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“No hay que olvidar que no habrá nunca suficientes
terapeutas para tratar a todos aquellos que necesitan ser
atendidos. Así pues, difundir las ideas, forma parte de
una voluntad de reducir el número de personas que
necesiten psicoterapia y de aportar una contribución
personal a la sociedad”.
Winnicott (2004).

En una época en que las palabras trauma, traumatismo, víctima, sufrimiento, son utilizados como clichés, en un discurso estandarizado y banalizado, constatamos que los traumas de los niños pequeños continúan subestimados, poco conocidos y sobre todo mal asumidos, como si una jerarquía implícita nos hiciese pensar que, cuanto más pequeño es un niño, más pequeño será el trauma. Sin embargo, podemos afirmar hoy en día que esta banalización de los traumas en los niños pequeños es un prejuicio, un contrasentido, un error. Cuanto más pequeño, mayor es la dependencia del niño respecto a sus padres, y los hechos traumáticos, individuales y colectivos, provocarán más efectos ontológicos y dejarán huellas más profundas en su interior, en sus procesos de desarrollo y en su futuro como adulto. En este artículo nos centraremos en los bebés y en los niños hasta los diez años, sin entrar en los efectos de los traumas en los adolescentes[3], tan importantes en esta edad de construcción de la identidad, pero que salen del marco de este trabajo. Lo que queremos demostrar de manera específica para los niños ―incluso en la hipótesis de que también sirve para los adolescentes― es que lo que les hace daño y deja huella profunda en su desarrollo, es el ataque ontológico, tanto existencial como antropológico, a su sistema de creencias y que ese proceso, hoy en día, todavía es poco conocido y subestimado. Mostraremos también lo que debemos aprender para poner en práctica técnicas de prevención y atención para los niños, adaptadas y eficaces.

 

¿Cuál es el trauma en los bebés y en los niños?

Los niños, incluso los bebés, perciben directa e indirectamente los traumas. Son muchos los estudios actuales que se refieren a los procesos de invasión psíquica, al terror y sus efectos sobre el desarrollo (Baubet, 2012); los que tratan sobre el lenguaje o lo preverbal; la memoria procedimental o aquella que permite la inscripción; las representaciones o las proto representaciones, en niños muy pequeños, e incluso en el feto. Todos estos estudios lo demuestran, si es que era necesario demostrarlo (Mouchenik y col., 2012), tanto en psicoanálisis como en psiquiatría o en neurociencias (Ouss-Ryngaert, 2012). Estas huellas son tan fuertes que se inscriben, como todo proceso que se sitúa en una línea de desarrollo, en el presente de este ser sensible, activo y perceptivo, pero también en su futuro, y luego en el adulto que será. Se puede hacer la hipótesis de que ese trauma, o serie de traumas, va a modificar la percepción que el niño tiene de su pasado y de su historia, por breve que ésta sea.

A las consecuencias directas del hecho traumático, de los traumas parentales o colectivos, van a añadirse las consecuencias indirectas (Feldman, 2009). En efecto, los niños, en particular los más pequeños, tienen necesidad de la ayuda de sus padres o substitutos para vivir, para sobrevivir y crecer. Más allá de la ayuda del grupo que les sostiene, o que debería hacerlo, son dependientes de sus padres y de sus cuidadores. Todo ello lo encontramos ya en los primeros trabajos de Dorothy Burlingham y Anna Freud (1943) quienes crearon una guardería para niños huérfanos o separados de sus familias durante la Segunda Guerra mundial, la Hampstead War Nursery[4]. Los resultados de los análisis realizados en ese centro sobre niños afectados por la guerra, fueron publicados en inglés en 1943 y luego en francés en 1949. Para Anna Freud (1976), “el hecho de que el yo quede desmantelado es real y constituye la esencia del traumatismo”. Considera que es el allanamiento del aparato psíquico lo que señala el trauma, y es entonces cuando aparece en sus trabajos la noción de barrera protectora.

 

Los cuidados maternos como barrera protectora y entorno del bebé

Los cuidados maternos de calidad y suficientemente adaptados al niño constituyen de entrada una barrera protectora que le proporciona un sentimiento de continuidad y de seguridad. A veces, ni la madre, ni los padres, ni los substitutos pueden asegurarla, sea porque esta barrera protectora materna es insuficiente o porque los acontecimientos individuales o colectivos son tan repentinos, repetitivos, tan brutales, que se crea una brecha; entonces la barrera cede parcial o completamente, y el niño pequeño, dependiente de esta barrera, se hace vulnerable y queda traumatizado. El traumatismo relacionado con la insuficiente calidad de cuidados maternos ha sido teorizado por Masud Khan (1974) bajo el nombre de traumatismo acumulativo: “El traumatismo acumulativo resulta de las tensiones y del estrés que el niño experimenta en el contexto de dependencia de su yo con respecto a la madre, quien es a la vez barrera protectora y yo auxiliar”. Para Winnicott, los cuidados maternos integran tres funciones primarias: el holding o sostén materno; el handling, la madre cuida al niño, lo maneja, le procura sensaciones táctiles, corporales, auditivas, visuales; y  el object-presentering o modo de presentación del objeto, el niño tiene acceso, primero a través de la madre, a objetos simples, luego a objetos progresivamente más complejos y, por fin, a un mundo de múltiples dimensiones: “Yo pienso que solo crecemos así si cada uno de nosotros ha tenido, al inicio, una madre capaz de hacerle descubrir el mundo a pequeñas dosis (…) La madre comparte con su hijo un mundo aparte, manteniéndolo suficientemente pequeño para que no esté en confusión, permitiendo que crezca progresivamente a fin de satisfacer la capacidad cada vez mayor del niño de disfrutar del mundo” (Winnicott, 1979). Es esta tercera función, la más compleja y existencial, la que es susceptible de hacerse vulnerable en situación de traumatismo. Los cuidados maternos definen a la madre en su función de proteger contra la intrusión y el ataque, es decir, en su función protectora. “En ese estadio, el término ‘madre’ es equivalente a ‘entorno’ y engloba al padre si éste se ocupa del recién nacido. El padre interviene de dos formas, una como madre cuando se ocupa del recién nacido y otra cuando preserva a la madre y al niño de aquello que podría venir a inmiscuirse entre los dos. Para que la madre sea efectivamente capaz de ofrecer tal cosa, es necesario que haya podido, y pueda todavía, beneficiarse de un entorno de cierta calidad” (Winnicott, 1969). Se trata pues, para Winnicott, de un conjunto individuo-entorno. Parafraseando al autor,» el entorno debe ser para el bebé como el aire que respira: el bebé no se percata de que el aire está allí, pero si falta se colapsará.»

 

Creer en su entorno y en su lógica

Así pues, para Winnicott el significado de la palabra traumatismo varía según el momento del desarrollo afectivo del niño, ya que éste evoluciona desde una dependencia total a una dependencia relativa. El entorno facilitador debe de ser progresivamente menos presente, incluso fallar, pero sin sobrepasar la capacidad del niño para hacerle frente; si no es así, hay traumatismo por ruptura de la confianza en el entorno, por pérdida de la capacidad de creer en él. El riesgo extremo sería “la pérdida de la pureza de la experiencia individual por la intrusión excesivamente repentina o imprevisible de un hecho real y por la aparición del odio en el individuo, odio del buen objeto experimentado no como odio, sino, de manera delirante, como ser odiado” (Winnicott, 1965). En esta noción de “confianza en el entorno”, propuesta por Winnicott, encontramos el germen de las teorías infantiles que presuponen creer en este entorno y en quién o quienes hacen la función de espejo ―imagen utilizada por el autor para sostener que para pensar se necesita desde el principio la mirada del otro, para después poder tener la imagen de sí mismo, tener conciencia de un sí mismo unificado y evolucionar hacia un pensamiento autónomo―. El vocabulario utilizado es el que luego servirá para la religión, creencias, fe, etc. El significado se construye en estas experiencias precoces. En estadios más tempranos, de dependencia absoluta antes de la formación del self unitario, pueden sobrevenir ansiedades primitivas y dar lugar a organizaciones defensivas a veces de naturaleza psicótica. Winnicott describe también en algunos pacientes adultos el temor al derrumbamiento, que es el temor a la angustia que está en el origen de la organización defensiva psicótica. Este derrumbe ya ha tenido lugar, pero en un momento en que el desarrollo del yo era incapaz de sentirlo y de guardar una huella en forma de recuerdo. Winnicott subraya la importancia de la protección parental en las situaciones potencialmente traumáticas y también la posibilidad de consecuencias a largo plazo de los traumas más precoces.

 

Pero ¿cómo va el niño?

Así pues, los padres traumatizados pueden estar atrapados por el presente y el pasado del recuerdo traumático, y sentirse mutilados por los acontecimientos que les amputa incluso su capacidad de amar a sus hijos (Altounian, 2012). El grupo social, por su parte, está desestructurado por los hechos colectivos que desorganizan sus lógicas y sus ámbitos. En este contexto los padres olvidan a sus hijos, o están demasiado preocupados por su propio dolor, sus duelos, sus pérdidas o sus terrores para ocuparse de manera adecuada y eficaz de sus hijos, de sus necesidades y vulnerabilidades. Los padres deben sobrevivir física y psíquicamente para poder ocuparse de sus hijos y, en particular, de los pequeños que no siempre saben pedir ayuda o que no la reclaman con el lenguaje de los adultos. Ellos lo dicen a su manera con un balbuceo traumático que no es reconocido como tal, por ejemplo, dejando de jugar o de soñar; pero, ¿quién se va a percatar en tales circunstancias? Pueden repetir a través del juego el hecho traumático al que han quedado fijados y ese “falso juego” puede tranquilizar a los adultos, padres y cuidadores: “el niño va bien, ¡juega!”. En realidad, está repitiendo el trauma y sus vivencias afectivas en un escenario en bucle que se auto entretiene. A los traumas se añaden entonces la falta, el abandono y la desolación blanca, que no es espectacular, pero que deteriora. Hay que darse cuenta de esa minucia, de ese vacío depresivo que congela los procesos de desarrollo e hipoteca el porvenir.

 

Primeras experiencias traumáticas

La cuestión es saber cómo un bebé comprende lo que le llega y qué representaciones nacen de esta experiencia. Así, los elementos clínicos observables están vinculados a las representaciones de los acontecimientos y al modo de expresión de los bebés en función de su desarrollo. Esto implica, pues, que la experiencia persiste, sea como sea que se haya guardado en la memoria. En los bebés más pequeños, Gaensbauer (2002) observa una “persistencia comportamental”; Terr (1988), por su parte, propone una memoria que sería comportamental antes de ser verbal. Desde la primera semana de vida, los lactantes son sensibles a las maniobras intrusivas y dolorosas y pueden conservar, por ejemplo, una sensibilidad cutánea acrecentada cuando se les han practicado extracciones sanguíneas en repetidas ocasiones (Marshall, 1989). Los bebés más pequeños (desde los primeros días de vida), estarían en condiciones de reconocer estímulos asociados a una experiencia vivida como traumática y expresarían reacciones corporales de malestar relacionadas con ésta. A esta edad, los reconocimientos y respuestas de malestar pueden persistir muchas semanas, incluso muchos meses.

 

Cuando el cuerpo habla

Terr (1988) da muchos ejemplos de memorización precoz después del trauma, como el de una niña pequeña que, agredida sexualmente durante los seis primeros meses de su vida, a la edad de dos años y once meses puso en escena con sus juguetes las vejaciones que había vivido siendo lactante, incluida una penetración vaginal. La realidad fue confirmada por las fotos pornográficas tomadas durante los abusos. En ese caso, la huella mnémica y corporal permitió la restitución dos años después de los hechos. Así, a lo largo del primer año (segundo semestre), se establecen las representaciones internas que pueden expresarse a través de re-enactement[5], muchos meses o muchos años después. Esta competencia se une a la imitación diferida que se crea hacia el final del primer año y que hace referencia a la memoria declarativa no verbal (Meltzoff, 1995; Collie, 1999). Estos autores muestran que la disponibilidad del lenguaje oral o de una buena fluidez verbal no son necesarias en el momento de la experiencia traumática para que sea memorizada, incluso restituida verbalmente más tarde, de forma fragmentada. Así, Terr pone el ejemplo de una niña abusada entre los quince y los dieciocho meses de edad para realizar fotos pornográficas que pudo evocar verbalmente elementos del abuso a los cinco años. Después de analizar veinte casos de niños menores de cinco años en que el acontecimiento traumático tiene lugar después de los veintiocho meses, los niños ya son capaces de hacer un relato completo. Antes de esta edad, se puede tener acceso a recuerdos incompletos, fragmentados o sin ninguna verbalización. Terr insiste en el vínculo entre las imágenes visuales y la memoria comportamental. El comportamiento del niño en cualquier edad, incluyendo los bebés más pequeños, refleja con una sorprendente fidelidad el acontecimiento traumático, como se observa en esta muestra, que la memoria comportamental ha sido sistemática. Por el contrario, cuando la aparición del lenguaje tiene lugar después del hecho traumático y de su inscripción corporal, los niños solo pueden describir una parte de las imágenes preexistentes, fragmentos de los acontecimientos, o de la serie de acontecimientos traumáticos. La memoria verbal es también fiel en relación al acontecimiento incluso si hay colusiones con otros recuerdos u olvidos. Finalmente, los hechos únicos y breves son bastante mejor memorizados que los múltiples, prolongados y variables (como en caso de abuso sexual perpetrado por un agresor conocido del niño). En este caso, es la memoria comportamental la que persiste (Terr, op.cit.).

Por otro lado, si el suceso es al inicio algo inesperado, su repetición induce a la anticipación y entonces el niño puede desarrollar mecanismos de defensa con los que proteger su psiquismo. Así, en la mayoría de traumas, sea cual sea la edad en la que tuvieron lugar, encontramos recuerdos visuales o que implican otros canales perceptivos, juegos y comportamientos repetitivos, miedos específicos al trauma y la percepción de un porvenir limitado. En el caso de traumas repetidos y prolongados en el tiempo ―trauma de tipo II, según Terr[6]― son frecuentes el recurso a la auto hipnosis, a la disociación (anestesia corporal, amnesia, despersonalización), la negación, el repliegue y a la anestesia afectiva. La rabia hacia los otros o de vuelta contra sí mismo por identificación con el agresor puede persistir hasta la edad adulta e inducir a comportamientos auto y heteroagresivos (Terr, 1991).

 

Perder brutalmente sus teorías existenciales de niño

Existen unas condiciones para considerar la existencia de un trauma (Bailly, 2006): un problema establecido, la percepción del suceso y el juicio sobre la naturaleza del mismo, vivido con espanto, con desbordamiento de las posibilidades de elaboración del sujeto. Para éste, el poder traumático es lo que queda como conocimiento irreductible (Briole, 1994), es el ataque a lo simbólico (Bailly, 2007).

¿Qué sucede con los más pequeños? En el lactante, el ataque a lo simbólico comporta frecuentemente un ataque a las teorías infantiles. Para él, las teorías infantiles corresponden a un conjunto de leyes y creencias fundamentales que el bebé comienza a construir desde los primeros meses de vida y son el corolario del desarrollo del pensamiento. Son creencias relativas a los objetos individuales de amor y de apego, como la presencia de la madre o la capacidad del padre para proteger. Este nivel ontológico corresponde a los fundamentos de la naturaleza humana. Así encontramos creencias que atañen a la percepción individual, que se instala temprano pero progresivamente, y que pueden ser destruidas o atacadas en sus fundamentos en situaciones de sucesos graves que no van lógicamente en la dirección de las creencias ontológicas: el sentido de futuro, el lugar generacional, en la familia, en la sociedad y finalmente en el mundo. Estas percepciones que ordenan el mundo del niño afectan la percepción de su propio lugar y también del lugar de los demás (uno en relación a los otros): la de los padres, la de la construcción de lo social, la de los otros en el entorno (Bailly, 2012). Otras categorías pueden quedar afectadas a lo largo del desarrollo del niño como el bien/mal, verdad/mentira, etc.

Así es como los hechos traumatógenos en el lactante tendrán que ver con un tipo de ausencia de los objetos de amor primitivos que sus teorías no preveían, y también con experiencias de caos sensorial externo (frío/calor, ruido/luz) e internas (dolor, hambre, sed). El estado de terror de la madre en una situación traumatógena para ella también puede representar el caos para el bebé; entre uno y tres años, el terror de los padres será de lo más perturbador, ya que el adulto en el que él creía, omnipotente y portador de sabiduría, se encuentra de pronto impotente y sin recursos. Lo que hace que resulte un trauma para el niño es la contradicción que existe entre este suceso, la experiencia que vive el niño junto a su entorno, y sus creencias subjetivas fundamentales (Bailly, 2012). Este sistema de creencias del niño, que va evolucionando a lo largo de su desarrollo, está constituido por hipótesis y teorías desarrolladas desde el inicio que quedan brutalmente debilitadas por una realidad que las abrasa y sobre todo, las confunde o las invierte. El trauma es el ataque a este sistema subjetivo de teorías por parte de algo revelado durante el hecho traumático, del orden “estoy vivo/estoy muerto”, lógicamente incompatible pero que puede cohabitar en la experiencia del niño que ha estado a punto de morir en una situación grave (Bailly, 2012). Así lo que queda a largo plazo es el ataque al sistema simbólico dañado, que puede ser diferente para cada niño. De ahí, la importancia de ponerse a la altura del niño, pero también de ese niño en particular, pues cada herida es diferente. Se pueden ver las huellas todavía activas y no cicatrizadas en la siguiente historia, la historia de Chazia.

 

Chazia, la chica que se sentía abandonada por Dios

Chazia es una bella muchacha de doce años que consulta acompañada por su madre[7] por tener dolor de cabeza. “Estos dolores insoportables empezaron hace siete años”, dice la madre. Pregunto a la niña si recuerda el inicio, pero ella no lo sabe. Su madre explica que todo empezó cuando los bombardeos de Massoud en Kabul, desde entonces no podía dormir cerca de una ventana. “¿Tiene miedo de otra cosa?”, pregunto. “Sí ―dice la madre―, tiene miedo de las vacas, de recibir una patada”. La pequeña está aterrorizada con solo evocarlas y solo consigue dormirse si está lejos de una ventana y su madre la tranquiliza. En la entrevista se presenta como una jovencita inhibida, inquieta y con miedo a la relación con nosotros. Respecto a los estudios, su madre se queja de que tiene dificultades para concentrarse. Pregunta si no habría un medicamento para que su hija vuelva a ser como antes. Esta idea de “ser como antes” está presente en casi todos los niños que atiendo: antes de la guerra, antes del trauma, borrar las huellas que la guerra deja sobre ellos, reencontrar la confianza en la vida. La madre ha buscado medicamentos para su hija, “pero nada es eficaz”, dice. Le digo que los medicamentos no son eficaces cuando el terror ha quedado dentro. “¿Lo que la entristece?”, pregunta ella. Yo asiento. “Entonces, ¿qué hacer?”, pregunta. En la situación de urgencia y sabiendo que no podrá ser atendida enseguida, le propongo aprender unos ejercicios de relajación que le permitirán poco a poco controlar el terror que la domina. La muchacha no está tranquila, pero acepta tras unos momentos de duda. Toma la mano de la intérprete femenina y a través de ella le pido que se estire en el centro del grupo donde le propongo algunos movimientos de relajación. Progresivamente se deja ir, se relaja y acepta el ejercicio. Al final está mucho más tranquila y relajada. Su madre en cambio me dice: “¡Deme un medicamento para que ella pueda estar bien cuando usted no esté!”. Mantengo la no prescripción de medicamentos, pero siento que una sola consulta no es suficiente para que el efecto se mantenga sin mi presencia. La jovencita sonríe, se siente mejor, pero tiene miedo de volver al mundo exterior, todavía demasiado aterrador. La madre permanece alerta. La consulta para su hija la implica a ella también: primero curar a sus hijos, luego explicar el propio dolor y aceptar el temor de ver en los ojos de la hija que ella no la puede proteger permanentemente. Chazia presenta un síndrome postraumático moderado, pero que no desaparece espontáneamente porque se ha estructurado bajo la forma de inhibición y restricción del funcionamiento psíquico. Le propondré una intervención tipo relajación y algunas sesiones de psicoterapia en presencia de una intérprete que ella inviste de entrada como un espacio intermediario más seguro que su madre, quién también tiene dificultades para “tenerse en pie”. Esas son sus palabras cuando le digo que ella también ha tenido miedo. Y añade: “¿quizás sea yo quién ha transmitido el miedo a Chaiza?” Permanecemos unos instantes en silencio, mientras Chaiza reflexiona y se pregunta sobre la cuestión de la permanencia y de la continuidad: si esta catástrofe ha llegado una vez, puede volver a empezar; si los adultos han fallado una vez, pueden volver a fallar. En una de las sesiones dirá que ha perdido la fe en Dios, pero que esto no se puede decir porque es muy grave. Sin duda para ella es el punto álgido, la pérdida definitiva de la confianza en Dios, ese que, según dicen los adultos, no nos abandona; aunque ella sabe ahora que no se les puede creer completamente…

Cuando la realidad traumática se impone a los niños, lo que el presente les ofrece apenas se nota en la medida en que la memoria traumática, como en Chaiza, es más real que la realidad cotidiana (Bailly, 2012).

Queda también la cuestión de la madre de Chaiza: “¿Le he transmitido el miedo a mi hija?” La lógica del trauma, ¿sería transmitirse? Veamos la cuestión a partir del bebé, que es la etapa de la que disponemos de más trabajos.

 

La herencia traumática. ¿Cómo se transmiten los traumas?

¿Se transmite el trauma sufrido por una madre al bebé que nace después de esta circunstancia? ¿Y de una madre que ha sufrido un hecho violento a su hijo pequeño, cuando éste no estaba presente? Si es que sí, ¿qué es lo que se transmite? ¿unos elementos específicos del trauma? ¿las consecuencias del trauma sobre el funcionamiento psíquico de la madre? La memoria del trauma, o su relato reactualizado por la madre, permanece vivo en ella y se explica al niño junto con los sentimientos que acompañan, ¿sería entonces ese relato lo que funcionaría como suceso traumático? Por otra parte, la cuestión de la transmisión, planteada para la diada adulto-niño en general, la madre o su substituto, también surge entre terapeuta y niño. Todas esas cuestiones clínicas actuales son objeto de investigaciones en curso[8] con el objetivo de precisar los procesos de transmisión.

Algunas de las observaciones ya son conocidas en la literatura relativa a los trastornos post traumáticos y las depresiones graves. En las mujeres conllevan perturbaciones en las interacciones madres-hijos y pueden conducir a apegos de tipo desorganizado y a dificultades en “presentar el mundo a sus hijos”. Es lo mismo que se observa a veces en contextos de niños nacidos de violaciones o después de traumas extremos como la tortura. El inicio de una atención conjunta equivale a un compromiso en el episodio relacional (intersubjetivo). Esta competencia permite, con el tiempo, desarrollar relaciones adaptadas con sus iguales, sus profesores, sus educadores en el sentido más amplio. La alteración de esta capacidad en los niños que tienen un problema de apego desorganizado, señala una dificultad para establecer la intersubjetividad. Esto se une a la teoría de que el apego desorganizado proviene de experiencias infantiles con una figura de apego temerosa o atemorizante. Así, estos bebés pueden estar, ellos también, atemorizados por las interacciones; no desarrollan sus competencias precoces porque tienen miedo y son demasiado prudentes. Por otro lado, podemos mencionar también dentro de este cuadro el aumento de la violencia intrafamiliar en situaciones de traumas crónicos y recurrentes, con un impacto sobre la función parental[9] .

Por otra parte, se ha propuesto el concepto de estado de estrés post traumático a dúo para calificar las situaciones en el curso de las cuales la respuesta traumática del progenitor, sufrida por el niño, crea un sistema de interacciones complejas que perennizan los trastornos en los dos miembros de la interacción. Para algunos esto podría estar vinculado a la reactivación de traumas anteriores no elaborados en la madre. Scheeringa y Zeannah (2001) han propuesto el concepto de estado de estrés post traumático relacional para calificar estas situaciones en las que concurre sintomatología psicotraumática en el bebé y en el adulto que lo cuida, en las que la sintomatología de uno exacerba al otro. Se requiere que padre o madre haya estado ausente en el transcurso del suceso traumático. Describen varios tipos de sintomatología. El primer tipo es el “replegado/no receptivo/no disponible”: los padres no están psíquicamente disponibles para el niño; esta situación la encontramos frecuentemente cuando los mismos padres han sufrido traumas anteriores. El segundo tipo es el llamado “sobreprotección/constricción”: los padres están preocupados por el miedo de que llegue un nuevo trauma y por la culpabilidad de no haber sabido proteger a los niños del traumatismo. El tercero es descrito como “reconstrucción de la escena traumática/poner en peligro/temor”: el trauma se reactiva por preguntas continuas sobre el suceso o alusiones repetidas a éste; el niño es situado en la tesitura de que pueden sobrevenir nuevos traumas.

Según los autores, la reacción parental al trauma del niño puede adoptar diferentes formas: “mínima”, el niño no está afectado de manera notable por el suceso; “mediadora”, el niño no experimenta el efecto directo del suceso sino más bien las consecuencias del impacto traumático sobre los padres; “moderadora”, las reacciones de la madre afectan la evolución del estado del niño; “combinada”, ambos miembros están traumatizados y sus manifestaciones emocionales se exacerban mutuamente.

Igualmente, Anna Freud (1976) ha mostrado que los padres que manifiestan en voz alta su angustia pueden transmitir temor a sus hijos. En contextos de guerra o de catástrofes se observan díadas madre-bebés traumatizadas y con trastornos graves de las interacciones. El hecho de que el progenitor esté expuesto al trauma aumenta la probabilidad de que los bebés tengan problemas psíquicos. Esto ha sido demostrado en un estudio realizado en Hebrón sobre las diadas madres-bebés desnutridos (Baubet, Gaboulaud y col., 2003), en Gaza (Hustache y col., 2009) en una población afectada por la guerra o, en Kosovo donde Baubet ha observado las frecuentes situaciones de espasmo grave del llanto en los bebés, particularmente cuando varios miembros de la familia han sufrido traumas (Baubet y col., 2006).

La lógica del trauma es la repetición. Los niños tienen miedo del futuro y anticipan un futuro traumático donde el suceso que ha tenido lugar, puede repetirse, o bien aparecer otro del mismo tipo en la medida en que el entorno ya no es “seguro” (Guillaumin, 1982; Nathan, 1987; Bailly, 2012). La ligereza y despreocupación de la infancia las sienten en ese momento, y para siempre, prohibidas, como en la historia de Mahmoud.

 

Mahmoud, el niño que tiene miedo al futuro

Mahmoud tiene cuatro años en el momento de nuestro encuentro[10], es el penúltimo de una fratria de ocho. Vive con su familia en la periferia de Hebrón, no demasiado lejos de la colonia israelita Quiriab Arba. Hebrón se halla en una zona de conflictos crónicos y está ocupada militarmente desde hace muchos años. Desde el inicio de la segunda Intifada la casa de esta familia está expuesta a las acciones violentas cometidas con regularidad por los militares o los colonos (destrucción de plantaciones, huertos, de casas vecinas, etc.). Aparte de repetidos traumatismos relacionados con la situación de ocupación, Mahmoud había sido atropellado ocho meses antes por un coche que conducía un habitante de una colonia vecina. El hermano que le precede, tres años mayor que él, fue testigo de la escena, pero pudo protegerse de la persecución del vehículo. A raíz del suceso, Mahmoud estuvo hospitalizado durante un mes en un hospital israelita, periodo en el que tuvo escasas visitas de su familia, a la que no se le permitía acudir. La separación fue muy difícil de soportar para él y para su madre. En el momento de nuestro encuentro Mahmoud es un niño extremadamente inestable. No puede estar quieto, pasa de una actividad a otra sin parar, incapaz de concentrarse en una tarea o incluso en el juego más allá de unos instantes. Ha quemado dos veces las cortinas de la casa. Desde su regreso presenta graves trastornos del sueño y enuresis nocturna. A su madre le resulta muy difícil calmarlo. En la entrevista con el niño observamos auténticas defensas maníacas, activadas para luchar contra los sentimientos depresivos. La madre también está, a su vez, deprimida. Ha perdido su capacidad de contención, aunque puede recuperarla mínimamente, con un buen soporte que la sostenga durante la consulta. Se lamenta de no saber qué hacer con este hijo al que ya no reconoce y que parece haber perdido la confianza en su capacidad de protegerle. El hermano mayor es lento, apático y tiene malos resultados escolares, lo cual inquieta enormemente a sus padres, en una sociedad en la que aprender y saber es una forma de resistencia. También padece enuresis nocturna y tiene pesadillas. Su madre ha observado que a menudo se aísla y juega poco con sus amigos. Vive angustiado por la proximidad de los soldados y de los colonos, en una anticipación ansiosa de que pueda suceder algo grave.

En la consulta se le indica un tratamiento individual, pero en la sociedad y en su grupo cultural de pertenencia existen elementos más o menos eficientes, que permiten consolarse, dar un sentido a lo que pasa, resistir, reconstruir teorías y mecanismos de defensa. ¿Cómo pensar en este funcionamiento colectivo y en sus efectos sobre el psiquismo?

 

La cultura como factoría de lógica y de sentido

La corriente etnopsiquiátrica, en particular la francesa, ha tratado de pensar en la cultura y sus efectos estructurantes. En Nathan (1987) encontramos la importancia del ataque a la capacidad de simbolización causado por el trauma, en especial por el ataque antropológico, el de los cimientos culturales. Es necesario, pues, distinguir las diferentes dimensiones del trauma. Según Nathan: 1) “el trauma clásicamente descrito por la teoría psicoanalítica, podría definirse como una repentina afluencia pulsional no elaborable ni susceptible de ser reprimida a causa de la ausencia de angustia en el momento en que tiene lugar”.

Freud, y el psicoanálisis en general, otorga tres significados al concepto de trauma: “el de choque violento, el de irrupción y el relativo a las consecuencias en el conjunto de la organización (Laplanche y Pontalis, 1967). En relación al primer tipo de trauma, Nathan diferencia otros dos: 2) “el trauma ‘intelectual’ o trauma del ‘sinsentido’, según el modelo de Bateson en su definición del ‘doble vínculo’ (coacción o doble mensaje); y 3) el tercer tipo, “el trauma debido a la pérdida del marco cultural interno a partir del cual se descodifica la realidad externa”. Cuando hay un traumatismo grave en los niños, sea individual o colectivo, las dimensiones afectivas, cognitivas y culturales quedan afectadas globalmente por interacciones inevitables y complejas. El trauma “sinsentido” aparece cuando las categorías culturales ya no son eficaces para proporcionar un significado que permita la anticipación y el consuelo.

Ya antes de Nathan, Devereux (1970) había insistido en la función anticipatoria de la cultura que protege, en la medida de lo posible, de ciertos traumas, permitiéndonos pensarlos y anticiparlos. Son las llamadas defensas culturales, que pueden variar de una cultura a otra en función de lo que se investigue implícitamente y en función de las protecciones asumidas colectivamente. Estas defensas culturales se adquieren en el curso del desarrollo, muy temprano, y son transmitidas mediante el lenguaje verbal y no verbal, a través del proceso de asimilación de los valores culturales, mediante la educación y luego por las instituciones que tienen la función de transmitir un saber. Es una especie de matriz para protegerse del “sinsentido”, del dolor, de las pérdidas, para poder creer en el entorno como un lugar lo más seguro posible. La religión, las teorías sobre la vida o la muerte, la teoría de los espíritus y de los muertos que nos acompañan y nos protegen, etc., son todas ellas defensas culturales frente al “sinsentido” y la pérdida. Estas teorías subjetivas y antropológicas tienen más que ver con la lógica que con la creencia (Pouillon, 1993). Son la continuidad de las teorías, hipótesis y creencias infantiles sobre uno mismo, los otros y el mundo. Son propias de cada cultura pero pueden mestizarse, por ejemplo, en la migración. También los mitos compartidos de un determinado grupo, son formas de defensa cultural ya que alimentan una especie de “habitación fría” impersonal en la que pueden ser almacenadas las fantasías individuales generadas por conflictos internos (Devereux, 1970). Lo mismo cabe decir sobre los cuentos a los que los niños son tan aficionados y que les ayudan a crecer serenamente, dando forma a sus fantasías o a sus inquietudes, individuales o colectivas.

Vamos ahora a diferenciar los traumas individuales de los colectivos y a reflexionar sobre lo que ayuda a los niños a consolarse en ambos casos.

 

Traumas individuales y defensas culturales: Samba, el niño que veía fantasmas

Samba tiene 7 años y es el menor de cinco hermanos[11]. Nació cuando sus padres ya no lo esperaban y fue considerado como una bendición de Dios. Los padres, pertenecientes al grupo Mossi de Burkina Faso, son musulmanes no practicantes. Samba comprende el mossi, puesto que su padre se dirige a él siempre en dicha lengua; no así su madre, que le habla en mossi o en francés según los momentos y las personas que se hallen presentes. El niño ha crecido junto a un padre, bastante mayor que su madre; está jubilado y tal y como explica el mismo Samba, “lo aprovecha”: por la mañana le lleva a la escuela, va a buscarle al mediodía para comer, le devuelve después, y lo recoge por la tarde. Esto, desde la guardería y hasta que cae gravemente enfermo, a los 7 años del niño. En el camino a la escuela, como en una conversación interrumpida que continúa día tras día, el padre le cuenta la vida en el pueblo, la valentía de sus antepasados, la admiración que siente por la madre, tan diplomática y con tantas cualidades que por eso se casó con ella en segundas nupcias, después de la muerte de su primera mujer; le explicará también por qué llegó a Francia. Es decir, le va relatando la vida y el mundo, y ello le envolverá de una dulce confianza. Samba crecerá y accederá al conocimiento con la idea de que siempre habrá un adulto como su padre que le servirá de guía. Pero un día es su hermano mayor quien va a buscarle a la escuela al mediodía en lugar de su padre. Éste ha sido hospitalizado de urgencia y ya no saldrá del hospital donde morirá de una hemorragia fulminante sin haberse podido despedir de su hijo pequeño, ni de los otros hijos. Desaparecerá brutalmente, demasiado brutalmente para Samba, sumido en un estado de confusión en el que se mezclan tristeza extrema y cólera. Cólera ante los adultos que siente que le han mentido: el mundo se derrumba a su alrededor y nadie le previno, cuando los adultos seguro que lo sabían. Tristeza inmensa de no poder contar ya con la presencia reconfortante de su padre, que podía explicárselo todo y con quien el mundo se volvía comprensible y amable. Ya no comprende nada. Ni en la escuela, a la que no asiste, y cuando lo hace, está completamente inhibido y prostrado; ni en casa, donde cuando sale de su letargo es para hacer preguntas engorrosas, que nadie tiene la fuerza y la valentía de responder. Vive un auténtico derrumbe psíquico.

Conocí a Samba más tarde, cuando empezó a ver un fantasma que aparecía al quedarse solo en su habitación. De hecho, este fantasma que le reconforta es su padre. Su madre ―que le acompaña a la consulta a demanda de la escuela y del médico que le trata, inquieto por su comportamiento― explica que el fantasma no es un problema. Así sucede en la cultura Mossi: cuando alguien cercano muere, regresa bajo esta forma para consolarnos. En cambio, sí se inquieta por su tristeza excesiva, su inhibición y por el hecho de que, desde la muerte del padre hace casi seis meses, a Samba le cuesta mucho separarse de ella, comportándose a veces como un niño pequeño. Samba tardará mucho en volver a sentir confianza en las personas, y lo hará con la ayuda del fantasma de su padre, que se le aparecerá durante varios meses todavía y le ayudará a reconciliarse, parcialmente, con el mundo. Asimismo, nos explicará sus sueños, lo cual nos permitirá ayudarle a reconstruir las lecturas del mundo. Pero quedará esta huella profunda, casi indecible, de la primera cesura.

Elementos culturales como los fantasmas de los muertos, el espacio terapéutico y el espacio de los sueños permitieron a Samba una reelaboración de teorías sobre la vida, quizás menos sólidas que las que había construido junto a su padre, pero que le permitieron recomponerse de nuevo. Samba, ahora un adolescente, ha tomado solo el avión este verano para visitar a sus tíos paternos, que le llevaron al restaurante preferido de su padre para comer carne de caza. Se siente ahora tan fuerte, incluso más fuerte que su padre ―dirá al comentar sus vacaciones―. La teoría cultural de los muertos y de los espíritus nos ha ayudado a acompañar a Samba en el camino de la elaboración y de la narración subjetiva.

Podemos hacer la hipótesis de que en traumas colectivos, que quiebran los fundamentos de la sociedad, que atacan los vínculos de filiación y la pertenencia al grupo, las defensas culturales son aún más importantes, tanto a nivel colectivo como individual. Los individuos precisan de ese vivero para conservar una estructura cultural que les defina como pertenecientes a este grupo a pesar de los ataques, de las negaciones, de la vergüenza (Feldman, 2009; Altounian, 2012). Veamos cómo se traduce esto en una situación de guerra. Volvamos a Afganistán.

 

Traumas colectivos y defensas culturales: Medina, la superviviente

Medina tiene seis años y viste con colores brillantes. Acude a la consulta psicológica de Médicos sin Fronteras de Kabul acompañada de su madre, que está muy ansiosa. Explica de entrada, incluso antes de tomar asiento, que su hija se cayó desde un tejado cuando tenía dos años. Medina no me escucha, no quiere hacer nada y yo no sé qué hacer con ella. Durante la guerra ha perdido a dos de sus hermanas ―añade su madre en un torrente de palabras inconexas―. No sabe exactamente cómo murieron, habían salido para ir a buscar pan y nunca volvieron. La guerra es así ―dice―, no solo se lleva a los que combaten sino a mujeres y niños. Nadie se salva. Durante la guerra había miedo a salir para buscar un médico, pero ahora que ha terminado constatamos que los niños no van bien, lo que era tolerable durante la guerra, ahora ya no lo es. Entro en contacto con Medina jugando con ella: le gustan las pulseras de colores que llevo alrededor de la muñeca y se lo propongo a modo de juego. Es una niña viva, pero le cuesta concentrarse y mantener la atención en una misma tarea, aunque sea lúdica. Me entero de que le cuesta dormirse porque tiene miedo a la noche desde la muerte de sus tías. Cuando murieron toda la familia las veló durante la noche y Medina se quedo despierta; desde entonces la noche estimula en ella angustias de muerte. A veces exige de forma tiránica que su madre se quede cerca hasta que se duerma. Medina es una especie de superviviente de guerra. Ahora que ésta ha terminado su madre querría que la niña se comportara como una niña obediente, independiente y sin temores, cuando hasta entonces nunca le había exigido nada: conseguir su supervivencia consumía toda su energía. Nos encontramos con aspectos no solo directos, sino indirectos de la guerra: los efectos de la desorganización familiar y social sobre los niños y su educación. Ante la sintomatología ansiosa que traducía reminiscencias de traumas y de duelos precoces, propongo movimientos de relajación para calmar la excitación de la niña y permitir otro tipo de vínculo madre-hija. Muestro a la madre cómo hacerlo. Ésta se pregunta si los fármacos no podrían prolongar el efecto de ello, y le respondo que a esta edad no están indicados. Me dice que ha probado muchos y que después es todavía peor. “Entonces, ¿por qué continuar?”, le digo. Parece que la agitación frenética de la madre responde a la de su hija, las dos se defienden contra la ansiedad depresiva y el duelo casi imposible de las mujeres de la familia, que la guerra se llevó al haber asumido riesgos para que todos pudieran comer. En esta situación, se propuso una psicoterapia madre-hija para ayudarlas a juntarse para algo distinto a los recuerdos traumáticos y de este modo, en un segundo tiempo, poderse separar. Solo entonces Medina podrá estar tranquila lejos de su madre, sin estar obligada a provocarla y decirle “no” para mantenerla viva. Las sesiones madre-hija permiten poco a poco deshacer las angustias y Medina se convierte en una chiquilla que puede interesarse en las cosas del presente si, de alguna forma, las encuentra banales. Después de la última entrevista esconde mis pulseras en su bolsillo para llevárselas. Le digo que estas pulseras ahora son suyas. Sonríe tímidamente con contención. Le digo: ¿te preguntas si puedes confiar en mí? No ―responde con seriedad―, lo sé. Le comento que ella me ha enseñado cosas esenciales sobre los niños y sobre la necesidad de protegerlos para que no tengan miedo, y que algún día lo escribiré. Entonces ella le dice a su madre con seriedad: “¡quiero ir a la escuela!”. Aprender y resistir es también una defensa cultural, incluso tratándose de una niña, ya que es difícil matricularlas en la escuela. Más tarde sabré que Medina logró convencer de ello a su padre. Soñaba con ir a la escuela francesa de Kabul.

 

Los destinos del trauma en los niños: El niño que tenía miedo al viento

Visitamos a domicilio una familia en la que nos dicen que “todos los niños se han vuelto locos”. La mayor tiene dieciocho años y vive en el jardín, sin techo, vestida como un chico. No come con los demás porque se comporta como un animal ―nos comenta la madre―. Ésta piensa que ya no hay nada a hacer con ella. Pero nos pide que veamos al menor de sus hijos que quizás todavía puede salvarse. Llama con firmeza y a la vez con suavidad a su hijo, que está tejiendo. Este trabajo, que requiere manos ágiles, permite sobrevivir a la familia. Vemos a un niño inquieto, guapo, más bien rubio, de cinco o seis años. “¿Verdad que tienes miedo al viento?” ―le pregunta la madre―. Cuando el viento empieza a soplar un poco fuerte él se esconde en la casa, trata de no oír el ruido y se queda como paralizado. Esto le ocurre desde los últimos bombardeos. Aquel día hacía mucho viento y el ruido de los cañones quedaba intensificado por el ruido del viento. Después, el viento actúa de inductor y hace revivir el trauma al chiquillo. Será necesario, pues, separar ambos ruidos, y sobre todo, sacar el espanto que hay en su interior. Le propongo dibujar y hace un árbol, una taza y monstruos. Yo completo su dibujo primero haciendo un sol y después dibujando el viento que se va. Él sonríe, habiendo percibido la asociación. Le digo que su dibujo es muy artístico y estético, a lo que su madre responde que hace dibujos geométricos muy bonitos en las alfombras, diferentes a otros, los inventa con mucha inspiración y gusto. Nos muestra orgulloso la alfombra que está haciendo que es, efectivamente, magnífica. Sentimos que este niño empieza a no temer el viento si le ayudamos, a través de las palabras, del dibujo y de sus sueños (sueña mucho con animales grandes), a superar las huellas que el viento inicial dejó en su memoria. De esta manera es posible la transformación de la fragilidad traumática en creatividad. Así, el pequeño que tenía miedo del viento inventa estampados tan originales y elegantes para sus alfombras que va a permitir a su familia no solamente sobrevivir, sino vivir mejor.

Pensando en estos niños sometidos a acontecimientos traumáticos, hemos propuesto el concepto de niño expuesto, es decir, expuesto al riesgo de muerte: si se escapa, como en la mitología, se convierte en héroe. Este concepto nos permitió, de entrada, pensar esta vulnerabilidad[12] en los niños migrantes (Moro, 1989 y 1995) que llevando consigo el trauma migratorio de sus padres nacen en un lugar diferente al de ellos; después lo hemos aplicado a niños sometidos a traumas psíquicos individuales o colectivos que han corrido el riesgo de morir real o simbólicamente, así como en trabajos específicos sobre traumas psíquicos de los niños, ligados a traumas colectivos (Feldman, 2009 y 2012). Pero, ¿cuál será el devenir de estas huellas?

Frente a estas situaciones traumáticas, igual que ante cualquier suceso que intervenga en el proceso de desarrollo del niño, hay que considerar cuatro factores (Moro, 2002): 1) la vulnerabilidad (o invulnerabilidad), que ya hemos definido y que representa la capacidad de defensa pasiva del niño o del adolescente (la vulnerabilidad es secundaria a los acontecimientos vitales y a los factores de riesgo); 2) la competencia, que representa la capacidad de adaptación activa del bebé y del niño a su entorno; 3) la resiliencia, que describe los factores internos, o ambientales, de protección (Cyrulnik, 1999); y 4) la creatividad, que da cuenta de la potencialidad que tienen ciertos niños de inventar nuevas formas de vida a partir de la alteridad o del trauma. Esto se ha observado específicamente en niños supervivientes de traumas colectivos (Feldman, 2009, 2012).

El pequeño que tenía miedo al viento, tan expuesto como estaba, se convirtió en un niño singular y creativo. Su madre percibió su sufrimiento y le propuso también un espacio terapéutico con nosotros y unas actividades colectivas valoradas ―dibujar estampados para alfombras―, gracias a lo cual pudo transformar su miedo en algo bueno y bello, para él y para los demás. Estas evoluciones son las que nos obligan a pensar en la acción, la asistencia y el testimonio.

 

El terapeuta y la sociedad como espacios de reconstrucción de teorías de la vida: terapia y acción en la sociedad.

El tema de la violencia colectiva, tanto si se debe a catástrofes naturales o si se trata de la ocasionada por las guerras, forma parte de los traumas de estos países, la mayor parte de los cuales se viven en la familia, en la escuela, en los barrios, en definitiva, cerca de casa[13]. A menudo estas situaciones se separan por necesidad, en la medida que los que trabajan en los diferentes ámbitos generalmente no son los mismos. Nuestro postulado, que nace del necesario encuentro entre la psiquiatría transcultural y la clínica en intervenciones humanitarias, es otro: el trauma solo puede ser pensado observando los efectos directos e indirectos en bebés, niños, padres, en el grupo y en los terapeutas que les atienden. Para ello se requieren dos condiciones: primero, integrar la dimensión cultural en nuestras observaciones y conceptualizaciones, sin olvidar el grupo; en segundo lugar, quien posea la fuerza de desplazarse, ha de asumir el riesgo que supone hacer tan poco, tan rápido, y aceptar que esto forma parte de la humana imperfección. Actuar lejos de casa no es cómodo; actuar observando las formas de hacer del otro, tolerándolas ―no en el sentido clásico del término, de convivir con ellas―, implica respetar las diferencias sin dejarse anular por ellas, sin volverse impotente: atender a pesar de todo (Baubet y col., 2003). Esta dialéctica de hacer de todas formas, con rigor, partiendo de una posición modesta y transcultural, interactiva, es la que defendemos desde hace tiempo. No se trata de buscar un resultado triunfante con espíritu de conquista, si no de un posicionamiento que plantea la necesidad de ir, de aprender del contexto y de comprometer un proceso de elaboración de lo humano partiendo de la nada, del sufrimiento o del odio, ingredientes que encontramos a menudo sobre el terreno.

¿Qué hacer, pues, de esta herencia traumática tan difícil de manejar, niños golpeados por las guerras, las catástrofes o las rupturas individuales, herencia vivida directa o indirectamente, a causa del derrumbe de las funciones parentales de protección? Éstas son las situaciones a las que nos hemos referido principalmente en este artículo, pero en ocasiones pueden transmitirse por los padres, que las han vivido en la generación precedente (Feldman, 2009). En todas esas situaciones se intentan reconstruir nuevas teorías de la vida, se buscan los ingredientes de esta alquimia, se elabora el trauma individual desplazándolo en el tiempo, de una generación a otra (Altounian, 2012) o en el espacio, combatiendo por causas que reparan, al menos simbólicamente, las carencias ontológicas iniciales. Estas mutilaciones vividas o transmitidas por la generación anterior se transforman en un tesoro (Altounian, 2012). Incluso, en los creadores, se pasa de la herida a la escritura[14]. El espanto individual se convierte en rabia colectiva que resiste, atestigua y repara al otro y, de rebote, a uno mismo. Así pues, cada niño puede encontrar un antídoto a su sufrimiento, por otra parte inscrito en su piel y en su proceso de desarrollo, a condición que reconozca estas huellas ontológicas, estas rupturas simbólicas de sus teorías de vida, y a condición de que se ayude a cada uno de ellos a encontrar ―ya sea en la familia, en la sociedad y en los vínculos sociales, ya sea en un espacio terapéutico― los ingredientes de este antídoto, constituido por ingredientes intrapsíquicos, intersubjetivos y colectivos (Bailly, 2012). Finalmente, se abre ante nosotros el espacio político del traumatismo individual, desnudo de sus disfraces de recuperación imposible, para que el futuro resulte posible, deseado por los niños y amable.

Se pueden especificar las características de los antídotos frente a la violencia y al trauma en los niños (Bailly, 2012). Por supuesto, se necesita una recuperación simbólica y social, cuya responsabilidad pertenece a la política: la justicia, la reparación y los cambios históricos contribuyen a la recuperación simbólica de los adultos, pero todavía más de los niños, los ciudadanos del futuro. Aunque existen factores más individuales que son de nuestra responsabilidad clínica y social: es necesario establecer intervenciones terapéuticas que ayuden a los niños a revisar sus propias teorías, la forma en que se ven a sí mismos y al mundo, con la finalidad de modificarlas, reescribirlas y reinventarlas, pues están dañadas por los acontecimientos traumáticos individuales y colectivos, sean únicos o repetidos, que son los que más comprometen su relación con el mundo. Es importante ponerlo en marcha desde la infancia ya que en la adolescencia, si la herida está todavía abierta, este mundo que no deja espacio para sus teorías infantiles, va a convertirse en aterrador y no deseable para ellos, lo cual es terreno propicio para la violencia, dirigida hacia sí mismo o hacia los otros. El objetivo de este trabajo terapéutico es permitir a todos los niños, sean cuales fueren los traumas individuales o colectivos que hayan vivido, pensar, en palabras de Winnicott (1975), que “la vida merece la pena ser vivida”, por ella misma, para ella misma y por los demás.

Hemos mostrado que los sucesos que hacen daño son los que conllevan caos en el bebé o en el niño después, interfiriendo en las categorías ya adquiridas o que están en proceso. El niño al que se deja caer, se le abandona también respecto al lenguaje, ya no puede utilizar sus definiciones, ni las que había superado. Es ahí donde se les puede ayudar a reconstruirlas, incluso algo diferente a las anteriores, a menudo menos utópicas (Bailly, 2012). Este trabajo permite reinscribir la narrativa de este periodo traumático en una memoria en movimiento y articulada con la del resto del mundo. Ciertamente, en situaciones en las que la violencia permanece, el trabajo de recuperación es precario porque está continuamente cuestionado por nuevos acontecimientos traumáticos, más violentos que los otros y que sorprenden al niño. Pero la experiencia nos muestra que es posible y que toda intervención es bienvenida, incluso si no es definitiva (Hustache y col., 2009; Gaboulaud y col., 2010).

Junto a este trabajo terapéutico existe el trabajo del conjunto de la sociedad y la prevención del trauma de los niños que incumbe a todos ―padres, profesores, educadores―, tal y como ya lo propuso Winnicott después de la Segunda Guerra mundial por sus consecuencias en los niños. Consiste en proteger a los niños y en ayudarles a reconstruir su sistema de pensamiento incluso ante los acontecimientos más terribles. Recuperamos así el proyecto Devereux (1970) que consistía en crear una “psicología del niño libre de todo estereotipo, es decir, una verdadera ciencia que nos permita criar a niños capaces de edificar un mundo mejor del que han recibido de nosotros”.

 

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Resumen

Este artículo pretende demostrar específicamente que lo que hiere a los bebés y a los niños, lo que les traumatiza y deja huellas profundas en su desarrollo, es el ataque ontológico, tanto existencial como antropológico, a su sistema de creencias y teorías, proceso todavía hoy desconocido e infravalorado. Asimismo, mostramos que las técnicas de consuelo y asistencia de los niños deben atender la reparación, la elaboración de las heridas simbólicas y de sus teorías dañadas, tan necesarias para su desarrollo y su vida de adultos. Finalmente, sostiene que prevenir y curar el trauma en los más pequeños, tanto el individual como el colectivo, no corresponde solo a los terapeutas, sino también a padres, educadores, a toda la sociedad. Los autores muestran que es posible hacerlo apoyándose en las asombrosas competencias de niños y adolescentes, a veces subestimadas. Esta tarea incumbe al conjunto de la sociedad.

Palabras clave: trauma, traumatismo, bebé, niños, adolescentes, teorías subjectivas de los niños, creencias, competencias parentales.

 

Résumé

Cet article veut démontrer de manière spécifique que ce qui  blesse les bébés et les enfants, ce qui fait trauma et laisse une trace profonde dans leur développement, c’est l’attaque ontologique, aussi bien existentielle qu’anthropologique de leur système de croyances et de théories et que, c’est ce processus là qui, encore aujourd’hui, est mal connu et sous-estimé. Il montre aussi que les techniques de consolation et de soins des enfants doivent chercher à réparer, aider à élaborer ces blessures symboliques et ces théories endommagées et pourtant nécessaires à leur développement et à leur vie d’adulte. Enfin, il postule que prévenir et soigner le trauma chez les petits, qu’il soit individuel ou collectif, n’incombe pas seulement aux thérapeutes mais aussi aux parents, aux éducateurs, à la société toute entière. Les auteurs montrent que c’est possible de le faire en s’appuyant sur les compétences incroyables et parfois sous-estimées des enfants et des adolescents. Cette tâche incombe à l’ensemble de la société.

Mots clés: trauma, traumatisme, bébé, enfants, adolescents, théories subjectives des enfants, croyances, parents, compétences.

 

Marie Rose Moro
Profesora de psiquiatría del niño y del adolescente, Universidad de Paris-Descartes. Jefe de servicio de la Maison de Solenn y de la Maison des adolescents de Cochin. Directora científica de la revista L’autre, www.revuelautre.com.

Dalila Rezzoug
Paidopsiquiatra. Servicio de psicopatología del niño y del adolescente, Hospital Avicenne, AP-HP, Francia.

Lionel Bailly
Paidopsiquiatra. University College, Psychoanalysis Unit, Londres.


[1] Texto publicado en Moro, M.R., Asensi, H. y Feldman, M., editores (2014), “Devenir des traumas d’enfance”, Grenoble, La pensée sauvage. TEMAS DE PSICOANÁLISIS agradece la autorización del editor para su publicación (www.revuelautre.com).

[2] Traducido del francès por Pilar Tardio e Isabel Laudo.

[3] Véase Lachal (2001) en relación a los efectos en los adolescentes.

[4] En Londres, Maresfield Gardens, 35.

[5] Por ejemplo, mediante el juego o a través del dibujo en niños más mayores.

[6] Terr clasifica los traumatismos según si son únicos y circunscritos (trauma de tipo I) o múltiples y repetidos en el tiempo (trauma de tipo II).

[7] Encontré a Chaiza y a su madre en Kabul en un programa de Médicos sin Fronteras en 2002, en el curso de una misión exploratoria que permitiría la apertura de un programa de atención psicológica algunos meses más tarde donde Chaiza y otros niños afganos mencionados en este artículo serían atendidos.

[8] Véase Elise Drain y col. (2014), Investigación realizada por el grupo ‟ Amsterdam”.

[9] Véanse los trabajos de Anne Habozit y Moro en Colombia (2013), de Khamis (2005) o de Lachal et coll. en Palestine (2003).

[10] Dalila Rezzoug, programa de Médicos sin Fronteras en 2001-2002. Los restantes ejemplos clínicos han sido recogidos por  Marie Rose Moro, en el marco de Médicos sin Fronteras en Afghanistan en julio de 2002, en la Clínica Arzan Quimat en Kabul, en la consulta transcultural en  Bobigny, o en Paris.

[11] El seguimiento de Samba fue realizado en la consulta transcultural de MR. Moro de Bobigny.

[12] Para profundizar en el análisis de este concepto, ver Moro (1989). El número 12 de la Nouvelle Revue d’Ethnopsychiatrie está dedicada a este tema.

[13] Los tres autores de este artículo han trabajado con Médicos Sin Fronteras en diferentes paises como Afganistán, Croacia, Palestina. Uno de ellos creó en 1989 los primeros programes de salud mental en MSF, donde continua trabajando en la actualidad.

[14] Por ejemplo, Laura Adler (2001) y Philippe Forest (1998) escribieron unos libros magníficos después de la muerte de sus hijos. Se convirtieron en seres de papel, como forma de superación del trauma de su pérdida. En cuanto a Janine Altounian (2012), escribió un hermoso libro sobre cómo se transita desde el genocidio armenio, transmitido por sus padres, a la cura psicoanalítica que ayuda a reconstruir, hasta la escritura que permite la transmisión.