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La mayoría nacemos insertos en matrices o mallas familiares con un tejido comunicativo y relacional más o menos tupido o denso, poroso o permeable. Parte de la trama oculta de la familia está tan a la vista que, como la melodía sideral, no se ve. “Lo esencial es invisible a los ojos” en el tema patográfico de las familias. Otra parte es absoluta y rotundamente oculta porque es ignota para sus miembros, estando a veces incluso contrainvestida por un manto de represión y silencio. Pero todo, lo oculto y lo diáfano, lo exhibido como marca identitaria y lo denegado como vergüenza, lo traumático reprimido y lo sobresignificado, acaba por aflorar, si no es a través de recuerdos y representaciones narrables (los mitos familiares), sí a través de los actos, que terminan constituyendo la encarnación de lo secreto. Se asigna menos importancia de la que tiene a la malla inter y transgeneracional en la construcción de las identidades, pero aún más alcance tiene, si cabe, comprender la importancia que tiene toda esa red de mitos y secretos en la confección de guiones repetitivos de conducta en varias generaciones. Determinismo conductual que repugna a una visión defensora del libre albedrío. No es lugar éste para entrar en estériles debates natura/nurtura; herencia/ambiente; determinismo/constructivismo, etc. Vamos a escudriñar el papel de la variable transgeneracional en los guiones de vida, sobre todo por cuanto todo lo que no se comprende, se actúa ciegamente en un bucle sin fin regido por la compulsión de repetición.

La preocupación por el tema transgeneracional ha tenido varios hitos:

.La puesta en relieve del encadenamiento de conflictos entre las generaciones (separación — individuación; acercamiento — fuga; identificación — desidentificación; introyección — externalización…), que pueden resumirse en el continuum repetición-rebelión (de-contra) de los estilos familiares que se respiran en el entorno. Asignar al niño nacido (o incluso antes de nacer) un papel o un estilo concreto, frecuentemente reproducción de otros ya existentes en la familia o correspondientes a miembros prestigiosos o míticos, es alienante. El camino a la psicosis está escrito como infraguión que, antes o después, probablemente se consumará.

.El énfasis en lo intersubjetivo, que se aprecia fundamentalmente cuando el «fantasma» (representación no formulada) sobre el grupo-familiar no está dibujado ni definido con claridad para ninguno de los miembros. La consecuencia más grave de todo ello serían patologías confusionales y de co-dependencia, donde se aprecia el predominio de los lazos simbióticos.

.El valor de lo realmente vivido y la calidad de los vínculos familiares reales, sean establecidos éstos por los padres o por otras figuras ejercientes de funciones parentales. Pero siendo lo real inapelable, lo verdaderamente significativo es el tipo de historización que se haga de lo real en la forma en que el niño-adolescente va erigiendo sus identificaciones primarias y secundarias con dichas figuras u otros ancestros. Es aquí donde puede infiltrarse un legado oculto que, sin saberlo nadie, componga un «programa» de conducta o un estilo de carácter que conduzca inapelablemente a repetir dramas o traumas correspondientes a otros miembros de la familia, de generaciones precedentes. Estamos ante la patología del acting compulsivo.

“No lo reproduce como recuerdo, sino como acto; lo repite sin saber, naturalmente lo repite… sus inhibiciones, sus tendencias inutilizables y sus rasgos de carácter patológico” (Freud, 1914).

Las repeticiones transgeneracionales son como el juego de la patata caliente: van de mano en mano, de actor en actor; secretos, consignas, mitos, leyendas y sobreentendidos inconscientes circulan sin detenerse hasta que finalmente se quedan en manos de alguien que deviene el escenario de la “actuación”. Todos esos elementos figuran como la urdimbre de la historización familiar. Hay que resaltar que este conjunto de temas y tramas no son elegidos ni autónomos, tampoco necesariamente hay una designación (maldición) para que un miembro concreto “ejecute” o asuma el “maleficio”, sino que a menudo la vulnerabilidad o perceptividad de un miembro le convierte en candidato óptimo para reproducir el estribillo familiar, que, como en las canciones, suele intercalarse en medio de las escenas o secuencias diferenciadas.

El momento vital donde suelen cristalizar los actings familiares compulsivos es la adolescencia, donde se juega la batalla entre la forja del yo y la del nosotros. Una individuación o diferenciación muy acentuadas puede resultar conflictiva para el grupo familiar; un repliegue servil al guión familiar conducirá a la apropiación o intrusión por parte de la familia en la mente del adolescente que, así, probablemente, recreará en su vida algunos de los elementos de la trama oculta familiar (Baranes, 2004).

 

El telescopaje de generaciones

Esta designación se debe a H. Faimberg (1985, 1988) y subraya el valor de lo no dicho, de lo no especificado, en la constitución del yo. Lo silenciado genera un “vacío psíquico” que no puede ser elaborado y termina invadiendo el espacio mental con un “objeto interno” que no se ausenta jamás, pero que está indeleblemente presente, como el “objeto enloquecedor” explicado por García Badaracco (1986). Cuanto más complejos, traumáticos, abruptos y desconocidos sean los significantes familiares, tanto más patológicos e intrusivos serán dichos vacíos, pasando a ser “presencias excesivas”, “agujeros demasiado llenos”, catalizadores de un sinfín de identificaciones de generaciones precedentes. A diferencia de la transmisión intergeneracional, que se nutre de lo aprendido directamente de los padres, (de forma explícita o implícita pero no negada u oculta), la transmisión transgeneracional se refiere a la trama urdida durante al menos tres generaciones precedentes, y que aparece parcialmente negada o encriptada. No pudiendo elaborarse ni inscribirse en la narrativa familiar, se expresa a la manera de un síntoma para el que no se encuentra ninguna explicación lógica, pero que de una forma u otra termina reapareciendo en sucesivas generaciones. La transmisión transgeneracional es, por ello, demasiado densa y asfixiante. Para esta autora: “(el telescopaje consiste en) el proceso, las vías y los mecanismos mentales capaces de operar transferencias de organizaciones y contenidos psíquicos entre distintos sujetos y, particularmente, entre generaciones” (Faimberg, 1985).

Faimberg (1988) observó que ciertas cosas no encajaban con la historia de vida de algunos de sus pacientes, pero sí con la de algún antepasado. Esos elementos extraños regresan buscando ser entendidos, mentalizados, y finalmente conjurados, pero mientras no lo logran, solo llegan a ser repetidos sintomáticamente, en una incesante condena de Sísifo. Desde la óptica de Faimberg, la repetición de los guiones patológicos de vida implica la negación del paso del tiempo, la congelación de la trama familiar oculta, la prohibición de diferenciarse (volveremos sobre ello más adelante). Algo así como si la reproducción del esquema, supusiera la evidencia de que existe una divisa distintiva, un cuño, un troquel diferenciador, que tiene -en lo social y emocional- la misma fuerza que las cadenas moleculares del ADN en lo biológico. “El telescopaje de generaciones implica un tiempo circular y repetitivo, en tanto que la diferencia de generaciones está ligada al paso del tiempo” (Faimberg, 1985).

La función que desempeña el telescopaje de las generaciones es facilitar el encaje intergeneracional. Es decir: cada elemento patológico soterrado en una familia, precisa de alguien que lo soporte y sostenga. Solo así se garantiza una cierta forma de equilibrio, por letal que sea, en el sistema familiar. Y, en lugar de ensayar o inventar nuevas formas de equilibrio a partir de las nuevas individualidades emergentes, se “impone” sutilmente cierto tipo de consignas a unos y a otros, para que la escena repita con pequeñas variaciones inevitables –propias de los cambios de costumbres y del paso del tiempo- la esencia de la melodía familiar. “El sujeto queda dividido entre la doble necesidad de ser para sí mismo su propio fin y ser el eslabón de una cadena generacional a la que está sujeto sin la participación de su voluntad” (Nussbaum, 2009).

 

Lo indecible, lo innombrable y lo impensable.

Otra forma de abordar y diseccionar la influencia de lo soterrado en los guiones de vida es valernos de la perspectiva de autores clásicos en la indagación de lo transgeneracional. En “La corteza y el núcleo”, usando el “modelo aguacate”, Abraham y Torok (2005) metaforizan la diferencia entre las transmisiones conscientes y deliberadas (corteza) y las inconscientes y negadas (núcleo). Veamos: lo guardado en el núcleo está sellado, a menudo prohibido y, por tanto, no puede ser ni hablado (inefable), ni aludido (innominado), ni cuestionado, o revisado (inalterado). En suma: no puede narrarse, ni historizarse, ni modificarse; ergo, no puede elaborarse ni transformarse.

El núcleo se compone, a juicio de Werba (2002) básicamente de duelos ancestrales no procesados, por ejemplo de un antepasado suicida, o de secretos  vergonzosos y culpógenos. Ambos operan a modo de un fantasma endocríptico del que no es posible zafarse y al que no es posible enterrar. Hechos que “no han logrado una verdadera sepultura psíquica en sus descendientes”, pero que flotan en las atmósferas familiares durante varias generaciones, como innombrado. Los secretos o duelos que se interceptan en la primera generación, son arrastrados de forma inconsciente en las siguientes. Lo único ‘real’ es aquello de lo que no se puede hablar y los descendientes deben hacer una elaboración plus de duelos y secretos que no les corresponden. Los encubrimientos de secretos y duelos tienen consecuencias sobre el psiquismo. “Lo indecible en primera generación se transforma en innombrable en la segunda y en impensable en la tercera” (Werba, 2002, 298) [1].

Los síntomas emergen cuando algo aparentemente nuevo en la tercera generación reanima los fantasmas «aletargados» que pervivían transgeneracionalmente en la familia. La secuencia es clara: la primera generación no narra, no cuenta, omite poner palabras al suceso o situación traumática o dolorosa, quedando como un tabú que pretende evitar la retraumatización de la víctima directa o de las indirectas; la segunda generación intuye, respira algo extraño (entre lo dicho y lo no dicho), pero en el entorno nadie nombra el tabú y se vive de espaldas a él: lo clivado está descatectizado. La tercera generación ni siquiera piensa en ello, en apariencia, pero está en letargo; aquí impera la presencia de lo «muerto-vivo» (Cesio, 1960). Con todo, pese a que se ve afectado hasta el instinto epistemofílico, y colisiona el deseo de saber con la prohibición de saber, los miembros de la familia suelen experimentar un malestar o un tipo de sensaciones extrañas a las que no pueden dar sentido. Tales significantes serían el aviso de lo vetado que pugna por salir. Las latencias del núcleo pueden emerger también en fobias, obsesiones, impulsos incontrolados, sueños, temores bizarros… Ahí es donde puede apreciarse cómo todo lo forcluido actúa como un guión oculto que es seguido de forma involuntaria, ciegamente, impidiendo vivir la historia personal en primera persona.

Aclaremos esto: las familias sanas poseen una función continente (acogen y alojan diferentes contenidos e idiosincrasias de sus miembros, ajustándose maleablemente a las singularidades sin romper la cutícula envolvente) y una función transformativa (dado que permiten y alientan la diferencia y cada miembro elabora a su forma ‘lo común’ familiar, gradualmente se van produciendo cambios y mutaciones toleradas en cada uno de ellos y en el conjunto familiar). Lo que ocurre, en cambio, en las familias incubadoras de patología es que no cumplen la función continente: expulsando o prohibiendo las peculiaridades individuales de sus miembros, y no cumplen la función transformadora: convirtiendo en tabúes y fantasmas ocultos todo aquello de lo que se avergüenzan o que debilita sus mitos. Del fracaso en el holding (función de contención) se deriva que se conciba como inaceptable todo aquello que es distinto, siendo expulsado todo aquel que se sale de la partitura como nota discordante. Del fracaso en realizar la transformación se deriva que la familia se defienda de todo lo perturbador mediante secretos, tabúes y mitos cuya misión es preservar inalterado (y por consiguiente, no transformado) todo lo que no gusta, abochorna o duele. Del primer fracaso el resultado probable es que ciertos miembros “diferentes” sean, de facto, enajenados de la malla familiar, convertidos en excéntricos o desafiantes: molestos, en suma. Del segundo fracaso, nos toparemos con la existencia de ‘criptas’ que resguardan de la elaboración y de la erosión todo lo cercenado en la familia. La paradoja es que, pretendiendo proscribir y apartar lo doloroso, lo momifican y protegen, impidiendo así que se disuelva o se relativice.

Las criptas familiares alojan «objetos inertes»: duelos no elaborados, ruinas, abusos, secretos inaceptables, traumas, culpas, ofensas, traiciones, humillaciones, vergüenzas. En las criptas se cobijan los escombros familiares. Agónicamente, ni pueden ser retirados, ni pueden ser utilizados. Se mantienen congelados, pero se imponen en el imaginario transgeneracional como elementos que exigen una forma exigente de lealtad. René Kaës (1991) habla de pactos denegativos, aludiendo con ello a que la lealtad más rotunda y sacrificada es aquella que no se pide, pero que se penaliza si no se brinda. La inscripción de lo negativo en el psiquismo se dibuja con todo lo que las familias no pronuncian, no aclaran, no desvelan, no solicitan de forma manifiesta. Los sensores más inconscientes del psiquismo registran los lenguajes soterrados y éstos se abren paso desde el núcleo a la corteza mediante incongruencias peligrosas, o extravagancias, o síntomas que actúan lo no verbalizable. Es importante notar que, por ello, el fantasma no se trasmite entre las personas, sino a través de ellas.

Varios autores subrayan la importancia de las criptas en la génesis de trastornos mentales como la depresión, los suicidios, las toxicomanías, las perversiones y los trastornos psicosomáticos. Reparemos que todos estos cuadros componen lo que A. Green designó muy certeramente “clínica de lo negativo”, y tienen el denominador común de la imposibilidad de mentalizar y elaborar los conflictos psíquicos. Con buen juicio, Tapia y Pérez (2011), consideran que cada nueva reedición de la cripta por parte de algún miembro de la saga familiar, generación tras generación, representa un intento fallido de sacar a flote el secreto o el trauma oculto. Intento de “denuncia” de algo ocurrido en las generaciones previas. Lo que busca ese sujeto que repite el síntoma transgeneracional es abrir la cripta, airear lo no-dicho, no-nombrado, no-pensado, para poderlo enterrar, cambiar o neutralizar, poniendo fin con ello al sufrimiento familiar, pero fracasa en el intento, muy a menudo por el peso de las lealtades invisibles al padre o madre que necesitan mantener sellada la cripta para proteger a sus ancestros. ¿De qué? De la desidealización (falsas grandezas, epopeyas gloriosas, fantasías de perfección, etc), de la crítica (el lema de honrar a los antepasados acarrea la prohibición de censurar), de la ‘contaminación’ con la realidad (que es lo opuesto a la momificación del recuerdo). ¡De tantas cosas! De manera que todo lo obliterado se convierte en sintomático. Es el precio a pagar para preservar la cripta, por mohosa y fétida que sea.

 

La parte maldita de la herencia

La familia es el grupo natural al que compete la transmisión de la herencia familiar. El legado es complejo, pues incluye muchas representaciones míticas que han conformado el imaginario intersubjetivo familiar y cuyo último fin es preservar el mito de «familia ideal» que ha sido funcional, exitosa, armónica y adaptada. Para ello, las familias, de forma consciente y estratégica pero también de forma inconsciente, no suelen escatimar recursos: la poda (escisión), la asfixia (represión), el silencio (forclusión), la desatención selectiva (denegación), la expulsión o depositación en miembros externos (yernos, nueras, cuñados, hijos adoptivos, etc.) de todo lo no integrado (proyección), el embellecimiento artificioso de la trama genealógica (racionalización) y un amplio abanico de otros mecanismos de defensa. Las generaciones que se van incorporando, captan por ósmosis la dinámica defensiva predilecta de la familia, como si fuera un proceso natural y sin alternativa. Dicha dinámica garantiza la nuclearización centrípeta de los miembros y evita la dispersión. Se convierte en un código restringido que delimita lo propio y lo ajeno: los “miistas y los otristas” [2]. El precio a pagar por pertenecer a un linaje es constituirse en corifeo de las creencias y supuestos implícitos de la familia, no discutiendo las jerarquías, los temas recurrentes y los tabúes. Todo ello conforma el legado que, como puede verse, alberga ‘cláusulas’ ocultas que, a las generaciones venideras, les resulta progresivamente más inaccesible.

La historia preexistente convierte a los miembros que advienen en eslabones trasmisores, con roles y funciones parcialmente designados e impuestos, o a menudo en prisioneros de ella (Rozenbaum, 2005). Harrsch se hace eco de esta panoplia de posibilidades en las familias: “en toda crianza existen fantasmas, visitadores del pasado no recordado de los padres, huéspedes no invitados al bautizo, que en algunas familias aparecen en escena en momentos inesperados, reeditando papeles de obras de tiempos pasados. Otras familias se manifiestan como poseídas por sus fantasmas, huéspedes permanentes que claman por la tradición y por los derechos de permanencia y han estado presentes en el bautizo de dos o tres generaciones sin haber sido invitados” (Harrsch, 1988).

Un concepto clave para comprender la esencia del «legado maldito» es el de identificación inconsciente alienante (Faimberg, 1985): ciertos miembros de una familia depositan investiduras libidinales u hostiles sobre un tercero y lo convierten en carga del legado oculto: el bueno, el malo, el rebelde, el loco, el problemático, el raro, el indigno, el extraño, la frívola, el listo… Las identificaciones inconscientes alienantes operan como “inclusiones en el yo”, “fosilizaciones psíquicas”, “enquistamientos” (Kaës, 1998).  A menudo los miembros de las segundas, terceras o cuartas generaciones se ven constreñidos a vivir un guión que les ha sido diseñado, cuyos ‘parlamentos’ no han podido diseñar ni elegir.

Condenado a vivir la vida de otros, a los que ni siquiera conoce, siguiendo un guión endogámico, por imperativos que no se explicitan y que probablemente tampoco sus trasmisores eligen. Como piezas de un puzle cuyo sentido está en el “encaje” de la estructura familiar de cada generación. Es alienante porque el depositario es mero trasmisor de un legado transgeneracional que le impedirá desarrollar su identidad propia y construir su historia individual y personal. Identificaciones alienantes que obligan a vivir subrogadamente la vida de otros, pero también (identificación proyectiva alienante) verse obligado a permitir que otros vivan su no vida (vacía, depresiva, desconectada, deslibidinizada) a través de ellos, a quienes imponen sus expectativas y deseos o condenan al ostracismo si no acatan su voluntad. Por ser sumamente esclarecedor a este respecto, transcribo un texto que resulta elocuente:

“Los padres y abuelos narcisistas, en oportunidades incluyen en el narcisismo de sus hijos y sus nietos significados que les son propios o se apropian de significados que les son placenteros. También suelen odiar en hijos y nietos lo que se aparta de sus ideales y odian de sí. Cuando esto ocurre, alienan al hijo dejándolo sin espacio para sus propios anhelos, se incluyen intrusivamente o lo desposeen de su deseo. Instituyen identificaciones amarradas en convicciones que operan como verdades que llevan a repeticiones que anulan todo poder plástico, creativo. Quedan inscritas como marcas caracteriales atrapantes y alienantes que demarcarán claustrofobias, ahogos, sin posibilidad de ser nombradas y entrar en un comercio asociativo que permita elecciones, remodelaciones, creación”  (Nussbaum, 2009, 163).

 

Las defensas familiares contra el trauma y los microtraumas

Con frecuencia, los eventos familiares escindidos o vetados por su carácter traumático, pero aún así trasmitidos, constituyen una suerte de agujero o de vacío no metabolizado, quedando fuera del registro de la narrativa familiar de superficie. La ausencia de representación induce lo que los autores franceses (Laplanche, Green, Marty, entre otros) han denominado “clínica de lo negativo”. Justamente por su falta de organización verbal (‘representación de palabra’), perdura como núcleo enquistado, como trauma inasimilable de imposible disolución o resolución. El trauma deja una estela de reminiscencias que, como hemos dicho, suelen ser ‘actuadas’ por algunos miembros de la familia, erigiéndose en síntomas que consiguen simultáneamente deshacer la trama y trabarla con más fuerza, aunque con costuras patológicas. El síntoma puede revestir caracteres diversos: ansiedades, delirios, trastornos alimentarios, fobias, adicciones, emparejamientos desgraciados y condenados al fracaso, suicidios consumados, dramatizaciones histriónicas, etc. Cada familia ensaya sus formas vinculares y relacionales, así como sus nudos defensivos, buscando –exitosa o fallidamente- la ‘bondad de ajuste’ necesaria para seguir sobreviviendo. Crastnopol (2011) hace inventario de cinco mecanismos fundamentales para defenderse de lo irrepresentable familiar: maquillado, intimidad molesta, maestría compartida, pequeños asesinatos y aislamiento caprichoso.

Lo traumático es incorporado al mundo interno de cada miembro de la familia mediante complejos mecanismos de identificación/introyección. En unos casos, el ‘fantasma’ del trauma irrepresentado se introduce en unos miembros a modo de un ‘implante’, y en virtud de esta modalidad de apropiación permite que lo perteneciente al objeto sea a la vez propio y ajeno (como los implantes y las prótesis); en otros, se produce una intromisión o intrusión [3] forzosa, convirtiéndose en objeto invasor; en otros, como colonización alienante que vampiriza o anula cualquier brote creativo o innovador que pudiera aportar como miembro de la familia [4]. Muy revelador resulta el análisis efectuado por Nicoló (1993), sobre estas modalidades solo aparentemente similares.

Hemos de resaltar que los síntomas dentro de la saga familiar transgeneracional cumplen funciones identitarias (impidiendo que el cuño de la familia se disipe) y funciones paradójicamente adaptativas (lo que se ha denominado ‘acomodaciones patológicas’). Con todos los eslabones (los fuertes y los cuarteados) se construye la novela familiar. Sabemos que todo lo traumático posee una cualidad intemporal: es inmune a las mutaciones introducidas por el paso del tiempo. La metáfora usada por del Valle (2014) es la del capullo que envuelve la crisálida, pero también es válida la del tiempo congelado. Aquello de lo que no se habla por resultar doloroso, no puede ser objeto de elaboración, de asimilación: permanece como un introyecto no dúctil, “asesinando el tiempo” (Green, 2001).

El efecto patógeno del trauma es inmenso, tanto más cuando no hay espesor suficiente en el preconsciente de los individuos. Allí donde no puede mediar la memoria, con sus filtros y deformaciones, lo traumático perdura como un conjunto de significantes mudos. Serán éstos los que se repitan en los guiones.

 

Las repeticiones del guión

La lectura de la saga familiar de los Buendía en “Cien años de soledad” acredita que, en efecto, hay males que pueden durar cien años y cuerpos que lo resistan, pues, como afirma C. Harrsch (1988), hay “psiques que lo reeditan”. Escribe la autora mexicana sobre la repetición de un modelo vincular madre-hija a lo largo de cinco generaciones. En efecto, los ‘fueros’ familiares se repiten como el Bolero de Ravel, con mutaciones en la intensidad, el ritmo, la instrumentación. Pero, sin embargo, la partitura-modelos vinculares, patrones relacionales, patologías, sucesos, estilos caracteriales- conserva ese inevitable aire de familia que nos resulta un dejá vu, un après coup, un ‘esto me suena’, que, amén de cansino, exhala un aroma de fatalidad, de ineludible determinismo: “La compulsión a la repetición ocupa la escena familiar, hay un collage en los funcionamientos familiares anteriores, sin separación posible ni transformación y por eso una prevalencia de vínculos narcisistas” (Joubert, 2013).

Se observa en la clínica la reiteración de patrones de emparejamiento, actividades, comportamientos aberrantes, decisiones auto o heterodestructivas que, obviamente, no pueden ser atribuidas a la casualidad o a un negro designio divino. Podríamos hablar de “infección psíquica”, de contagio, de troquelado invisible, de modelado inconsciente de la conducta, de imitación o emulación. Seguramente, cada uno de estos procesos actúe alternativa o simultáneamente en las distintas historias familiares que nos es dado contemplar, pues no son recíprocamente excluyentes. Lo que sí es incuestionable es que la repetición compulsiva de los patrones, lejos de servir a la memoria y a la mentalización de lo indecible o traumático familiar, cumple una función antimemoria (Mijolla, 1986), sirviendo para sellar aún más la cripta y apuntalar aún más los secretos impensables. Cada nueva repetición es una viga más en la edificación del mito familiar.

A menudo resulta estremecedor constatar esta compulsión de repetición, cual si los sujetos implicados fueran meras marionetas impelidas a cumplir un mandato o a ejecutar un encargo, sin que se sepa el origen de tal inducción. Ciegos, ignorantes de que con ello organizan, garantizan la “continuidad de la cultura del grupo familiar” (Nicoló, 1993).

 

Viñeta clínica

La familia B, a lo largo de cuatro generaciones, ha evidenciado una serie de patrones vinculares y de modelos relacionales singulares y reiterados, altamente disfuncionales y causantes de inmenso dolor y de fracasos relacionales muy graves. Por ello, resulta idónea para analizar algunas de las hipótesis transgeneracionales arriba apuntadas.

En la primera generación, la señora B, huérfana temprana, había sido encomendada al cuidado de un tío sacerdote en una aldea de la montaña. El susodicho se “deshizo” de ella, entregándola en matrimonio con apenas 17 años a un agricultor e industrial del pueblo-cabeza de partido de la comarca- unos 10 años mayor que ella. Tanto el señor como la señora B eran hijos únicos. La unión resultó próspera en lo económico, pero, pese al misterio y al tabú que se cierne sobre su historia conyugal, no fueron una pareja bien avenida. La señora B poseyó tanta capacidad para los negocios como él y amasaron un patrimonio importante en propiedades inmobiliarias y en una industria de bienes de consumo, de importante desarrollo comarcal. El matrimonio tuvo tres hijos: hijo-hija-hijo, intercalados con al menos dos abortos o hijos muertos al poco de nacer. El señor B se erigió en patriarca familiar y en «amo» de un grupo variable de empleados, con quienes ejercía una tutela a un tiempo pródiga y severa. Mantuvo, sin embargo, respecto a su propia familia, una cuestionable actitud de la que las generaciones posteriores veladamente (y siempre entre el reproche y la disculpa) apenas insinúan algunos trazos: a menudo desaparecía, so pretexto de los negocios, y se ignoraba su paradero y actividades.

Apenas se sabe que desapareció durante unos años y que la señora B hubo de refugiarse y realojarse en la aldea montañesa de la que salió al casarse, para evitarse la angustia de la guerra y la vergüenza de lo que cabía interpretarse como un abandono de su marido. La prerrogativa de emprender aventuras (¿juego?, ¿fiestas?, ¿amantes?) se la otorgaba a sí mismo, prevaliéndose de que la señora B carecía de otros parientes, salvo los propios hijos, que pudieran exigirle o reclamarle al señor B responsabilidad, fidelidad y lealtad para con ella.

La señora B tuvo que sostener y defender casa, hijos y negocio, en soledad y amargura durante muchos tramos de esa azarosa y accidentada conyugalidad. A partir de los 48-50 años, el señor B se sosegó y se mantuvo hasta su muerte (con apenas 62 años) al frente de la hacienda, siendo su mujer la que aportaba un dolorido y resentido equilibrio en la entente matrimonial. Cuando murió el señor B, víctima de un ACV, la señora B desplegó una capacidad notable de aglutinar patrimonio y congregar en torno a sí a la familia. Antes de morir, manifestó su deseo de no ser enterrada junto a su esposo.

De esta primera generación, cabe destacar como «significantes mudos» los siguientes:

.la naturaleza traumática de un matrimonio «pactado», concertado sin amor, que pudo tener el valor inconsciente de una compra-venta de la señora B a su marido a cambio de seguridad y prosperidad.

.el valor otorgado al dinero, a los bienes patrimoniales.

.la ambigua ubicación de la señora B en el doble papel de dueña/esclava de la hacienda.

.el trato negligente y poco respetuoso recibido por parte del señor B, con amarga permisividad hacia una vida ignota que en paralelo llevaba cuando se ausentaba.

.la convicción de que el «amo» puede usar su patrimonio para premiar o castigar a su prole.

.la seguridad en que siempre sería readmitido, fueran cuales fueren los atropellos cometidos mientras tanto, sobre los que se cubrió un manto de silencio.

.las generaciones segunda y tercera apenas se interrogan sobre ello: ¿dónde iba, con quién estaba, qué hacía? El no querer saber es una evidencia de la inhibición de la curiosidad, siguiendo ésta reprimida entre buen número de los vínculos ulteriores de la saga.

En la segunda generación, el hijo primogénito (A), devino en ser el hijo parental, heredero por primogenitura, que a su vez contrajo matrimonio con una muchacha perteneciente a otra saga local potente. Eso le convirtió en una figura medianamente destacada en la localidad, con plaza en el Casino y abono a los toros, amigo de cierto dispendio. Sus aspiraciones, sin embargo, no pasaron de ser pequeñoburguesas y fueron declinando en actitudes progresivamente más pusilánimes, sin renunciar por ello a la ambición (que él creía fundada en derecho) de recibir en herencia el patrimonio industrial e inmobiliario de sus padres, por el hecho de haber permanecido como «lugarteniente» del mismo. Sin embargo, con él comienza a ejecutarse uno de los guiones transgeneracionales repetidos: en la lectura del testamento de la señora B comprobó cómo su madre le había desheredado. El señor A tuvo dos hijos varones, desheredando a su vez al segundo de ellos bastante antes de morir. La identificación con el agresor salta a la vista.

La segunda hija de la señora B, señora C, acarreó en su herencia psíquica parte de la ambición y de la industriosidad, arrojo y emprendimiento de sus padres, pero contrajo matrimonio temprano, como su propia madre, (19 años) -haciendo gala de una liberalidad impropia de los tiempos- con un hombre 10 años mayor (nueva repetición de la pauta materna), desaprobado por sus padres, tras una rocambolesca fuga y matrimonio casi secreto. El marido de la señora C en cierto modo reeditaba el componente aventurero del señor B: jugaba, amaba viajar, parrandear y ser un bon vivant. Dotado, sin embargo, de un encanto y un optimismo vital importantes, mostraba las mayores capacidades afectivas y hospitalarias de la saga, sirviendo mientras vivió de catalizador y aglutinante de los lazos amorosos y lúdicos. En este matrimonio, fue la señora C quien se constituyó en administradora y gestora de la casa y los tres hijos que tuvo con su marido. Ganarse la vida comportó salir de la localidad y afincarse en una ciudad mayor, provista de más tejido industrial. De resultas de ello, los tres hijos de la pareja vivieron notables situaciones de soledad y adultización precoz, con penosas consecuencias emocionales y relacionales.

El tercer hijo de la señora B, el señor M, fue el único en acceder a estudios universitarios. Gustó de vida aventurera, aunque responsable, y supo abrirse camino, convirtiéndose con el tiempo en el pilar de la familia extensa. Con el transcurrir de los años, devino en ocupar un rol de tío-parental sustituto del padre, ejerciendo funciones de prestamista y magnánimo promotor de negocios o intereses de hijos y sobrinos durante toda su vida. Puede apuntarse que captó y encarnó con creces la consigna tácita de la familia B: prosperar y aumentar. Casado con su primera esposa durante veinte años, de su matrimonio nacieron tres hijos (varón, mujer, varón). Se afincó profesionalmente muy lejos geográficamente de su familia de origen, por requerimientos de su trabajo, pero mantuvo un apego exagerado a su localidad de procedencia y a su familia de origen. Tras divorciarse, contrajo nuevas nupcias con otra mujer, de la que nacieron dos hijos (varón, mujer).

De esta segunda generación, registramos algunas repeticiones:

.todos los hijos de la señora B (A, C, M.) han cortado relación rotunda y definitivamente con alguno de sus vástagos, de donde se deduce testamentariamente la voluntad de excluirlos de sus respectivos legados.

.también todos ellos han realizado la trasmisión de la continuidad con las empresas de los padres: el señor A una industria de procesamiento de alimentos, la señora C un negocio textil, el señor M un negocio sanitario. También todos ellos han impuesto a alguno de sus hijos nombres de los abuelos y de ellos mismos. Indiscutiblemente, tal designación es, a la vez, tanto un tributo a los antepasados, como una «obligación» de continuar con la divisa.

.en distintos tiempos, la relación entre los tres hermanos ha pasado de la fusión simbiótica al estallido y la defusión agresiva y rencorosa. La fratría se ha fragmentado a consecuencia de cruzadas proyecciones sobre la propia arbitrariedad y falta de criterio en la administración de bienes y en la crianza. La escalada simétrica de acusaciones y rencores recíprocos evidencia la dificultad de todos ellos para introyectar la culpa de los fracasos o de las derivas ruinosas de lo heredado.

.los negocios emprendidos se han caracterizado por decisiones erráticas o gastos dispendiosos y arbitrarios que han causado la mengua del patrimonio. Sin embargo, el pasado prestigioso de la familia B sigue luciéndose como estandarte glorioso, sin plena conciencia de la «caída de la casa B» (por parafrasear el renombrado relato de Poe). La herencia de B ha quedado deshilachada y maltrecha, vendida o alquilada, y el patrimonio recibido se ha volatilizado.

.todos los hermanos arrastran déficits emocionales graves que les han inducido a hacer matrimonios connotados con una comunicación displicente, despótica y agresiva, y a situaciones de ruptura real o íntima, henchidos del mismo rencor que la señora B profesó a su marido. El sello del odio, la irritación y la sospecha es la impronta común que la señora B trasmitió a sus hijos y que todos ellos comunicaron a sus parejas.

.todos los hermanos reeditaron, a su vez, un estilo de conyugalidad: el amor pudo ser la razón de constituirse, pero la de mantenerse es otra; la defensa (versus división) del patrimonio. Todos ellos, cada uno a su modo, han sostenido matrimonios donde la culpabilización del otro y la externalización del fracaso han sido la nota dominante: el señor A acusa a su esposa de inútil e incapaz, la señora C acusa a su esposo de despreocupado, festero, ludópata e incapaz de acrecentar la hacienda; el señor M acusa a su esposa de soberbia, vaga y enferma, también incapaz de defender y mejorar el patrimonio. Así pues, los cónyuges de los tres hermanos resultan, a su juicio, contrarios a la consigna de “prosperar y aumentar”, siendo por ello devaluados y despreciados.

Cabe preguntarse ¿por qué todos los miembros de esta generación se casaron con personas a quienes juzgaron inferiores, incapaces? Esta escisión (lo bueno lo aportamos nosotros, lo malo viene de fuera) es otra forma de preservar la divisa de grandeza trasmitida. En el fondo, todos ellos poseen ínfulas que revelan un narcisismo frágil, basado en la nostalgia de un pasado que idealizan y deforman para mantener el mito, pero que está ya desconchado y desvencijado. En esta generación se prosigue un patrón hipomaníaco proveniente de la línea paterna.

De la tercera generación, no cabe sino destacar que, estando aún en la adultez, se repiten igualmente algunos patrones relacionales:

.la constitución frecuente de parejas fallidas, donde la diferencia de edad sigue siendo otra constante.

.la ruptura de vínculos filiales, por parte de alguno de sus miembros.

.la presencia de patología psiquiátrica severa, sea en los miembros de la saga (con predominio de patología psicótica y narcisista), sea en los cónyuges (con predominio de patología depresiva, ansiosa y dependiente).

.la demonización de los ajenos (cónyuges, parejas), tratados como miembros de segundo orden y sin peso alguno en las decisiones familiares. Los intentos reiterados de ninguneo, exclusión y futilización de las aportaciones de los ‘no-nuestros’ terminan por pagar el peaje, ya que son un obstáculo insalvable para la construcción de la mutualidad y la simetría en las parejas, rompiéndose éstas de continuo.

.la sobrevaloración del dinero, conducente ora a situaciones de esplendor, ora de miseria: la pauta ahorro/dispendio sigue presente en la familia. El modelo hormiga/cigarra, o, en términos psicológicos, el modelo retentivo/expulsivo, es el estribillo de la melodía transgeneracional familiar.

.las ausencias del hogar de algunos miembros, con el correspondiente abandono y negligencia en el cumplimiento de la parentalidad y de la mutualidad afectiva conyugal, reedita el patrón de la primera generación. La transmisión del «padre ausente» puede estar articulada sobre distintos motivos o pretextos: en un caso, la deslocalización en otro continente del negocio emprendido, en otro la adquisición de conocimientos técnicos y la especialización profesional para el trabajo sanitario, en otro la actividad profesional de transporte internacional, etc. Muchos varones buscan, como el abuelo B, una coartada para «fugarse» del hogar.

.como consecuencia de ello, las figuras femeninas reeditan el modelo de asumir en solitario la crianza de los hijos y la administración doméstica, a semejanza de la señora B. El patrón nómada para el varón se contrapone al sedentario y regulador para la mujer. Reparto de roles que vuelve en un eterno retorno, llevando además tácita la consigna de que al hombre debe permitírsele sobrepasar límites y la mujer debe tolerarlo.

.en esta generación, igualmente, la fratrías están disueltas en varios casos, o son tan tenues que apenas se mantendrán cuando los abuelos mueran, probablemente con el detonante de voluntades testamentarias que incluyan cláusulas de mejora para unos hijos en detrimento de otros, o directamente cláusulas de desheredad.

De la cuarta generación (entre los 20 y los 30 años), caben destacarse algunas repeticiones compulsivas notables:

.rupturas vinculares paterno-filiales, acompañadas de la correspondiente desprotección económica.

.dificultades para el establecimiento de lazos amorosos estables, probablemente debido a una excesiva inscripción del «nombre del padre» que impide la maduración emocional y de rol a un ritmo apropiado, así como a la desconfianza en la existencia de verdaderas relaciones de apego perdurables. No olvidar que tanto verticalmente (lazos paterno-filiares), como transversalmente (lazos fraternos) los vínculos de apego primario han saltado por los aires. El recelo hacia la consistencia de los vínculos, por una parte, las defensas regresivas (infantilización), por otra, y la disociación emocional son habituales en la memoria transgeneracional, lo que favorece que acabe aceptándose como «marca» de la familia. Se naturaliza y normaliza lo disfuncional y lo raro: nada sorprende, todo es posible y repiquetea como un dejá vu.

.alejamiento e incluso desconocimiento completo entre los miembros de esta generación (la de los biznietos).

Si tratamos de condensar en algunos elementos los «fantasmas endocrípticos» que caracterizan a esta familia, conjeturamos:

a)   La existencia de un trauma vivido por la Señora B. Del mismo solo se cuenta con reminiscencias difusas, indicios: sospechas alusivas al papel ambiguo del sacerdote que ejerció de tutor, acompañado de la vaga sensación de que se deshizo de ella, casándola con un pretendiente que no se preocupó de la felicidad de su mujer sino de la suya propia. ¿Pudo sentirse “vendida” la señora B por su pariente-tutor? ¿Puede ser esta la causa del inicio de las formaciones reactivas transgeneracionales que propiciaron que se sucedieran decisiones de desheredar al hijo y, de ahí en adelante, se repitiera compulsivamente la pauta a lo largo de las tres generaciones posteriores?

b)   El mito familiar se edificó en torno a la naturaleza diligente, sagaz para los negocios, emprendedora y amasadora de patrimonio de la primera generación. Mito contrapunteado por la tendencia hipomaníaca al dispendio de los bienes, a la temeridad de algunos emprendimientos, a la irresponsable administración, al uso «grandioso» del dinero, conducente a la ruina, y eso en miembros de todas las líneas familiares y de las cuatro generaciones.

c)    La prohibición y condena de todas las profesiones y organizaciones mentales erigidas en torno a otras formas de vida y fuentes de riqueza, lo que se plasma en el desdén y la crítica a los miembros del clan que no son «emprendedores» o que apuesten por otros valores: intelectuales, artísticos, exploradores. Ser culto, ser austero, ser trabajador asalariado, ser funcionario, está connotado con el sello del desvalor y se interpreta como una traición a la impronta familiar.

d)   Puesto que todo lo mencionado es incomprensible y representa la alteridad, los mecanismos habitualmente utilizados son: la devaluación y censura de todo aquel que encarne lo distinto, la atribución crítica de las causas de los infortunios y malas influencias a los ajenos (los parientes por línea política), la forclusión del tronco familiar de quien piensa y disiente, de quien cuestiona el mito. ¿Puede deberse a que el fantasma trasmitido por la señora B sea el de su propia obediencia irrestricta a los dictados de su tutor, incluso al precio de su infelicidad, y que, en virtud del mecanismo de identificación con el agresor, los descendientes impongan esa misma obediencia ciega a su descendencia, cercenando los brotes de rebeldía mediante la interrupción del vínculo o la eliminación en los derechos sucesorios? La consigna es: “es obligado ser infeliz, como lo fue la señora B”. Es patente a lo largo de cuatro generaciones que la cadena se rompe por los eslabones donde emerge la insumisión.

e)    La transmisión de algunos significantes: el valor del dinero, la tolerancia con las ausencias de los hombres (y posibles infidelidades) y su abandono,  lo que deja el centro de regulación endofamiliar pivotando en las mujeres.

f)     La asignación de roles malignos o desvalorizados a las figuras de los no pertenecientes al clan familiar: yernos, nueras, cuñados. Es decir: la parentalidad política es vivida como potencial amenaza que podría disolver la esencia transgeneracional. De hecho, en todas las generaciones, estos elementos anexos son tratados como foráneos, rivales, interesados o parasitarios del patrimonio familiar. Depositarios, al fin, de las proyecciones paranoides que pretenden mantener incólume el narcisismo del mito familiar.

 

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Resumen

La articulación transgeneracional de esquemas y guiones de conducta y defensivos, la repetición ciega y casi compulsiva de elecciones, mentiras y secretos, es algo sobradamente estudiado.

El presente trabajo, ilustrado por una viñeta clínica que recorre esta vertebración a lo largo de cuatro generaciones, indaga en las razones de este determinismo que tiene que ver con la falta de mentalización de lo latente que se actúa y se hace sintomático en cumplimiento de lealtades invisibles de los miembros de la trama familiar.

Valiéndonos del andamiaje conceptual del ‘telescopaje de generaciones’, de los guiones de vida y de la ‘herencia maldita’, se propone una comprensión sobre la génesis de una parte de la patología que no es ni intrapsíquica ni relacional, sino fantasmática y transgeneracional.

Palabras clave: transgeneracional, microtraumas, telescopaje, psicopatología, guiones.

 

Abstrat

Transgenerational joint of patterns and scripts of behavior and desfensives, blind and almost compulsive repetition of elections, lies and secrets, is something amply studied.

This work, illustrated with a clinical vignette that runs this articulation over four generations, delves into the reasons for this determinism that is about with the lack of mentalizing of the latent which acts and becomes symptomatic in compliance of invisible loyalties of the members of the familiar plot.

Availing ourselves of the conceptual framework of the ‘telescoping of generations’ of life scripts and the ‘cursed heritage’, it is proposed an understanding of the genesis of a part of the pathology that is neither intrapsychic nor relational, but dreamy and transgenerational.

Key words: transgeneracional, microtraumas, telescoping, psycopathology, scripts

 

Teresa Sánchez Sánchez
Doctora en Psicología, Profesora titular de Psicología en la Facultad de Psicología de la Universidad Pontificia de Salamanca, Profesora del Máster de Psicología General Sanitaria.
Psicoanalista acreditada, miembro de la Asociación de Psicoterapia “Oskar Pfister”, FEAP y EAFPP.
Fundadora y psicoterapeuta en activo del Centro Athanor de Psicoterapia (Salamanca).


[1] Referido a la transmisión transgeneracional de los efectos de la tortura y de las experiencias concentracionarias, u otras de traumatización extrema (secuestros, violaciones, deportaciones, etc), Faúndez y Cornejo (2010) introducen matices interesantes: “En la primera generación, los contenidos incluidos, enquistados en el yo, se encuentran condenados al secreto, sin plantear conflicto mediante la represión conservadora. El acontecimiento se convertirá en un indecible. Nunca debe ser revelado, no se puede hablar sobre ello debido al dolor y culpa que evoca. En la segunda generación, el secreto no puede ser objeto de representación verbal. El suceso se vuelve inmencionable ya que el portador del secreto tiene un conocimiento intuitivo de éste, pero ignora el contenido. Por último, en la tercera generación se convierte en impensable, algo que existe pero es inaccesible mentalmente, nadie se lo puede imaginar” (Faúndez y Cornejo, 2010, p. 40). Es interesante conocer este fenómeno que explica ciertas acciones terroristas y fanáticas en los inmigrantes de tercera generación de las grandes urbes que ‘actúan’ con rabia feroz, con propósito vengador a los agravios que padecieron sus abuelos. Son los portadores y ejecutores de un guión reivindicativo transgeneracional. Lo traumático-familiar se actúa sin llegar a mentalizarse.

[2] Expresión humorística que se debe a C. Arniches en su obra “Los caciques”.

[3] Es el caso de hijos que nacen ‘condenados’ a ser militares para seguir la égida de un glorioso antepasado muerto en la batalla, por ejemplo, a quien se bautiza con su nombre. La intromisión en la identidad es rotunda, directa e incontestable. Tal vez vaya en este sentido la enigmática frase que escuché de boca de Jaime Szpilka y que he repensado muchas veces: Uno vive para ser merecedor de su nombre, ”… el nombre (apellido) de la familia”. En el lenguaje familiar que estamos abordando, sería vital que cada miembro de cada generación supiera contestar a la pregunta de “¿qué significa ser un Villar, o un Iturriaga, o un Maestre…?”. No ser capaces de contestar a esta pregunta le hará más vulnerable a ser ‘parasitado’ sin poder evitarlo por los fantasmas familiares, víctima de identificaciones alienantes o invasiones a su propio yo.

[4] Nada más próximo al concepto de ‘objeto enloquecedor’ postulado por García Badaracco (1985).