Cuando está llegando al final de la operación, entre los lamentos de su víctima, se produce un hecho notable: HAL rememora y empieza a reproducir una de las canciones que le habían enseñado en su proceso de aprendizaje. La música emerge desde el fondo de la memoria, cuando se ha procedido al borrado de adquisiciones más recientes. Esta secuencia del film no es un mero recurso expresivo, sino que corresponde a una realidad conocida desde antiguo. El célebre neurólogo Hughlings Jackson describió en el siglo XIX la forma en que se van organizando las funciones cerebrales, de modo que las más recientes van inhibiendo a las más primitivas, que a su vez pueden liberarse si se suprime esta inhibición. En 1871 estudió a niños cuya musicalidad se veía incrementada cuando experimentaban lesiones que afectaban las funciones del lenguaje del hemisferio izquierdo. En una época más reciente Bruce L. Miller se ha dedicado al estudio de pacientes en quienes se producía una intensificación o la asombrosa aparición de inclinaciones o talentos musicales antes inexistentes, y ha descubierto en todos ellos una lesión en una zona concreta del lóbulo temporal izquierdo, lo que permitiría el resurgimiento de una musicalidad desconocida a veces por el propio individuo. De manera semejante, podríamos aventurar que la importancia de la música se ha producido porque “siempre había estado allí”, aunque sin duda se han tenido que remover obstáculos e inhibiciones para que este hecho finalmente haya visto la luz.

 

La música nos envuelve

Es difícil imaginar un acontecimiento humano significativo, sobre todo si es colectivo, en el que no esté presente de alguna manera la música: bodas y funerales, actos religiosos, himnos militares o guerreros, campos de fútbol, por no hablar, claro está, de los conciertos. La música, asociada al ritmo y al baile, es la “banda sonora” de actos de carácter fuertemente ritual y de gran contenido emocional y esto, por supuesto, no ocurre por casualidad. Los estudiosos de la evolución del hombre sostienen que la aparición de la música y la danza produjo un avance significativo en la especie humana, porque cuando los grupos humanos se mantienen juntos moviéndose y gritando de manera rítmica se crea un sentimiento de solidaridad emocional que permite una cooperación mayor ante situaciones de peligro. Debido a ello, el canto y la danza se hicieron universales. Esto diferenció al hombre de sus inmediatos predecesores, los primates, y les permitió constituir grupos más numerosos. Este hecho transcendente tiene también su reflejo a nivel cerebral: al estudiar la respuesta del cerebro a la música se observa que las áreas involucradas son tanto las auditivas como las de control y ejecución de movimientos. El carácter rítmico de la música, ligado a la danza, se manifiesta en su carácter fuertemente corporal, por llamarlo así. Una música pegadiza difícilmente se puede escuchar sin respuestas somáticas o sin algún movimiento corporal que la acompañe. De manera semejante, el intérprete expresa con sus movimientos la música que ejecuta. La música es orgánica, respira, anda, se expande, tiene unas características semejantes a las de la propia vida y por tanto su capacidad de representación de la vitalidad es inigualable en comparación con otras producciones del hombre.

Una de las peculiaridades de la música es la manera en que se transmite o reproduce. Es seguro que el efecto musical de la voz humana precedió a su articulación en forma de lenguaje; y quizás el efecto comunicativo a distancia de la voz cumplió una función previa a la potencia simbólica que se generó con la aparición del lenguaje. Existen desde épocas muy remotas testimonios pictóricos de la presencia de la música acompañando las ceremonias religiosas o marcando el ritmo de los ejércitos. Pero cuando observamos una pintura o una escultura antiguas percibimos lo mismo que quien la vio entonces, mientras que no hay manera alguna de oír la música y sentir la misma emoción que experimentaron los que estuvieron allí. Esto condiciona decisivamente la manera en que es transmitida la música: hasta que no llegó la industria de la grabación del disco, sólo podía ser reproducida en vivo, tal como ocurre con las artes dramáticas, y esto la convirtió en uno de los vehículos más profundos de transmisión de la cultura popular, una de cuyas formas de expresión son las canciones, cuyas raíces pueden ser buscadas en los balanceos, arrullos y cantos de cuna que se prodigan a los niños y también en tantas canciones infantiles, cuyo ritmo y tratamiento onomatopéyico de las palabras revelan claramente su origen pre-lingüístico. Esta forma de transmisión favorece también el registro en nuestro interior, que se produce ya antes de que tengamos memoria, de manera que la música se va almacenando y resuena en nuestra cabeza sin ser “invitada ni deseada de manera consciente” (Storr, A., 1992).

Esto sugiere algo envolvente y placentero. Siguiendo los conceptos desarrollados por D. Anzieu sobre el yo-piel, Edith Lecourt se refiere a la envoltura musical en los siguientes términos: “el sonido nos alcanza desde todas partes, nos rodea, nos atraviesa y, además de nuestras producciones sonoras voluntarias, hasta ocurre que sonidos se escapen subrepticiamente de nuestro propio cuerpo” (D. Anzieu et al., 1990). Los estudios cerebrales muestran que la música libera dopamina de una manera equivalente a como lo hacen la comida, el sexo y las drogas. Robert Zatorre, uno de los fundadores del laboratorio de investigación Brain, Music and Sound en Canadá, ha descubierto que se producen dos “disparos” de dopamina: uno durante la tensión de un acorde musical y el segundo a su resolución2. Algo parecido a lo que describió Freud cuando trataba de explicar el funcionamiento del principio de placer: acumulación de tensión y liberación de esta tensión. El carácter rítmico de la música se presta a esta conexión. Uno de los “hits” musicales de los últimos tiempos, el Bolero de Maurice Ravel, consiste en la repetición continua de una misma melodía, con ligeras variaciones procedentes de las diversas combinaciones y timbres instrumentales, en una progresión creciente que alcanza su clímax en un estallido orquestal orgásmico-liberador que despierta el entusiasmo de los oyentes de las salas de concierto.

Las cualidades específicas de la música son las que constituyen su significado para el inconsciente, afirma Racker. Al describir el análisis de una paciente, concluye que uno de los factores que hacían de la música un medio de defensa y superación de la depresión era el principio de “unidad en la multiplicidad” que rige la forma musical, unidad dada por la repetición y la variación. Esto le daría la fuerza de “unir los pedazos” del yo frente al estado de desintegración. En una línea equivalente, se ha subrayado que la música y la danza, con sus progresiones desde la regularidad y predictibilidad a la novedad y la sorpresa, y vuelta a empezar, permiten que se establezca un entorno seguro en personas para quienes la interacción con otros ha constituido una realidad compleja y difícil (Malloch,S. y Trevarthen, C., 2009).

La música y el ritmo son realidades que existen desde el principio del acontecer humano y gracias al avance científico de las últimas décadas se ha apreciado cada vez más su trascendencia. Su estudio resulta, pues, indispensable para el especialista en relaciones humanas, como lo es sin duda el psicoanalista. Pero este proceso ha sido lento porque, según se ha afirmado con razón, la teoría psicoanalítica tradicional ha sido en general muy patomórfica y adultomórfica, muy centrada en la noción de fijación-regresión, y cuando uno se sitúa en este punto de vista, busca en el desarrollo temprano algún tipo de semejanza con la patología. Y esto produce el efecto sorprendente de que tener una buena formación psicoanalítica constituya un obstáculo para la observación pura (Stern,D., 2011). Pero los postulados iniciales del llamado psicoanálisis “clásico” fueron cambiando en cuanto se amplió el campo de estudio. La mejor comprensión de las psicosis (gracias sobre todo al trabajo pionero de H. Rosenfeld y al de W. Bion, basado en el estudio de las ansiedades y de los procesos más precoces de constitución de la mente, a partir de las ideas de M. Klein) y la observación de las relaciones madre-bebé permitieron descubrir la capacidad del bebé desde los inicios de la vida para participar activamente en la relación con su madre y en general con su entorno. El oscuro mundo de todo lo que ocurre en nuestra mente antes de que tengamos la posibilidad de recordarlo, empezó a poblarse de datos y observaciones, proceso en el que participaron también los psicoanalistas.

 

La musicalidad desde el inicio de la vida

Imaginemos la situación siguiente: una madre tiene sentada en su regazo a su hijita de pocos años, que entiende el lenguaje, pero apenas habla claramente. La madre le lee un cuento en el que, al girar una página, aparece algo inesperado, que se acompaña con un “¡oooh!” de la madre al que la niña responde con una exclamación parecida. Al finalizar, la niña pide con un expresivo ¡“otra vez”! la repetición de la lectura del cuento y, al repetirse la situación, se produce un nuevo “¡oooh!” de ambas y así todas las veces que se repite la lectura. Esta situación, que seguramente hemos observado a menudo, se podría entender como un intento de la niña de retener la atención de su madre, y sin duda es así. Pero si profundizamos un poco veremos que lo que hace disfrutar a la niña no es el significado del cuento, sino algo que se conecta con la secuencia esperado-inesperado, que hemos reconocido como específicamente musical. ¿Y esta evocación a qué tipo de memoria puede atribuirse? La respuesta es que se trata de una memoria de la que la niña no es consciente, la denominada memoria implícita. A diferencia de la memoria explícita, que se refiere a hechos que sí pueden ser recordados, la memoria implícita está operativa desde los momentos más precoces del desarrollo y depende de circuitos cerebrales ligados a la amígdala (el órgano de las emociones por excelencia). Por tanto, la memoria implícita, ligada a hechos emocionales, está disponible desde el inicio de la vida, no puede ser recordada de manera consciente, aunque sí permanece como sustrato implícito de las relaciones precoces.

Se ha destacado al respecto el papel excepcional que juega la esfera auditiva. Desde el quinto mes de embarazo, el feto puede oír el pulso, los sonidos intestinales y corporales y la voz de la madre. Al nacer el bebé muestra que reconoce y prefiere la voz de la madre, con su timbre, entonación, melodía y ritmo. Es la voz materna la que contribuirá a formar una envoltura de sensaciones análoga a la experiencia de la piel descrita por Bick y Anzieu (Mancia,M., 2006). Los estudios realizados muestran con claridad la preferencia placentera del bebé por la voz humana, las palabras formadas y la melodía antes de que éstas representen un significado semántico (Rizzuto, A-M., 2004). “La melodía de una canción y la expresividad del que la canta están directamente relacionadas con estos elementos comunicativos. Creo que recuperan, o tal vez sólo conectan inconscientemente, algunas huellas sensoriales primitivas que el bebé relacionó con satisfacciones (…) Y pienso que muchas veces deben su efecto tranquilizador a la función de envoltura sensorial que realizan”3 (Guàrdia, 2003).

Hace ya cuatro décadas que los científicos se interesan por la manera en que los humanos comparten sus emociones a través de los gestos y la voz, desarrollando el concepto de musicalidad comunicativa (Malloch y Trevarthen, 2009), donde el término musical se utiliza de una manera específica, no en el sentido más común de composición que un especialista realiza y que es interpretada por un instrumentista, sino de habilidades innatas de los humanos para crear música y para apreciarla, o de manera más específica la musicalidad de la interacción madre-bebé, vinculada a la capacidad que muestran los bebés de pocos meses (¡o incluso de días!) de imitar y responder a los ritmos de la voz y los gestos de la madre y establecer auténticas “narrativas”. Es seguro que debe haber algo prefigurado de manera genética en el cerebro humano en este impulso básico hacia la comunicación por medio de cadencias temporales. “Mientras que cada gesto o expresión por separado constituyen una comunicación”, escriben Brazelton,T. y Cramer. B., “la distribución en el tiempo y el agrupamiento sensible de conductas comunica más que las conductas mismas”. Y ponen este ejemplo: “una madre se inclina para acercarse a su bebé, toma en su mano una extremidad que éste está agitando, lo sostiene en sus brazos y lo cobija en una envoltura formada por su intensa mirada y sus suaves vocalizaciones. De este conglomerado de cinco conductas, la madre intensifica una de ellas, su voz, para suscitar una respuesta. Al levantar ella suavemente la voz, el bebé responde con una serie de conductas: relajación de todo el cuerpo, ablandamiento de los rasgos faciales, intensas miradas a la madre y luego un suave ‘arrullo’. El agrupamiento de conductas de la madre en torno a cada vocalización es tan importante para producir la respuesta como su voz por sí sola” (Brazelton y Cramer, 1993).

Volviendo a la idea de musicalidad: los elementos sonoros-rítmicos vinculados a estas secuencias compartidas en los inicios de la relación entre un bebé y su madre, y que se continúan en los aspectos prosódico-sonoros del lenguaje posterior, serán los que determinarán en muchos casos la intensidad y cualidad de la atmósfera relacional. Este aspecto implícito de toda relación humana, ha interesado cada vez más a los psicoanalistas, como se pone de manifiesto en la aparición de un número creciente de artículos centrados en este tema y muy particularmente de su papel en la relación terapéutica y en los procesos de cambio.

 

Musicalidad y cambio terapéutico

La teoría psicoanalítica ha tratado desde hace tiempo de describir cómo se produce el cambio psíquico a lo largo de un proceso de análisis. Es un hecho evidente que a lo largo del tiempo el énfasis sobre qué es lo más trascendente para este cambio ha ido variando: así, el papel central que se otorgaba a la interpretación ha dado paso a una valoración creciente del encuadre; existe igualmente un acuerdo sobre la importancia de la subjetividad (contratransferencia) del analista en la interacción terapéutica. La evolución permanente de lo que podríamos denominar teoría del cambio pone al descubierto, no obstante, la dificultad de poder entender qué es lo que realmente ocurre y qué es lo realmente eficiente en cuanto a determinar este cambio. Hay pruebas evidentes e irrefutables de que este cambio se produce (la literatura es cada vez más amplia), pero también es cierto que existe una evolución positiva en procesos terapéuticos realizados bajo otras orientaciones teóricas. Sin querer entrar ahora en el fondo de la cuestión, me parece indudable que el “misterio” sigue en parte sin aclarar.

En este orden de cosas, menciono una serie de trabajos recientes donde se ha dirigido la atención a este nivel implícito de la relación analítica como un factor importante en el proceso de cambio:

En el artículo Mecanismos no interpretativos en la terapia psicoanalítica (Stern,D. et al., 2000), los autores, partiendo de estudios sobre la interacción madre-bebé, consideran que para que se produzca un cambio terapéutico se necesita algo más que la interpretación y creen que hay que buscarlo en los procesos intersubjetivos e interactivos que se dan en lo que denominan conocimiento relacional implícito, que diferencian del conocimiento declarativo consciente del paciente y que se referiría a un conocimiento relacional compartido que puede permanecer implícito. Los autores creen que este conocimiento implícito permite una conexión emocional a la que atribuyen efectos terapéuticos duraderos.

Por su parte, en el artículo que lleva el sugerente título de Repensar la acción terapéutica Gabbard, G. y Westen, D. (2005) sostienen que no hay sólo un camino para el cambio terapéutico. Así, por ejemplo, los datos aportados por la neurociencia revelan una relativa independencia neuroanatómica y funcional de las expectativas explícitas e implícitas; de ahí la necesidad de modificar las redes asociadas a la memoria implícita para que se produzcan cambios que el insight no produciría. Los autores creen que, en todas las formas de tratamiento psicoanalítico, sería más exacto hablar de acciones terapéuticas más que de una acción única.

En forma un poco distinta a los autores anteriores, Vaz de Lima (2004) estudia los elementos de expresión no-discursivos y su importancia en la construcción de la situación analítica. A partir de ahí discute sobre la “musicalidad”, entendiendo que el complejo problema del significado de la música puede extenderse también al del significado de la experiencia psicoanalítica.

Finalmente, en un reciente trabajo, Alexandra Harrison (2014) presenta un modelo en capas, que cree que es el necesario para entender los diversos procesos que desembocan en el cambio terapéutico. Una capa representaría una visión general del proceso; otra la teoría, por ejemplo, el modelo psicoanalítico, que el terapeuta puede utilizar de manera inmediata para su trabajo clínico; mientras que una tercera capa, que denomina “música y danza” de la acción terapéutica, sería el microproceso que transcurre momento a momento y que constituye el armazón esencial para los procesos de cambio a mayor nivel. Lo que caracteriza esta capa es que los acontecimientos tienen lugar en un tiempo demasiado corto para que se formen como lenguaje o símbolos y por tanto, para que estén disponibles para la mente consciente del analista. Como ilustración de este modelo se expone el caso clínico del análisis de un niño de 5 años, grabado en vídeo, presentándose las diferentes “capas” del proceso.

Resumiendo, podríamos decir que el avance en la comprensión del lugar de la música en el mundo emocional del hombre y en especial, en las primeras etapas de su relación con la madre y en general con su entorno, en una época en que sólo existe una memoria implícita, es decir que no puede ser recordada conscientemente, abre numerosas posibilidades para entender la relación analítica y los procesos de acción terapéutica.

 

Referencias bibliográficas

Anzieu, D. et al. (1990), Las envolturas psíquicas, Buenos Aires, Amorrortu.

Brazelton, T. y B. Cramer, (1993), La relación más temprana, Barcelona, Paidós.

Cheshire, N. (1996), “The empire of the ear: Freud’s problema with music”, International Journal of Psycho-analysis, núm. 77, pp. 1127-1168.

Gabbard, G. y D. Westen (2005), “Repensar la acción terapéutica”, Libro Anual de Psicoanálisis, vol. XIX, pp. 143-160.

Guàrdia, M. (2003), “El silenci, el so i la cançó. Diferents moments d’un procés comunicatiu en l’anàlisi de nens”, Revista Catalana de Psicoanàlisi, vol. XX, pp. 27-40.

Harrison, A. (2014), “The sándwich model: The ‘music and dance’ of therapeutic action”, The International Journal of Psychoanalysis, núm. 95, pp. 313-340.

Malloch, S. y C. Trevarthen, (2009), Communicative Musicality, Oxford, Oxford University Press.

Mancia, M. (2006), “Memòria implícita i inconscient no reprimit: el seu paper en el procés terapèutic”, Revista Catalana de Psicoanàlisi, vol. XXIII, pp. 35-51.

Pinker, S. (2007), Cómo funciona la mente, Barcelona, Destino.

Racker, H. (1954), “Sobre la música”, Revista de Psicoanálisis, vol. XI, núm.4, pp. 423-445.

Rizzuto, A-M. (2004), “Hablar, desarrollo del lenguaje y la situación clínica”, Libro Anual de Psicoanálisis, vol. XVIII, pp. 211-228.

Sacks, O. (2009), Musicofilia, Barceelona, Anagrama.

Stern, D., Sander, L., Nahum, J., Harrison, M., Lyons-Ruth, K., Morgan, A., Bruchsweiler-Stern, N. y E. Tronick (2000), “Mecanismos no interpretativos en la terapia psicoanalítica”, Libro Anual de Psicoanálisis, vol. XIV. pp. 207-225.

Dio Bleichmar, E.(2011), “Entrevista a Daniel Stern”, Apego, afecto y desarrollo, http://apegoydesarrollo.blogspot.com.es/2011/09/entrevista-daniel-stern.html

Storr, A. (2008), La música y la mente, Paidós, Barcelona.

Vaz de Lima, E. (2004), “Elementos expresivos no-discursivos y su rol en la construcción de significado en la situación analítica”, Libro Anual de Psicoanálisis, vol. XVIII, pp. 229-241.

 

Resumen

En el presente artículo se repasa la historia de las relaciones entre psicoanálisis y música. Se discute si el reconocimiento tardío de la trascendencia de la música se debe a la conocida insensibilidad musical de Freud y a la dificultad para que el pensamiento científico integrara un fenómeno caracterizado por lo emocional y lo pre-verbal. Esta situación ha cambiado sustancialmente en las últimas décadas gracias a los avances de la neurociencia y al estudio de la interacción precoz madre-bebé, donde el ritmo y la música juegan un papel comunicativo esencial. Finalmente se considera el papel de estos elementos relacionales implícitos en los procesos de cambio que tienen lugar en la relación terapéutica.

Palabras clave: música, comunicación pre-verbal, memoria implícita, cambio terapéutico.

 

Summary

In this article the history of relations between psychoanalysis and music is reviewed. It is discussed whether the belated recognition of significance of music is due to the known musical insensitivity of Freud and because of the difficulty for scientific thought to integrate a phenomenon characterized by emotional and pre-verbal. This situation has substantially changed in recent decades, thanks to the progress of neurocience and the studio focused on early mother-infant interaction, where the rhythm and music play an essential communicative rolle. Finally, is considered the role of these implicit relational elements in the processes of change taking place in the therapeutic relationship.

Keywords: music, preverbal coomunication, implicit memory, therapeutic change.

 

Rafael Ferrer
Psiquiatra y Psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis (S.E.P)
10834rfc@comb.cat

1 Para las personas interesadas en el tema, puede resultar útil la lectura del amplio artículo The empire of the ear: Freud’s problema with the music (Cheshire, 1996), donde el autor sugiere que la supuesta insensibilidad de Freud hacia la música podría deberse más a un conflicto que a una deficiencia.

2 El acorde es el efecto musical producido por el sonido simultáneo de varias notas. Posee un carácter más o menos armónico o disonante que se presta a este efecto de tensión o de distensión (que se denomina resolución del acorde).

3 La traducción es mía.