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El 13 de junio de 2016 se celebró en la Filmoteca de Barcelona una Mesa Redonda organizada por el grupo de trabajo Psicoanálisis y Sociedad del Colegio Oficial de Psicólogos de Catalunya. El objetivo era trasmitir a un público muy diverso las reflexiones de cada ponente sobre la problemática de los refugiados. Como miembro del grupo de trabajo participé en esa Mesa. El texto que sigue se basa en mi intervención.

Aunque no es la primera vez que sabemos de los efectos desoladores de las guerras y de las terribles injusticias a las que están sometidos los desplazados de muchas partes del mundo ―pienso, por ejemplo, en los somalís, los sudaneses, afganos, palestinos y tantos otros que viven, malviven y mueren en campos de refugiados repartidos por países africanos, asiáticos y del oriente medio―, me parece que lo que está sucediendo ahora nos llega más a fondo.

Existen diferentes factores que pueden explicar el aumento actual de la sensibilidad hacia el tema. Por una parte, el incremento de información que nos llega a través de los medios y la amplia internacionalización del problema. Hace mucho tiempo que recibíamos noticias de los dramáticos acontecimientos en la frontera entre México y EEUU, pero, a pesar de su crudeza, los tomábamos como un problema de emigración que solo afectaba a los americanos. También sabíamos de los emigrantes que intentaban cruzar las fronteras de Ceuta y Melilla, pero en este caso considerábamos que era un problema de política migratoria local exclusivamente español, del mismo modo que Lampedusa era italiano y Lesbos de Grecia.

Pero a medida que el número de desplazados ha ido creciendo y el eco mediático se ha intensificado, se nos hace casi imposible negar la evidencia y huir de la verdad.

Creo que mientras estas situaciones se producen física o mentalmente lejos de nosotros, a pesar de que nos conmuevan y generen malestar, podemos mantenerlas relativamente aisladas de nuestros pensamientos de forma que ni nos perturben emocionalmente ni alteren nuestra cotidianidad. Se trata de un mecanismo psicológico defensivo que todos tenemos y que, en ocasiones tan desagradables como estas, nos funciona la mar de bien (Freud, 1940 [1938]). En cambio ahora, cuando buena parte del contingente de personas que, huyendo de los horrores de sus lugares de origen, especialmente de Siria, no están lejos sino que llaman a las puertas de la Comunidad Europea, a nuestra puerta, no es tan fácil no sentirnos cognitiva y emocionalmente implicados.

A ello se añade la sorpresa, la decepción, la incomodidad y la incertidumbre que nos produce ver como las “soluciones” adoptadas por los gobiernos y las instituciones comunitarias vulneran los principios y valores sobre los que teóricamente se asienta nuestra cultura y organización social (Naïr, 2016). Mientras lo coherente sería que, por razones humanitarias y en nombre del respeto a la dignidad y los derechos de las personas, Europa buscara la forma de acogerlas y darles cobijo, lo que hace es tomar medidas propias de la Edad Media tales como construir murallas ―sean físicas o burocráticas― con el objetivo de que estas personas se queden fuera de nuestras fronteras, concentradas en campos, casi a la intemperie, desprotegidas, sin acceso a los recursos básicos, despersonalizados y sin derechos, esperando… no se sabe qué, ¿que desistan? ¿Que se busquen la vida cómo y dónde puedan? ¿Que regresen a su país? ¿O tal vez a que todo se solucione como por arte de magia? Estas actitudes políticas que refuerzan la exclusión, además de no solucionar nada, nos generan inseguridad y profunda vergüenza (Jiménez Villarejo, 2016).

Los hechos nos avergüenzan, pero los argumentos con los que los responsables comunitarios y nacionales justifican y enmascaran las razones de fondo de sus decisiones, nos indignan. Los hay de varios tipos, pero a mi parecer pueden agruparse en dos categorías. Una, apela a la crisis económica en la que estamos inmersos, y la otra al supuesto peligro de que entre los refugiados que entren se filtren terroristas.

Vale la pena recordar que la crisis económica no significa que el dinero se haya evaporado. Otra cosa es cómo se distribuye. No cabe duda, la crisis y los recortes afectan gravemente a los ciudadanos de a pie, pero cuesta creer que las grandes corporaciones financieras la sufran demasiado, sobre todo si tenemos en cuenta que año tras año reportan beneficios enormes y cada vez mayores. Más bien parece que en lugar de implementar políticas dirigidas a satisfacer las necesidades de la gente, se priorizan aquellas otras cuya finalidad es preservar las alianzas estratégicas y los intereses de esos grupos. Ahora bien, precisamente esto es lo que se nos oculta, lo que ni se reconoce ni se declara públicamente. Por el contario, nos quieren convencer de que con las resoluciones que adoptan nos defienden del desconocido, del extranjero o del recién llegado, porque su presencia entre nosotros puede ser causa de toda clase de amenazas, peligros y desgracias. En otras palabras, fomentan el miedo y el odio al diferente, al “otro”. Este tipo de discurso, además de mentiroso, se dirige a los impulsos más primarios de la gente y los incentiva de tal modo que quienes se lo creen lo repiten asustados y, exagerando las diferencias entre “ellos” y “nosotros”, dicen cosas parecidas a: los refugiados nos quitarán puestos de trabajo, aumentarán el paro, colapsarán la sanidad, nos islamizarán, nos robarán, nos violarán, destruirán nuestra civilización e incluso es posible que nos maten (Freud, 1918 [1917]).

El segundo tipo de argumento, el que se refiere a los terroristas, es si cabe más cínico. Evidentemente utiliza también el miedo, pero lo hace escindiendo y condenando al olvido el hecho de que una parte importante de los autores de los grandes atentados que ha sufrido el continente ni eran extranjeros ni eran emigrantes, sino que han nacido, se han criado y escolarizado en Europa. Quizás algunos son hijos o nietos de emigrantes, pero puesto que nadie nace terrorista, hemos de reconocer que han llegado a serlo entre nosotros. Por tanto, alguna responsabilidad tenemos en ello: o no hemos hecho lo que convenía o lo hacemos muy mal. Convendría que lo pensáramos y nos lo hiciéramos mirar. Con todo, reconozcamos que es posible que entre los demandantes de refugio también haya terroristas, pero esto no es una justificación, ya que probablemente los que vienen con esas malévolas intenciones, a diferencia de la mayoría de personas que sufren en los campos, tarde o temprano acabarán por cumplir sus designios.

Este es el panorama ante el que se encuentran todos los que quieren ampararse en la Unión Europea. Pero ¿quiénes son estas personas? En primer lugar, aunque a menudo los percibimos como un gran contingente, son eso, personas, cada una con su biografía particular, sus creencias, sus vínculos afectivos, con defectos y virtudes, ilusiones y esperanzas, con su lengua y su cultura. Lo que tienen en común es el hecho de que huyen de la violencia, de la destrucción y la muerte. A diferencia de otros tipos de emigrantes, su prioridad no es tanto encontrar un trabajo que les permita mejorar sus condiciones de vida, sino sobre todo salvar su vida y la de sus familias. Han debido sentirse muy aterrados y desamparados para desenraizarse de su mundo y jugarse la vida en el dantesco viaje que los ha traído hasta aquí. Pero además han tenido que separase, dejar atrás el montón de realidades, de vínculos y relaciones en las que se han construido como sujetos, que constituyen el tejido de su identidad y dan sentido a su existencia. La cantidad de pérdidas que están viviendo es enorme. No solo me refiero a las cosas materiales como la casa o el trabajo, que ya es bastante triste, sino también y sobre todo a la separación de aquella parte de la familia que queda atrás, de los amigos, del país, sus paisajes, sus olores, sus costumbres, sus certezas, la continuidad de la educación de los hijos, los proyectos de futuro y muchas cosas más. Todo esto comporta una tristeza y un dolor emocional difíciles de soportar. No es un sentimiento de duelo cualquiera que pueda resolverse sencillamente con el paso del tiempo, es un duelo, por decirlo así, multidimensional cuya elaboración requiere mucho trabajo psíquico, ayuda y condiciones (Achotegui, 2006).

Por otra parte, muchas de estas personas, adultos y niños, han sufrido o han sido testigos involuntarios de escenas de extrema crueldad, humillación, maltrato y destrucción sin otra defensa que cerrar los ojos, correr o esconderse. Han visto cuerpos mutilados. Han presenciado impotentes cómo se ahogaban o desaparecían en el mar algunos de sus compañeros de viaje, junto con toda clase de acontecimientos espantosos, tanto más traumáticos cuanto más evocadores sean de vivencias dolorosas anteriores.

La vida en el interior de los campos, que en principio son lugares de tránsito mientras esperan la hipotética llegada de visados para poder trasladarse a los países que han elegido, se convierte en otra suerte de tortura. No solo por las condiciones infrahumanas en las que transcurren las horas, los días y los meses. También por verse obligados a convivir con centenares o miles de personas de todo tipo, sin la menor intimidad, con dificultades de comunicación, teniendo que hacer colas interminables para ir al lavabo, para conseguir agua potable, para comer, para obtener ropa y medicinas. Soportando, entre tanto, discusiones, peleas, gritos, abusos, estafas y toda clase de atropellos. En estas condiciones tal vez se puede sobrevivir físicamente, pero ¿qué precio psicológico han de pagar?

Antes me he referido a vivencias traumáticas y de duelo. Un trauma es el daño psicológico causado por un impacto emocional tan abrumador e invasor del psiquismo de una persona que la deja sin defensas y la incapacita, aunque sea temporalmente, para reaccionar adecuada y adaptativamente a la situación, inmersa en un “tsunami” íntimo e inexpresable que le impide pensar. Es como si la mente, al no poder soportar tanto dolor, rechazara todas las representaciones, las ideas y las imágenes que se relacionan con esas vivencias y las hiciera desaparecer de la conciencia (Freud, 1940 [1938]). Pero el problema es que no puede deshacerse de los sentimientos que las acompañan y que reaparecen en forma de confusión y angustia cada vez que cualquier estímulo evoca, ni que sea de lejos, la situación vivida.

El duelo es la profunda tristeza provocada por la pérdida de los seres y las cosas queridas; sentimiento de vacío, de nostalgia y también, a veces, de culpa. Son heridas del alma más o menos profundas según el grado de vulnerabilidad y la capacidad de resiliencia de cada uno, que en un momento u otro todos hemos tenido ocasión de vivir, heridas que, en un ambiente favorable, que proporcione la estabilidad emocional necesaria para cuidar de las relaciones con las personas amadas y establecer nuevos vínculos con otras, poco a poco podemos ir cicatrizando (Freud, 1917 [1915]).

Si las circunstancias vitales son muy adversas o de una dureza extrema, y si, como es lógico, la máxima preocupación es sobrevivir y salir adelante pase lo que pase ―como creo sucede en los campos de refugiados― es muy difícil que las personas que los padecen logren salir por sí mismas y sin ayuda de ese marasmo emocional que tarde o temprano puede tener consecuencias negativas en su salud física y mental. En realidad, no digo nada nuevo o que no sepamos todos: aquello que somática o psíquicamente no hemos podido digerir nos desequilibra, nos provoca malestar y nos enferma.

Recordemos que todo esto no afecta solamente a los adultos. En medio de estas multitudes, las víctimas más graves son los niños. A algunos les queda el amparo, el amor y la protección de sus familias, pero muchos han venido solos o han quedado huérfanos por el camino. Por no hablar de los más de diez mil menores que, según dicen, “han desaparecido” de los campos, al parecer en manos de mafias o grupos de traficantes de órganos, de esclavos o de carne tierna para pedófilos. Lo que estas criaturas han vivido y lo que aún les queda por delante da pavor. A mi entender, no cuidarlos, no protegerlos, privarles de las condiciones para crecer, dejarlos abandonados a la buena de Dios, es una verdadera infamia.

Además de la violencia de la guerra que les empujó a huir y de su terrorífico viaje, estas personas llegan a la que se supone su tierra de salvación y lo que encuentran en ella es la brutalidad de la violencia institucional (Cabanes García, 2014) que actúa coartando su libertad, excluyéndolos de la sociedad, despersonalizándolos e impidiendo que construyan un horizonte claro en su vida.

Y ante esta situación, ¿qué podemos hacer nosotros? Pues, a mi entender, muchas cosas. La primera, tomar conciencia clara y crítica de lo que está pasando. La segunda, tener presente que, aunque ninguno de nosotros es culpable del sufrimiento de estas personas, sí tenemos responsabilidades para con ellas. Es una cuestión de decencia, de justicia y solidaridad que, en diferente grado y manera, nos afecta a todos. Por fortuna, mientras los mandatarios hacen juegos malabares para contener la situación, y a pesar de sus ampulosos discursos, hay mucha gente que no se deja engatusar y está dispuesta a prestar su ayuda. Hablo de las ONG, de los voluntarios y de gente normal y corriente que se ofrecen para alojar familias en su propia casa, a compartir con ellos lo que tienen y a procurarles lo que necesitan. Es evidente que no todos podemos asumir este tipo de compromisos. Pero sí que podemos mantener la mente y el corazón abiertos para no hacer ver que no existen o que son invisibles en medio de nuestras ciudades y nuestros pueblos.

En todo caso, más allá de lo que buenamente cada uno quiera o pueda hacer, es bueno pensar que a veces un “¡buenos días!” o una sonrisa pueden ser tan o más potentes y reparadores que muchas otras medidas, y eso sí que está al alcance de todos. Pero para ello, tenemos que perder el miedo a la diversidad y entender que aceptarla y convivir con ella, lejos de ser una amenaza para nuestra identidad y nuestro pequeño mundo, los amplía y enriquece. Porque, en definitiva, ¿de dónde venimos los europeos si no es de la mezcla de personas, de razas, lenguas, religiones y culturas?

 

Referencias bibliográficas

Achotegui, J. (2006), “Estrés límite y Salud Mental: El síndrome del emigrante con estrés crónico y múltiple (Síndrome de Ulises)”, Migraciones, núm. 19, pp. 58-85.

Cabanes García, A. (2014), “Lo que envuelve al refugiado: generando desplazamientos forzados por medio de la violencia”, Estudios Humanísticos. Historia, núm. 13, pp. 187-210.

Freud, S. (1917 [1915]), “Duelo y Melancolía”, Obras Completas, vol. XIV, pág. 235, Buenos Aires, Amorrortu.

Freud, S. (1918 [1917]), “El tabú de la virginidad”, Obras Completas, vol. VII, pp. 2444-2456, Madrid, Biblioteca Nueva.

Freud, S. (1940 [1938]), “La escisión del yo en el proceso defensivo”, Obras Completas, vol. XXIII, pp. 271-278.

Jiménez Villarejo, C. (2016), “Europa ultraja a los refugiados”,
http://elpais.com/tag/refugiados/a

Moya, D., Silveira, H. (2016), “Europa ante la xenofobia y sus responsabilidades.  The Turkey-UE Agreement on Refugies. Quo Vadis Europe?”, Revista Crítica Penal y Poder, núm. 10, pp. 179-183.

Naïr, S. (2016), “El abandono de los refugiados”,
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/04/15/actualidad/1460742076 html

 

Resumen

Tras hacer una crítica de las actitudes y argumentos socio―políticos que en los últimos tiempos está desarrollando la Unión Europea acerca de los demandantes de asilo, de su influencia en nuestra subjetividad y de los mecanismos de defensa que nos permiten desentendernos de sus problemas, describimos algunos aspectos de su situación y señalamos los efectos nocivos que puede tener sobre su salud física y mental. Finalmente apelamos a la necesidad de tomar conciencia de la realidad y de asumir nuestra cuota de responsabilidad en todo ello.

Palabras clave: exclusión, escisión, trauma, duelo, terrorismo, violencia, refugiados.

 

Mari Carmen Giménez Segura,
Psicóloga,
Profesora Emérita de la Facultad de Psicología de la Universitat de Barcelona,
mgimenez@ub.edu